[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] La primera
secuencia de El francotirador
(American Sniper, 2014) puede verse como una especie de adelanto de algo que la
película desarrollará más adelante: su personaje protagonista, el soldado
miembro de los SEAL Chris Kyle (Bradley Cooper), se encuentra apostado sobre el
tejado de una vivienda iraquí junto a su compañero de armas Winston (Kyle Gallner)
y vigilando la calle a través de la mirilla telescópica de su rifle; de pronto,
algo capta su atención: una mujer y un niño iraquíes salen a la calle justo en
el momento en que una patrulla norteamericana está avanzando con precaución al
otro extremo de esa misma calle; Chris repara en un detalle que despierta su
alarma: la mujer, dice, no mueve los brazos al andar, lo cual sugiere que
esconde algo debajo de la ropa; cierto: lo que lleva es una granada en forma de
cilindro, que entrega subrepticiamente al niño, quien rápidamente se aleja de
la mujer, echando a correr hacia los soldados con esa granada en las manos… Chris
sabe que la mujer y el niño están intentando atentar contra sus compañeros, y
también sabe que debe abatir a los dos primeros para salvarles la vida a los
segundos. Clint Eastwood, director, crea alrededor de este momento de tensión
un “suspense” a base de planos de la mirilla telescópica desde el punto de
vista subjetivo de Chris, combinados con encuadres más abiertos detallándonos
la geografía de la escena y primeros planos del dedo de Chris a punto de jalar
el gatillo de su arma. Este último momento coincide con un brusco paso de
montaje, en virtud del cual retrocedemos en el tiempo y “saltamos” a un plano
de un joven Chris Kyle (Cole Konis), abriendo fuego con su escopeta de caza
contra un ciervo, acompañado de su padre, Wayne (Ben Reed): ambos están cazando
en un bosque de la localidad tejana de donde son oriundos.
Ese
paso de montaje introduce al espectador en el pasado del protagonista,
proporcionando una serie de primeros apuntes sobre su perfil psicológico, el
cual se remonta a su misma infancia: el pequeño Chris recibe los primeros
consejos de su padre en materia de armas de fuego (el ciervo al que acaba de
abatir es su primera pieza de caza); a continuación, una serie de cortas y
sintéticas escenas cuya sequedad acaba siendo una de las características de
este film nos presentan a: 1) Chris yendo a misa con sus padres y su hermano
menor Jeff (Luke Sunshine), momento que el primero aprovecha para robar una pequeña
biblia de bolsillo del banquillo de la iglesia, la misma que a partir de
entonces siempre llevará consigo; 2) Chris defendiendo a Jeff de la agresión
física de un compañero de escuela mayor que este último; y 3) la escena en la
que los Kyle comen alrededor de la mesa y Wayne, dándose cuenta del puñetazo en
el ojo que luce Jeff, alecciona a sus hijos diciéndoles que en el mundo tan
solo hay tres clases de personas: las ovejas, que sufren los abusos de los
demás sin rechistar (refiriéndose, claro está, a Jeff); los lobos, que gustan
de abusar de las ovejas; y los perros pastores, que defienden a estas últimas
de los lobos. Es evidente que la asociación entre la secuencia inicial en Iraq
y la retrospectiva sobre la infancia de Chris Kyle sugiere que este ha asumido
las enseñanzas de su padre, y en consecuencia, su rol de perro pastor; o dicho
de otro modo, que Chris está convencido, en virtud de sus creencias
políticas/religiosas/personales, que es un perro pastor destinado a proteger a
las ovejas de los lobos, por más que estas últimas pueden presentarse bajo la
inocente apariencia de una mujer y un niño. No por casualidad, más adelante el
relato retoma esa secuencia inicial y la completa: Chris mata al niño que se
acercaba demasiado a la patrulla de soldados norteamericanos con la granada, y
a continuación mata a la mujer cuando esta última corre hacia el cadáver del
niño, recupera la granada e intenta completar la acción contra sus enemigos…
La
ideología ha perseguido a Clint Eastwood y su cine desde los inicios de su
carrera: las sospechas sobre su contenido reaccionario ya arrancaron con su
primer largometraje como realizador, Escalofrío
en la noche (Play “Misty” for Me, 1971), considerada por muchos un
precedente directo de ese bodrio sin paliativos llamado Atracción fatal (Fatal Attraction, 1987, Adrian Lyne), y volvieron
a ser motivo de cierta controversia con motivo del estreno de El sargento de hierro (Heartbreak Ridge,
1986); y, por más que Eastwood parecía haber demostrado con creces su repulsa
hacia la guerra con su magistral díptico de Iwo Jima —Banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers, 2006) y Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo
Jima, 2006)—, la polémica ideológica ha vuelto a reverdecer a raíz de El francotirador y su retrato directo y
descarnado de un patriota que mata iraquíes (aunque sean mujeres y niños)
porque está convencido de que con su acción salva las vidas de sus compatriotas.
