Una colorista portada dedicada a Alicia en el País de las Maravillas, la nueva película de Tim Burton, cuyo estreno en España está previsto para el próximo 16 de abril, es el llamativo reclamo del núm. 300 de Imágenes de Actualidad, el cual incluye al respecto un extenso artículo de Josep Parera, donde comenta tan esperado film tras haberlo visto en fecha reciente en un pase de prensa en Los Ángeles, así como una entrevista exclusiva con Johnny Depp, quien en el film vuelve a colaborar con Burton encarnando en esta ocasión al Sombrerero Loco. Aprovechando que a finales del próximo mes de marzo está previsto el estreno de Furia de titanes, de Louis Leterrier, qué mejor que dedicar el Cult Movie de este mes a la entrañable primera versión, esto es, el Furia de titanes (1981) dirigido por Desmond Davis y protagonizado por Harry Hamlin, Judi Bowker, Laurence Olivier, Maggie Smith, Burgess Meredith, Claire Bloom, Ursula Andress y Siân Philips, que supuso el último largometraje que contó con los maravillosos efectos especiales artesanales del gran Ray Harryhausen.
jueves, 25 de febrero de 2010
miércoles, 24 de febrero de 2010
“I’M NOT THERE”: LAS SEIS VIDAS DE BOB DYLAN
Hay que felicitarse porque, aunque sea con casi tres años de retraso, por fin se haya estrenado en España la que, para el que suscribe, es la mejor película de Todd Haynes y uno de los más interesantes films legados por el cine norteamericano de esta última década. Si bien estos días, y ya con motivo de su estreno en los Estados Unidos, I’m Not There (ídem, 2007) se ha promocionado como una especie de biopic atípico –que también lo es— en torno a la figura de Bob Dylan, hasta el punto de que la película de hecho surgió como resultado de una serie de conversaciones entre Haynes y Dylan (en sus títulos de crédito figura como “inspirada en las canciones y las muchas vidas de Bob Dylan”), lo cierto es que el aspecto que, a nivel particular, me resulta más atractivo del film reside en lo que en cierto sentido contiene de compendio de lo que ha sido, y es, el cine norteamericano de estas últimas décadas. Ello, dicho sea de paso, no tiene nada de nuevo dentro de la carrera de un cineasta –a mi entender, y sin ánimo de pontificar, el más interesante de los independientes, o considerados como tales, de la moderna cinematografía estadounidense, por encima incluso de Gus Van Sant— que ha cimentado una parte importante de su carrera sobre la evocación de determinadas convenciones de los géneros clásicos del cine norteamericano, algo que ya se incluía en su excelente Safe (ídem, 1995) y sus sutiles referencias al melodrama, y que quedaba en evidencia en su no menos interesante Lejos del cielo (Far from Heaven, 2002), con Douglas Sirk y el cine en technicolor y scope de los cincuenta colocados en primer término del relato. Todo ello está expuesto en I’m Not There cruzándolo con otro tipo de evocación, musical en este caso, sobre la figura de Dylan y, en particular, los momentos más relevantes de la carrera profesional de este último y, de paso, de la historia de los Estados Unidos de estas últimas décadas, visualizándolo mediante un estilo fragmentado e impresionista, elaborado sobre la base de un complejo montaje en paralelo, que recupera y a mi entender supera los experimentos formales y narrativos previamente ensayados por Haynes, también con música rock y/o pop como telón de fondo, en su cortometraje Superstar: The Karen Carpenter Story (1987) y en su no menos atractiva Velvet Goldmine (ídem, 1998).
I’m Not There me parece una de las más originales maneras de plantear un biopic de estos últimos tiempos. En vez de hacer lo que suele conocerse como una hagiografía del personaje biografiado, lo que Haynes ofrece es una aproximación indirecta a eso tan difícil, ¿o imposible?, de reflejar en una pantalla de cine, esa entelequia que llamamos el espíritu, en este caso el de Dylan. Su propuesta, como digo, me parece ejemplar: en vez de desarrollar un relato con planteamiento, nudo y desenlace clásicos (lo cual no quiere decir que en I’m Not There se renuncie por completo a un cierto clasicismo narrativo; digamos que, más bien, se dosifica, empleándolo como un recurso expresivo más), lo que el film hace es ofrecernos un retrato “coral” de las múltiples facetas de la carrera y la personalidad de Bob Dylan, dividiéndolo en hasta seis personajes distintos, cada uno de los cuales representa una de las etapas profesionales y/o vitales de la trayectoria de Dylan, cuyo nombre no es mencionado en ningún instante de la proyección. De tal manera, la infancia y vocación musical de Dylan viene representada/expresada/simbolizada (elíjase lo que se prefiera) a través de la historia de un chiquillo negro, Woody (Marcus Carl Franklin), amante de la música folk y devoto de Woody Guthrie, a quien se hace referencia directa en una escena concreta entre este último, agonizando en un mísero hospital, y el niño que le admira. Los primeros años de Dylan en lo que se conoce como canción-protesta se personifican en la figura de Jack (Christian Bale), un cantautor que, años después, se convierte en el exaltado Reverendo John, haciendo alusión así a la conversión real de Dylan al catolicismo. La narración va siendo salpicada por los comentarios verbales de otro cantautor y poeta, Arthur (Ben Whishaw), quien se hace llamar así por Arthur Rimbaud, y que expresa de este modo la faceta estrictamente poética de Dylan. Un bloque importante lo ocupa Jude (Cate Blanchett), un cantautor que personifica uno de los momentos cruciales de la carrera musical de Dylan, su abrazo de la música rock, lo cual le convirtió en un paria y un traidor entre sus seguidores de sus años de canción-protesta porque le acusaban de haber abrazado la comercialidad. También tenemos a Robbie (Heath Ledger), un actor que precisamente interpreta en el cine la vida de Jack/Bale, en lo que puede verse un apunte de “cine dentro del cine” por parte de Haynes y, quizás, un malicioso o cuanto menos irónico comentario en torno a la faceta como “actor”, de fingimiento, de la personalidad artística del propio Dylan. Finalmente, pero no por este mismo orden, hay un fragmento de aires westernianos centrado en la figura de Billy (Richard Gere), otro cantautor que en su caso se rebela contra los caprichos del cacique del pueblo cercano a donde vive…
Quim Casas expone muy bien, en su crítica publicada en el número 397 de Dirigido por… (febrero 2010), la sutil interrelación que se da en el film entre las peripecias de estos personajes pseudos-Dylan y los períodos reales de la carrera del cantautor; tanto, que me veo incapaz de superarlo. De ahí que me limitaré a anotar el brillante discurso de “cine dentro del cine”, o mejor dicho en este caso concreto, de “cine sobre el cine” que plantea Haynes en esta película, paralela y/o soterradamente al discurso en torno a/dentro de Bob Dylan, echando mano de una inteligente y heterodoxa combinación de formas cinematográficas “clásicas” (o consideradas como tales) y “modernas” (ídem), que expresan visualmente la personalidad polifacética de Dylan como, indirectamente, el amplio abanico expresivo del cine de estos últimos treinta y cinco o cuarenta años aproximadamente. I’m Not There me parece, por tanto, un film válido no sólo como aproximación heterodoxa y esquinada a la figura artística de Dylan, sino también una película que podrá verse y casi me atrevería a decir que “consultarse” en el futuro como un casi perfecto compendio del lenguaje cinematográfico a finales de la primera década de este siglo. Sin ánimo de ser exhaustivo, dado que este film es de los que, creo, requiere más de un visionado para asimilar su compleja experimentación con el lenguaje y en el momento de escribir estas líneas tan sólo lo he visto una vez, destacaría, ni que fuera a vista de pájaro:
1) La evocación del cine clásico de Hollywood y del macro-género de la Americana (dentro de la cual, entendida en un sentido cultural amplio que engloba tanto el cine como el resto de las artes estrictamente estadounidenses, Bob Dylan ocupa ya un lugar de honor); evocación que brilla en torno su esplendor en las escenas centradas en el pequeño Woody, las cuales rinden homenaje a esa tradición tanto en sus líneas generales como, más particularmente, a esa América Profunda que hace pensar en otra evocación, la llevada a cabo en su día por el hoy excesivamente olvidado Hal Ashby en Esta tierra es mi tierra (Bound for Glory, 1976), no por casualidad una película sobre Woody Guthrie; evocación que se encuentra, a otro nivel, en el tono de western de las metafóricas escenas centradas en el personaje de Billy, las cuales asimismo rememoran indirectamente la participación de Dylan como actor y compositor de la banda sonora en el film de Sam Peckinpah Pat Garrett y Billy el Niño (Pat Garrett & Billy the Kid, 1973). 2) La importancia cada vez más consolidada de la televisión como forma de lenguaje audiovisual complementaria y/o enriquecedora del lenguaje del cine, hasta el punto de que las imágenes de la pequeña pantalla, con su “imperfección” e inmediatez, han acabado formando parte del imaginario colectivo; aspecto este último que queda patente en las confesiones mirando a la cámara del cantautor y poeta Arthur; en las escenas de (falsas) retransmisiones televisivas que muestran entrevistas y/o actuaciones en directo del cantautor Jack (así como su posterior conversión en el Reverendo John); y, en particular, en las brillantísimas reconstrucciones en blanco y negro de la famosa entrevista dada en la vida real por Dylan con motivo de su concierto en Londres y el desastroso desarrollo de este último ante un público encolerizado que le acusaba de “traidor” y de haberse “vendido” a la música rock (dichos entrevista y concierto pueden verse en el excelente documental de Martin Scorsese No Direction Home: Bob Dylan, 2005), fragmentos a los cuales no es ajena la extraordinaria labor de Cate Blanchett en el papel de Jude, alter ego afeminado y/o afectado del Dylan del período evocado. Y, finalmente: 3) La excelente digresión meta-fílmica que contiene I’m Not There, en cuanto es una película que al mismo tiempo sabe verse a sí misma como película, consciente de su artificio pero asumiéndolo como tal; aspectos éstos que quedan perfectamente sugeridos, por un lado, en la trama centrada en el personaje de Robbie, el actor que interpreta a Jack en un imaginario film biográfico sobre este último, cuyo retrato está marcado por fuertes componentes de realidad cotidiana (su relación amorosa con Claire, Charlotte Gainsbourg, en virtud de la cual vemos que, a fin de cuentas, Robbie no es sino otro ser humano con problemas cotidianos como los demás); discurso meta-fílmico, vuelvo a insistir, que se apunta asimismo en las evidentes referencias a Fellini Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963) en las escenas del jardín centradas, de nuevo, en el personaje de Jude, donde incluso suena de fondo –ya lo han apuntado otros— el tema musical de Nino Rota para El Casanova de Fellini (Il Casanova di Federico Fellini, 1976), a modo de irónico contrapunto/comentario musical sobre las turbulentas relaciones amorosas del auténtico Dylan, tanto las que en este fragmento londinense atañen a Jude y Coco (Michelle Williams), esta última una representación imaginaria de Nico, la musa de la Warhol Factory, como las referencias soterradas a la relación de Dylan con Joan Baez, ésta reflejada a su vez en el film en el personaje ficticio de Alice Fabian (Julianne Moore).
