El núm. 419 de Dirigido por… propone este mes un muy variado contenido que, esperemos, contente a los aficionados al cine más jóvenes y a los del así llamado “cine de siempre” a partes iguales. Acapara la portada La mujer de negro (The Woman in Black, 2011), que ha realizado el interesante James Watkins, y de cuyo comentario se ocupa Roberto Alcover Oti. Los otros titulares de portada se reparten entre La invención de Hugo (Hugo, 2011), de Martin Scorsese, y un avance de un film que se estrenará próximamente, Los idus de marzo (The Ides of March, 2011), que como es bien sabido dirige y protagoniza George Clooney, Scorsese y Clooney son objeto de sendas entrevistas, a cargo de Gabriel Lerman, y los análisis de sus respectivas películas corren a cargo de Antonio José Navarro, quien también firma la crítica de otro film destacado, Martha Marcy May Marlene (ídem, 2011), de Sean Durkin, y de una interesante película moderna e inédita, Lebanon (2009), de Samuel Maoz, dentro de la sección Fuera de Campo. Israel Paredes Badía escribe la reseña de otro título destacado en portada, Caballo de batalla (War Horse, 2011), de Steven Spielberg, además de firmar un texto que glosa la vida y la obra del gran director artístico Alexandre Trauner en la sección Paralelismos. Por su parte, Quim Casas aborda el análisis del primer film del reputado Béla Tarr que va a tener estreno comercial en salas españolas, The Turin Horse (A Torinói ló, 2011), además de firmar, dentro de la sección En Busca del Cine Perdido, un comentario de la curiosísima versión de Titanic (1943), de producción alemana, dirigida por Herbert Selpin. Otras dos películas que merecen extensos comentarios aparte son Moneyball: Rompiendo las reglas (Moneyball, 2011), de Bennett Miller, a cargo de Aurélien Le Genissel, y Shame (ídem, 2011), de Steve McQueen, que analiza Diego Salgado. El otro film destacado del mes, Young Adult (ídem, 2011), se analiza dentro de un extenso artículo sobre su realizador, Jason Reitman, que firma Tonio L. Alarcón, también firmante de una extensa crítica sobre las dos temporadas de la reputada miniserie de televisión Sherlock (ídem, 2010-). El número se completa con las críticas, de menor extensión, de muchos otros films recientemente estrenados o a punto de hacerlo, además de las clásicas secciones de Banda Sonora, de Joan Padrol, y de Pantalla Digital, de José María Latorre.
Otro de los platos fuertes de este número es la primera parte de un dossier dedicado a obras maestras del cine mudo, integrado este mes por un artículo introductorio, obra de Antonio José Navarro, y compuesto por diez extensos textos sobre otros tantos títulos de oro del periodo silente, firmados por José María Latorre, Quim Casas, Antonio José Navarro, Tonio L. Alarcón, Rafel Miret, Ricardo Aldarondo, Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Ángel Sala y un servidor. Mi contribución a este dossier consiste en un par de textos; el primero de ellos, dedicado a un maravilloso film de Mauritz Stiller: Gösta Berlings saga (1924), o para entendernos, La saga de Gösta Berling, según la novela homónima de Selma Lagerlöf: “No resulta de extrañar, en este sentido, que Mauritz Stiller desarrolle este complejo argumento mediante un estilo que, a juzgar por las referencias, casa perfectamente con ese raro equilibrio entre lo realista y lo fantástico característico de la obra de Lagerlöf”.
El segundo gira en torno a una película no menos extraordinaria: Alas (Wings, 1927), de William A. Wellman: “no es tanto una recreación por la vía de lo sentimental de esa Gran Guerra que, por desgracia, no fue la única del siglo XX, como también y por encima de todo un soberbio melodrama que pone el acento en el daño físico y psicológico que provocan las guerras en todos los seres humanos, y más concretamente en la juventud”.
Completo mi contribución al Dirigido por… de febrero con una crítica de la estimable ópera prima del actor Paddy Considine Redención (Tyrannosaur, 2011).
martes, 31 de enero de 2012
viernes, 27 de enero de 2012
“SCIFIWORLD” FEBRERO 2012, YA A LA VENTA
La película de ciencia ficción por excelencia de estas últimas décadas, Blade Runner (ídem, 1982), de Ridley Scott, es el tema casi monográfico del núm. 46 de la revista Scifiworld. El dossier arranca con un artículo sobre Philip K. Dick, autor de la no menos famosa novela que inspiró el film, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, a cargo de Alfonso Merelo. Le sigue un extensísimos artículo que analiza la película, subtitulado Apuntes a una obra maestra – La mirada del replicante, obra de Ángel Luis Sucasas. Hay, asimismo, un artículo sobre las relaciones de Philip K. Dick y Blade Runner con el mundo del cómic; su título: ¿Sueñan los androides con viñetas eléctricas?; su autor: Rafael Ruiz-Dávila. Mi contribución a este dossier consiste en un artículo sobre Philip K. Dick en el cine: “en un futuro inmediato se perfilan otras adaptaciones audiovisuales. Nada menos que John Lennon estuvo interesado en producir una película basada en la novela “Los tres estigmas de Palmer Eldritch” (1965), y antes de que el proyecto fuera llevado a cabo por Richard Linklater, fue Terry Gilliam quien anduvo tras una posible versión cinematográfica de la ya mencionada “Una mirada a la oscuridad”. En mayo de 2009, la productora Halcyon Company –responsable de “Terminator Salvation” (ídem, 2009, McG)— anunció su interés en llevar al cine el libro de Dick “Fluyan mis lágrimas, dijo el policía” (1974). Hará ya un par de años, Ridley Scott afirmó que quería producir una miniserie de televisión para la famosa cadena británica BBC basada en la novela “El hombre en el castillo” (1962). Se rumorea que Michel Gondry prepara una versión cinematográfica de otro famoso libro de Dick, “Ubik” (1963), a estrenar en 2013. Y The Walt Disney Company prepara actualmente “King of the Elves”, adaptación en dibujos animados tradicionales del cuento de hadas de Dick “El rey de los elfos” (1953) que dirigirá Chris Williams (“Bolt”), y cuyo estreno está previsto para 2014”.
El núm. 46 de Scifiworld se completa con otros numerosos contenidos, entre los cuales destacan artículos sobre Magic (ídem, 1978, Richard Attenborough), a cargo de Christian Aguilera; School Killer (Carlos Gil, 2001), de Víctor Matellano; y El héroe anda suelto (Targets, 1968, Peter Bogdanovich), de Juan Andrés Pedrero Santos.
El núm. 46 de Scifiworld se completa con otros numerosos contenidos, entre los cuales destacan artículos sobre Magic (ídem, 1978, Richard Attenborough), a cargo de Christian Aguilera; School Killer (Carlos Gil, 2001), de Víctor Matellano; y El héroe anda suelto (Targets, 1968, Peter Bogdanovich), de Juan Andrés Pedrero Santos.
martes, 24 de enero de 2012
“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” FEBRERO 2012, YA A LA VENTA
El núm. 321 de Imágenes de Actualidad, correspondiente al mes de febrero, presenta una espectacular portada dedicada a la que probablemente sea –junto con Los Vengadores (The Avengers, 2012, Joss Whedon)— la más esperada superproducción de superhéroes de este año, El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, 2012), de Christopher Nolan, de la cual se ofrece un completo avance dentro de la sección Primeras Fotos.
La sección Cult Movie de este mes está centrada en una popular película de George Lucas: Star Wars. Episodio I: La amenaza fantasma (Star Wars. Episode I – The Phantom Menace, 1999), y ello con motivo de su reposición este mismo mes de febrero en formato 3D: “Que George Lucas es más un productor-autor que un director-autor es algo que queda muy patente en sus trabajos tras las cámaras, por más que sus primeros largometrajes como realizador –“THX 1138” (1971), “American Graffiti” (1973)– lo inscribieran en la línea de los cineastas de su generación (Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, Martin Scorsese, Brian De Palma, Paul Schrader, John Milius). Tal y como explicara en cierta ocasión uno de ellos, el citado Schrader: «una vez me encontré con George en una fiesta, y me dijo: “Estoy cansado, Paul. Hollywood cada día me exige más...”. Y yo le dije: “Pero qué dices, George: tú eres Hollywood...»”.
La sección Cult Movie de este mes está centrada en una popular película de George Lucas: Star Wars. Episodio I: La amenaza fantasma (Star Wars. Episode I – The Phantom Menace, 1999), y ello con motivo de su reposición este mismo mes de febrero en formato 3D: “Que George Lucas es más un productor-autor que un director-autor es algo que queda muy patente en sus trabajos tras las cámaras, por más que sus primeros largometrajes como realizador –“THX 1138” (1971), “American Graffiti” (1973)– lo inscribieran en la línea de los cineastas de su generación (Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, Martin Scorsese, Brian De Palma, Paul Schrader, John Milius). Tal y como explicara en cierta ocasión uno de ellos, el citado Schrader: «una vez me encontré con George en una fiesta, y me dijo: “Estoy cansado, Paul. Hollywood cada día me exige más...”. Y yo le dije: “Pero qué dices, George: tú eres Hollywood...»”.
miércoles, 18 de enero de 2012
DAVID FINCHER VS. STIEG LARSSON: “MILLENNIUM: LOS HOMBRES QUE NO AMABAN A LAS MUJERES”
[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Ya he tenido ocasión de exponer, tanto en este blog (1) como en Dirigido por… e Imágenes de Actualidad, mi punto de vista con respecto a la famosa novela de Stieg Larsson Los hombres que no amaban a las mujeres y las adaptaciones al cine de nacionalidad sueca de los tres volúmenes que conforman la trilogía Millennium del malogrado Larsson, Millennium 1: Los hombres que no amaban a las mujeres (Män som hatar kvinnor, 2009, Niels Arden Opley), Millennium 2: La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina (Flickan som lekte med elden, 2009) y Millennium 3: La reina en el palacio de las corrientes de aire (Luftslottet som sprängdes, 2009), estas dos últimas realizadas por Daniel Alfredson. Teniendo en cuenta que ni me gusta la primera novela de Larsson (tras cuya lectura me negué a seguir perdiendo el tiempo con sus continuaciones) ni las películas que se realizaron a partir de la trilogía al completo (la tercera era particularmente aburrida), la única expectativa razonable que tenía con respecto al reciente remake made in USA de la adaptación de la primera novela de la serie, Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres (The Girl with the Dragon Tattoo, 2011), consistía en comprobar cómo se las habría arreglado David Fincher a la hora de hacer frente a semejante proyecto, destinado en principio a asegurarse la financiación de sus futuros trabajos, uno de los más inmediatos la nueva versión de la famosa novela de Julio Verne 20.000 leguas de viaje submarino, apostando en esta ocasión por una producción, a priori, con grandes posibilidades comerciales. El resultado tiene una cara y una cruz. La cara: Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres, versión Fincher, es un film muy digno, pese a partir de un material literario de segunda fila. La cruz: es una pena que, probablemente viéndose obligado a mantenerse lo más fiel posible a un material literario de segunda fila, Fincher no haya podido modificarlo a placer y haya tenido que conformarse con hacer un film muy digno.
El primer inconveniente de la película de Fincher, y además el principal porque condiciona todo su resultado, es su exceso de fidelidad a la trama del original de Larsson, más allá de las consabidas supresiones y/o reducciones de determinados fragmentos de un libro ya de por sí larguísimo y rebosante de páginas prescindibles; de hecho, la auténtica lástima es que no se haya eliminado más “paja” de la novela, ni se la haya sometido a una completa reescritura de su intriga, ni a una amplia redefinición de sus personajes (mas ello hubiese sido excesivamente arriesgado y anticomercial, habida cuenta de que en este tipo de operaciones, y salvo honrosas excepciones, la película resultante está condicionada de entrada por la intención de que los muchos lectores del libro luego reconozcan al máximo en las imágenes del film lo que previamente han leído). Resulta de agradecer que, al igual que hacía en parte la versión sueca de la adaptación del primer volumen de Millennium, el guión urdido por Steven Zaillian se haya “comido” alguna de las peores cosas de la novela, como por ejemplo la insustancial aventura sexual del personaje de Mikael Blomkvist (Daniel Craig) con Cecilia Vanger (Geraldine James); incluso mejora un apartado del libro que la versión dirigida por Niels Arden Opley no quiso o no pudo soslayar: la resolución del paradero actual del personaje de Harriet Vanger, la adolescente cuyo aparente asesinato y confirmada desaparición años ha es el detonante de la intriga, ahorrándole aquí al espectador el farragoso episodio del viaje a Australia.