Algo que no deja de resultar sorprendente, habida cuenta de que, con los años
que han transcurrido, y teniendo en cuenta lo mucho que se ha escrito sobre el
cine del autor de Sin perdón
(Unforgiven, 1992), todavía haya quien se mire con lupa la ideología de sus
películas en detrimento de sus cualidades cinematográficas, y que en base a
ello se establezcan peyorativas comparaciones, temática mediante, con otras
aproximaciones fílmicas a la guerra de Iraq, a mi entender muy mediocres: los
dos films de Kathryn Bigelow En tierra
hostil (The Hurt Locker, 2008) (1)
y La noche más oscura (Zero Dark
Thirty, 2012) (2). Por no hablar de
tonterías como esa, tan difundida (y lo que es peor: asumida incondicionalmente
sin cuestionársela ni por un momento), de que Eastwood no revisa los guiones
sobre los que trabaja, lo cual, a mi entender, no es sino un retrógrado
retroceso a la anticuada idea de que una película vale lo que su guión (¡¿el
cine tiene más de un siglo de historia y todavía seguimos así?!), pero que a
pesar de ello ha tenido mucho éxito a la hora de valorar las más recientes propuestas
de Eastwood tras las cámaras, tanto da que se trate de títulos magníficos como Gran Torino (ídem, 2008) (3) o el insultantemente menospreciado Jersey Boys (ídem, 2014), como de una
obra maestra como Más allá de la vida
(Hereafter, 2010) (4), o de películas
menos conseguidas, cierto, caso de Invictus
(ídem, 2009) (5) y J. Edgar (ídem, 2011) (6), pero ni mucho menos tan fallidas
ni despreciables como se atrevieron (y se atreven) a afirmar los componentes de
esa renovada (que no nueva) generación de detractores viejos de espíritu. Al
hilo de esto último, soy consciente de que quizá se trate de un problema
generacional, o pura y simplemente, una cuestión de sintonía personal que daría
pie a abrir un (otro) debate (inútil) en torno a la “vieja” y la “nueva”
crítica de cine, sobre todo la que de un tiempo a esta parte se dedica, con
fruición freudiana, a “matar a los padres” (no solo Eastwood; también David
Cronenberg, Tim Burton, Peter Jackson, Bryan Singer y algún otro) para asegurar
el triunfo de los “hijos” (cf. Matthew Vaughn: de Kingsman: Servicio secreto ya hablaremos otro día).
No
comprendo las acusaciones contra Clint Eastwood en general y contra El francotirador en particular
tildándolos de fascistas, derechistas, reaccionarios y similares, las cuales,
de tan repetitivas, suenan a lo que son: a viejas, y de “viejos” (a pesar de
que, por desgracia, muchas hayan sido pronunciadas por personas jóvenes, lo
cual es preocupante: con sinceridad, me pregunto si saben lo que es un fascista
o un reaccionario de verdad). Pero,
sea como fuere, lo cierto es que, con El
francotirador, Eastwood parece haber “tocado hueso”, dado que se ha
atrevido a hacer algo que muchos consideran políticamente (y, también,
cinematográficamente) muy “incorrecto”: narrar la historia de un patriota desde
el punto de vista de ese patriota y respetándolo como tal, pero sin que eso
suponga, ni mucho menos, ni una exaltación ni tampoco una crítica de su
conducta y pensamiento. Eastwood no juzga: muestra.