sábado, 6 de febrero de 2010
“SCIFIWORLD MAGAZINE” FEBRERO 2010, YA A LA VENTA
Tras haberme saltado mi colaboración mensual en Scifiworld Magazine el pasado mes de enero, este mes de febrero la retomo con un artículo genéricamente titulado ¿Existe un cine de terror femenino? La mujer en el cine fantástico, con el cual he intentado adentrarme en algunos de los principales roles desempeñados por los personajes de sexo femenino en el contexto del género, y poniendo de relieve que, si bien es verdad que ha habido y probablemente seguirá habiendo montones de producciones de horror que emplean a las mujeres como meros “floreros”, preferentemente con poco o nada de ropa y asumiendo el triste papel de víctimas del monstruo o psicópata de turno, no es menos cierto que, en determinadas ocasiones, la mujer ha jugado un curioso papel, bien sea como ente que atrae al Mal, o bien como portadora de ese mismo Mal; de todo lo cual subyace, y (me) cito: “una de las fantasías misóginas, en el borde mismo del machismo, que se encuentra en la base de mucho cine fantástico a lo largo de toda su historia, y que se origina a su vez en precedentes culturales (mitológicos, religiosos, literarios) de toda índole, a saber: la idea de la Mujer como fuente del Mal”, fantasía tras la cual se encuentra, como telón de fondo, “el miedo ancestral y no reconocido del Hombre a la Mujer, entendida esta última como representación viviente y carnal de lo Otro, lo Ajeno, lo Diferente”. Este núm. 23 de la revista dedica, también, su espectacular portada a El hombre lobo, de Joe Johnston, además de nuevas aproximaciones a la obra del llorado Paul Naschy y, por esas casualidades de la vida…, un artículo sobre Peter Jackson. Que lo disfruten.
jueves, 4 de febrero de 2010
“LA CINTA BLANCA” – “LA HERENCIA VALDEMAR” – “UP IN THE AIR” – “EN TIERRA HOSTIL”
La cinta blanca (Das weisse band – Eine deutsche kindergeschichte, 2009), de Michael Haneke.- Michael Haneke hace cine de tesis, con todo lo de bueno y de malo que tiene dicha acepción. Lo bueno: indiscutiblemente, la ambición intelectual que se encuentra detrás de todo planteamiento de una tesis, por lo que tiene de provocación intelectiva y de desafío a un determinado status quo, ese querer ir contra el “estado de las cosas” del cual hablaba Wim Wenders en una, por lo demás, poco afortunada película. Lo (relativamente) malo: toda tesis tiene su antítesis; todo razonamiento puede (y debe) ser replicado; toda tesis es relativa, no absoluta; se comparte o no; y, cuando no se comparte, en cine puede (y, de hecho, suele) dar pie a films un tanto ásperos de ver y difíciles de digerir, los cuales pretenden ser demostraciones de la tesis esgrimida, y por tanto, están enfocados en una dirección única y con pocas matizaciones (o ninguna), que el espectador debe seguir le guste o no. El cine de Michael Haneke es, en definitiva, cine de tesis. Nada que reprochar al respecto, si no fuera porque en muchas ocasiones (a mi entender, en el caso del cineasta austriaco, la mayoría) la formulación de la tesis no siempre encuentra un vehículo de expresión adecuado; del mismo modo que un buen guión puede verse destrozado en su plasmación en pantalla a causa de una traducción en imágenes desafortunada, las tesis de Haneke no siempre brillan a la altura que el director desearía por causa de una puesta en escena que minimiza y a veces casi anula su teórico interés, lo cual resulta patente en la mayoría de películas que ha rodado a lo largo de esta última década: La pianista (La pianiste, 2001), El tiempo del lobo (Le temps du loup, 2003), Caché (Escondido) (Caché, 2005) y Funny Games (Funny Games U.S., 2007), todos ellos films de tesis que no van más allá de sus planteamientos teóricos –insisto: por interesantes que sean, y de hecho lo son— al no estar expresados de manera cinematográficamente atractiva, apoyándose habitualmente en una o a lo sumo dos ideas de puesta en escena alargadas hasta la exasperación: la explotación de la expresión impávida de Isabelle Huppert en La pianista; la atmósfera apocalíptica que se quiere reflejar a través del plano general en El tiempo del lobo; el juego con el punto de vista de una cámara colocada desde un ángulo misterioso en Caché (Escondido); la repetición plano a plano de la primera versión de Funny Games, a modo de ejercicio meta-fílmico, en su remake estadounidense.
Pero hay dos excepciones. Una, Código desconocido (Code inconnu: récit incomplet de divers voyages, 2000), cuya tesis en torno a la interconexión o intercomunicación entre los seres humanos con independencia de las diferencias nacionales, culturales y/o religiosas estaba muy bien expuesta, a través de un elaborado montaje que lograba trazar dichas interconexiones o intercomunicaciones mediante inteligentes asociaciones de imágenes. La otra es La cinta blanca, que vuelve a ser cine de tesis, cierto, pero en esta ocasión la tesis vuelve a estar expresada de una forma cinematográfica interesante que la realza y, en cierto sentido, la enriquece, proporcionándole una capacidad de sugerencia que consigue que vaya más allá de su planteamiento. En una entrevista recientemente publicada en Dirigido por… (núm. 396, enero 2010), Haneke afirmaba que “aunque “La cinta blanca” trata sobre todo de la historia alemana de principio del siglo pasado, no quiero que se vea solamente como eso. Me pareced que este film habla de muchas otras cosas”. Estoy de acuerdo. Es verdad que La cinta blanca puede verse e interpretarse como una metáfora de los orígenes del nazismo, de tal manera que, a través de la sórdida descripción de la violencia social y religiosa que se halla soterrada, y a duras penas contenida, en el fondo de una localidad rural alemana inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, se visualiza algo parecido a un pre-nazismo, o cuanto menos se perfila el dibujo de una sociedad en la cual ya existía –se sugiere— una determinada predisposición a aceptar las tesis totalitaristas del nacionalsocialismo. Pero, alrededor de esa tesis, pululan otras sugerencias que, como digo, por un lado enriquecen esa tesis y, por otra parte, proporcionan a la película soterrados discursos adicionales sobre otras cuestiones no menos inquietantes, como la pervivencia de determinados códigos de represión morales y éticos no ya del siglo XIX, sino incluso medievales, casi quince años después de haber empezado el siglo XX, o el aterrador discurso respecto a cómo los niños de la aldea, educados bajo una rígida moral religiosa y severos patrones de conducta, heredan la propensión a hacer daño a quienes no consideran sus semejantes, a los que son diferentes a ellos, sin necesidad de una instrucción específica al respecto: una especie de tendencia natural hacia el mal.
La cinta blanca adolece, en determinados instantes (no muchos, por fortuna), de cierta severidad intelectual, formal y expresiva, la cual es inherente, vuelvo a insistir, a su condición intrínseca de cine de tesis. Pienso, por ejemplo, en la escena de la conversación sobre la muerte de su madre en la cocina, mientras comen, de la hija adolescente del doctor (Rainer Bock) y su hermano pequeño, sostenida principalmente sobre la base de un plano/contraplano que busca intensificar la situación que se da a medida que la charla adquiere un cariz más íntimo e intenso, y que culmina con la rotura, en off visual y sonoro, del plato de comida a modo de reacción airada por parte del niño pero sin alterar ese plano/contraplano, manteniéndose de este modo una determinada unidad formal o, si se prefiere, estilística, entre lo que se dice y el cómo se dice, el significante y el significado: la escena es eficaz, pero al mismo tiempo algo artificiosa, dado que sacrifica la verosimilitud del diálogo –el niño es demasiado pequeño para pronunciar las profundas cuestiones que le plantea a su hermana mayor— en aras de la tesis. Es en momentos como éste en los cuales Haneke se acerca peligrosamente al formalismo rígido pero en última instancia estéril de sus anteriores películas de esta última década. Pero, a pesar de alguna que otra secuencia de ese estilo; de que se asomen al film momentos cuya procedencia original se nota demasiado (la secuencia en la que el doctor le anuncia a su criada y ya ajada amante que quiere que se vaya porque le repugna, poco después de que esta última acabe de practicarle una felación, está prácticamente copiada de uno de los grandes momentos de Los comulgantes / Nattvardsgästerna, 1963); de alguna que otra torpeza (la penosa pero, por fortuna, breve escena en la que los niños del pueblo casi ahogan al hijo del duque en el estanque); y de, incluso, un exceso de metraje, que casi consigue diluir el interés del relato; a pesar de todo eso, como digo, La cinta blanca es una notable película y el mejor trabajo de su director de estos últimos años.
