El pasado 26 de agosto tuvo lugar en el Centro de Cultura del antiguo Instituto de Gijón la presentación del libro Hecho en Europa. Cine de géneros europeo, 1960-1979, publicado con motivo de la 11ª edición del muy entrañable certamen cinematográfico gijonés Peor… ¡imposible!, que dirige mi amigo Jesús Parrado (es difícil no serlo de alguien tan amable, inteligente, generoso y buena persona). El volumen, de 144 páginas e ilustrado con 250 fotografías, ha sido coordinado y maquetado por otro colega y magnífico ser humano, Javier G. Romero, bien conocido por su labor al frente de la revista Quatermass, toda una garantía de buen hacer. El libro, que como su mismo título indica propone un somero pero a la vez minucioso recorrido a través del cine de género hecho en Europa en el período mencionado (uno de los más fructíferos y productivos, en cantidad y calidad, de toda su historia; una época que, con franqueza, se echa de menos…), incluye un par de pequeñas aportaciones mías, una dedicada a las versiones de Tarzán e imitaciones hechas en Europa en esos tiempos (El accidentado periplo europeo del rey de los monos) y otra, más “clásica”, sobre el eurothriller, o sencillamente cine policíaco europeo (Europa en negro. Cine policíaco del viejo continente). El volumen incluye otros generosos apuntes sobre la historia e importancia general de este tipo de cine, que van desde sendas introducciones a cargo de los propios Parrado y Romero (este último firma, asimismo, una aproximación al cine de género europeo y los cómics), a una visión global escrita por Nino Ortea; pasando por notas sobre géneros arquetípicos como el eurowestern y el cine de aventuras coloniales, a cargo de Antonio José Navarro; el cine bélico, las imitaciones italo-españolas de James Bond y el cine erótico, vistos por Carlos Aguilar; el cine fantástico, respectivamente abordado en sus dos ramas principales, el terror y la ciencia ficción, por Pablo Fernández y Pablo Herranz; el cine de aventuras, variantes temáticas “capa y espada” y piratas, así como el giallo, a cargo del dúo Ramon Freixas y Joan Bassa; las relaciones entre cine y literatura, según Alfredo Lara López; y una aproximación a la música del cine de género del viejo continente, expuesta por Ángel García Romero. Esperemos que pronto tengamos la oportunidad de disfrutarlo en el mayor número posible de librerías.
sábado, 29 de agosto de 2009
viernes, 28 de agosto de 2009
FORMAS DEL CINE DE TERROR, MÉTODOS DEL CINE DE AUTOR: A PROPÓSITO DE “ARRÁSTRAME AL INFIERNO” Y “ANTICRISTO” (y 2)
[Nota previa: dado que en las siguientes líneas se desvelan numerosos detalles del argumento de “Anticristo”, y a pesar de que los relativos al final de la película están señalados con la expresión SPOILER, recomiendo no leer este comentario si previamente no se ha visto el film.]
Generalizando mucho, está bastante extendida, al menos entre cierta parte de la crítica española, la idea de que Lars Von Trier es una especie de farsante; es decir, un cineasta que ha sabido labrarse determinada aureola de Gran Autor pero cuya labor es en realidad el resultado de una impostura, según la cual el danés vendría a ser algo así como el payaso que “anima” el circo del cine de autor con excentricidades concebidas principalmente para llamar la atención: rodar cámara en mano un mélo invocando los sacrosantos nombres de Dreyer y Bergman (Rompiendo las olas), hacer una película que sea algo así como la-mayor-antipelícula-jamás-rodada (Los idiotas/Idioterne, 1998), un musical que al mismo tiempo quiere ser el paradigma del antimusical (Bailar en la oscuridad), o un par de films sin decorados (Dogville/Manderlay). Se ha creado alrededor de Von Trier una especie de “teoría de la broma” muy parecida a la que años atrás circulaba en torno al holandés Paul Verhoeven, la cual veía en títulos de este último como Showgirls (ídem, 1995) o Starship Troopers (Las brigadas del espacio) (Starship Troopers, 1997) sendas burlas antisistema hollywoodiense hechas desde dentro de la Meca del Cine. Esta “teoría de la broma” fue apuntada en su momento –y no hay mal alguno en decirlo, pues es del dominio público— por Carlos Losilla en algunas de sus reseñas sobre el cine de Von Trier para Dirigido por…; “teoría de la broma” a la cual, lo reconozco (y entono aquí un mea culpa), me adherí yo mismo en mis comentarios para Dirigido por… sobre la serie de televisión The Kingdom y El jefe de todo esto; “teoría de la broma” que, sin salirnos del ámbito de Dirigido por…, reaparece en la reciente reseña del colega Alejandro G. Calvo sobre Anticristo. Pues bien, a la vista de esta última película del danés, considero que ha habido un cierto abuso de esa “teoría de la broma” aplicada a Von Trier (del mismo modo que se abusó de la misma respecto a Verhoeven), la cual debería matizarse en el sentido de que, más que un bromista, Von Trier (y Verhoeven, y algún otro) es (son) un(os) provocador(es); y, si bien es cierto que la provocación puede suscitar risas (proferidas tan a la defensiva como los abucheos), y de que en Anticristo sigue habiendo mucho de provocación, no lo es menos que el nuevo trabajo del cineasta me parece muy serio. Veo en Anticristo una seriedad –en el sentido de convicción— que hasta ahora sólo había visto, parcialmente, en Europa (ídem, 1991), The Kingdom o El elemento del crimen (Forbrydelsens element, 1984), esta última con más de un punto en común con Anticristo.