Y lo hace de una forma excepcionalmente inteligente, de manera que cada
espectador pueda sacar sus propias conclusiones. Se ha dicho, también, que El francotirador es el retrato de un
héroe made in USA. Puede que sea así,
pero no es solo eso: es, también, un retrato hecho desde la proximidad, pero
sin eludir sus aspectos más discutibles, ergo, humanos. En El francotirador se dice que Chris Kyle era un héroe porque los demás decían de él que lo era,
pero Eastwood no le presenta como una figura heroica, incluso le muestra confundido, incómodo y más bien molesto por el hecho de que los demás vean
así, entre otras razones porque Chris sabe que, en el fondo, no es ese héroe que
ven sus compañeros de armas o —en un apunte extraordinario— ese veterano de
guerra mutilado que le da las gracias por haberle salvado la vida en combate
haciéndole el saludo militar. Porque Chris —y, con él, Eastwood— sabe la
verdad: que debe su fama a su talento mortífero para abatir enemigos a
distancia, tanto da que sean hombres como (ya lo hemos visto) mujeres y niños, y a nada más; y, por más que Chris se
repite a menudo que lo hace para salvar las vidas de muchos soldados
norteamericanos, cada vez que lo dice suena a una especie de “mantra” que se
tiene que repetir constantemente para no perder la razón…
¿Es
un héroe alguien que, como hemos intuido en la primera secuencia, al final es
capaz de matar a una mujer y un niño, para luego justificarlo con el cínico
argumento del cumplimiento-del-deber? ¿O que, más adelante, cuando vuelve a
encontrarse en una tesitura similar —otro niño iraquí empuña un bazooka armado
y, por un momento, parece que va a descargarlo contra los soldados que han
invadido su país—, duda sobre qué tiene que hacer, consciente de que, caso de
ser necesario, será capaz de matar otro niño cumpliendo con ese mismo deber? ¿Alguien
que, desde su infancia, le gusta salir de caza, y disfruta derramando sangre? ¿Que
siempre lleva consigo una biblia (robada)? ¿Que resuelve la infidelidad de su primera
novia echando violentamente a esta y su amante? ¿Que seduce a la que será su
esposa, Taya (Sienna Miller), tras emborracharla hasta hacerla vomitar? ¿Que, a
sus 30 años, y usando como excusa su patriotismo, acepta
someterse al durísimo adiestramiento de los SEAL, acaso tentado por la
posibilidad de practicar “la caza más peligrosa” tal y como la bautizara
Richard Connell, es decir, la del hombre, tras ver por televisión las
consecuencias de los atentados terroristas contra intereses estadounidenses? ¿Que,
una vez en Iraq, es capaz de dejar al margen su propia seguridad desde su
plataforma privilegiada como francotirador y, de nuevo con la excusa de ayudar
a sus compañeros, pero quizá impulsado por esa misma sed de sangre, se une a
una patrulla que busca enemigos entrando casa por casa? ¿Que, cada vez que
regresa a su casa de permiso, no tarda en ceder al impulso de regresar al
frente iraquí (¡participa hasta en cuatro movilizaciones!), abandonando a su
esposa y a sus hijos, pero alegando siempre que lo hace en defensa de su país y
de esos seres queridos, y con el sonido de los disparos resonando en su cabeza
día y noche? ¿Y que solo parece encontrar la paz el día que consigue, por fin,
liquidar a su único enemigo a su altura —otro francotirador, que está del lado
de los islamistas, al que llaman Mustafá (Sammy Sheik)—, regresando a sus
amados Estados Unidos (donde, por cierto, acabará asesinado a manos de uno de
esos veteranos de guerra que juró proteger gracias a su puntería mortífera)? Si
El francotirador es el retrato de un
héroe, ¡menudo héroe!