Hay muchos aspectos positivos dignos de mención, pero para no alargarme demasiado sólo me centraré ahora en el que más me ha llamado la atención. Me refiero al carácter ritual de la violencia mostrada en el film, algo que ya subyacía en anteriores propuestas de Haneke, sobre todo en las dos versiones de Funny Games, pero que aquí está más conseguido: en La cinta blanca, la violencia no brota como consecuencia de la fría exposición de una tesis por parte de alguien que, como ya apuntaron en su momento algunas voces, no parece haber vivido o tan siquiera conocido esa violencia en torno a la cual lanza digresiones y que a veces contempla con el distanciamiento del intelectual subido a su torre de marfil que nunca se ha manchado con la suciedad de la calle. En La cinta blanca, esa violencia está visualizada de manera fría y sobria, pero a la vez hay un trasfondo emocional que la hace más cercana al espectador, y por ende, más dolorosa: más humana. La cinta blanca vuelve a ser una película fría; pero, parafraseando a José María Latorre, su frialdad quema como el hielo. Y no me refiero solamente a la distancia que crea o puede crear en el espectador la fotografía (espléndida) en blanco y negro, o la voz en off en virtud de la cual el por aquel entonces joven maestro del pueblo (Christian Friedel) narra lo sucedido desde una perspectiva de pasado, sino más bien a la manera como Haneke construye determinados encuadres o a su forma de resolver determinadas escenas; en suma, su expresión en imágenes. En este sentido, La cinta blanca edifica su tesis sobre la fuerza de gestos y miradas, de diálogos secos y cortantes como una cuchilla de afeitar, en un decorado rural idílico que paulatinamente se va impregnando de dolor, rabia y humillación y en el cual la violencia puede asomar a la vuelta de la esquina: el extraño accidente del doctor mientras monta a caballo con el cual se abre el relato, visualizado en plano general; el largo plano fijo que muestra el dormitorio donde yace la mujer del granjero, víctima de un no menos extraño accidente laboral; la descripción de la vida cotidiana en la casa del pastor del pueblo (Burghart Klassner), y particularmente, de nuevo, la visualización de las comidas alrededor de la mesa o del castigo de los niños desobedientes, todo ello como parte de un ritual dolorosamente cotidiano y aterradoramente aceptado por todos los implicados en él; el terrible episodio, resuelto elípticamente, en torno al niño con retraso mental; el momento en el que el pastor, a través de un persuasivo interrogatorio sin violencia física pero rebosante de violencia moral y ética, obliga a uno de sus hijos a confesar que se masturba (y el expeditivo método empleado para contener sus impulsos naturales: el niño debe dormir con la muñecas atadas a los costados de su lecho…)… Incluso en los momentos aparentemente distendidos hay espacio para esa violencia moral o ética soterrada; véanse, si no, los episodios centrados en el maestro de escuela y su cortejo a una chica del pueblo a la que ama, Eva (Leonie Benesch): la espléndida secuencia de la entrevista del maestro con el padre de Eva (Detlev Buck), bajo cuya formalidad se esconde cierta disimulada amenaza del progenitor hacia el hombre que pretende poseer a su hija; o ese magnífico plano fijo y con la cámara situada en la parte delantera del carricoche donde pasean por el campo el profesor y Eva: los dos tienen que apartarse del camino para besarse tímidamente en los labios, y luego deciden aplazar su excursión al campo para no dar de qué hablar…
La herencia Valdemar (2009), de José Luis Alemán.- Es una pena tener que hablar de esta película y empezar diciendo que, a pesar de sus buenísimas intenciones, sus loables méritos de producción, su sentido del riesgo, sus ambiciones, etc., etc., el resultado no es bueno. Asimismo, es una lástima que el público no haya respondido a la propuesta; mas lo cierto es que, una vez vista, se entiende perfectamente, habida cuenta sus notables deficiencias narrativas y el escaso vigor de una puesta en escena correcta en sus mejores momentos, gris y adocenada en los peores, que acaba malogrando sus resultados. Una propuesta, de entrada, harto simpática: ahí es nada atreverse con un film de terror dividido en dos películas, libremente inspirado en la obra de H.P. Lovecraft, que intenta recuperar la atmósfera y el sabor del terror gótico (o, como dice de nuevo Latorre, el terror de biblioteca) mediante un relato a caballo del pasado y del presente repleto, además, de guiños culturales de toda índole: desde los histórico-literarios –la presencia, en papeles secundarios, de personajes como Aleister Crowley (Francisco Maestre), Bram Stoker (Lino Braxe) o Lizzie Borden (Vanesa Suárez), o la del mismísimo Lovecraft (Luis Zahera), que se anuncia para la segunda entrega— a los cinematográficos, personificados en la figura del malogrado Jacinto Molina/ Paul Naschy en su trabajo póstumo para el cine. La lástima, verdadera lástima, es que nada de todo eso termina de funcionar bien: la atmósfera gótica está apuntada, pero nunca desarrollada, a pesar del notable esfuerzo de fotografía y ambientación de decorados; los guiños “cultos” están desaprovechados, a pesar de la importancia del personaje de Crowley en el devenir del relato y del entusiasmo que pone Francisco Maestre a la hora de interpretarlo; y la presencia de un voluntarioso Naschy, envejecido y con poco disimulados problemas de salud, acaba inspirando cierto patetismo involuntario.
Que La herencia Valdemar tome ideas de otras fuentes ya entra dentro de lo previsible a estas alturas; por ejemplo, en una de las primeras secuencias, la de la visita de la tasadora de antigüedades Luisa Lorente (Silvia Abascal) a la mansión Valdemar (otro guiño literario: ¿lo cogen?), ese momento en el cual una figura invisible al ojo humano se visualiza a través del monitor de una pequeña videocámara…, al igual que ocurría en la poco memorable versión de William Malone de House on Haunted Hill (ídem, 1999). Lo que peor funciona –y con ello uno mi voz a las de otros que ya lo han afirmado estos días— es el hecho de haber dividido en dos partes un relato que podría haberse resuelto perfectamente en un único largometraje: la mayor parte de la trama centrada en los orígenes de la maldición que pesa sobre la mansión, la cual gira alrededor de la pareja formada por Lázaro (Daniele Liotti) y Leonor Valdemar (Laia Marull), prácticamente no tiene el menor interés; y cuando la acción empieza a ponerse, por decirlo coloquialmente, “interesante”…, el film concluye, dejando un mal sabor de boca; acrecentado, si cabe, por los pequeños fragmentos de la segunda entrega que aparecen antes de los títulos de crédito finales, anticipando todo aquello que, en principio, el espectador ya quería ver en esta primera parte. Es de suponer que José Luis Alemán, debutante en tareas de guion, producción y realización, se ha enamorado de tan atractivo proyecto sobre el papel, yéndosele la mano a la hora de desarrollarlo. Probablemente, como también se ha dicho, habrá que esperar al estreno de la segunda parte para hacer una valoración global definitiva sobre la película, pero por ahora lo que hemos visto está muy por debajo de lo prometido. Insisto: una pena.
Up in the Air (ídem, 2009), de Jason Reitman.- Ni Gracias por fumar (Thank You for Smoking, 2005) ni, sobre todo, la horrenda Juno (ídem, 2007) me parecieron nada del otro jueves, pero lo cierto es que, con Up in the Air, Jason Reitman ha logrado la nada despreciable hazaña de superar mi incredulidad con una película que viene precedida de un notable prestigio y muchas posibilidades de llevarse más de un premio Oscar. Con franqueza, no logro entenderlo, bien sea porque no sintonizo con el teórico interés de la propuesta, o bien porque no estoy –horror— “en la onda”, ya que Up in the Air me parece, sinceramente, un film sin el menor interés, con un guión rebosante de tópicos y una realización rutinaria a más no poder: lo que, hasta no hace tantos años, se llamaba una realización “televisiva”, expresión hoy en día anticuada, cierto, a raíz del elevado nivel de calidad demostrado por la televisión norteamericana de estas últimas dos décadas, lo cual significa que ahora, cuando se emplea la expresión “televisivo/a” en sentido peyorativo, como la aplico yo a Up in the Air, hay que concretar que la película de Jason Reitman tiene el mismo nivel de asepsia expresiva audiovisual equiparable al de la televisión estadounidense de los años setenta y ochenta “a lo” Aaron Spelling, momento en el cual se acuñó esta hoy anticuada expresión despreciativa. La verdad es que, haciendo un diabólico ejercicio de imaginación, no me costaría demasiado ver Up in the Air reconvertida en lo que antaño era conocido como “telefilm de sobremesa” (hablo mucho del pasado: será que estoy empezando a hacerme viejo), con Michael Landon o Dirk Benedict haciendo el papel que, en el cine, asume George Clooney.
Up in the Air pretende ser, en primera instancia, el retrato de un solitario que ha elegido un singular modo de vida que él considera, honestamente, el correcto; puede compartirse o no, puede gustar o desagradar, mas lo cierto es que Ryan Bingham (Clooney) no le hace daño a nadie salvo, quizá, a sí mismo, pero nunca en una medida superior a la media personal que cada cual puede (y suele) hacerse a sí mismo y a sus semejantes con sus decisiones y sus errores. Dicho modo de vida consiste, a grandes rasgos, en lo siguiente: Bingham es un solitario al cual le gusta estar viajando en avión casi todos los días del año (alrededor de 300, afirma) de un extremo a otro del territorio estadounidense para llevar a cabo el “trabajo sucio” para el cual ha sido contratada la empresa que le paga esos desplazamientos a cambio de encargarle a él la ejecución de dicho “trabajo sucio”: presentarse en las dependencias de otras empresas que necesitan echar a unos cuantos trabajadores a la calle a fin de que cuadren sus balances anuales (para no perder dinero), y encargarse de comunicar personalmente a esos trabajadores la noticia de que sus servicios ya no son necesarios (que sobran) y que deben dejar su puesto laboral (largarse) porque, con sus sueldos, impiden que aquellos balances cuadren “bien” (con beneficios para los dueños de la empresa). Pero, por más que él no sea ni mucho menos el responsable de ello, Bingham es consciente de que lo que hace es una auténtica cerdada: decirle a hombres y mujeres que están despedidos porque sus jefes (esos que cuadran balances) carecen de los arrestos necesarios para decírselo ellos mismos mirándoles a la cara. De ahí que trata de suavizar la violencia del momento enfocándolo de manera “positiva” o “constructiva”: vendiéndoles a los trabajadores despedidos la falsa ilusión, la ridícula esperanza, de que un despido no es el fin del mundo, sino una puerta abierta a nuevas y renovadoras posibilidades laborales e incluso existenciales (sic). Más aún: entre viaje y viaje, y mientras no está echando a la gente a la puta calle, Bingham da conferencias sobre su forma de vivir y entender la vida, poniendo como ejemplo gráfico una mochila simbólicamente llena de todo aquello que “importa” (o que creemos que importa) en nuestras existencias, y de qué manera es posible vivir, también, sin sobrepesos: sin todo aquello que de una manera u otra, de buen grado o a la fuerza, coarta nuestra libertad, nuestra realización personal.