Anticristo se compone de tres partes rodadas en color y de un prólogo y un epílogo en blanco y negro. El prólogo consiste en una primera secuencia blanquinegra que proporciona numerosas pistas del desarrollo posterior del relato. La pareja protagonista se entrega a una frenética actividad sexual en el cuarto de baño; tan ensimismados están, que no advierten que, en la habitación de al lado, su hijo de poco más de dos años abre la puerta de seguridad de su cuna, se asoma por una ventana abierta y se precipita al vacío, estrellándose en la calle varios pisos más abajo. Pero son los detalles los que enriquecen la secuencia. Se abre con un primer plano del hombre, mirando algo o a alguien que está fuera de campo. El contraplano nos descubre lo que mira: a la mujer, bajo la ducha. A continuación, el montaje desarrolla en paralelo las dos acciones simultáneas: la de la pareja copulando y la del niño precipitándose por la ventana. Por un lado, las escenas de la pareja incluyen una imagen harto explícita, un inserto de carácter pornográfico: el pene del hombre entrando y saliendo de la vagina de la mujer. Por su parte, en las escenas del niño, vemos cómo el pequeño se sube a una mesa para encaramarse a la ventana: sobre dicha mesa hay tres pequeñas figuras humanas de plomo en cuyas bases se lee: “Dolor”, “Desconsuelo”, “Desesperación”; el niño las derriba a su paso. Ese montaje en paralelo crea entre ambas escenas asociaciones y contrastes. El sexo como expresión de vida y la inminencia de la muerte de un niño como expresión del final de la inocencia. El hombre mira a la mujer que se encuentra bajo el agua de la ducha, estableciéndose así desde el principio una relación íntima, palpable, entre el personaje femenino y el elemento natural: el vínculo entre mujer y naturaleza será una de las bases dramáticas del film. El inserto de los genitales en contacto indica la importancia que va a tener el sexo en el devenir del relato: su explicitud no deja lugar a dudas sobre el carácter carnal de la relación de los personajes. El derribo por parte del niño de las figuras del dolor, el desconsuelo y la desesperación (respectivos títulos de las tres partes que le siguen a este prólogo) sugieren no sólo el papel de detonante que la muerte del pequeño va a tener en el desarrollo de la intriga, sino también que los conceptos sólidos (“solidificados” en figuritas de plomo) del personaje del hombre, su padre, psiquiatra de profesión, van a ser literalmente “derribados” por fuerzas ¿naturales?, ¿sobrenaturales?, que será incapaz de racionalizar, de controlar. El uso de la cámara lenta crea una atmósfera que puede ser tanto de ensueño como de pesadilla. Asimismo, las gotas de agua cayendo sobre el cuerpo de la mujer, la madre, se equiparan a la suave caída de los copos de nieve que llueven en el exterior mientras el niño se precipita al vacío. El bello tema Lascia ch’io pianga, famosa aria de la ópera Rinaldo (1711) de Händel, cuyo título podría traducirse aproximadamente como “Deja que llore” (lágrimas: otro signo de dolor y de agua), redondea musicalmente la morbidez y melancolía de esta primera y excelente secuencia.