Pero resulta una pena que, ya puestos, Fincher y Zaillian no se hayan atrevido (o no hayan podido) ir más allá de la novela, potenciando algunos de sus aspectos teóricamente más interesantes –la gráfica descripción de los asesinatos de mujeres, y su puesta en relación con los fragmentos de la Biblia y la ideología nazi que se encuentran en la base de su inspiración—, pues no olvidemos que estamos hablando de una película firmada por el mismo hombre que hizo Seven (ídem, 1995) y Zodiac (ídem, 2007); comparada con ellas, Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres sabe a poco. También es una lástima que, a causa de esa teórica exigencia de fidelidad al libro, el film de Fincher conserve los personajes y los escenarios suecos del texto de Larsson sin atreverse a explorar otros caracteres y horizontes geográficos. ¿Se imaginan las posibilidades de trasladar la acción de Suecia a los Estados Unidos y urdir, a partir de ese cambio de ubicación geográfica, una intriga criminal en torno a un asesino de mujeres fascista, sádico y misógino que va sembrando de horror y muerte paisajes como, por ejemplo, los del Sur sudoriento y ultracatólico, o en el supuesto de que se hubiese querido conservar la fría climatología del original literario, los escenarios de la frontera norteamericano-canadiense o la de Canadá con el estado norteamericano de Alaska –un poco, para entendernos, como Jennifer 8 (ídem, 1992, Bruce Robinson), Fargo (ídem, 1996, Joel y Ethan Coen) o Insomnio (Insomnia, 2002, Christopher Nolan)—, poniendo todo ello en relación con los núcleos neo-nazis legalmente establecidos por diversos puntos del territorio estadounidense, y con la corrupción de los responsables de negocios inmobiliarios y entidades bancarias que han provocado la pavorosa crisis económica cuyas consecuencias todavía estamos sufriendo? Lo más interesante de un remake norteamericano de Los hombres que no amaban a las mujeres: the book es que hubiese podido dar pie a una película que no hemos visto y que probablemente nunca veremos, al menos bajo el título de la franquicia literario-cinematográfica creada alrededor de la invención de Larsson. Sorprende desagradablemente, vuelvo a insistir, tanta cautela, casi tanta cobardía, procedente del mismo realizador de las mucho más agresivas Seven y Zodiac. Se nota la perversidad intrínseca de estos tiempos en el hecho de que hasta alguien como Fincher debe nadar y guardar la ropa.
En definitiva, lo peor de Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres, versión –quién lo diría— David Fincher, reside en la novela de Larsson y su sumisión a sus líneas maestras, con todo lo que ello comporta: desde la descripción del personaje (de alguna manera hay que llamarlo…) de Lisbeth Salander (Rooney Mara), la hacker bisexual, tatuada y repleta de piercings hasta las cejas que, a pesar de una infancia que se intuye traumática –y cuyos detalles, como es bien sabido, aparecen en Millennium 2, libro y segundo film sueco: esperemos que Fincher tenga cosas mejores que hacer que hacerse cargo de la teóricamente preceptiva secuela made in USA—, y de una formación académica más que dudosa, es virtualmente un genio de la deducción y de los ordenadores, cual nueva versión en femenino de Sherlock Holmes, corregida y aumentada (connotaciones gays incluidas), parca en palabras porque parece saberlo todo y a la que no se le escapa nada; hasta llegar, como digo, a recoger la que, sin duda alguna, es la peor parte del libro y, por ende, de la(s) películas(s) a la(s) que ha dado pie hasta la fecha: la estúpida resolución, tras la aclaración del misterio de Harriet Vanger y de la identidad del asesino que no-amaba-a-las-mujeres, en la cual Lisbeth desmonta, ella solita, el imperio comercial de Wennerström (Ulf Friberg), el corrupto industrial amante de traficar con armas y de veranear en Marbella (sic) que, al principio del relato, había logrado vencer ante los tribunales a Blomkvist por un artículo difamatorio publicado por este último en la revista Millennium en colaboración con su editora –y amante— Erika Berger (una fugaz y desaprovechadísima Robin Wright).
Empero, si como lectura, o mejor dicho, relectura de la novela de Stieg Larsson, el film de Fincher carece del menor interés, resulta en cambio bastante más atractivo en virtud de la manera como ha resuelto la papeleta. Hay que decir a favor del realizador estadounidense que su trabajo, desde este exclusivo punto de vista, resulta encomiable; es decir, que con independencia de la opinión que cada cual tenga sobre el material adaptado, el director de El club de la lucha (Fight Club, 1999) ha puesto toda la carne en el asador en materia de oficio, resolviendo a ratos con inusitada convicción un encargo que, en sus líneas generales, “luce” lo suficientemente bien hasta el punto de erigirse, con facilidad, en la mejor película que se haya hecho a partir del libro de Larsson (y en una película, asimismo, superior a este último, tal y como ya ocurría, de hecho, con la primera versión cinematográfica sueca). El resultado, a la postre, acaba haciéndose extremadamente llevadero y agradable de ver –lo cual, repito, es encomiable, incluso desde el punto de vista del espectador que conozca de antemano el intríngulis argumental porque ya haya leído las novelas y/o visto los tres films suecos—, y todo ello gracias a la habilidad del cineasta para concentrarse en dos aspectos. En primer lugar, la narrativa. Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres hace gala, de entrada, de un sentido del montaje tan seco, corto y punzante como el ensayado previamente por Fincher en su anterior La red social (The Social Network, 2010); si en esta, el empleo del plano/ contraplano en las escenas de conversación resultaba tan aparentemente frío y mecánico porque se encontraba a tono con personajes asimismo fríos y mecánicos, de tal manera que el relato fluía casi virtualmente al compás de los rasgos de carácter, las ideas, los pensamientos y los sentimientos de los personajes retratados/evocados (recordemos que se trataba de personas “reales”), en Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres el ritmo de montaje es considerablemente similar al de La red social, y mediante el mismo Fincher consigue “aligerar” el intríngulis criminal de la trama, hasta el punto de que a ratos se tiene la sensación de que la película avanza sin importarle particularmente el esclarecimiento de dicha intriga, lo cual produce un chocante efecto en el espectador (o, mejor dicho, me lo produjo a mí): la sensación (por lo demás, bastante placentera) de que el film progresa despreciando la trama y concentrándose sobre todo en el impacto visual de unos encuadres que, como digo, en virtud de ese montaje seco y corto –pero que al mismo tiempo no abusa ni de esa sequedad ni de esa brevedad: enseña lo justo y en el tiempo justo para apreciarlo—, da como resultado no solo una película notablemente entretenida a pesar de su larga duración (158 minutos, títulos de crédito incluidos), sino que a ratos se mira con cierto escepticismo lo que está contando, como si no terminara de creérselo del todo. Resulta muy representativa de esto último la escena en la cual el millonario Henrik Vanger (Christopher Plummer) le enseña a Blomkvist, desde la puerta de su propia mansión, las casas de los miembros de su familia que viven cerca de su vivienda, enumerando nombres y relaciones de parentesco hasta que Blomkvist le confiesa que ha acabado perdiendo el hilo… Si hay algún momento en el cual Fincher y el guionista Steven Zaillian muestran sin pudor su relativo interés hacia lo que están contando es, sin duda, en este.
Desde este exclusivo punto de vista, Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres da, por decirlo coloquialmente, “el pego” gracias a un minucioso trabajo de puesta en escena que se concentra tanto en ese casi enfermizo ritmo de edición como en la gran labor del director de fotografía Jeff Cronenweth –hijo del excelente Jordan Cronenweth: el hombre que fotografió Blade Runner (ídem, 1982, Ridley Scott)—, quien impregna el film con una paleta de colores casi sin matices que contribuyen a conferirle cierta estilización: los azules de las escenas diurnas en exteriores, sobre todo las que se ubican en paisajes nevados; el tono ligeramente sepia de los flashbacks en los cuales se evocan las circunstancias que rodearon el misterio de la desaparición de la joven Harriet Vanger (Moa Garpendal) [Nota bene: Sorprende detectar en estas mismas escenas de evocación del pasado a un fugaz Julian Sands interpretando a Henrik Vanger de joven.]; los colores marrones y ocres utilizados para “pintar” varias escenas relacionadas con Lisbeth Salander y la sordidez de los ambientes por lo que se mueve o de las situaciones que vive, en particular los penosos episodios de vejación sufridos a manos de su tutor legal Bjurman (Yorick van Wageningen); los amarillos y los dorados que iluminan, casi fantasmagóricamente, los interiores de la moderna vivienda que Martin Vanger (Stellan Skarsgard) comparte con su mujer; el blanco cegador, a lo Kubrick, de la reunión de Henrik y Martin Vanger en el despacho de este último…
Aparte de en el aspecto narrativo, Fincher concentra sus mejores esfuerzos en un segundo, si bien estrechamente vinculado con el anterior: el dibujo de la relación entre la pareja protagonista. Y aunque es verdad que tanto la fama de las novelas de Larsson como la de las tres primeras películas suecas sobre las mismas se ha construido alrededor del personaje de Lisbeth Salander, convertida en algo así como la personificación de la nueva mujer del siglo XXI –según el punto de vista de un creador, no lo olvidemos, que pertenecía al sexo masculino—, gracias a su carácter independiente, una apariencia física que no responde a los cánones sobre “lo femenino” (piercings, tatuajes, cejas afeitadas, ropa de cuero holgada) y una sexualidad de orientación caprichosa, no es menos cierto que la versión de Fincher arroja sobre este celebrado personaje, al cual quizá le encajarían mejor epítetos como “arquetipo” o “mito”, una mirada un tanto descreída, acorde con el carácter eminentemente inverosímil de Lisbeth, de ahí que al final resulte que –al contrario de lo que ocurre en la primera novela (vuelvo a insistir en que no he leído las otras dos) y en los tres films suecos— el personaje de Mikael Blomkvist acabe siendo el mejor perfilado de la película de Fincher. Esto último se debe, en gran medida, a la magnífica interpretación que Daniel Craig lleva a cabo del mismo, confiriéndole una humanidad hasta ahora ausente de todas las anteriores lecturas cinematográficas de la obra de Larsson: sus miradas, su forma de colocarse las gafas que lleva colgando de una oreja, el frío y el miedo que le atenazan según las ocasiones, confieren cuerpo y vida a su personaje, lo cual brilla en todo su esplendor en una de las mejores secuencias del film de Fincher, si no la mejor: la subrepticia entrada clandestina de Blomkvist en la vivienda de luz amarillenta de Martin Vanger, en la cual actor y director logran transmitir, con su actuación y su planificación respectivamente, la tensión de una situación llena de connotaciones peligrosas.
Lo afirmado no quiere decir que la labor interpretativa de Rooney Mara como Lisbeth no sea digna de encomio; al contrario, la actriz neoyorquina está más que correcta en su cometido –por más que su labor esté por debajo de la de Craig o de su predecesora en este mismo papel, la sugestiva Noomi Rapace—; pero el tratamiento que Fincher confiere al personaje de Lisbeth, lejos de pretender humanizarla tal y como se ha afirmado estos días, más bien se concentra en resaltar su “diferencia”, su “otredad”, con respecto al entorno en el que se mueve. Tan solo hay que ver cómo resuelve el realizador las escenas descriptivas de Lisbeth y “su mundo”: la pelea con el tipo que intenta robarle el bolso en la estación de metro y que termina destrozando, durante el forcejeo, su ordenador portátil; el momento en que Lisbeth seduce en la discoteca a una chica con la que pasará la noche; incluso los momentos, digamos, “fuertes” y más estrechamente relacionados con los orígenes humildes y el desdichado pasado de la muchacha, tal es el caso de la violación que sufre a manos de su nuevo y desaprensivo tutor legal, así como la minuciosa descripción del sádico plan de venganza de Lisbeth contra él. En todo momento se tiene la sensación de estar viendo algo así como la descripción de la vida cotidiana de una especie de extraterrestre que se relaciona con su entorno en términos de violencia (escena del metro), que copula indiferentemente con hombres y mujeres (la chica de la discoteca), que es violada por alguien que ve en ella a una “marciana” y que se venga de ese violador empleando, asimismo, métodos “marcianos”.