Hasta ahí, perfecto. O casi: lo que inicialmente se presenta como el retrato de alguien que hace años que viene viviendo sin lastres, sin responsabilidades, sin compromisos, en definitiva sin convencionalismos, queda descompensado, paradójicamente, por una visualización de todo ello que resulta harto convencional, de tal manera que el retrato de Bingham acaba siendo estereotipado y unidimensional como personaje (sin perjuicio, por otro lado, de la buena labor interpretativa de George Clooney); más que el perfil de un nihilista, bon vivant, amante del lujo, las comodidades, los hoteles, los cócteles y las relaciones sexuales de usar y tirar, el Bingham que acaba emergiendo es algo así como una especie de extrapolación de la propia imagen de galán simpático, cercano y con tendencia a parodiarse a sí mismo cultivada por George Clooney; de esta manera, Bingham nunca parece un personaje radical y con identidad propia. A ello contribuye la forma adocenada de presentar al personaje por parte de Jason Reitman; sobre todo, en los primeros minutos, mediante un monótono y nada original montaje de planos cortos que pretende convertir cada gesto de Bingham (vestirse, hacer las maletas, recoger su tarjeta de embarque, pasar el control de seguridad de los aeropuertos, etc.) en una suerte de ritual frenético: una demostración de que Bingham viaja rápido, y vive rápido, porque viaja, y vive, ligero de equipaje y de preocupaciones.
A partir de este planteamiento, ya de por sí poco estimulante (sobre todo por culpa de la blandura y falta de mordiente de un realizador que, ya en Gracias por fumar y Juno, venía demostrando su inclinación a mostrar planteamientos y situaciones extremos convenientemente “esterilizados”, para que no le amarguen el día a nadie), Up in the Air pretende desarrollar algo todavía peor: el proceso de “domesticación” de Bingham, por medio de su relación/contraste con dos mujeres antitéticas pero que cada una a su manera van a “enseñarle algo”: Alex (Vera Farmiga), otra mujer “de negocios” que también viaja mucho en avión, aparentemente tan solitaria como él, que comparte sus gustos y su deseo de vivir sin ataduras; y Natalie (Anna Kendrick), la joven nueva empleada de la misma empresa de Bingham a la que su jefe (Craig: Jason Bateman) le “coloca” como compañera para que vaya aprendiendo los trucos del oficio. En Alex, Bingham cree haber hallado a su media naranja, lo cual, por cierto, resulta muy arbitrario, pues nada nos ha hecho pensar previamente que a Bingham pueda gustarle un tipo de mujer como Alex y no otro: el dibujo de su relación amorosa, en este sentido, tampoco tiene ningún interés (en parte, gracias a la poco estimulante labor de Vera Farmiga), limitándose a la visualización de un romance esporádico recreado con todos los tópicos made in Hollywood. Más interesante, en teoría, es la relación de Bingham con Natalie (en parte, gracias a la, esta sí, excelente Anna Kendrick), una joven a la que Bingham debe aleccionar pero que, como digo, también acabará enseñándole algo: uno de los propósitos de la ruta de Bingham con Natalie es poner a prueba un nuevo método para despedir a la gente inventado por la muchacha, consistente en llevar a cabo el penoso trámite con la ayuda de un ordenador portátil con cámara, para hablar a distancia con el futuro despedido, de cara a ahorrar tiempo y “sensiblerías”. Resulta significativo que, tal y como Bingham se temía, Natalie se dará cuenta que despedir a alguien mirándole a la cara, viendo cómo se hunde quien acaba de perder su principal o único sustento económico y el de su familia, es algo que no puede hacerse mecánicamente: que los seres humanos reaccionan de forma humana: con lágrimas, con ira, con desprecio, con dolor…; el momento culminante de dicho proceso tendrá lugar cuando Natalie descubra que una mujer a la que despidió, y que amenazó con tirarse desde lo más alto del puente a la carretera para quitarse la vida, finalmente cumplió su amenaza. Pero el sincero arrepentimiento de Natalie, despidiéndose de la empresa al enterarse de lo ocurrido con aquella mujer, será también una lección de integridad para Bingham: verá que Natalie es, con todos sus defectos y la inmadurez de sus pocos años, una persona mejor que él. Más significativo todavía: Bingham no podrá terminar su nueva conferencia sobre el sobrepeso que cargamos a lo largo de nuestra existencia porque después de lo vivido, y de lo aprendido gracias a Alex y Natalie, el protagonista ha dejado de creer en su manera de ver las cosas.
De este modo, Up in the Air acaba siendo el enésimo discurso moralista sobre la redención de un simpático caradura que vivía al margen de la sociedad y que, al final, acabará volviendo al redil (o intentándolo al menos: véase la resolución, con sorpresa incluida, de su relación con Alex); una especie de nueva reedición de ese molesto “enseñar a un sinvergüenza” tan característico del 90% de la comedia romántica y/o el melodrama sentimental made in USA, expuesto aquí en una de las versiones más gazmoñas que imaginarse pueda. A mayor ahondamiento: no deja de ser coherente que esta peliculita de Jason Reitman, en la que el plano general y el plano/ contraplano son las únicas figuras visibles de facturación del producto (me niego a escribir “estilo”), y a falta de conocer la novela de Walter Kim en la que se inspira, tome en parte como referente una de las –para mí— más insufribles odas a ese afán de injerencia que tienen algunas personas hacia las vidas de los demás a fin de “corregirlas” y hacerlas ir por “el buen camino”; me refiero, claro está, a Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, 2001, Jean-Pierre Jeunet), de la cual recoge la “idea” de las fotografías del gnomo de jardín viajero: Bingham le ha prometido a su hermana Julie (Melanie Lynskey), que está a punto de casarse con un tal Jim (Danny McBride), que tomará fotografías de una figura troquelada de cartón de la pareja colocada en los distintos lugares a donde suele viajar. Este detalle tiene, asimismo, una intención aleccionadora: al ir a visitar a su hermana para su boda, Bingham descubrirá que los amigos de Julie y Jim han llenado un mapa entero de los Estados Unidos con cientos de fotos de la figura troquelada: el mapa lleno de fotos no es sino una demostración de amor y cariño hacia la pareja: un amor y cariño que no puede sino dar pie al consabido contraplano de Bingham, el solitario sin cariño y sin amor en su vida, con expresión pasmada.
En tierra hostil (The Hurt Locker, 2008), de Kathryn Bigelow.- Disculpen la franqueza, pero una película como En tierra hostil presenta, para mí, dos dificultades o escollos a la hora de hacerle frente que, al menos por ahora, me resultan infranqueables: 1) no soporto las películas “de” la guerra de Irak, tema en el cual han fracasado hasta excelentes realizadores como Brian De Palma –con su soporífera Redacted (ídem, 2007)— y del cual tan sólo ha salido más o menos bien librado –y no del todo— el Nick Broomfield de La batalla de Hadiza (Battle for Haditha, 2007); y 2) el film que nos ocupa está firmado por Kathryn Bigelow, cineasta que me resulta indigesta como pocas: ninguno de los siete largometrajes que he visto firmados por esta señora –The Loveless (1982), Los viajeros de la noche (Near Dark, 1987), Acero azul (Blue Steel, 1989), Le llaman Bodhi (Point Break, 1991), Días extraños (Strange Days, 1995), El peso del agua (The Wight of Water, 2000) y K-19: The Widowmaker (ídem, 2002)— me ha producido ninguna sensación estimulante. En tierra hostil no me ha hecho cambiar de opinión. 131 minutos inanes, interminables, dedicados a intentar demostrar algo que queda enunciado desde el principio, por mediación de un rótulo donde se reproduce una cita del periodista y ex corresponsal de guerra del New York Times Chris Hedges que afirma que, para algunos soldados, la guerra es como una droga. Digresión en torno a la adicción al peligro que se lleva al extremo a través del dibujo, de trazos indefinidos, de William James (Jeremy Renner), un artificiero del ejército de los Estados Unidos en Irak que hace gala de un arrogante desprecio hacia su propia seguridad y la de los demás a la hora de llevar a cabo lo-que-mejor-sabe-hacer: desactivar explosivos. De este modo, En tierra hostil vuelve a ser un nuevo canto a la profesionalidad, otro de los más habituales tics del cine norteamericano en su acepción más tópica y estereotipada, que Kathryn Bigelow presenta con toda la tranquilidad del mundo, convencida de estar presentando un retrato fiel, duro y objetivo sobre la guerra, o lo que es casi lo mismo, convencida de estar narrando con profundidad algo que se queda en todo momento en la más rancia y descascarillada superficie.