Generalizando mucho, está bastante extendida, al menos entre cierta parte de la crítica española, la idea de que Lars Von Trier es una especie de farsante; es decir, un cineasta que ha sabido labrarse determinada aureola de Gran Autor pero cuya labor es en realidad el resultado de una impostura, según la cual el danés vendría a ser algo así como el payaso que “anima” el circo del cine de autor con excentricidades concebidas principalmente para llamar la atención: rodar cámara en mano un mélo invocando los sacrosantos nombres de Dreyer y Bergman (Rompiendo las olas), hacer una película que sea algo así como la-mayor-antipelícula-jamás-rodada (Los idiotas/Idioterne, 1998), un musical que al mismo tiempo quiere ser el paradigma del antimusical (Bailar en la oscuridad), o un par de films sin decorados (Dogville/Manderlay). Se ha creado alrededor de Von Trier una especie de “teoría de la broma” muy parecida a la que años atrás circulaba en torno al holandés Paul Verhoeven, la cual veía en títulos de este último como Showgirls (ídem, 1995) o Starship Troopers (Las brigadas del espacio) (Starship Troopers, 1997) sendas burlas antisistema hollywoodiense hechas desde dentro de la Meca del Cine. Esta “teoría de la broma” fue apuntada en su momento –y no hay mal alguno en decirlo, pues es del dominio público— por Carlos Losilla en algunas de sus reseñas sobre el cine de Von Trier para Dirigido por…; “teoría de la broma” a la cual, lo reconozco (y entono aquí un mea culpa), me adherí yo mismo en mis comentarios para Dirigido por… sobre la serie de televisión The Kingdom y El jefe de todo esto; “teoría de la broma” que, sin salirnos del ámbito de Dirigido por…, reaparece en la reciente reseña del colega Alejandro G. Calvo sobre Anticristo. Pues bien, a la vista de esta última película del danés, considero que ha habido un cierto abuso de esa “teoría de la broma” aplicada a Von Trier (del mismo modo que se abusó de la misma respecto a Verhoeven), la cual debería matizarse en el sentido de que, más que un bromista, Von Trier (y Verhoeven, y algún otro) es (son) un(os) provocador(es); y, si bien es cierto que la provocación puede suscitar risas (proferidas tan a la defensiva como los abucheos), y de que en Anticristo sigue habiendo mucho de provocación, no lo es menos que el nuevo trabajo del cineasta me parece muy serio. Veo en Anticristo una seriedad –en el sentido de convicción— que hasta ahora sólo había visto, parcialmente, en Europa (ídem, 1991), The Kingdom o El elemento del crimen (Forbrydelsens element, 1984), esta última con más de un punto en común con Anticristo.
He oído decir que parte del rechazo que provoca o puede provocar Anticristo entre ciertos sectores de opinión reside en el hecho de que no se soporta que el autor de films supuestamente tan “sensibles”, “delicados” y/o “poéticos” (táchese lo que no proceda) como Rompiendo las olas, Bailar en la oscuridad o Dogville se haya ensuciado las manos con un género, el de terror, para mucha gente todavía equivalente a subcultura. Doy por sentado que nadie en su sano juicio creerá que Anticristo es un paso en falso en la carrera de Von Trier en base a una consideración tan pedestre como su pertenencia a un género, todavía dicen algunos, indigno de un artista. Tampoco veo ningún problema en el hecho de que el cineasta danés haya construido Anticristo exactamente igual que muchísimos films de terror, partiendo de una construcción tan clásica, tan tópica incluso, como la que tiene su película, la cual arranca con: 1) el planteamiento de una situación traumática: el hijo de una pareja, un hombre y una mujer sin nombre propio (unos magníficos y desinhibidos Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg), fallece en un trágico accidente; la madre, rota de dolor por lo ocurrido, precisa tratamiento psiquiátrico e incluso la internación en un hospital; el film prosigue con: 2) la ubicación del grueso principal del relato en un escenario aislado e incomunicado: el traslado de los protagonistas a una cabaña de su propiedad en medio del bosque, donde él espera así tratar adecuadamente el desconsuelo de ella y curarla; y culmina con: 3) una explosión de violencia desaforada, resultado de los dos pasos previos. Es decir, Von Trier recurre a una construcción narrativa que no se encuentra lejos de la de muchísimas películas de terror “al uso”, como puedan ser Cabin Fever (ídem, 2002, Eli Roth), The Descent (ídem, 2005, Neil Marshall) o, sin ir más lejos, la célebre Posesión infernal de Raimi.
Ahora bien, ¿es esto malo en sí mismo considerado? Estoy convencido de que no. Y más teniendo en cuenta que uno de los aspectos más interesantes de Anticristo no reside en el hecho de que Von Trier recurra a esa construcción tan manida, sino precisamente en el extraordinario provecho que saca de ella. Demuestra conocer muy bien los mecanismos narrativos del cine de terror y los aplica con conocimiento de causa, mucho mejor que cuando aplicó los del melodrama o del musical en sus obras más alabadas. Sabe que el buen cine fantástico no se infiere de sus contenidos temáticos y/o literarios, sino de un tratamiento visual con la cámara que sea, asimismo, fantástico. Es por eso que, por una vez y sin que sirva de precedente, en esta ocasión ha demostrado que sabe hacer con la cámara algo mejor que un mero maquillaje “modernizado” de formas operísticas (Rompiendo las olas), fingir que destruye las reglas de la sintaxis cinematográfica tradicional sin ofrecer absolutamente nada a cambio (Los idiotas), recrear viejas maneras del cine musical con vistas a lograr un efecto “disonante” (Bailar en la oscuridad), suplir mediante el encuadre la ausencia de decorados (Dogville/Manderlay), o dejar que una cámara automática decida por sí misma –o, al menos, eso decían— la planificación (El jefe de todo esto). En Anticristo hay un profundo trabajo de puesta en escena en el que cada secuencia, casi cada plano, sugiere cosas, aporta datos, genera información y al mismo tiempo fomenta dudas y recelos, ambigüedades y titubeos; un trabajo de realización que obliga al público a no ser un mero espectador pasivo, sino que busca, ¡ay!, su implicación intelectual, su participación emotiva: le obliga a pensar. Por ello me parece su mejor película.