No resulta casual en este sentido que, para Fincher, lo que justifica la relación primero de complicidad, luego de amistad y finalmente amorosa que se da entre Blomkvist y Lisbeth reside en el carácter antisocial y marginal, cada uno a su manera, de ambos protagonistas, y en el reconocimiento mutuo que efectúan de su “otredad”. Fincher lo sugiere muy bien empleando sendos planos en cámara móvil a las espaldas de Blomkvist y Lisbeth cuando les vemos entrar, respectivamente, en la redacción de la revista Millennium y en la agencia de detectives: la similitud entre ambos encuadres establece, de entrada, esa relación luego convertida en vínculo personal y afectivo entre el periodista, separado de una esposa que ya no le ama y padre de una hija, Pernilla (Josefin Asplund), cuyas convicciones católicas le resultan incomprensibles, y la joven huérfana, “rara” y antipática que lucha como una leona contra un mundo que no parece pretender otra cosa que coartar su libertad: son dos “marcianos” que se reconocen el uno al otro porque comparten un profundo sentimiento de soledad. Puede afirmarse, incluso, que Blomkvist y Lisbeth son, aquí, las dos caras de una misma moneda, hasta el punto de complementarse. Si primero hemos visto a Lisbeth en la ducha, lavándose la sangre que corre por sus piernas como consecuencia de haber sido brutalmente sodomizada por Bjurman, más tarde la joven cederá al impulso de acostarse con Blomkvist después de haberle curado dentro de una bañera su herida en la cabeza provocada por la rozadura de una bala. Poco después, y desatada ya la intimidad sexual entre la pareja, hay un momento en que Lisbeth le pide a Blomkvist que ponga su mano bajo su camiseta y acaricie su espalda desnuda mientras, tumbados boca abajo en la cama, examinan una documentación. Ese vínculo, que termina manifestándose carnalmente pero que tiene mucho de invisible, de impalpable, vuelve a ponerse de relieve en uno de los momentos culminantes del relato, la ya mencionada secuencia de la incursión de Blomkvist en la vivienda de Martin Vanger, en la cual Fincher recurre al montaje en paralelo no tanto para establecer un “suspense” entre el peligro que corre Blomkvist mientras Lisbeth está llevando a cabo una minuciosa investigación en unos archivos, como también para sugerir esa coordinación y complementación que se da entre ambos personajes; hay otro apunte justo al final de este bloque de “suspense”: después de haber impedido por muy poco el asesinato de Blomkvist, Lisbeth le desata, empuña la pistola del asesino, y le pregunta al periodista: “¿puedo matarlo?” (sic). Es en estos apuntes donde hallamos no ya lo mejor de un relato al cual, vuelvo a insistir, resultaba muy difícil poder sacarle más jugo, sino incluso ciertos vestigios de la personalidad de David Fincher: el dibujo de la atracción entre opuestos como Blomkvist y Lisbeth suele estar muy presente en todas sus películas.
(1) Entrada del 20 de junio de 2009:
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2009/06/hay-alguien-que-no-ame-stieg-larsson.html
Pero resulta una pena que, ya puestos, Fincher y Zaillian no se hayan atrevido (o no hayan podido) ir más allá de la novela, potenciando algunos de sus aspectos teóricamente más interesantes –la gráfica descripción de los asesinatos de mujeres, y su puesta en relación con los fragmentos de la Biblia y la ideología nazi que se encuentran en la base de su inspiración—, pues no olvidemos que estamos hablando de una película firmada por el mismo hombre que hizo Seven (ídem, 1995) y Zodiac (ídem, 2007); comparada con ellas, Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres sabe a poco. También es una lástima que, a causa de esa teórica exigencia de fidelidad al libro, el film de Fincher conserve los personajes y los escenarios suecos del texto de Larsson sin atreverse a explorar otros caracteres y horizontes geográficos. ¿Se imaginan las posibilidades de trasladar la acción de Suecia a los Estados Unidos y urdir, a partir de ese cambio de ubicación geográfica, una intriga criminal en torno a un asesino de mujeres fascista, sádico y misógino que va sembrando de horror y muerte paisajes como, por ejemplo, los del Sur sudoriento y ultracatólico, o en el supuesto de que se hubiese querido conservar la fría climatología del original literario, los escenarios de la frontera norteamericano-canadiense o la de Canadá con el estado norteamericano de Alaska –un poco, para entendernos, como Jennifer 8 (ídem, 1992, Bruce Robinson), Fargo (ídem, 1996, Joel y Ethan Coen) o Insomnio (Insomnia, 2002, Christopher Nolan)—, poniendo todo ello en relación con los núcleos neo-nazis legalmente establecidos por diversos puntos del territorio estadounidense, y con la corrupción de los responsables de negocios inmobiliarios y entidades bancarias que han provocado la pavorosa crisis económica cuyas consecuencias todavía estamos sufriendo? Lo más interesante de un remake norteamericano de Los hombres que no amaban a las mujeres: the book es que hubiese podido dar pie a una película que no hemos visto y que probablemente nunca veremos, al menos bajo el título de la franquicia literario-cinematográfica creada alrededor de la invención de Larsson. Sorprende desagradablemente, vuelvo a insistir, tanta cautela, casi tanta cobardía, procedente del mismo realizador de las mucho más agresivas Seven y Zodiac. Se nota la perversidad intrínseca de estos tiempos en el hecho de que hasta alguien como Fincher debe nadar y guardar la ropa.
En definitiva, lo peor de Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres, versión –quién lo diría— David Fincher, reside en la novela de Larsson y su sumisión a sus líneas maestras, con todo lo que ello comporta: desde la descripción del personaje (de alguna manera hay que llamarlo…) de Lisbeth Salander (Rooney Mara), la hacker bisexual, tatuada y repleta de piercings hasta las cejas que, a pesar de una infancia que se intuye traumática –y cuyos detalles, como es bien sabido, aparecen en Millennium 2, libro y segundo film sueco: esperemos que Fincher tenga cosas mejores que hacer que hacerse cargo de la teóricamente preceptiva secuela made in USA—, y de una formación académica más que dudosa, es virtualmente un genio de la deducción y de los ordenadores, cual nueva versión en femenino de Sherlock Holmes, corregida y aumentada (connotaciones gays incluidas), parca en palabras porque parece saberlo todo y a la que no se le escapa nada; hasta llegar, como digo, a recoger la que, sin duda alguna, es la peor parte del libro y, por ende, de la(s) películas(s) a la(s) que ha dado pie hasta la fecha: la estúpida resolución, tras la aclaración del misterio de Harriet Vanger y de la identidad del asesino que no-amaba-a-las-mujeres, en la cual Lisbeth desmonta, ella solita, el imperio comercial de Wennerström (Ulf Friberg), el corrupto industrial amante de traficar con armas y de veranear en Marbella (sic) que, al principio del relato, había logrado vencer ante los tribunales a Blomkvist por un artículo difamatorio publicado por este último en la revista Millennium en colaboración con su editora –y amante— Erika Berger (una fugaz y desaprovechadísima Robin Wright).
Empero, si como lectura, o mejor dicho, relectura de la novela de Stieg Larsson, el film de Fincher carece del menor interés, resulta en cambio bastante más atractivo en virtud de la manera como ha resuelto la papeleta. Hay que decir a favor del realizador estadounidense que su trabajo, desde este exclusivo punto de vista, resulta encomiable; es decir, que con independencia de la opinión que cada cual tenga sobre el material adaptado, el director de El club de la lucha (Fight Club, 1999) ha puesto toda la carne en el asador en materia de oficio, resolviendo a ratos con inusitada convicción un encargo que, en sus líneas generales, “luce” lo suficientemente bien hasta el punto de erigirse, con facilidad, en la mejor película que se haya hecho a partir del libro de Larsson (y en una película, asimismo, superior a este último, tal y como ya ocurría, de hecho, con la primera versión cinematográfica sueca). El resultado, a la postre, acaba haciéndose extremadamente llevadero y agradable de ver –lo cual, repito, es encomiable, incluso desde el punto de vista del espectador que conozca de antemano el intríngulis argumental porque ya haya leído las novelas y/o visto los tres films suecos—, y todo ello gracias a la habilidad del cineasta para concentrarse en dos aspectos. En primer lugar, la narrativa. Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres hace gala, de entrada, de un sentido del montaje tan seco, corto y punzante como el ensayado previamente por Fincher en su anterior La red social (The Social Network, 2010); si en esta, el empleo del plano/ contraplano en las escenas de conversación resultaba tan aparentemente frío y mecánico porque se encontraba a tono con personajes asimismo fríos y mecánicos, de tal manera que el relato fluía casi virtualmente al compás de los rasgos de carácter, las ideas, los pensamientos y los sentimientos de los personajes retratados/evocados (recordemos que se trataba de personas “reales”), en Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres el ritmo de montaje es considerablemente similar al de La red social, y mediante el mismo Fincher consigue “aligerar” el intríngulis criminal de la trama, hasta el punto de que a ratos se tiene la sensación de que la película avanza sin importarle particularmente el esclarecimiento de dicha intriga, lo cual produce un chocante efecto en el espectador (o, mejor dicho, me lo produjo a mí): la sensación (por lo demás, bastante placentera) de que el film progresa despreciando la trama y concentrándose sobre todo en el impacto visual de unos encuadres que, como digo, en virtud de ese montaje seco y corto –pero que al mismo tiempo no abusa ni de esa sequedad ni de esa brevedad: enseña lo justo y en el tiempo justo para apreciarlo—, da como resultado no solo una película notablemente entretenida a pesar de su larga duración (158 minutos, títulos de crédito incluidos), sino que a ratos se mira con cierto escepticismo lo que está contando, como si no terminara de creérselo del todo. Resulta muy representativa de esto último la escena en la cual el millonario Henrik Vanger (Christopher Plummer) le enseña a Blomkvist, desde la puerta de su propia mansión, las casas de los miembros de su familia que viven cerca de su vivienda, enumerando nombres y relaciones de parentesco hasta que Blomkvist le confiesa que ha acabado perdiendo el hilo… Si hay algún momento en el cual Fincher y el guionista Steven Zaillian muestran sin pudor su relativo interés hacia lo que están contando es, sin duda, en este.
Desde este exclusivo punto de vista, Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres da, por decirlo coloquialmente, “el pego” gracias a un minucioso trabajo de puesta en escena que se concentra tanto en ese casi enfermizo ritmo de edición como en la gran labor del director de fotografía Jeff Cronenweth –hijo del excelente Jordan Cronenweth: el hombre que fotografió Blade Runner (ídem, 1982, Ridley Scott)—, quien impregna el film con una paleta de colores casi sin matices que contribuyen a conferirle cierta estilización: los azules de las escenas diurnas en exteriores, sobre todo las que se ubican en paisajes nevados; el tono ligeramente sepia de los flashbacks en los cuales se evocan las circunstancias que rodearon el misterio de la desaparición de la joven Harriet Vanger (Moa Garpendal) [Nota bene: Sorprende detectar en estas mismas escenas de evocación del pasado a un fugaz Julian Sands interpretando a Henrik Vanger de joven.]; los colores marrones y ocres utilizados para “pintar” varias escenas relacionadas con Lisbeth Salander y la sordidez de los ambientes por lo que se mueve o de las situaciones que vive, en particular los penosos episodios de vejación sufridos a manos de su tutor legal Bjurman (Yorick van Wageningen); los amarillos y los dorados que iluminan, casi fantasmagóricamente, los interiores de la moderna vivienda que Martin Vanger (Stellan Skarsgard) comparte con su mujer; el blanco cegador, a lo Kubrick, de la reunión de Henrik y Martin Vanger en el despacho de este último…
Aparte de en el aspecto narrativo, Fincher concentra sus mejores esfuerzos en un segundo, si bien estrechamente vinculado con el anterior: el dibujo de la relación entre la pareja protagonista. Y aunque es verdad que tanto la fama de las novelas de Larsson como la de las tres primeras películas suecas sobre las mismas se ha construido alrededor del personaje de Lisbeth Salander, convertida en algo así como la personificación de la nueva mujer del siglo XXI –según el punto de vista de un creador, no lo olvidemos, que pertenecía al sexo masculino—, gracias a su carácter independiente, una apariencia física que no responde a los cánones sobre “lo femenino” (piercings, tatuajes, cejas afeitadas, ropa de cuero holgada) y una sexualidad de orientación caprichosa, no es menos cierto que la versión de Fincher arroja sobre este celebrado personaje, al cual quizá le encajarían mejor epítetos como “arquetipo” o “mito”, una mirada un tanto descreída, acorde con el carácter eminentemente inverosímil de Lisbeth, de ahí que al final resulte que –al contrario de lo que ocurre en la primera novela (vuelvo a insistir en que no he leído las otras dos) y en los tres films suecos— el personaje de Mikael Blomkvist acabe siendo el mejor perfilado de la película de Fincher. Esto último se debe, en gran medida, a la magnífica interpretación que Daniel Craig lleva a cabo del mismo, confiriéndole una humanidad hasta ahora ausente de todas las anteriores lecturas cinematográficas de la obra de Larsson: sus miradas, su forma de colocarse las gafas que lleva colgando de una oreja, el frío y el miedo que le atenazan según las ocasiones, confieren cuerpo y vida a su personaje, lo cual brilla en todo su esplendor en una de las mejores secuencias del film de Fincher, si no la mejor: la subrepticia entrada clandestina de Blomkvist en la vivienda de luz amarillenta de Martin Vanger, en la cual actor y director logran transmitir, con su actuación y su planificación respectivamente, la tensión de una situación llena de connotaciones peligrosas.