William James es un hombre que parece nacido para la guerra. En un momento dado confiesa que ha llegado a desactivar nada menos que 876 artefactos explosivos, lo cual levanta la socarrona admiración de un superior en rango mililtar (David Morse). Se intenta humanizar al protagonista por medio de apuntes cálidos: se hace amigo de un niño iraquí con el que juega a la pelota o le compra devedés; niño al que confunde con el cuerpo ensangrentado de otro pequeño cuyo cadáver ha sido empleado para tenderle una trampa a las tropas norteamericanas mediante el expeditivo método de colocar una carga explosiva dentro de sus entrañas; en un momento dado, le vemos llorar, desesperado, asqueado, bajo la ducha, sin siquiera quitarse el uniforme, mientras el agua arranca la sangre y el polvo que cubren su cuerpo; en otro instante, estando completamente borracho, practica un estúpido juego “viril”, consistente en darse puñetazos en el estómago con su jefe, el sargento Sanborn (Anthony Mackie), como si el hecho de sentir dolor les hiciera sentirse más vivos a ambos; es un hombre casado y padre de un hijo, pero le cuesta vivir en la tranquilidad de su hogar: prefiere la adrenalina del combate; en el tercio final del relato, le vemos de regreso a su casa tras haber finalizado su período de servicio en Irak, pero la vida cotidiana no le excita, le aburre, de ahí que, en las escenas finales, le veamos tomar la drástica decisión de regresar a Irak y cumplir otro año entero de servicio allí, exponiéndose al peligro, a una muerte casi segura, a diario.
Todo esto se ve, pero en ningún momento se siente. En primer lugar, porque Kathryn Bigelow, empeñada aquí en ser “brillante” a toda costa, recurre a todos y cada uno de los tópicos formales del cine estilo “documental”, y el resultado es tan torpe, amén de tan confuso y atropellado, que en vez de resultar realista, vivo e intenso termina por aburrir. Resulta increíble que la realizadora, en una entrevista recientemente publicada en Dirigido por… (núm. 397, febrero 2010), tenga la desfachatez de decir que “tratamos de evitar a toda costa el tipo de montaje frenético donde el espectador no tiene ni idea de dónde está ocurriendo la acción” (sic), cuando En tierra hostil es, en este sentido, una auténtica ceremonia de la confusión: cine con pretensión “de tesis” que parece filmado por Michael Bay. Hay numerosos ejemplos en este film, supuestamente, tenso y crispado, que van perdiendo interés, fuerza y garra a base de insistir en situaciones repetitivas y alargadas más allá de lo necesario; es el caso de las sucesivas escenas de desactivación de bombas las cuales, pasado el efecto sorpresa inicial, devienen mecánicas y sin intriga alguna, lo cual resulta sorprendente tratándose de una película cuyo sentido del suspense ha sido altamente elogiado; o la larga, inacabable escena en el desierto con los francotiradores, en la cual la realizadora pretende recrear el ritmo lento y nada glamoroso de un combate real en campo abierto, convencida de que haciéndolo de esta manera el resultado será más verosímil, pero el tiro le sale por la culata, pues el tedio acaba siendo la nota predominante de la secuencia. Otros momentos destinados a enriquecer el perfil del protagonista no aportan tampoco absolutamente nada: tal es el caso de la ridícula, literalmente tomada por los pelos, incursión nocturna de James más allá de la posición militar estadounidense, colándose en el camión de un vendedor de devedés con posibles conexiones con los terroristas, y que culmina en el penoso, vacuo episodio de James irrumpiendo por error en la casa de un maduro matrimonio iraquí; o la torpe secuencia nocturna en los callejones, que se salda con la herida de Owen (Brian Geraghty), otro compañero de armas de James que, de este modo, acabará diciendo en voz alta algo que hemos estado viendo desde el principio, pero sin que nunca vayamos más allá de ese enunciado: que James es un adicto a la guerra, un amante del peligro, un enamorado del riesgo, que no hay nada más en su cabeza y que en el fondo no le importa poner en peligro las vidas de los demás con tal de satisfacer su adicción a la adrenalina.
En la cabeza de Kathryn Bigelow tampoco parece haber nada nuevo. Solo hay que ver con qué blandura resuelve momentos que podrían haber sido determinantes a la hora de perfilar el dibujo del protagonista, tal es el caso de las escenas de su retorno al hogar: todo se limita a un tonto momento en el cual vemos a James, acompañando a su esposa (Evangeline Lilly) al supermercado, y quedándose embobado ante una gigantesca estantería repleta de docenas de cajas de cereales de diferentes marcas: una especie de representación gráfica del absurdo de la así llamada existencia cotidiana, de algo que ya no tiene ningún sentido para alguien cuya vida, y la de sus compañeros, depende de qué cable corte. O la delectación esteticista, tan presente en todo el cine de Bigelow, por las imágenes “bonitas” o “de impacto”: el plano de la arena sobre el techo de un coche vibrando a cámara lenta bajo la onda expansiva de una explosión; esa misma explosión, justo la de la primera secuencia, dilatada al ralentí y tomada desde tres o cuatro ángulos distintos, al más puro estilo hollywoodiense (nada que ver, por tanto, con sus pretensiones de película “independiente” y, por tanto, “artística”); los continuos encuadres y reencuadres, haya o no algo que encuadrar o reencuadrar, por el mero placer esteticista de la cámara en movimiento; escenas rodadas a contraluz o con no menos “artísticas” puestas de sol anaranjadas… Un film muy decepcionante, en mi opinión. [Nota bene: a los interesados en ver una película, ésta sí, tensa, emocionante y con densidad en torno a un artificiero, les recomiendo vivamente Ten Seconds to Hell (1959), de Robert Aldrich, protagonizada por un excelente Jack Palance: aquí, cada escena de desactivación de un letal explosivo se percibe, realmente, como una cuestión de vida o muerte].
Pero hay dos excepciones. Una, Código desconocido (Code inconnu: récit incomplet de divers voyages, 2000), cuya tesis en torno a la interconexión o intercomunicación entre los seres humanos con independencia de las diferencias nacionales, culturales y/o religiosas estaba muy bien expuesta, a través de un elaborado montaje que lograba trazar dichas interconexiones o intercomunicaciones mediante inteligentes asociaciones de imágenes. La otra es La cinta blanca, que vuelve a ser cine de tesis, cierto, pero en esta ocasión la tesis vuelve a estar expresada de una forma cinematográfica interesante que la realza y, en cierto sentido, la enriquece, proporcionándole una capacidad de sugerencia que consigue que vaya más allá de su planteamiento. En una entrevista recientemente publicada en Dirigido por… (núm. 396, enero 2010), Haneke afirmaba que “aunque “La cinta blanca” trata sobre todo de la historia alemana de principio del siglo pasado, no quiero que se vea solamente como eso. Me pareced que este film habla de muchas otras cosas”. Estoy de acuerdo. Es verdad que La cinta blanca puede verse e interpretarse como una metáfora de los orígenes del nazismo, de tal manera que, a través de la sórdida descripción de la violencia social y religiosa que se halla soterrada, y a duras penas contenida, en el fondo de una localidad rural alemana inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, se visualiza algo parecido a un pre-nazismo, o cuanto menos se perfila el dibujo de una sociedad en la cual ya existía –se sugiere— una determinada predisposición a aceptar las tesis totalitaristas del nacionalsocialismo. Pero, alrededor de esa tesis, pululan otras sugerencias que, como digo, por un lado enriquecen esa tesis y, por otra parte, proporcionan a la película soterrados discursos adicionales sobre otras cuestiones no menos inquietantes, como la pervivencia de determinados códigos de represión morales y éticos no ya del siglo XIX, sino incluso medievales, casi quince años después de haber empezado el siglo XX, o el aterrador discurso respecto a cómo los niños de la aldea, educados bajo una rígida moral religiosa y severos patrones de conducta, heredan la propensión a hacer daño a quienes no consideran sus semejantes, a los que son diferentes a ellos, sin necesidad de una instrucción específica al respecto: una especie de tendencia natural hacia el mal.
La cinta blanca adolece, en determinados instantes (no muchos, por fortuna), de cierta severidad intelectual, formal y expresiva, la cual es inherente, vuelvo a insistir, a su condición intrínseca de cine de tesis. Pienso, por ejemplo, en la escena de la conversación sobre la muerte de su madre en la cocina, mientras comen, de la hija adolescente del doctor (Rainer Bock) y su hermano pequeño, sostenida principalmente sobre la base de un plano/contraplano que busca intensificar la situación que se da a medida que la charla adquiere un cariz más íntimo e intenso, y que culmina con la rotura, en off visual y sonoro, del plato de comida a modo de reacción airada por parte del niño pero sin alterar ese plano/contraplano, manteniéndose de este modo una determinada unidad formal o, si se prefiere, estilística, entre lo que se dice y el cómo se dice, el significante y el significado: la escena es eficaz, pero al mismo tiempo algo artificiosa, dado que sacrifica la verosimilitud del diálogo –el niño es demasiado pequeño para pronunciar las profundas cuestiones que le plantea a su hermana mayor— en aras de la tesis. Es en momentos como éste en los cuales Haneke se acerca peligrosamente al formalismo rígido pero en última instancia estéril de sus anteriores películas de esta última década. Pero, a pesar de alguna que otra secuencia de ese estilo; de que se asomen al film momentos cuya procedencia original se nota demasiado (la secuencia en la que el doctor le anuncia a su criada y ya ajada amante que quiere que se vaya porque le repugna, poco después de que esta última acabe de practicarle una felación, está prácticamente copiada de uno de los grandes momentos de Los comulgantes / Nattvardsgästerna, 1963); de alguna que otra torpeza (la penosa pero, por fortuna, breve escena en la que los niños del pueblo casi ahogan al hijo del duque en el estanque); y de, incluso, un exceso de metraje, que casi consigue diluir el interés del relato; a pesar de todo eso, como digo, La cinta blanca es una notable película y el mejor trabajo de su director de estos últimos años.