Precisamente
lo que tanto parece molestar de una propuesta como El francotirador, su franqueza a la hora de mostrar el retrato de
un patriota desde su perspectiva patriótica, es precisamente su mayor acierto.
Porque el hecho de que Eastwood se mire con respeto a Chris Kyle y su ideología
(y puede que incluso comparta esta última) no significa que no sea capaz de expresar
que, además o aparte de eso, El
francotirador es, también, la tragedia de un hombre que solo encuentra
sentido a su vida cuando hace aquello que sabe hacer mejor que nada: matar. En
este sentido, la capacidad de reflexión de esta película —lo digo ya— magistral,
merecedora de una recepción crítica muy superior a la que se ha dispensado, al
menos entre nosotros, me parece apabullante. Por ejemplo, y recordando de nuevo
la dramática situación con la que se abre el film, más tarde vemos a Chris
junto a un compañero soldado en un barracón y cómo le comenta lo duro que le ha
sido el tener que matar a una mujer y a un niño; Eastwood “corta” aquí, y luego
volvemos a ver a Chris desempeñando, con su habitual eficacia, su papel de
francotirador, sin que esas muertes hayan dejado una mella aparente en el
protagonista. ¿Podemos entender, en virtud de ese corte de montaje, que a
Eastwood no le interesa ahondar en esta terrible cuestión (el matar o no matar
a una mujer y a un niño en defensa de la patria)? ¿O más bien es al
protagonista al que no le interesa seguir pensando en algo tan delicado, y
prefiere pasar página y seguir adelante con su “trabajo” como si tal cosa? No
olvidemos que, en cine, muchas veces lo que no se explica, lo que tan solo se
sugiere entre líneas/entre planos, es tanto o más importante que lo que se dice
en voz alta.
No
es el único ejemplo. En una de sus estancias en su hogar en los Estados Unidos,
vemos a Chris sentado en el sofá de su casa y mirando fijamente un televisor
apagado…, mientras oímos en off el
sonido de disparos y detonaciones de armas de fuego, que en realidad brotan de
la mente del protagonista. La idea, estrictamente hablando, no es nueva: el
televisor apagado parece sacado de la extraordinaria película de Douglas Sirk Solo el cielo lo sabe (All That Heaven
Allows, 1955), y concretamente de ese gran momento en que Jane Wyman intuye su
silueta oscura reflejada en la pantalla del televisor que acaban de regalarle
sus hijos para que olvide al hombre más joven que ella del cual se ha
enamorado. Puede que Eastwood no pensara en Sirk, pero la recuperación,
consciente o inconsciente, de esta idea sirve para recordarnos el soterrado componente
trágico que aflora, subrepticiamente, en la superficie aparentemente serena, en
el fondo turbia y turbulenta, de El
francotirador: Chris mira ese televisor apagado con la misma intensidad con
la que miró esos otros televisores encendidos que emitían reportajes sobre los
atentados islámicos, pero en este punto del relato el protagonista ya no
necesita imágenes para alimentar su obsesión por “la caza más peligrosa”.
Otro
gran momento que, asimismo, evoca un film muy diferente, es la mencionada
secuencia en la que un joven veterano de la guerra de Iraq se encuentra con
Chris en una tienda y le da las gracias por haberle salvado la vida. El
veterano se sube la pernera de su pantalón y le enseña la pierna ortopédica que
reemplaza a la suya, perdida en combate. Ese instante parece, a simple vista,
una especie de reverso irónico de una escena parecida de otra película que, en
su momento, desató una polémica ideológica no muy alejada de la reavivada ahora
por El francotirador. Me refiero al
estupendo e irónico film de Paul Verhoeven Starship
Troopers (Las brigadas del espacio) (Starship Troopers, 1997), y más
concretamente a esa escena en la que un sargento reclutador afirma, con
orgullo: “El ejército hizo de mí el
hombre que soy ahora”…, comentario al que le sigue el descubrimiento de que
el sargento en cuestión ha perdido ambas piernas. Lo que en el cínico Verhoeven
no es sino una burla dolorosa y sangrante hacia la estupidez de la guerra y de
la así llamada vida militar, en Eastwood da pie a una paradójica situación:
Chris se siente incómodo ante el agradecimiento que le dispensa el joven
veterano. Más adelante, de regreso a la vida civil, prestará su compañía
desinteresada a un puñado de veteranos mutilados, acaso considerándolo otra
manera de ayudar a los suyos en tiempos de paz; eso sí, lo que hace cuando está
con ellos es… ¡enseñarles a disparar!