Lo afirmado no quiere decir que la labor interpretativa de Rooney Mara como Lisbeth no sea digna de encomio; al contrario, la actriz neoyorquina está más que correcta en su cometido –por más que su labor esté por debajo de la de Craig o de su predecesora en este mismo papel, la sugestiva Noomi Rapace—; pero el tratamiento que Fincher confiere al personaje de Lisbeth, lejos de pretender humanizarla tal y como se ha afirmado estos días, más bien se concentra en resaltar su “diferencia”, su “otredad”, con respecto al entorno en el que se mueve. Tan solo hay que ver cómo resuelve el realizador las escenas descriptivas de Lisbeth y “su mundo”: la pelea con el tipo que intenta robarle el bolso en la estación de metro y que termina destrozando, durante el forcejeo, su ordenador portátil; el momento en que Lisbeth seduce en la discoteca a una chica con la que pasará la noche; incluso los momentos, digamos, “fuertes” y más estrechamente relacionados con los orígenes humildes y el desdichado pasado de la muchacha, tal es el caso de la violación que sufre a manos de su nuevo y desaprensivo tutor legal, así como la minuciosa descripción del sádico plan de venganza de Lisbeth contra él. En todo momento se tiene la sensación de estar viendo algo así como la descripción de la vida cotidiana de una especie de extraterrestre que se relaciona con su entorno en términos de violencia (escena del metro), que copula indiferentemente con hombres y mujeres (la chica de la discoteca), que es violada por alguien que ve en ella a una “marciana” y que se venga de ese violador empleando, asimismo, métodos “marcianos”.
No resulta casual en este sentido que, para Fincher, lo que justifica la relación primero de complicidad, luego de amistad y finalmente amorosa que se da entre Blomkvist y Lisbeth reside en el carácter antisocial y marginal, cada uno a su manera, de ambos protagonistas, y en el reconocimiento mutuo que efectúan de su “otredad”. Fincher lo sugiere muy bien empleando sendos planos en cámara móvil a las espaldas de Blomkvist y Lisbeth cuando les vemos entrar, respectivamente, en la redacción de la revista Millennium y en la agencia de detectives: la similitud entre ambos encuadres establece, de entrada, esa relación luego convertida en vínculo personal y afectivo entre el periodista, separado de una esposa que ya no le ama y padre de una hija, Pernilla (Josefin Asplund), cuyas convicciones católicas le resultan incomprensibles, y la joven huérfana, “rara” y antipática que lucha como una leona contra un mundo que no parece pretender otra cosa que coartar su libertad: son dos “marcianos” que se reconocen el uno al otro porque comparten un profundo sentimiento de soledad. Puede afirmarse, incluso, que Blomkvist y Lisbeth son, aquí, las dos caras de una misma moneda, hasta el punto de complementarse. Si primero hemos visto a Lisbeth en la ducha, lavándose la sangre que corre por sus piernas como consecuencia de haber sido brutalmente sodomizada por Bjurman, más tarde la joven cederá al impulso de acostarse con Blomkvist después de haberle curado dentro de una bañera su herida en la cabeza provocada por la rozadura de una bala. Poco después, y desatada ya la intimidad sexual entre la pareja, hay un momento en que Lisbeth le pide a Blomkvist que ponga su mano bajo su camiseta y acaricie su espalda desnuda mientras, tumbados boca abajo en la cama, examinan una documentación. Ese vínculo, que termina manifestándose carnalmente pero que tiene mucho de invisible, de impalpable, vuelve a ponerse de relieve en uno de los momentos culminantes del relato, la ya mencionada secuencia de la incursión de Blomkvist en la vivienda de Martin Vanger, en la cual Fincher recurre al montaje en paralelo no tanto para establecer un “suspense” entre el peligro que corre Blomkvist mientras Lisbeth está llevando a cabo una minuciosa investigación en unos archivos, como también para sugerir esa coordinación y complementación que se da entre ambos personajes; hay otro apunte justo al final de este bloque de “suspense”: después de haber impedido por muy poco el asesinato de Blomkvist, Lisbeth le desata, empuña la pistola del asesino, y le pregunta al periodista: “¿puedo matarlo?” (sic). Es en estos apuntes donde hallamos no ya lo mejor de un relato al cual, vuelvo a insistir, resultaba muy difícil poder sacarle más jugo, sino incluso ciertos vestigios de la personalidad de David Fincher: el dibujo de la atracción entre opuestos como Blomkvist y Lisbeth suele estar muy presente en todas sus películas.
(1) Entrada del 20 de junio de 2009:
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2009/06/hay-alguien-que-no-ame-stieg-larsson.html
viernes, 13 de enero de 2012
CINE DE ESTAS NAVIDADES (y 2): “IMMORTALS” – “DRIVE” – “SHERLOCK HOLMES: JUEGO DE SOMBRAS”
Con Fellini hemos topado: Immortals (ídem, 2011), de Tarsem Singh Dhandwar.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] ¡Qué película más lamentable es este nuevo artefacto surgido de la imaginación (es un decir…) del realizador indio Tarsem Singh Dhandwar, o Tarsem Singh, o Tarsem a secas! A falta de haber visto su más reputado film, The Fall (El sueño de Alexandria) (The Fall, 2006), y a la espera de su reciente versión de Blancanieves (Mirror, Mirror) (Mirror, Mirror, 2012) (cuyo tráiler, por cierto, es de los que producen sudores fríos…), quizá cabía esperar un poco más del firmante de La celda (The Cell, 2000), un thriller más bien mediocre pero cuanto menos curioso, sobre todo teniendo en cuenta que Immortals ofrecía/ofrece a priori terreno abonado a este realizador para explayarse en el terreno de lo visual. Y, si bien es verdad que desde este exclusivo punto de vista su película hace gala de una vistosa factura, no es menos cierto que todo ese aparato plástico está total y absolutamente desaprovechado por culpa de una puesta en escena torpe y abúlica, convencional y tremendamente plana, que como ya ocurría en La celda pretende (sin conseguirlo) disimular la incapacidad del cineasta para crear encuadres elegantes e imágenes poderosas. No basta con fotografiar algo bello para que el resultado sea fotográfica o cinematográficamente bello: la elección del mejor encuadre, o mejor dicho, del encuadre exacto, es lo que vehicula esa belleza y prende en el ánimo del espectador. Incluso desde una perspectiva estrictamente esteticista –que no estética, la cual implica, ¡ay!, una postura filosófica, un posicionamiento intelectual: una manera personal de ver el mundo—, Immortals hace gala a ratos de una notoria fealdad visual, erigiéndose en una mala copia al ciclostil no ya del film del cual bebe en abundancia –y que lo supera a todos los niveles—, el 300 (ídem, 2006) del siempre interesante Zack Snyder, sino incluso de muchas y más afortunadas experiencias de realizadores como Peter Jackson o hasta James Cameron en el terreno de la utilización del CGI.
Immortals es una transposición sui generis del mito grecorromano de Teseo, reconvertido para la ocasión en una especie de actioner esteticista cuyo rasgo más destacado –y, según como se mire, también el que produce mayor vergüenza ajena— es su descarada imitación de la estética de nada menos que Fellini Satiricón (Fellini – Satyricon, 1969), la extraordinaria lectura –esta sí, estética y personal— llevada a cabo por Federico Fellini sobre el célebre texto de Petronio. A ratos, la Grecia pseudo-mitológica de Immortals viene a ser una recreación de la Antigua Roma “fantástica” –o, como la definiera en su día José María Latorre, el “planeta romanidad”— de Fellini Satiricón. Ahora bien, no se busque en esta comparación nada que no sea una mera evocación del diseño de decorados y vestuario, pues por lo demás la obra maestra de Federico Fellini y este engendro de Tarsem Singh se parecen como un huevo a una castaña. Incluso prescindiendo de la invocación a Fellini, y en sí misma considerada, Immortals es un monumento al tedio donde no funciona prácticamente nada: ni la visualización de los dioses del Olimpo, que parece un cruce estomagante entre el cine de superhéroes y el kitsch más desaforado (hasta el criticado reino de Asgard del Thor, ídem, 2011, de Kenneth Branagh resulta un modelo de sobriedad escenográfica); ni el teórico interés de los planes de conquista del ambicioso rey Hiperión (Mickey Rourke, aquí horrible), consistentes en liberar a los Titanes de su cautiverio subterráneo con vistas a conquistar el mundo y, de paso, saciar sus viejas rencillas personales con las divinidades olímpicas; ni la evolución del héroe Teseo (Henry Cavill), testigo del asesinato de su madre a manos del sanguinario Hiperión, y que logra hacerse con el arco mágico de Epiro para hacer frente a los ejércitos de este último tras luchar contra un sucedáneo del Minotauro que parece salido de los descartes de La celda, cómo no, y reafirmar así su supuesta (dado que nunca la sentimos como tal) condición de elegido por los dioses; ni las muy penosas secuencias de acción, en las cuales la combinación del ralentí y el efecto digital carecen por completo del poderío visual demostrado, en similares circunstancias, por el ya mencionado Zack Snyder de 300. Mención aparte merece lo desaprovechado que está el personaje de Fedra, el oráculo encarnado por una despistada Freida Pinto, la cual engrosa con todos los honores la lista de “hermosas bizcas” de la historia del cine que encabezan Virginia Mayo y Karen Black: todas las escenas relacionadas con Fedra, y en particular su relación con Teseo, dan pie a los momentos de intimidad más aburridos de los últimos años. Y lo peor no acaba aquí: después de todo lo afirmado, ¿qué se puede decir ante ideas tan ridículas como convertir a los dioses del Olimpo en seres mortales (sic), o escenas tan involuntariamente risibles como la de la castración del traidor Lisandro (Joseph Morgan) por la vía de un buen mazazo en los testículos? Ni que decir tiene que recomiendo fervientemente la abstención. Es un consejo de (buen) amigo.
Fabricando un “prestigio”: Drive (ídem, 2011), de Nicolas Winding Refn.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Por una de esas extrañas casualidades de la vida, y del cine, hete aquí que pocas semanas después de haber visto The Artist (1), me tropiezo con otra película que en estos momentos se encuentra en lo más alto de los altares de la cinefilia y de los rankings de la crítica de cine (por lo visto, los hay), y que comparte con el citado film de Michel Hazanavicius, aparte de una fama y una reputación completamente sobredimensionadas con respecto a sus méritos reales (que los tienen), su condición de evocación de un cine “del pasado” al cual suele añadírsele rápidamente el adjetivo “mejor”. Curioso fenómeno, pues, el que las dos películas que muchos (no todos: me consta) consideran algo así como la quintaesencia del arte cinematográfico contemporáneo sean, en realidad, imitaciones de estilos fílmicos pretéritos, el del período silente en el caso de The Artist, el thriller policíaco estadounidense de los años setenta y principios de los ochenta en el de Drive, el flamante título que ha consagrado al danés Nicolas Winding Refn a nivel internacional. Según como se mire, los parabienes de los cuales gozan por razones en el fondo no tan diferentes tanto The Artist como Drive suponen sendos triunfos de la corriente de pensamiento, o si se prefiere, la sensibilidad posmoderna que ha acabado formando parte consustancial del cine contemporáneo. Ambas películas son la demostración de que, si no toda, al menos una parte muy importante del análisis cinematográfico actual (y aquí quizá debería reemplazar el calificativo “actual” por “moderno”, pero sigo sin estar seguro de que sea lo apropiado), considera la posmodernidad cinematográfica, el “cine-Godard”, o para entendernos, el cine hecho de cine, los films hechos a partir de otros films, un rasgo característico fundamental del lenguaje fílmico contemporáneo. Se acabó eso de meterse con las películas que recuerdan demasiado a otras películas; es más, cuanto más se les parezcan, mejores y más posmodernas serán.