Hay muchos aspectos positivos dignos de mención, pero para no alargarme demasiado sólo me centraré ahora en el que más me ha llamado la atención. Me refiero al carácter ritual de la violencia mostrada en el film, algo que ya subyacía en anteriores propuestas de Haneke, sobre todo en las dos versiones de Funny Games, pero que aquí está más conseguido: en La cinta blanca, la violencia no brota como consecuencia de la fría exposición de una tesis por parte de alguien que, como ya apuntaron en su momento algunas voces, no parece haber vivido o tan siquiera conocido esa violencia en torno a la cual lanza digresiones y que a veces contempla con el distanciamiento del intelectual subido a su torre de marfil que nunca se ha manchado con la suciedad de la calle. En La cinta blanca, esa violencia está visualizada de manera fría y sobria, pero a la vez hay un trasfondo emocional que la hace más cercana al espectador, y por ende, más dolorosa: más humana. La cinta blanca vuelve a ser una película fría; pero, parafraseando a José María Latorre, su frialdad quema como el hielo. Y no me refiero solamente a la distancia que crea o puede crear en el espectador la fotografía (espléndida) en blanco y negro, o la voz en off en virtud de la cual el por aquel entonces joven maestro del pueblo (Christian Friedel) narra lo sucedido desde una perspectiva de pasado, sino más bien a la manera como Haneke construye determinados encuadres o a su forma de resolver determinadas escenas; en suma, su expresión en imágenes. En este sentido, La cinta blanca edifica su tesis sobre la fuerza de gestos y miradas, de diálogos secos y cortantes como una cuchilla de afeitar, en un decorado rural idílico que paulatinamente se va impregnando de dolor, rabia y humillación y en el cual la violencia puede asomar a la vuelta de la esquina: el extraño accidente del doctor mientras monta a caballo con el cual se abre el relato, visualizado en plano general; el largo plano fijo que muestra el dormitorio donde yace la mujer del granjero, víctima de un no menos extraño accidente laboral; la descripción de la vida cotidiana en la casa del pastor del pueblo (Burghart Klassner), y particularmente, de nuevo, la visualización de las comidas alrededor de la mesa o del castigo de los niños desobedientes, todo ello como parte de un ritual dolorosamente cotidiano y aterradoramente aceptado por todos los implicados en él; el terrible episodio, resuelto elípticamente, en torno al niño con retraso mental; el momento en el que el pastor, a través de un persuasivo interrogatorio sin violencia física pero rebosante de violencia moral y ética, obliga a uno de sus hijos a confesar que se masturba (y el expeditivo método empleado para contener sus impulsos naturales: el niño debe dormir con la muñecas atadas a los costados de su lecho…)… Incluso en los momentos aparentemente distendidos hay espacio para esa violencia moral o ética soterrada; véanse, si no, los episodios centrados en el maestro de escuela y su cortejo a una chica del pueblo a la que ama, Eva (Leonie Benesch): la espléndida secuencia de la entrevista del maestro con el padre de Eva (Detlev Buck), bajo cuya formalidad se esconde cierta disimulada amenaza del progenitor hacia el hombre que pretende poseer a su hija; o ese magnífico plano fijo y con la cámara situada en la parte delantera del carricoche donde pasean por el campo el profesor y Eva: los dos tienen que apartarse del camino para besarse tímidamente en los labios, y luego deciden aplazar su excursión al campo para no dar de qué hablar…
La herencia Valdemar (2009), de José Luis Alemán.- Es una pena tener que hablar de esta película y empezar diciendo que, a pesar de sus buenísimas intenciones, sus loables méritos de producción, su sentido del riesgo, sus ambiciones, etc., etc., el resultado no es bueno. Asimismo, es una lástima que el público no haya respondido a la propuesta; mas lo cierto es que, una vez vista, se entiende perfectamente, habida cuenta sus notables deficiencias narrativas y el escaso vigor de una puesta en escena correcta en sus mejores momentos, gris y adocenada en los peores, que acaba malogrando sus resultados. Una propuesta, de entrada, harto simpática: ahí es nada atreverse con un film de terror dividido en dos películas, libremente inspirado en la obra de H.P. Lovecraft, que intenta recuperar la atmósfera y el sabor del terror gótico (o, como dice de nuevo Latorre, el terror de biblioteca) mediante un relato a caballo del pasado y del presente repleto, además, de guiños culturales de toda índole: desde los histórico-literarios –la presencia, en papeles secundarios, de personajes como Aleister Crowley (Francisco Maestre), Bram Stoker (Lino Braxe) o Lizzie Borden (Vanesa Suárez), o la del mismísimo Lovecraft (Luis Zahera), que se anuncia para la segunda entrega— a los cinematográficos, personificados en la figura del malogrado Jacinto Molina/ Paul Naschy en su trabajo póstumo para el cine. La lástima, verdadera lástima, es que nada de todo eso termina de funcionar bien: la atmósfera gótica está apuntada, pero nunca desarrollada, a pesar del notable esfuerzo de fotografía y ambientación de decorados; los guiños “cultos” están desaprovechados, a pesar de la importancia del personaje de Crowley en el devenir del relato y del entusiasmo que pone Francisco Maestre a la hora de interpretarlo; y la presencia de un voluntarioso Naschy, envejecido y con poco disimulados problemas de salud, acaba inspirando cierto patetismo involuntario.
Que La herencia Valdemar tome ideas de otras fuentes ya entra dentro de lo previsible a estas alturas; por ejemplo, en una de las primeras secuencias, la de la visita de la tasadora de antigüedades Luisa Lorente (Silvia Abascal) a la mansión Valdemar (otro guiño literario: ¿lo cogen?), ese momento en el cual una figura invisible al ojo humano se visualiza a través del monitor de una pequeña videocámara…, al igual que ocurría en la poco memorable versión de William Malone de House on Haunted Hill (ídem, 1999). Lo que peor funciona –y con ello uno mi voz a las de otros que ya lo han afirmado estos días— es el hecho de haber dividido en dos partes un relato que podría haberse resuelto perfectamente en un único largometraje: la mayor parte de la trama centrada en los orígenes de la maldición que pesa sobre la mansión, la cual gira alrededor de la pareja formada por Lázaro (Daniele Liotti) y Leonor Valdemar (Laia Marull), prácticamente no tiene el menor interés; y cuando la acción empieza a ponerse, por decirlo coloquialmente, “interesante”…, el film concluye, dejando un mal sabor de boca; acrecentado, si cabe, por los pequeños fragmentos de la segunda entrega que aparecen antes de los títulos de crédito finales, anticipando todo aquello que, en principio, el espectador ya quería ver en esta primera parte. Es de suponer que José Luis Alemán, debutante en tareas de guion, producción y realización, se ha enamorado de tan atractivo proyecto sobre el papel, yéndosele la mano a la hora de desarrollarlo. Probablemente, como también se ha dicho, habrá que esperar al estreno de la segunda parte para hacer una valoración global definitiva sobre la película, pero por ahora lo que hemos visto está muy por debajo de lo prometido. Insisto: una pena.
Up in the Air (ídem, 2009), de Jason Reitman.- Ni Gracias por fumar (Thank You for Smoking, 2005) ni, sobre todo, la horrenda Juno (ídem, 2007) me parecieron nada del otro jueves, pero lo cierto es que, con Up in the Air, Jason Reitman ha logrado la nada despreciable hazaña de superar mi incredulidad con una película que viene precedida de un notable prestigio y muchas posibilidades de llevarse más de un premio Oscar. Con franqueza, no logro entenderlo, bien sea porque no sintonizo con el teórico interés de la propuesta, o bien porque no estoy –horror— “en la onda”, ya que Up in the Air me parece, sinceramente, un film sin el menor interés, con un guión rebosante de tópicos y una realización rutinaria a más no poder: lo que, hasta no hace tantos años, se llamaba una realización “televisiva”, expresión hoy en día anticuada, cierto, a raíz del elevado nivel de calidad demostrado por la televisión norteamericana de estas últimas dos décadas, lo cual significa que ahora, cuando se emplea la expresión “televisivo/a” en sentido peyorativo, como la aplico yo a Up in the Air, hay que concretar que la película de Jason Reitman tiene el mismo nivel de asepsia expresiva audiovisual equiparable al de la televisión estadounidense de los años setenta y ochenta “a lo” Aaron Spelling, momento en el cual se acuñó esta hoy anticuada expresión despreciativa. La verdad es que, haciendo un diabólico ejercicio de imaginación, no me costaría demasiado ver Up in the Air reconvertida en lo que antaño era conocido como “telefilm de sobremesa” (hablo mucho del pasado: será que estoy empezando a hacerme viejo), con Michael Landon o Dirk Benedict haciendo el papel que, en el cine, asume George Clooney.
Up in the Air pretende ser, en primera instancia, el retrato de un solitario que ha elegido un singular modo de vida que él considera, honestamente, el correcto; puede compartirse o no, puede gustar o desagradar, mas lo cierto es que Ryan Bingham (Clooney) no le hace daño a nadie salvo, quizá, a sí mismo, pero nunca en una medida superior a la media personal que cada cual puede (y suele) hacerse a sí mismo y a sus semejantes con sus decisiones y sus errores. Dicho modo de vida consiste, a grandes rasgos, en lo siguiente: Bingham es un solitario al cual le gusta estar viajando en avión casi todos los días del año (alrededor de 300, afirma) de un extremo a otro del territorio estadounidense para llevar a cabo el “trabajo sucio” para el cual ha sido contratada la empresa que le paga esos desplazamientos a cambio de encargarle a él la ejecución de dicho “trabajo sucio”: presentarse en las dependencias de otras empresas que necesitan echar a unos cuantos trabajadores a la calle a fin de que cuadren sus balances anuales (para no perder dinero), y encargarse de comunicar personalmente a esos trabajadores la noticia de que sus servicios ya no son necesarios (que sobran) y que deben dejar su puesto laboral (largarse) porque, con sus sueldos, impiden que aquellos balances cuadren “bien” (con beneficios para los dueños de la empresa). Pero, por más que él no sea ni mucho menos el responsable de ello, Bingham es consciente de que lo que hace es una auténtica cerdada: decirle a hombres y mujeres que están despedidos porque sus jefes (esos que cuadran balances) carecen de los arrestos necesarios para decírselo ellos mismos mirándoles a la cara. De ahí que trata de suavizar la violencia del momento enfocándolo de manera “positiva” o “constructiva”: vendiéndoles a los trabajadores despedidos la falsa ilusión, la ridícula esperanza, de que un despido no es el fin del mundo, sino una puerta abierta a nuevas y renovadoras posibilidades laborales e incluso existenciales (sic). Más aún: entre viaje y viaje, y mientras no está echando a la gente a la puta calle, Bingham da conferencias sobre su forma de vivir y entender la vida, poniendo como ejemplo gráfico una mochila simbólicamente llena de todo aquello que “importa” (o que creemos que importa) en nuestras existencias, y de qué manera es posible vivir, también, sin sobrepesos: sin todo aquello que de una manera u otra, de buen grado o a la fuerza, coarta nuestra libertad, nuestra realización personal.