El francotirador
es, en suma, el retrato de un hombre en guerra consigo mismo. En consecuencia,
todas las (magníficas) secuencias bélicas adoptan siempre la perspectiva
subjetiva del protagonista, dotándolas de este modo de una gran carga moral. Un
gran ejemplo lo hallamos en una secuencia que me parece una de las más
aterradoras vistas últimamente en una pantalla de cine: aquel momento en que
Chris y sus compañeros intentan emboscar a un líder islamista al que apodan “El
Carnicero” (Mido Hamada) justo en el instante en que se encuentra intimidando
al iraquí que sabe que le ha “vendido” a los americanos…, mediante un
contundente procedimiento: la tortura y asesinato de su hijo con un taladro,
hiriéndole primero en una pierna y luego en la cabeza. La repugnancia de la
barbarie cometida por “El Carnicero” corre pareja a la impotencia de Chris,
quien se ve incapaz de detener esa crueldad, insinuándose así que el
protagonista pierde eficacia como matarife cuando abandona su posición de
francotirador y participa en el combate a ras de suelo. No resulta casual, en
este sentido, que el “talento” de Chris funcione mejor en situaciones que le
permiten poner en práctica su mayor habilidad: su capacidad de observación. Me
refiero, en este caso, a la excelente secuencia en la que Chris y sus
compañeros se refugian en la casa de una familia iraquí, y el cabeza de
familia, a pesar de la presencia de los invasores en su propio hogar, les
invita a cenar, cumpliendo con los rigores de su religión. El carácter
distendido del momento se rompe a partir del momento en que Chris repara en un detalle:
el codo izquierdo del padre de familia iraquí está enrojecido, como si lo
hubiese apoyado con fuerza contra el suelo (como si lo hubiese apoyado para
sostener un arma); Chris inspecciona el piso, y efectivamente, descubre que el
hombre esconde armas en un falso suelo disimulado bajo una alfombra.
Resulta
asimismo admirable la resolución del último combate sobre suelo iraquí en el
que Chris interviene. El protagonista y sus compañeros están apostados en el
tejado de un edificio; Chris sospecha de la presencia del francotirador Mustafá
en el techo de una vivienda de los alrededores; sus superiores le advierten de
que no abra fuego, pues un solo disparo bastará para delatar su posición, y hay
muchos enemigos rondando por la zona. Pero Chris desobedece la orden, y en
consecuencia, se desata el caos. El protagonista consigue abatir a Mustafá,
efectuando un prodigioso disparo a dos kilómetros de distancia, y en el último
momento él y sus compañeros consiguen salir de la encerrona (en la que se
encuentran inmersos por culpa del propio Chris) gracias a la llegada a última
hora de refuerzos. En un momento de modélica construcción, vemos cómo una
gigantesca tormenta de arena se abate sobre el lugar, dificultando el combate
de Chris y sus compañeros contra sus enemigos y el rescate in extremis de los
primeros. Pero lo relevante de esta secuencia, bellísima, es que, justo a
partir del momento en que Chris abate a Mustafá, podemos afirmar que la guerra ya ha terminado para él. En
consecuencia, todo a su alrededor deja de tener los contornos claros, precisos,
transparentes, que siempre han tenido para él; la tormenta de arena convierte el
mundo a su alrededor en un universo turbio, cegador e impreciso donde ya nada
tiene sentido… A mayor ahondamiento, el ataque enemigo y la tormenta de arena
se mezclan con una desesperada llamada telefónica de Taya, embarazada y a punto
de dar a luz, a modo de simbólica representación del “nacimiento” del nuevo
Chris, el que ha dejado atrás sus demonios y se ha dado cuenta de que ya es el
momento de volver para siempre a casa.