Evidentemente que puede verse así: la posmodernidad hace mucho que está instaurada en el cinematógrafo de principios del siglo XXI, y además ha venido para quedarse, guste o no. Por otra parte, puedo comprender que quien haya visto poco o quizá nada de cine mudo auténtico –me refiero, claro está, al producido antes del advenimiento del sonoro— pueda quedar fascinado ante una propuesta, ciertamente inusual hoy en día, como The Artist. Me resulta más chocante el que haya tantos admiradores de otra propuesta que, como la de Drive, resulta poco más que un habilidoso reciclaje de formas fílmicas que difícilmente debería sorprender a cualquiera que conozca siquiera un poco el período del género evocado, o que haya visto algunos títulos de esa misma época firmados por Sam Peckinpah –a pesar de que el thriller no se cuente entre lo mejor de la producción de este realizador—, Brian De Palma o Walter Hill: con respecto a este último, ¿es necesario que vuelva a citar, como ha hecho todo el mundo, Driver (The Driver, 1978)? Ahora bien, a la vista de la aquiescencia general hacia un film no exento de cualidades, no tengo más remedio que preguntarme si, efectivamente, ya son tan pocos los que han visto y recuerdan esa parcela del policíaco estadounidense del período evocado en Drive; o bien si hay entre los que admiran la película de Nicolas Winding Refn quienes piensan, honestamente, que Drive “es” tal y como era ese cine de ese género y de esa época (y hay que creer que quienes así lo creen son sinceros), de la misma forma que los hay que creen, en principio también con sinceridad, que The Artist “es” cine-mudo-como-el-de-antes (y perdón por ponerme pesado). Quizá más bien basan su admiración en considerar que Drive “es” algo así como una especie de superación, depuración, perfeccionamiento o sublimación de ese cine de ese género y de esa época. Sospecho que abunda mucho de esto último: que muchos de los que en su momento no gustaron o incluso quizá despotricaron contra el policíaco made in USA de los 70-primeros 80 por su carácter profundamente antisocial, radicalmente violento y gozosamente “incorrecto” ahora se maravillan ante una producción que no hace más que recrear –insisto: hábilmente— muchas de las convenciones que veinte, treinta o cuarenta años atrás hubiesen sido consideradas vulgares tópicos destinados a embrutecer y aborregar al espectador. El pensamiento evoluciona. Pero incluso teniendo en cuenta que nos hallamos ante una película que, como evocación/remisión/homenaje/¿copia? de ese cine tiene o puede tener su gracia, ni que sea por el esfuerzo llevado a cabo en dicha recreación (que, como su nombre indica, consiste en re-crear, es decir, crear de nuevo a partir de algo ya preexistente), lo cual puede estar muy bien en sí mismo considerado; mas, y aún así, no debemos olvidarnos de que hay que procurar ir un poco más allá e intentar ver Drive prescindiendo de todo ese bagaje y verla, también, en sí misma considerada, dejando de lado su carácter evocativo y centrándonos en lo que cuenta y en el cómo lo cuenta. Bajo este punto de vista, Drive está lejos, muy lejos de ser la obra maestra que se pregona.
Hay que reconocer –justicia obliga— que la primera secuencia de Drive –la presentación del protagonista, al cual tan solo conoceremos como el conductor (Ryan Gosling), ayudando a un par de atracadores a huir de la policía en coche, tal y como han convenido previamente— es de las que, como suele decirse, “enganchan”; y lo hace por una razón tan simple, tan olvidada hoy en día, que a fin de cuentas esto que voy a decir ahora es lo que verdaderamente debería causarnos estupor a todos: la sensación de hallarnos ante una secuencia en la que cada plano, cada inserto, cada movimiento de cámara tienen sentido, progresión dramática y hacen gala de una determinada cadencia entre todos los que, en conjunto, componen dicha secuencia, de manera que cada uno de los encuadres parece una consecuencia directa del que o de los que lo han precedido y un anticipo del que o de los que vendrán a continuación. Es decir, la sensación, cada vez más rara hoy en día, de estar viendo cine. Esta primera secuencia justificaría la reputación de la cual goza Drive si no fuera porque, mal que les pese a sus exégetas, el resto del film no está siempre a semejante altura, por más que la recobre esporádicamente en momentos puntuales.
Está, por un lado, la caracterización del personaje protagonista, ese conductor de quien no sabemos ni cómo se llama ni de quien nunca oímos a los demás llamarle por su nombre. Se trata, por tanto, de una enésima edición del Hombre Sin Nombre de los eurowesterns italianos de Sergio Leone, pasado por el tamiz del Steve McQueen más cool –el de Bullit (ídem, 1968, Peter Yates)—; un personaje cuyos silencios, se supone, connotan una gran vida interior; alguien que habla poco, o nada, y cuando lo hace dice lo justo y necesario: un personaje al margen no ya del sistema, sino casi del mundo entero, y que tiene una extraña manera de ganarse la vida. Por el día, trabaja en el taller de coches de su amigo Shannon (Bryan Cranston), y ocasionalmente, como especialista de escenas peligrosas para el cine, dada su gran pericia al volante; pero, algunas noches, se dedica a conducir para delincuentes que necesitan emprender una fuga rápida y segura tan pronto han consumado su delito: la ya mencionada primera secuencia consiste en una somera descripción del modus operandi del conductor: su forma de concertar las “citas” por teléfono (una única llamada por un teléfono móvil que no reutilizará); sus condiciones (esperará y conducirá un determinado lapso de tiempo, y sin preguntas, abandonando el coche y a sus ocupantes a su suerte tan pronto se agote ese plazo); y su sangre fría a la hora de hacer frente a las situaciones (el acelerar, detenerse o conducir despacio según las ocasiones; la atención puesta en la radio de la policía, que intercepta con su walkie-talkie; su forma de esquivar los coches patrulla o los haces de luces de los helicópteros policiales). Es un personaje “fascinante”, por extraño, pero más bien poco o nada creíble: un destilado de todo ese cine del pasado, de toda esa nostalgia cinéfila, reducido casi a una abstracción. De acuerdo que, en lo que puede interpretarse como una especie de ejercicio de autorreflexión por parte de Nicolas Winding Refn y el guionista Hossein Amini –a partir de una novela de James Sallis que desconozco: valdría la pena leerla—, el hecho de que el conductor trabaje para el cine puede interpretarse como una digresión meta-fílmica en torno a un personaje del cual, se nos vendría a decir, es “de cine”, y por eso mismo “trabaja en el cine”; vendría a ser, por tanto, una especie de guiño cómplice, una invitación a no tomárnoslo demasiado en serio. Muy bien, puede que sea así, pero si era esa la intención, no está conseguida: el paralelismo entre el quehacer del protagonista en los platós y su delictiva manera de sacarse un dinero extra no deja de ser un mero apunte; de hecho, las escenas en las cuales le vemos trabajando como stunt para una película tienen escaso relieve, tan poco, que el film sería exactamente el mismo a pesar de su supresión.
De ahí que, a pesar de los sobrios esfuerzos interpretativos de Ryan Gosling, quien intenta en todo momento conferirle al personaje una aureola triste y delicada que lo humanice, el conductor es una figura inverosímil: o se toma, o se deja. Naturalmente, un personaje no tiene por qué estar hecho a la medida del espectador; el personaje es lo que es, y punto. Pero, si aceptamos esto, difícilmente podemos creernos la poco consistente historia de amor imposible del conductor con su solitaria vecina del bloque de apartamentos donde vive, Irene (Carey Mulligan), ni la corriente de afecto que se da entre el protagonista y el pequeño hijo de aquella, Benicio (Kaden Leos), ni mucho menos la desdibujada relación de confianza que se establece entre el marido de Irene y padre de Benicio, Standard (Óscar Isaac), un delincuente de poca monta que, en el momento en que el conductor conoce a su familia, está terminando de cumplir una condena en prisión, y que tan pronto como recobra la libertad se mira con buenos ojos y desde el primer momento al hombre que, aparentemente, ha estado flirteando con su esposa y ganándose el cariño de su hijo: tampoco resulta demasiado verosímil. Puede entenderse que el solitario y taciturno conductor vea en Irene y Benicio a la familia que nunca tuvo / no tiene; pero no se entiende muy bien qué ven ellos en él si tenemos en cuenta el escaso esfuerzo que tiene que hacer el protagonista para ganarse su amistad y su confianza. También podemos interpretar que Irene es infeliz en su matrimonio con Standard –un nombre que vendría a describir la medianía de este personaje—, y de ahí que se ilusione con el conductor, alguien que la trata con amabilidad sin exigir nada a cambio; o que, por descontado, el pequeño Benicio vea en el conductor al-padre-que-no-tiene, etc., etc.; pero al final se trata, en definitiva, de convenciones (y no es la única: Drive es una película mucho más convencional de lo que se ha dicho): está establecido desde que el cine es cine, y desde mucho antes de que ni siquiera Nicolas Winding Refn abriera los ojos a este mundo, que las historias de amor de ficción, cuando son “imposibles” como la del conductor e Irene, y en menor medida, entre el conductor y Benicio, resultan más conmovedoras. Y, fiel a la convención, el realizador visualiza el vínculo afectivo entre el protagonista, la mujer y su hijo usando a su vez convenciones visuales: véase la secuencia del paseo en coche por el canal, y el momento musical, “bonito”, que comparten los tres personajes a la orilla del río y a la sombra de los árboles.
¿Exagero? Creo que no. ¿Cómo no va a ser convencional una película que se somete a giros argumentales tan previsibles como los problemas que arrastra Standard a su salida de la cárcel (tiene-que-saldar-una-deuda-con-un-mafioso), lo cual le obligará –¡cómo no!— a retomar su abandonada carrera delictiva y a participar en un “golpe” cuyos beneficios estarán destinado a limpiar esa deuda? Un “golpe” que –sigue rigiendo la convención— “saldrá mal”, obligando a su vez al conductor a enfrentarse a los mafiosos que extorsionan a Standard para que no les hagan daño, previsiblemente, a Irene y Benicio. De ahí que resulte igualmente estereotipado el contraste que se ha establecido, previamente, entre la “bonita” descripción de la relación entre el conductor, Irene y Benicio, y la brutalidad que se apodera del relato, sobre todo, en su tercio final. Desde siempre, Hollywood –y Drive adopta, como vemos, métodos hollywoodienses de narrativa, pese a tratarse de una producción de bajo presupuesto (me niego a escribir “independiente”)— nos ha contado miles de historias con una primera parte sentimental y/o humorística que luego desemboca en una segunda cargada de tensión, drama y violencia: es un método efectivo del cual maestros como John Ford supieron extraer generosas dosis de arte: lo que hacía válido el cine de Ford no era, por tanto, ese método (o esa aparente sumisión a dicho método), sino su forma de aplicarlo. E incluso estando de acuerdo en que Nicolas Winding Refn asume deliberadamente dicho método, la aplicación que hace del mismo resulta irregular, sobre todo cuando la violencia termina apoderándose del relato. Es innegable que algunas (no todas) las escenas violentas de Drive elevan el interés de la función, porque reestablecen la fuerza perdida tras su primera y excelente secuencia: apunto, entre las mejores, la del fallido atraco llevado a cabo por Standard con la colaboración de una cómplice femenina (Blanche: una poco creíble atracadora a cargo de una fugaz Christina Hendricks), mientras, como siempre, el conductor espera al volante del coche el momento de emprender la fuga, y que juega magníficamente con el fuera de campo, dado que la secuencia –como la del principio— se desarrolla desde el punto de vista exclusivo del protagonista; el momento en que el conductor irrumpe en el garito de Cook (James Biberi) y amenaza con “clavarle” a martillazos una bala en la frente, todo con una estética muy Scorsese; la secuencia del asesinato del gánster Nino (Ron Perlman) a manos de un enmascarado conductor en la playa, en la cual el realizador emplea muy bien el plano general; o las secas escenas en las cuales el mafioso Bernie (Albert Brooks) “despacha” a Cook por su ineptitud en presencia de Nino, resuelve sus diferencias con Shannon y se enfrenta por última vez con el conductor: la buena labor de Albert Brooks, Bryan Cranston y Ron Perlman ayuda a elevar el nivel.