Hasta ahí, perfecto. O casi: lo que inicialmente se presenta como el retrato de alguien que hace años que viene viviendo sin lastres, sin responsabilidades, sin compromisos, en definitiva sin convencionalismos, queda descompensado, paradójicamente, por una visualización de todo ello que resulta harto convencional, de tal manera que el retrato de Bingham acaba siendo estereotipado y unidimensional como personaje (sin perjuicio, por otro lado, de la buena labor interpretativa de George Clooney); más que el perfil de un nihilista, bon vivant, amante del lujo, las comodidades, los hoteles, los cócteles y las relaciones sexuales de usar y tirar, el Bingham que acaba emergiendo es algo así como una especie de extrapolación de la propia imagen de galán simpático, cercano y con tendencia a parodiarse a sí mismo cultivada por George Clooney; de esta manera, Bingham nunca parece un personaje radical y con identidad propia. A ello contribuye la forma adocenada de presentar al personaje por parte de Jason Reitman; sobre todo, en los primeros minutos, mediante un monótono y nada original montaje de planos cortos que pretende convertir cada gesto de Bingham (vestirse, hacer las maletas, recoger su tarjeta de embarque, pasar el control de seguridad de los aeropuertos, etc.) en una suerte de ritual frenético: una demostración de que Bingham viaja rápido, y vive rápido, porque viaja, y vive, ligero de equipaje y de preocupaciones.
A partir de este planteamiento, ya de por sí poco estimulante (sobre todo por culpa de la blandura y falta de mordiente de un realizador que, ya en Gracias por fumar y Juno, venía demostrando su inclinación a mostrar planteamientos y situaciones extremos convenientemente “esterilizados”, para que no le amarguen el día a nadie), Up in the Air pretende desarrollar algo todavía peor: el proceso de “domesticación” de Bingham, por medio de su relación/contraste con dos mujeres antitéticas pero que cada una a su manera van a “enseñarle algo”: Alex (Vera Farmiga), otra mujer “de negocios” que también viaja mucho en avión, aparentemente tan solitaria como él, que comparte sus gustos y su deseo de vivir sin ataduras; y Natalie (Anna Kendrick), la joven nueva empleada de la misma empresa de Bingham a la que su jefe (Craig: Jason Bateman) le “coloca” como compañera para que vaya aprendiendo los trucos del oficio. En Alex, Bingham cree haber hallado a su media naranja, lo cual, por cierto, resulta muy arbitrario, pues nada nos ha hecho pensar previamente que a Bingham pueda gustarle un tipo de mujer como Alex y no otro: el dibujo de su relación amorosa, en este sentido, tampoco tiene ningún interés (en parte, gracias a la poco estimulante labor de Vera Farmiga), limitándose a la visualización de un romance esporádico recreado con todos los tópicos made in Hollywood. Más interesante, en teoría, es la relación de Bingham con Natalie (en parte, gracias a la, esta sí, excelente Anna Kendrick), una joven a la que Bingham debe aleccionar pero que, como digo, también acabará enseñándole algo: uno de los propósitos de la ruta de Bingham con Natalie es poner a prueba un nuevo método para despedir a la gente inventado por la muchacha, consistente en llevar a cabo el penoso trámite con la ayuda de un ordenador portátil con cámara, para hablar a distancia con el futuro despedido, de cara a ahorrar tiempo y “sensiblerías”. Resulta significativo que, tal y como Bingham se temía, Natalie se dará cuenta que despedir a alguien mirándole a la cara, viendo cómo se hunde quien acaba de perder su principal o único sustento económico y el de su familia, es algo que no puede hacerse mecánicamente: que los seres humanos reaccionan de forma humana: con lágrimas, con ira, con desprecio, con dolor…; el momento culminante de dicho proceso tendrá lugar cuando Natalie descubra que una mujer a la que despidió, y que amenazó con tirarse desde lo más alto del puente a la carretera para quitarse la vida, finalmente cumplió su amenaza. Pero el sincero arrepentimiento de Natalie, despidiéndose de la empresa al enterarse de lo ocurrido con aquella mujer, será también una lección de integridad para Bingham: verá que Natalie es, con todos sus defectos y la inmadurez de sus pocos años, una persona mejor que él. Más significativo todavía: Bingham no podrá terminar su nueva conferencia sobre el sobrepeso que cargamos a lo largo de nuestra existencia porque después de lo vivido, y de lo aprendido gracias a Alex y Natalie, el protagonista ha dejado de creer en su manera de ver las cosas.
De este modo, Up in the Air acaba siendo el enésimo discurso moralista sobre la redención de un simpático caradura que vivía al margen de la sociedad y que, al final, acabará volviendo al redil (o intentándolo al menos: véase la resolución, con sorpresa incluida, de su relación con Alex); una especie de nueva reedición de ese molesto “enseñar a un sinvergüenza” tan característico del 90% de la comedia romántica y/o el melodrama sentimental made in USA, expuesto aquí en una de las versiones más gazmoñas que imaginarse pueda. A mayor ahondamiento: no deja de ser coherente que esta peliculita de Jason Reitman, en la que el plano general y el plano/ contraplano son las únicas figuras visibles de facturación del producto (me niego a escribir “estilo”), y a falta de conocer la novela de Walter Kim en la que se inspira, tome en parte como referente una de las –para mí— más insufribles odas a ese afán de injerencia que tienen algunas personas hacia las vidas de los demás a fin de “corregirlas” y hacerlas ir por “el buen camino”; me refiero, claro está, a Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, 2001, Jean-Pierre Jeunet), de la cual recoge la “idea” de las fotografías del gnomo de jardín viajero: Bingham le ha prometido a su hermana Julie (Melanie Lynskey), que está a punto de casarse con un tal Jim (Danny McBride), que tomará fotografías de una figura troquelada de cartón de la pareja colocada en los distintos lugares a donde suele viajar. Este detalle tiene, asimismo, una intención aleccionadora: al ir a visitar a su hermana para su boda, Bingham descubrirá que los amigos de Julie y Jim han llenado un mapa entero de los Estados Unidos con cientos de fotos de la figura troquelada: el mapa lleno de fotos no es sino una demostración de amor y cariño hacia la pareja: un amor y cariño que no puede sino dar pie al consabido contraplano de Bingham, el solitario sin cariño y sin amor en su vida, con expresión pasmada.
En tierra hostil (The Hurt Locker, 2008), de Kathryn Bigelow.- Disculpen la franqueza, pero una película como En tierra hostil presenta, para mí, dos dificultades o escollos a la hora de hacerle frente que, al menos por ahora, me resultan infranqueables: 1) no soporto las películas “de” la guerra de Irak, tema en el cual han fracasado hasta excelentes realizadores como Brian De Palma –con su soporífera Redacted (ídem, 2007)— y del cual tan sólo ha salido más o menos bien librado –y no del todo— el Nick Broomfield de La batalla de Hadiza (Battle for Haditha, 2007); y 2) el film que nos ocupa está firmado por Kathryn Bigelow, cineasta que me resulta indigesta como pocas: ninguno de los siete largometrajes que he visto firmados por esta señora –The Loveless (1982), Los viajeros de la noche (Near Dark, 1987), Acero azul (Blue Steel, 1989), Le llaman Bodhi (Point Break, 1991), Días extraños (Strange Days, 1995), El peso del agua (The Wight of Water, 2000) y K-19: The Widowmaker (ídem, 2002)— me ha producido ninguna sensación estimulante. En tierra hostil no me ha hecho cambiar de opinión. 131 minutos inanes, interminables, dedicados a intentar demostrar algo que queda enunciado desde el principio, por mediación de un rótulo donde se reproduce una cita del periodista y ex corresponsal de guerra del New York Times Chris Hedges que afirma que, para algunos soldados, la guerra es como una droga. Digresión en torno a la adicción al peligro que se lleva al extremo a través del dibujo, de trazos indefinidos, de William James (Jeremy Renner), un artificiero del ejército de los Estados Unidos en Irak que hace gala de un arrogante desprecio hacia su propia seguridad y la de los demás a la hora de llevar a cabo lo-que-mejor-sabe-hacer: desactivar explosivos. De este modo, En tierra hostil vuelve a ser un nuevo canto a la profesionalidad, otro de los más habituales tics del cine norteamericano en su acepción más tópica y estereotipada, que Kathryn Bigelow presenta con toda la tranquilidad del mundo, convencida de estar presentando un retrato fiel, duro y objetivo sobre la guerra, o lo que es casi lo mismo, convencida de estar narrando con profundidad algo que se queda en todo momento en la más rancia y descascarillada superficie.
William James es un hombre que parece nacido para la guerra. En un momento dado confiesa que ha llegado a desactivar nada menos que 876 artefactos explosivos, lo cual levanta la socarrona admiración de un superior en rango mililtar (David Morse). Se intenta humanizar al protagonista por medio de apuntes cálidos: se hace amigo de un niño iraquí con el que juega a la pelota o le compra devedés; niño al que confunde con el cuerpo ensangrentado de otro pequeño cuyo cadáver ha sido empleado para tenderle una trampa a las tropas norteamericanas mediante el expeditivo método de colocar una carga explosiva dentro de sus entrañas; en un momento dado, le vemos llorar, desesperado, asqueado, bajo la ducha, sin siquiera quitarse el uniforme, mientras el agua arranca la sangre y el polvo que cubren su cuerpo; en otro instante, estando completamente borracho, practica un estúpido juego “viril”, consistente en darse puñetazos en el estómago con su jefe, el sargento Sanborn (Anthony Mackie), como si el hecho de sentir dolor les hiciera sentirse más vivos a ambos; es un hombre casado y padre de un hijo, pero le cuesta vivir en la tranquilidad de su hogar: prefiere la adrenalina del combate; en el tercio final del relato, le vemos de regreso a su casa tras haber finalizado su período de servicio en Irak, pero la vida cotidiana no le excita, le aburre, de ahí que, en las escenas finales, le veamos tomar la drástica decisión de regresar a Irak y cumplir otro año entero de servicio allí, exponiéndose al peligro, a una muerte casi segura, a diario.