Tampoco
cuesta ver en el enfrentamiento, tanto físico como simbólico, entre Chris y
Mustafá una variante del discurso pronunciado en una de las más famosas
películas de Eastwood-actor: Harry el
sucio (Dirty Harry, 1971), el magnífico thriller
de Don Siegel también frecuentemente tildado, ay, de “fascista”. Si este último
era, en esencia, la descripción de la lucha de un cazador de hombres —el
inspector Harry Callahan (Eastwood)— contra otro cazador de seres humanos —el
asesino en serie Escorpión (Andy Robinson)—, El francotirador retoma en parte ese discurso, convirtiendo a
Mustafá no tanto en una némesis como, sobre todo, en un nuevo reflejo o
complemento del perfil psicológico del protagonista del relato. Con pinceladas
breves pero sensibles, Eastwood nos muestra a Mustafá en su casa, donde vemos
que, al igual que Chris, es un hombre con una familia a la que ama y que le
ama; también vemos una foto en la pared de su casa que confirma una información
verbal que previamente se nos ha suministrado sobre el personaje: que participó
en unos Juegos Olímpicos en la categoría de tiro con fusil. Acaso podemos
pensar que, del mismo modo que Chris satisface su callada sed de sangre primero
cazando animales y luego enemigos de América, Mustafá ha hecho otro tanto
canalizando inicialmente su violencia a través una práctica deportiva
socialmente aceptable. También sorprende, en un cineasta “clásico” como
Eastwood, o considerado como tal, la inserción de ese plano que visualiza,
mediante un efecto digital, el vuelo a cámara lenta de la bala disparada por
Chris que acabará con la vida de Mustafá, pero que expresa muy bien lo que ese
disparo tiene de fin de un ciclo personal para el protagonista; a veces,
Eastwood es más moderno que muchos modernos.
El
final de El francotirador, lejos de
ser “feliz”, me parece de lo más sombrío. Chris regresa a casa y parece haber
encontrado esa paz que nunca ha sabido degustar lejos del campo de batalla, al
lado de su mujer e hijos. Pero el relato llega a su conclusión precedido por un
momento de inquietud: Chris sube a una camioneta en compañía de un veterano de
guerra (Vincent Selhorst-Jones) con el que ha quedado para ir al campo de tiro
a practicar; Taya observa a su marido y a ese desconocido desde la puerta de su
casa; Eastwood introduce, como digo, un apunte inquietante de puesta en escena
por medio de un sencillo plano/contraplano de Taya mirando a Chris y al
veterano, y fundiendo a continuación la pantalla, para dejar paso a la inserción
de un rótulo que nos informa de que Chris Kyle falleció asesinado a manos de
ese mismo veterano con el que había ido a tirar… El film se cierra con una
serie de solemnes imágenes documentales de las manifestaciones populares que
tuvieron lugar al paso del cortejo fúnebre de Chris Kyle, protagonizadas por
docenas de personas que, espontáneamente, salieron de sus casas y quisieron
rendirle un último homenaje a “su héroe”; un final que, en cierto sentido,
evoca los tristes planos funerarios que cierran Bird (ídem, 1988), otro biopic
de Eastwood en torno a otro héroe nacional de los Estados Unidos de turbulenta
existencia. Parafraseando al amigo Antonio José Navarro en la que, en mi
opinión, es la mejor definición que conozco sobre Nacido el 4 de Julio (Born on the Fourth of July, 1989, Oliver
Stone), otra película estadounidense polémica en virtud de su pretendido
“patriotismo made in USA”, El francotirador es una (otra) reflexión
sobre la tragedia de ser americano.
(6) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/03/monstruos-de-rostro-humano-la-dama-de.html