Menos logradas me parecen, empero, dos de las secuencias violentas más celebradas. La primera, la del motel de carretera, bien planteada e incluso excelentemente planificada, pero enturbiada por unos ralentíes a lo Peckinpah metidos con calzador: con ellos, el realizador “adorna” una secuencia que quizá así gana en espectacularidad, pero a cambio pierde mucha fuerza visceral. La segunda es la del ascensor, en la cual el conductor se enfrenta a un matón armado en presencia de Irene; el ralentí vuelve a hacer acto de presencia, con un propósito, digamos, de “sublimación”: el protagonista, a cámara lenta, se vuelve hacia Irene, apartándola ligeramente hacia un rincón de la cabina para que esté segura y atreviéndose a besarla, por primera y última vez, en los labios, para a continuación, y con la imagen proyectada a velocidad normal, ajustarle brutalmente las cuentas al matón; se busca establecer, de este modo, un contraste entre la “velocidad” (al ralentí) del pensamiento del conductor y la “velocidad” (rápida, seca, expeditiva) de sus acciones; pero el resultado no termina de ser todo lo sublime que se pretende, y más cuando esa diferenciación de “velocidades” entre pensamiento y acción la supo expresar mucho mejor, por medio del plano encadenado, Jim Jarmusch en su mejor película: Ghost Dog: El camino del samurái (Ghost Dog, 1999). Si a ello añadimos el insistente recurso a otras convenciones, tanto visuales (los insistentes planos generales aéreos y nocturnos, a lo película Malpaso, sobre la ciudad) como de guión (la bofetada que Irene propina al conductor cuando este le confiesa que Standard ha muerto en parte por su culpa), no tendremos más remedio que concluir que a esta, por lo demás, estimable Drive su fama le viene ancha, muy ancha. Se trata, en definitiva, de un prestigio prefabricado.
Ahora, contra Moriarty: Sherlock Holmes: Juego de sombras (Sherlock Holmes: A Game of Shadows, 2011), de Guy Ritchie.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] No es que el primer Sherlock Holmes (ídem, 2009) de Guy Ritchie fuese una maravilla que digamos –¿Mr. Ritchie ha hecho algo que merezca semejante epíteto? ¿Acaso lo era Lock & Stock (Lock, Stock and Two Smoking Barrels, 1998)? ¿O, cielos, Snatch: Cerdos y diamantes (Snatch, 2000)? ¿O… ¡¡Barridos por la marea (Swept Away, 2002)!! Comprenderán que, ante semejante panorama, ya no me atreví ni con Revólver (Revolver, 2005) ni con RocknRolla (ídem, 2008)—; sin embargo, y dentro de sus muchas y obvias limitaciones, ese primer Sherlock Holmes era un aceptablemente equilibrado pastiche entre el jugueteo / la revisión / la traición de las convenciones establecidas por Sir Arthur Conan Doyle en sus magníficos relatos sobre el detective victoriano del 221-B de Baker Street, Londres, y su carácter de superproducción de entretenimiento, dando por resultado algunos inesperados buenos momentos. Por desgracia no es el caso de esta secuela, en la cual Ritchie, sus productores, guionistas y actores parecen haberse puesto de acuerdo en dinamitar el (relativo) encanto que tenía la primera película, dentro de su heterodoxia, limitándose a potenciar todos y cada uno de los elementos del primer film pero sin proponer nada realmente substancial a cambio. Aquí, Holmes es más excéntrico que nunca, y su intérprete, Robert Downey Jr., aun siendo un buen actor, se emplea en ello hasta hacerse cargante; pese a todo, hay un cierto motivo argumental que justifica hasta cierto punto ese desquiciamiento: su amigo y camarada el Dr. John H. Watson (Jude Law) está a punto de contraer matrimonio con su prometida Mary (Kelly Reilly), y eso saca de quicio al bueno de Holmes, quien sabe que tan pronto como su colega empiece a vivir maritalmente tendrá mucho menos tiempo que dedicarle a él en la resolución de intrigas criminales; por no hablar, claro está, de las consabidas, inevitables, a estas alturas ya irritantes, por manidas, connotaciones gays que se dan en su relación profesional, las cuales han abundado desde que Billy Wilder tuviera la ocurrencia de ahondar en ellas en La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970), lo cual estaría muy bien si no fuera porque en Sherlock Holmes: Juego de sombras no hacen otra cosa que dar pie a chistes (malos): los esfuerzos de Holmes con tal de sabotear la despedida de soltero de Watson, implicándole sin pedirle permiso en una de sus nuevas aventuras; la mirada triste del detective cuando Watson y Mary ya han consumado sus votos matrimoniales ante el altar; el momento, en el tren, en el cual Holmes se presenta ante Watson disfrazado de mujer (sic), o esa explícita escena en la cual el primero arroja a Mary al río, en principio para salvarle la vida, en la práctica también para “apartarla” de su nueva aventura con Watson; ese momento en que ambos hombres bailan un vals…
Como digo, Sherlock Holmes: Juego de sombras se limita a potenciar los puntos más “fuertes” del primer film, esto es, el sentido del humor y las escenas de acción. Respecto a lo primero, poca cosa cabe añadir, salvo la incorporación a la fiesta de un Mycroft Holmes (Stephen Fry) que tampoco oculta ni sus inclinaciones homosexuales ni la rotunda desnudez de su cuerpo (sic) ante una escandalizada Mary. En relación a lo segundo, Guy Ritchie reincide, potenciándolas a base de ralentíes, imágenes aceleradas y planos cortos, las escenas de acción que funcionaban bien –dentro de su estereotipada construcción— en la anterior película: en varias ocasiones describe así el proceso mental que sigue Holmes para deshacerse de sus adversarios en las peleas cuerpo a cuerpo, lo cual, además de reiterativo, ya aparecía tanto en el primer Sherlock Holmes como –incluso, con más gracia— en El último samurái (The Last Samurai, 2003, Edward Zwick); y, si en Sherlock Holmes 1 había una curiosa secuencia –la del muelle—, en la cual el ralentí y el efecto sonoro estaban hábilmente dosificados, en Sherlock Holmes 2 se repite la jugada, corregida y aumentada, en la secuencia de la cacería por el bosque, y a cañonazos (sic), de Holmes, Watson, Madame Simza (una desaprovechada Noomi Rapace) y sus amigos, con resultados supuestamente trepidantes y, a la postre, más bien confusos y atropellados: tanto aquí como en el conjunto del film hay explosiones, muchas explosiones, muchas más explosiones. Pero poco más se puede añadir con respecto a semejante, y mediocre, invento, más allá del buen hacer de Jared Harris en el papel del “Napoleón del Crimen”, el profesor James Moriarty (lo cual da pie a un curioso apunte, en la resolución, que remite a la célebre narración de Conan Doyle El problema final (1893), que relataba el enfrentamiento definitivo entre Holmes y Moriarty); y de una partitura de Hans Zimmer que combina aires del John Barry de la teleserie Los persuasores (The Persuaders!, 1971-1972) con el Ennio Morricone de los spaghetti-westerns: ¿es por eso que, en la burlesca secuencia del recorrido a caballo por otro bosque, en la cual Holmes participa a lomos de un burro, suena un tema de Morricone para Dos mulas y una mujer (Two Mules for Sister Sara, 1970, Don Siegel)?
(1) Entrada del 27 de diciembre de 2011:
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2011/12/cine-de-estas-navidades-1-artist-mision.html
Immortals es una transposición sui generis del mito grecorromano de Teseo, reconvertido para la ocasión en una especie de actioner esteticista cuyo rasgo más destacado –y, según como se mire, también el que produce mayor vergüenza ajena— es su descarada imitación de la estética de nada menos que Fellini Satiricón (Fellini – Satyricon, 1969), la extraordinaria lectura –esta sí, estética y personal— llevada a cabo por Federico Fellini sobre el célebre texto de Petronio. A ratos, la Grecia pseudo-mitológica de Immortals viene a ser una recreación de la Antigua Roma “fantástica” –o, como la definiera en su día José María Latorre, el “planeta romanidad”— de Fellini Satiricón. Ahora bien, no se busque en esta comparación nada que no sea una mera evocación del diseño de decorados y vestuario, pues por lo demás la obra maestra de Federico Fellini y este engendro de Tarsem Singh se parecen como un huevo a una castaña. Incluso prescindiendo de la invocación a Fellini, y en sí misma considerada, Immortals es un monumento al tedio donde no funciona prácticamente nada: ni la visualización de los dioses del Olimpo, que parece un cruce estomagante entre el cine de superhéroes y el kitsch más desaforado (hasta el criticado reino de Asgard del Thor, ídem, 2011, de Kenneth Branagh resulta un modelo de sobriedad escenográfica); ni el teórico interés de los planes de conquista del ambicioso rey Hiperión (Mickey Rourke, aquí horrible), consistentes en liberar a los Titanes de su cautiverio subterráneo con vistas a conquistar el mundo y, de paso, saciar sus viejas rencillas personales con las divinidades olímpicas; ni la evolución del héroe Teseo (Henry Cavill), testigo del asesinato de su madre a manos del sanguinario Hiperión, y que logra hacerse con el arco mágico de Epiro para hacer frente a los ejércitos de este último tras luchar contra un sucedáneo del Minotauro que parece salido de los descartes de La celda, cómo no, y reafirmar así su supuesta (dado que nunca la sentimos como tal) condición de elegido por los dioses; ni las muy penosas secuencias de acción, en las cuales la combinación del ralentí y el efecto digital carecen por completo del poderío visual demostrado, en similares circunstancias, por el ya mencionado Zack Snyder de 300. Mención aparte merece lo desaprovechado que está el personaje de Fedra, el oráculo encarnado por una despistada Freida Pinto, la cual engrosa con todos los honores la lista de “hermosas bizcas” de la historia del cine que encabezan Virginia Mayo y Karen Black: todas las escenas relacionadas con Fedra, y en particular su relación con Teseo, dan pie a los momentos de intimidad más aburridos de los últimos años. Y lo peor no acaba aquí: después de todo lo afirmado, ¿qué se puede decir ante ideas tan ridículas como convertir a los dioses del Olimpo en seres mortales (sic), o escenas tan involuntariamente risibles como la de la castración del traidor Lisandro (Joseph Morgan) por la vía de un buen mazazo en los testículos? Ni que decir tiene que recomiendo fervientemente la abstención. Es un consejo de (buen) amigo.
Fabricando un “prestigio”: Drive (ídem, 2011), de Nicolas Winding Refn.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Por una de esas extrañas casualidades de la vida, y del cine, hete aquí que pocas semanas después de haber visto The Artist (1), me tropiezo con otra película que en estos momentos se encuentra en lo más alto de los altares de la cinefilia y de los rankings de la crítica de cine (por lo visto, los hay), y que comparte con el citado film de Michel Hazanavicius, aparte de una fama y una reputación completamente sobredimensionadas con respecto a sus méritos reales (que los tienen), su condición de evocación de un cine “del pasado” al cual suele añadírsele rápidamente el adjetivo “mejor”. Curioso fenómeno, pues, el que las dos películas que muchos (no todos: me consta) consideran algo así como la quintaesencia del arte cinematográfico contemporáneo sean, en realidad, imitaciones de estilos fílmicos pretéritos, el del período silente en el caso de The Artist, el thriller policíaco estadounidense de los años setenta y principios de los ochenta en el de Drive, el flamante título que ha consagrado al danés Nicolas Winding Refn a nivel internacional. Según como se mire, los parabienes de los cuales gozan por razones en el fondo no tan diferentes tanto The Artist como Drive suponen sendos triunfos de la corriente de pensamiento, o si se prefiere, la sensibilidad posmoderna que ha acabado formando parte consustancial del cine contemporáneo. Ambas películas son la demostración de que, si no toda, al menos una parte muy importante del análisis cinematográfico actual (y aquí quizá debería reemplazar el calificativo “actual” por “moderno”, pero sigo sin estar seguro de que sea lo apropiado), considera la posmodernidad cinematográfica, el “cine-Godard”, o para entendernos, el cine hecho de cine, los films hechos a partir de otros films, un rasgo característico fundamental del lenguaje fílmico contemporáneo. Se acabó eso de meterse con las películas que recuerdan demasiado a otras películas; es más, cuanto más se les parezcan, mejores y más posmodernas serán.