Todo esto se ve, pero en ningún momento se siente. En primer lugar, porque Kathryn Bigelow, empeñada aquí en ser “brillante” a toda costa, recurre a todos y cada uno de los tópicos formales del cine estilo “documental”, y el resultado es tan torpe, amén de tan confuso y atropellado, que en vez de resultar realista, vivo e intenso termina por aburrir. Resulta increíble que la realizadora, en una entrevista recientemente publicada en Dirigido por… (núm. 397, febrero 2010), tenga la desfachatez de decir que “tratamos de evitar a toda costa el tipo de montaje frenético donde el espectador no tiene ni idea de dónde está ocurriendo la acción” (sic), cuando En tierra hostil es, en este sentido, una auténtica ceremonia de la confusión: cine con pretensión “de tesis” que parece filmado por Michael Bay. Hay numerosos ejemplos en este film, supuestamente, tenso y crispado, que van perdiendo interés, fuerza y garra a base de insistir en situaciones repetitivas y alargadas más allá de lo necesario; es el caso de las sucesivas escenas de desactivación de bombas las cuales, pasado el efecto sorpresa inicial, devienen mecánicas y sin intriga alguna, lo cual resulta sorprendente tratándose de una película cuyo sentido del suspense ha sido altamente elogiado; o la larga, inacabable escena en el desierto con los francotiradores, en la cual la realizadora pretende recrear el ritmo lento y nada glamoroso de un combate real en campo abierto, convencida de que haciéndolo de esta manera el resultado será más verosímil, pero el tiro le sale por la culata, pues el tedio acaba siendo la nota predominante de la secuencia. Otros momentos destinados a enriquecer el perfil del protagonista no aportan tampoco absolutamente nada: tal es el caso de la ridícula, literalmente tomada por los pelos, incursión nocturna de James más allá de la posición militar estadounidense, colándose en el camión de un vendedor de devedés con posibles conexiones con los terroristas, y que culmina en el penoso, vacuo episodio de James irrumpiendo por error en la casa de un maduro matrimonio iraquí; o la torpe secuencia nocturna en los callejones, que se salda con la herida de Owen (Brian Geraghty), otro compañero de armas de James que, de este modo, acabará diciendo en voz alta algo que hemos estado viendo desde el principio, pero sin que nunca vayamos más allá de ese enunciado: que James es un adicto a la guerra, un amante del peligro, un enamorado del riesgo, que no hay nada más en su cabeza y que en el fondo no le importa poner en peligro las vidas de los demás con tal de satisfacer su adicción a la adrenalina.
En la cabeza de Kathryn Bigelow tampoco parece haber nada nuevo. Solo hay que ver con qué blandura resuelve momentos que podrían haber sido determinantes a la hora de perfilar el dibujo del protagonista, tal es el caso de las escenas de su retorno al hogar: todo se limita a un tonto momento en el cual vemos a James, acompañando a su esposa (Evangeline Lilly) al supermercado, y quedándose embobado ante una gigantesca estantería repleta de docenas de cajas de cereales de diferentes marcas: una especie de representación gráfica del absurdo de la así llamada existencia cotidiana, de algo que ya no tiene ningún sentido para alguien cuya vida, y la de sus compañeros, depende de qué cable corte. O la delectación esteticista, tan presente en todo el cine de Bigelow, por las imágenes “bonitas” o “de impacto”: el plano de la arena sobre el techo de un coche vibrando a cámara lenta bajo la onda expansiva de una explosión; esa misma explosión, justo la de la primera secuencia, dilatada al ralentí y tomada desde tres o cuatro ángulos distintos, al más puro estilo hollywoodiense (nada que ver, por tanto, con sus pretensiones de película “independiente” y, por tanto, “artística”); los continuos encuadres y reencuadres, haya o no algo que encuadrar o reencuadrar, por el mero placer esteticista de la cámara en movimiento; escenas rodadas a contraluz o con no menos “artísticas” puestas de sol anaranjadas… Un film muy decepcionante, en mi opinión. [Nota bene: a los interesados en ver una película, ésta sí, tensa, emocionante y con densidad en torno a un artificiero, les recomiendo vivamente Ten Seconds to Hell (1959), de Robert Aldrich, protagonizada por un excelente Jack Palance: aquí, cada escena de desactivación de un letal explosivo se percibe, realmente, como una cuestión de vida o muerte].
miércoles, 3 de febrero de 2010
PREMIOS YOGA 2009
El pasado 28 de enero se hizo pública la relación de los premios YoGa 2009, en su ya vigésimo primera edición, que “otorgan” el colectivo conocido como Catacric (Catalans Critics), el enlace a cuya página web puede hallarse en la relación de links situada en la columna de la izquierda de este blog. Un año más, el colectivo Catacric han vuelto a pasar, por la picota del humor, algunos de los títulos cinematográficos más relevantes, para lo bueno y para lo malo, estrenados en nuestro país a lo largo del año 2009. Como siempre digo en estas ocasiones, no hay que tomarse para nada a pecho las bromas sobre determinadas películas, actores o directores que a uno pueden gustarle, pues no se trata nada más que de eso: de demostrar que el amor al cine no está reñido con el sentido del humor.
Un año más, los YoGa se dividen en cuatro apartados. El primero es el dedicado al cine español:
Peor película: YoGa ¿Hacemos una porno? a Mentiras y gordas, de Alfonso Albacete y David Menkes.
Peor director: YoGa Mauvais époque a Fernando Trueba, por El baile de la Victoria.
Peor actor: YoGa Gomina power a Rubén Ochandiano, por Los abrazos rotos.
Peor actriz: YoGa ¿Qué he hecho yo para merecer Tetro? a Carmen Maura, por ídem (Tetro).
Los YoGa de cine extranjero han sido para:
Peor película: YoGa La tita asustada a Anticristo, de Lars von Trier.
Peor director: YoGa Festival de canas a Jim Jarmusch, por Los límites del control.
Peor actor: YoGa Lo puto gusiluz a Robert Pattinson, por Luna nueva.
Peor actriz: YoGa Meganvixen a Megan Fox, por Transformers: la venganza de los caídos y Jennifer’s Body.
YoGas especiales:
YoGa Apaltamento pala tles a Jaume Roures, Isabel Coixet y Sergi López, por Mapa de los sonidos de Tokio (si recordáis la peli, pasaba en Tokio).
YoGa Un xiguagua en Beverly Hills a la Academia del Cine Catalán en Hollywood.
YoGa La chica con una cerilla y un bidón de gasolina a la Ministra de Cultura.
YoGa Arráncame la vida y arrástrame al infierno, donde viven los monstruos, ¡malditos bastardos!, a la SGAE.
Un año más, los YoGa se dividen en cuatro apartados. El primero es el dedicado al cine español:
Peor película: YoGa ¿Hacemos una porno? a Mentiras y gordas, de Alfonso Albacete y David Menkes.
Peor director: YoGa Mauvais époque a Fernando Trueba, por El baile de la Victoria.
Peor actor: YoGa Gomina power a Rubén Ochandiano, por Los abrazos rotos.
Peor actriz: YoGa ¿Qué he hecho yo para merecer Tetro? a Carmen Maura, por ídem (Tetro).
Los YoGa de cine extranjero han sido para:
Peor película: YoGa La tita asustada a Anticristo, de Lars von Trier.
Peor director: YoGa Festival de canas a Jim Jarmusch, por Los límites del control.
Peor actor: YoGa Lo puto gusiluz a Robert Pattinson, por Luna nueva.
Peor actriz: YoGa Meganvixen a Megan Fox, por Transformers: la venganza de los caídos y Jennifer’s Body.
YoGa Uno de los nuestros:
A Boris Izaguirre, por A-ventura-rse “A la deriva”.
A Boris Izaguirre, por A-ventura-rse “A la deriva”.
YoGas especiales:
YoGa Apaltamento pala tles a Jaume Roures, Isabel Coixet y Sergi López, por Mapa de los sonidos de Tokio (si recordáis la peli, pasaba en Tokio).
YoGa Un xiguagua en Beverly Hills a la Academia del Cine Catalán en Hollywood.
YoGa La chica con una cerilla y un bidón de gasolina a la Ministra de Cultura.
YoGa Arráncame la vida y arrástrame al infierno, donde viven los monstruos, ¡malditos bastardos!, a la SGAE.
martes, 2 de febrero de 2010
“DIRIGIDO POR…” FEBRERO 2010, YA A LA VENTA
Del mismo modo que lo hacía hace poco en Imágenes de Actualidad, la nueva versión de El hombre lobo, firmada en esta ocasión por Joe Johnston, ocupa asimismo la portada del núm. 397 de Dirigido por… Este número incluye, entre otras muchas cosas, la primera entrega de un dossier en dos partes dedicado al realizador norteamericano Martin Scorsese, elaborado con motivo del próximo estreno de su nueva película, Shutter Island; he participado en este trabajo colectivo con un artículo titulado Los primeros años, que repasa la obra del cineasta desde sus inicios y hasta la realización de su primer film hollywoodiense, Alicia ya no vive aquí. Asimismo, en este nuevo ejemplar de Dirigido por… firmo las críticas dedicadas a Sherlock Holmes, de Guy Ritchie, Nine, de Rob Marshall, y Hierro, de Gabe Ibáñez, así como un artículo de la sección Cine Bis dedicado a una curiosa película de Roger Corman, The Last Woman on Earth, que enlaza casi sin querer con la actual corriente de cine apocalíptico.
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