Evidentemente que puede verse así: la posmodernidad hace mucho que está instaurada en el cinematógrafo de principios del siglo XXI, y además ha venido para quedarse, guste o no. Por otra parte, puedo comprender que quien haya visto poco o quizá nada de cine mudo auténtico –me refiero, claro está, al producido antes del advenimiento del sonoro— pueda quedar fascinado ante una propuesta, ciertamente inusual hoy en día, como The Artist. Me resulta más chocante el que haya tantos admiradores de otra propuesta que, como la de Drive, resulta poco más que un habilidoso reciclaje de formas fílmicas que difícilmente debería sorprender a cualquiera que conozca siquiera un poco el período del género evocado, o que haya visto algunos títulos de esa misma época firmados por Sam Peckinpah –a pesar de que el thriller no se cuente entre lo mejor de la producción de este realizador—, Brian De Palma o Walter Hill: con respecto a este último, ¿es necesario que vuelva a citar, como ha hecho todo el mundo, Driver (The Driver, 1978)? Ahora bien, a la vista de la aquiescencia general hacia un film no exento de cualidades, no tengo más remedio que preguntarme si, efectivamente, ya son tan pocos los que han visto y recuerdan esa parcela del policíaco estadounidense del período evocado en Drive; o bien si hay entre los que admiran la película de Nicolas Winding Refn quienes piensan, honestamente, que Drive “es” tal y como era ese cine de ese género y de esa época (y hay que creer que quienes así lo creen son sinceros), de la misma forma que los hay que creen, en principio también con sinceridad, que The Artist “es” cine-mudo-como-el-de-antes (y perdón por ponerme pesado). Quizá más bien basan su admiración en considerar que Drive “es” algo así como una especie de superación, depuración, perfeccionamiento o sublimación de ese cine de ese género y de esa época. Sospecho que abunda mucho de esto último: que muchos de los que en su momento no gustaron o incluso quizá despotricaron contra el policíaco made in USA de los 70-primeros 80 por su carácter profundamente antisocial, radicalmente violento y gozosamente “incorrecto” ahora se maravillan ante una producción que no hace más que recrear –insisto: hábilmente— muchas de las convenciones que veinte, treinta o cuarenta años atrás hubiesen sido consideradas vulgares tópicos destinados a embrutecer y aborregar al espectador. El pensamiento evoluciona. Pero incluso teniendo en cuenta que nos hallamos ante una película que, como evocación/remisión/homenaje/¿copia? de ese cine tiene o puede tener su gracia, ni que sea por el esfuerzo llevado a cabo en dicha recreación (que, como su nombre indica, consiste en re-crear, es decir, crear de nuevo a partir de algo ya preexistente), lo cual puede estar muy bien en sí mismo considerado; mas, y aún así, no debemos olvidarnos de que hay que procurar ir un poco más allá e intentar ver Drive prescindiendo de todo ese bagaje y verla, también, en sí misma considerada, dejando de lado su carácter evocativo y centrándonos en lo que cuenta y en el cómo lo cuenta. Bajo este punto de vista, Drive está lejos, muy lejos de ser la obra maestra que se pregona.
Hay que reconocer –justicia obliga— que la primera secuencia de Drive –la presentación del protagonista, al cual tan solo conoceremos como el conductor (Ryan Gosling), ayudando a un par de atracadores a huir de la policía en coche, tal y como han convenido previamente— es de las que, como suele decirse, “enganchan”; y lo hace por una razón tan simple, tan olvidada hoy en día, que a fin de cuentas esto que voy a decir ahora es lo que verdaderamente debería causarnos estupor a todos: la sensación de hallarnos ante una secuencia en la que cada plano, cada inserto, cada movimiento de cámara tienen sentido, progresión dramática y hacen gala de una determinada cadencia entre todos los que, en conjunto, componen dicha secuencia, de manera que cada uno de los encuadres parece una consecuencia directa del que o de los que lo han precedido y un anticipo del que o de los que vendrán a continuación. Es decir, la sensación, cada vez más rara hoy en día, de estar viendo cine. Esta primera secuencia justificaría la reputación de la cual goza Drive si no fuera porque, mal que les pese a sus exégetas, el resto del film no está siempre a semejante altura, por más que la recobre esporádicamente en momentos puntuales.
Está, por un lado, la caracterización del personaje protagonista, ese conductor de quien no sabemos ni cómo se llama ni de quien nunca oímos a los demás llamarle por su nombre. Se trata, por tanto, de una enésima edición del Hombre Sin Nombre de los eurowesterns italianos de Sergio Leone, pasado por el tamiz del Steve McQueen más cool –el de Bullit (ídem, 1968, Peter Yates)—; un personaje cuyos silencios, se supone, connotan una gran vida interior; alguien que habla poco, o nada, y cuando lo hace dice lo justo y necesario: un personaje al margen no ya del sistema, sino casi del mundo entero, y que tiene una extraña manera de ganarse la vida. Por el día, trabaja en el taller de coches de su amigo Shannon (Bryan Cranston), y ocasionalmente, como especialista de escenas peligrosas para el cine, dada su gran pericia al volante; pero, algunas noches, se dedica a conducir para delincuentes que necesitan emprender una fuga rápida y segura tan pronto han consumado su delito: la ya mencionada primera secuencia consiste en una somera descripción del modus operandi del conductor: su forma de concertar las “citas” por teléfono (una única llamada por un teléfono móvil que no reutilizará); sus condiciones (esperará y conducirá un determinado lapso de tiempo, y sin preguntas, abandonando el coche y a sus ocupantes a su suerte tan pronto se agote ese plazo); y su sangre fría a la hora de hacer frente a las situaciones (el acelerar, detenerse o conducir despacio según las ocasiones; la atención puesta en la radio de la policía, que intercepta con su walkie-talkie; su forma de esquivar los coches patrulla o los haces de luces de los helicópteros policiales). Es un personaje “fascinante”, por extraño, pero más bien poco o nada creíble: un destilado de todo ese cine del pasado, de toda esa nostalgia cinéfila, reducido casi a una abstracción. De acuerdo que, en lo que puede interpretarse como una especie de ejercicio de autorreflexión por parte de Nicolas Winding Refn y el guionista Hossein Amini –a partir de una novela de James Sallis que desconozco: valdría la pena leerla—, el hecho de que el conductor trabaje para el cine puede interpretarse como una digresión meta-fílmica en torno a un personaje del cual, se nos vendría a decir, es “de cine”, y por eso mismo “trabaja en el cine”; vendría a ser, por tanto, una especie de guiño cómplice, una invitación a no tomárnoslo demasiado en serio. Muy bien, puede que sea así, pero si era esa la intención, no está conseguida: el paralelismo entre el quehacer del protagonista en los platós y su delictiva manera de sacarse un dinero extra no deja de ser un mero apunte; de hecho, las escenas en las cuales le vemos trabajando como stunt para una película tienen escaso relieve, tan poco, que el film sería exactamente el mismo a pesar de su supresión.
De ahí que, a pesar de los sobrios esfuerzos interpretativos de Ryan Gosling, quien intenta en todo momento conferirle al personaje una aureola triste y delicada que lo humanice, el conductor es una figura inverosímil: o se toma, o se deja. Naturalmente, un personaje no tiene por qué estar hecho a la medida del espectador; el personaje es lo que es, y punto. Pero, si aceptamos esto, difícilmente podemos creernos la poco consistente historia de amor imposible del conductor con su solitaria vecina del bloque de apartamentos donde vive, Irene (Carey Mulligan), ni la corriente de afecto que se da entre el protagonista y el pequeño hijo de aquella, Benicio (Kaden Leos), ni mucho menos la desdibujada relación de confianza que se establece entre el marido de Irene y padre de Benicio, Standard (Óscar Isaac), un delincuente de poca monta que, en el momento en que el conductor conoce a su familia, está terminando de cumplir una condena en prisión, y que tan pronto como recobra la libertad se mira con buenos ojos y desde el primer momento al hombre que, aparentemente, ha estado flirteando con su esposa y ganándose el cariño de su hijo: tampoco resulta demasiado verosímil. Puede entenderse que el solitario y taciturno conductor vea en Irene y Benicio a la familia que nunca tuvo / no tiene; pero no se entiende muy bien qué ven ellos en él si tenemos en cuenta el escaso esfuerzo que tiene que hacer el protagonista para ganarse su amistad y su confianza. También podemos interpretar que Irene es infeliz en su matrimonio con Standard –un nombre que vendría a describir la medianía de este personaje—, y de ahí que se ilusione con el conductor, alguien que la trata con amabilidad sin exigir nada a cambio; o que, por descontado, el pequeño Benicio vea en el conductor al-padre-que-no-tiene, etc., etc.; pero al final se trata, en definitiva, de convenciones (y no es la única: Drive es una película mucho más convencional de lo que se ha dicho): está establecido desde que el cine es cine, y desde mucho antes de que ni siquiera Nicolas Winding Refn abriera los ojos a este mundo, que las historias de amor de ficción, cuando son “imposibles” como la del conductor e Irene, y en menor medida, entre el conductor y Benicio, resultan más conmovedoras. Y, fiel a la convención, el realizador visualiza el vínculo afectivo entre el protagonista, la mujer y su hijo usando a su vez convenciones visuales: véase la secuencia del paseo en coche por el canal, y el momento musical, “bonito”, que comparten los tres personajes a la orilla del río y a la sombra de los árboles.
¿Exagero? Creo que no. ¿Cómo no va a ser convencional una película que se somete a giros argumentales tan previsibles como los problemas que arrastra Standard a su salida de la cárcel (tiene-que-saldar-una-deuda-con-un-mafioso), lo cual le obligará –¡cómo no!— a retomar su abandonada carrera delictiva y a participar en un “golpe” cuyos beneficios estarán destinado a limpiar esa deuda? Un “golpe” que –sigue rigiendo la convención— “saldrá mal”, obligando a su vez al conductor a enfrentarse a los mafiosos que extorsionan a Standard para que no les hagan daño, previsiblemente, a Irene y Benicio. De ahí que resulte igualmente estereotipado el contraste que se ha establecido, previamente, entre la “bonita” descripción de la relación entre el conductor, Irene y Benicio, y la brutalidad que se apodera del relato, sobre todo, en su tercio final. Desde siempre, Hollywood –y Drive adopta, como vemos, métodos hollywoodienses de narrativa, pese a tratarse de una producción de bajo presupuesto (me niego a escribir “independiente”)— nos ha contado miles de historias con una primera parte sentimental y/o humorística que luego desemboca en una segunda cargada de tensión, drama y violencia: es un método efectivo del cual maestros como John Ford supieron extraer generosas dosis de arte: lo que hacía válido el cine de Ford no era, por tanto, ese método (o esa aparente sumisión a dicho método), sino su forma de aplicarlo. E incluso estando de acuerdo en que Nicolas Winding Refn asume deliberadamente dicho método, la aplicación que hace del mismo resulta irregular, sobre todo cuando la violencia termina apoderándose del relato. Es innegable que algunas (no todas) las escenas violentas de Drive elevan el interés de la función, porque reestablecen la fuerza perdida tras su primera y excelente secuencia: apunto, entre las mejores, la del fallido atraco llevado a cabo por Standard con la colaboración de una cómplice femenina (Blanche: una poco creíble atracadora a cargo de una fugaz Christina Hendricks), mientras, como siempre, el conductor espera al volante del coche el momento de emprender la fuga, y que juega magníficamente con el fuera de campo, dado que la secuencia –como la del principio— se desarrolla desde el punto de vista exclusivo del protagonista; el momento en que el conductor irrumpe en el garito de Cook (James Biberi) y amenaza con “clavarle” a martillazos una bala en la frente, todo con una estética muy Scorsese; la secuencia del asesinato del gánster Nino (Ron Perlman) a manos de un enmascarado conductor en la playa, en la cual el realizador emplea muy bien el plano general; o las secas escenas en las cuales el mafioso Bernie (Albert Brooks) “despacha” a Cook por su ineptitud en presencia de Nino, resuelve sus diferencias con Shannon y se enfrenta por última vez con el conductor: la buena labor de Albert Brooks, Bryan Cranston y Ron Perlman ayuda a elevar el nivel.
Menos logradas me parecen, empero, dos de las secuencias violentas más celebradas. La primera, la del motel de carretera, bien planteada e incluso excelentemente planificada, pero enturbiada por unos ralentíes a lo Peckinpah metidos con calzador: con ellos, el realizador “adorna” una secuencia que quizá así gana en espectacularidad, pero a cambio pierde mucha fuerza visceral. La segunda es la del ascensor, en la cual el conductor se enfrenta a un matón armado en presencia de Irene; el ralentí vuelve a hacer acto de presencia, con un propósito, digamos, de “sublimación”: el protagonista, a cámara lenta, se vuelve hacia Irene, apartándola ligeramente hacia un rincón de la cabina para que esté segura y atreviéndose a besarla, por primera y última vez, en los labios, para a continuación, y con la imagen proyectada a velocidad normal, ajustarle brutalmente las cuentas al matón; se busca establecer, de este modo, un contraste entre la “velocidad” (al ralentí) del pensamiento del conductor y la “velocidad” (rápida, seca, expeditiva) de sus acciones; pero el resultado no termina de ser todo lo sublime que se pretende, y más cuando esa diferenciación de “velocidades” entre pensamiento y acción la supo expresar mucho mejor, por medio del plano encadenado, Jim Jarmusch en su mejor película: Ghost Dog: El camino del samurái (Ghost Dog, 1999). Si a ello añadimos el insistente recurso a otras convenciones, tanto visuales (los insistentes planos generales aéreos y nocturnos, a lo película Malpaso, sobre la ciudad) como de guión (la bofetada que Irene propina al conductor cuando este le confiesa que Standard ha muerto en parte por su culpa), no tendremos más remedio que concluir que a esta, por lo demás, estimable Drive su fama le viene ancha, muy ancha. Se trata, en definitiva, de un prestigio prefabricado.
Ahora, contra Moriarty: Sherlock Holmes: Juego de sombras (Sherlock Holmes: A Game of Shadows, 2011), de Guy Ritchie.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] No es que el primer Sherlock Holmes (ídem, 2009) de Guy Ritchie fuese una maravilla que digamos –¿Mr. Ritchie ha hecho algo que merezca semejante epíteto? ¿Acaso lo era Lock & Stock (Lock, Stock and Two Smoking Barrels, 1998)? ¿O, cielos, Snatch: Cerdos y diamantes (Snatch, 2000)? ¿O… ¡¡Barridos por la marea (Swept Away, 2002)!! Comprenderán que, ante semejante panorama, ya no me atreví ni con Revólver (Revolver, 2005) ni con RocknRolla (ídem, 2008)—; sin embargo, y dentro de sus muchas y obvias limitaciones, ese primer Sherlock Holmes era un aceptablemente equilibrado pastiche entre el jugueteo / la revisión / la traición de las convenciones establecidas por Sir Arthur Conan Doyle en sus magníficos relatos sobre el detective victoriano del 221-B de Baker Street, Londres, y su carácter de superproducción de entretenimiento, dando por resultado algunos inesperados buenos momentos. Por desgracia no es el caso de esta secuela, en la cual Ritchie, sus productores, guionistas y actores parecen haberse puesto de acuerdo en dinamitar el (relativo) encanto que tenía la primera película, dentro de su heterodoxia, limitándose a potenciar todos y cada uno de los elementos del primer film pero sin proponer nada realmente substancial a cambio. Aquí, Holmes es más excéntrico que nunca, y su intérprete, Robert Downey Jr., aun siendo un buen actor, se emplea en ello hasta hacerse cargante; pese a todo, hay un cierto motivo argumental que justifica hasta cierto punto ese desquiciamiento: su amigo y camarada el Dr. John H. Watson (Jude Law) está a punto de contraer matrimonio con su prometida Mary (Kelly Reilly), y eso saca de quicio al bueno de Holmes, quien sabe que tan pronto como su colega empiece a vivir maritalmente tendrá mucho menos tiempo que dedicarle a él en la resolución de intrigas criminales; por no hablar, claro está, de las consabidas, inevitables, a estas alturas ya irritantes, por manidas, connotaciones gays que se dan en su relación profesional, las cuales han abundado desde que Billy Wilder tuviera la ocurrencia de ahondar en ellas en La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970), lo cual estaría muy bien si no fuera porque en Sherlock Holmes: Juego de sombras no hacen otra cosa que dar pie a chistes (malos): los esfuerzos de Holmes con tal de sabotear la despedida de soltero de Watson, implicándole sin pedirle permiso en una de sus nuevas aventuras; la mirada triste del detective cuando Watson y Mary ya han consumado sus votos matrimoniales ante el altar; el momento, en el tren, en el cual Holmes se presenta ante Watson disfrazado de mujer (sic), o esa explícita escena en la cual el primero arroja a Mary al río, en principio para salvarle la vida, en la práctica también para “apartarla” de su nueva aventura con Watson; ese momento en que ambos hombres bailan un vals…
Como digo, Sherlock Holmes: Juego de sombras se limita a potenciar los puntos más “fuertes” del primer film, esto es, el sentido del humor y las escenas de acción. Respecto a lo primero, poca cosa cabe añadir, salvo la incorporación a la fiesta de un Mycroft Holmes (Stephen Fry) que tampoco oculta ni sus inclinaciones homosexuales ni la rotunda desnudez de su cuerpo (sic) ante una escandalizada Mary. En relación a lo segundo, Guy Ritchie reincide, potenciándolas a base de ralentíes, imágenes aceleradas y planos cortos, las escenas de acción que funcionaban bien –dentro de su estereotipada construcción— en la anterior película: en varias ocasiones describe así el proceso mental que sigue Holmes para deshacerse de sus adversarios en las peleas cuerpo a cuerpo, lo cual, además de reiterativo, ya aparecía tanto en el primer Sherlock Holmes como –incluso, con más gracia— en El último samurái (The Last Samurai, 2003, Edward Zwick); y, si en Sherlock Holmes 1 había una curiosa secuencia –la del muelle—, en la cual el ralentí y el efecto sonoro estaban hábilmente dosificados, en Sherlock Holmes 2 se repite la jugada, corregida y aumentada, en la secuencia de la cacería por el bosque, y a cañonazos (sic), de Holmes, Watson, Madame Simza (una desaprovechada Noomi Rapace) y sus amigos, con resultados supuestamente trepidantes y, a la postre, más bien confusos y atropellados: tanto aquí como en el conjunto del film hay explosiones, muchas explosiones, muchas más explosiones. Pero poco más se puede añadir con respecto a semejante, y mediocre, invento, más allá del buen hacer de Jared Harris en el papel del “Napoleón del Crimen”, el profesor James Moriarty (lo cual da pie a un curioso apunte, en la resolución, que remite a la célebre narración de Conan Doyle El problema final (1893), que relataba el enfrentamiento definitivo entre Holmes y Moriarty); y de una partitura de Hans Zimmer que combina aires del John Barry de la teleserie Los persuasores (The Persuaders!, 1971-1972) con el Ennio Morricone de los spaghetti-westerns: ¿es por eso que, en la burlesca secuencia del recorrido a caballo por otro bosque, en la cual Holmes participa a lomos de un burro, suena un tema de Morricone para Dos mulas y una mujer (Two Mules for Sister Sara, 1970, Don Siegel)?
(1) Entrada del 27 de diciembre de 2011:
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2011/12/cine-de-estas-navidades-1-artist-mision.html
jueves, 12 de enero de 2012
“LA NOVA CENSURA”: MESA REDONDA ORGANIZADA POR “HAMLET. REVISTA D’ARTS ESCÈNIQUES”
El próximo martes, 17 de enero, a las 19 h., tendrá lugar en la Sala d’Actes del Col•legi de Periodistes de Catalunya (Rambla Catalunya, 10, principal, Barcelona) una mesa redonda organizada por Hamlet. Revista d’arts escèniques que girará en torno a la historia y el presente de la censura, los cuales han sido objeto de un extenso monográfico en el número de diciembre de esta revista, y se hablará de la vieja y la nueva censura, centrándose en los escenarios pero, también, en la prensa y los medios audiovisuales. Los participantes en la misma serán: Josep Lluís Fitó, dramaturgo y periodista; Francesc Foguet, profesor e investigador teatral; Josep Maria Loperena, abogado y escritor; y Román Gubern, escritor e historiador de cine. El acto será presentado por la directora de Hamlet, la periodista Carme Tierz. La entrada es libre.
miércoles, 4 de enero de 2012
“DIRIGIDO POR…” ENERO 2012, YA A LA VENTA
Dirigido por… empieza el año nuevo con su número 418 y presentando en portada la que dicen será una de las películas más importantes de principios de 2012: Los descendientes (The Descendants, 2011), cuya reseña corre a cargo de Beatriz Martínez, y que ha dirigido Alexander Payne, de quien también publicamos una entrevista. Por su parte, Quim Casas propone un mini-estudio de Nicolas Winding Refn, haciendo balance de su carrera con motivo del reciente estreno en cines de Drive (ídem, 2011), y además firma un artículo de la sección de novedades destacadas en DVD Flashback comentando la edición de dos películas de Mauro Bolognini con guiones de Pier Paolo Pasolini: Marisa la coqueta (Marisa la civetta, 1957) y La noche brava (La notte brava, 1959). Antonio José Navarro nos habla de La dama de hierro (The Iron Lady, 2011), de Phyllida Lloyd. Tonio L. Alarcón hace otro tanto con The Yellow Sea (Hwanghae, 2010), de la nueva sensación del cine oriental, Na Hong-jin, además de comentar, también en la sección Flashback, la reciente edición en DVD de Troll Hunter (Trolljegeren, 2010), de André Ovredal. Israel Paredes Badía aborda la reseña de El monje (Le moine, 2011), de Dominik Moll. Anna Petrus nos habla de Historias de Shangai (Hai shang chuan qi, 2010), de Jia Zhang-ke. Héctor G. Barnés aborda la esperada Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres (The Girl with the Dragon Tattoo, 2011), de David Fincher. Aurélien Le Genissel cierra el apartado de “películas destacadas” con la crítica de Albert Nobbs (ídem, 2011), de Rodrigo García. A todo ello hay que añadir, además de las reseñas de muchos otros títulos, una crónica del Festival de Cine de Gijón 2011 a cargo de Carles Matamoros; las imprescindibles secciones de Banda Sonora, de Joan Padrol, y Pantalla Digital, de José María Latorre; y, dentro de la sección En busca del Cine Perdido, una reseña de Valses de Viena (Waltzes from Vienna, 1934), de Alfred Hitchcock, firmada por Rafel Miret.
Este mes, que he andado metido en otros menesteres, he limitado mi colaboración a poco más de un par de títulos de la 2ª y última parte del dossier 50 perlas del cine negro, los cuales son: Night Editor (1946), de Henry Levin: “la adaptación de un serial radiofónico de Hal Burdick (1893-1978), “Inside Story”, el cual parece ser que consistía en las narraciones llevadas a cabo por el editor de un periódico que explicaba a sus oyentes la «historia interior» (ergo, secreta) que se encontraba detrás de sonados sucesos reales; el serial conocería una versión para televisión en 1954, asimismo titulada “Night Editor”, presentada por el propio Burdick”.
El poder invisible (The Mob, 1951), de Robert Parrish: “Entre 1951 y 1953, justo al principio de su trayectoria profesional como director, Parrish firmó tres contribuciones al policíaco, variante “film noir”: su excelente ópera prima “Cry Danger” (1951); “Rough Shoot” (1953), una estimulante rareza con guión de Eric Ambler (a partir de una novela de Geoffrey Household); y la película que aquí nos ocupa, “El poder invisible” (The Mob, 1951), su segundo trabajo tras las cámaras y, asimismo, uno de los mejores”.
Cierro mi participación en este Dirigido por… con una pequeña reseña de la nueva excentricidad de George Miller en el terreno del cine de animación: Happy Feet 2 (Happy Feet Two, 2011).
Este mes, que he andado metido en otros menesteres, he limitado mi colaboración a poco más de un par de títulos de la 2ª y última parte del dossier 50 perlas del cine negro, los cuales son: Night Editor (1946), de Henry Levin: “la adaptación de un serial radiofónico de Hal Burdick (1893-1978), “Inside Story”, el cual parece ser que consistía en las narraciones llevadas a cabo por el editor de un periódico que explicaba a sus oyentes la «historia interior» (ergo, secreta) que se encontraba detrás de sonados sucesos reales; el serial conocería una versión para televisión en 1954, asimismo titulada “Night Editor”, presentada por el propio Burdick”.
El poder invisible (The Mob, 1951), de Robert Parrish: “Entre 1951 y 1953, justo al principio de su trayectoria profesional como director, Parrish firmó tres contribuciones al policíaco, variante “film noir”: su excelente ópera prima “Cry Danger” (1951); “Rough Shoot” (1953), una estimulante rareza con guión de Eric Ambler (a partir de una novela de Geoffrey Household); y la película que aquí nos ocupa, “El poder invisible” (The Mob, 1951), su segundo trabajo tras las cámaras y, asimismo, uno de los mejores”.
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