Ahora bien, ¿es esto malo en sí mismo considerado? Estoy convencido de que no. Y más teniendo en cuenta que uno de los aspectos más interesantes de Anticristo no reside en el hecho de que Von Trier recurra a esa construcción tan manida, sino precisamente en el extraordinario provecho que saca de ella. Demuestra conocer muy bien los mecanismos narrativos del cine de terror y los aplica con conocimiento de causa, mucho mejor que cuando aplicó los del melodrama o del musical en sus obras más alabadas. Sabe que el buen cine fantástico no se infiere de sus contenidos temáticos y/o literarios, sino de un tratamiento visual con la cámara que sea, asimismo, fantástico. Es por eso que, por una vez y sin que sirva de precedente, en esta ocasión ha demostrado que sabe hacer con la cámara algo mejor que un mero maquillaje “modernizado” de formas operísticas (Rompiendo las olas), fingir que destruye las reglas de la sintaxis cinematográfica tradicional sin ofrecer absolutamente nada a cambio (Los idiotas), recrear viejas maneras del cine musical con vistas a lograr un efecto “disonante” (Bailar en la oscuridad), suplir mediante el encuadre la ausencia de decorados (Dogville/Manderlay), o dejar que una cámara automática decida por sí misma –o, al menos, eso decían— la planificación (El jefe de todo esto). En Anticristo hay un profundo trabajo de puesta en escena en el que cada secuencia, casi cada plano, sugiere cosas, aporta datos, genera información y al mismo tiempo fomenta dudas y recelos, ambigüedades y titubeos; un trabajo de realización que obliga al público a no ser un mero espectador pasivo, sino que busca, ¡ay!, su implicación intelectual, su participación emotiva: le obliga a pensar. Por ello me parece su mejor película.
Anticristo se compone de tres partes rodadas en color y de un prólogo y un epílogo en blanco y negro. El prólogo consiste en una primera secuencia blanquinegra que proporciona numerosas pistas del desarrollo posterior del relato. La pareja protagonista se entrega a una frenética actividad sexual en el cuarto de baño; tan ensimismados están, que no advierten que, en la habitación de al lado, su hijo de poco más de dos años abre la puerta de seguridad de su cuna, se asoma por una ventana abierta y se precipita al vacío, estrellándose en la calle varios pisos más abajo. Pero son los detalles los que enriquecen la secuencia. Se abre con un primer plano del hombre, mirando algo o a alguien que está fuera de campo. El contraplano nos descubre lo que mira: a la mujer, bajo la ducha. A continuación, el montaje desarrolla en paralelo las dos acciones simultáneas: la de la pareja copulando y la del niño precipitándose por la ventana. Por un lado, las escenas de la pareja incluyen una imagen harto explícita, un inserto de carácter pornográfico: el pene del hombre entrando y saliendo de la vagina de la mujer. Por su parte, en las escenas del niño, vemos cómo el pequeño se sube a una mesa para encaramarse a la ventana: sobre dicha mesa hay tres pequeñas figuras humanas de plomo en cuyas bases se lee: “Dolor”, “Desconsuelo”, “Desesperación”; el niño las derriba a su paso. Ese montaje en paralelo crea entre ambas escenas asociaciones y contrastes. El sexo como expresión de vida y la inminencia de la muerte de un niño como expresión del final de la inocencia. El hombre mira a la mujer que se encuentra bajo el agua de la ducha, estableciéndose así desde el principio una relación íntima, palpable, entre el personaje femenino y el elemento natural: el vínculo entre mujer y naturaleza será una de las bases dramáticas del film. El inserto de los genitales en contacto indica la importancia que va a tener el sexo en el devenir del relato: su explicitud no deja lugar a dudas sobre el carácter carnal de la relación de los personajes. El derribo por parte del niño de las figuras del dolor, el desconsuelo y la desesperación (respectivos títulos de las tres partes que le siguen a este prólogo) sugieren no sólo el papel de detonante que la muerte del pequeño va a tener en el desarrollo de la intriga, sino también que los conceptos sólidos (“solidificados” en figuritas de plomo) del personaje del hombre, su padre, psiquiatra de profesión, van a ser literalmente “derribados” por fuerzas ¿naturales?, ¿sobrenaturales?, que será incapaz de racionalizar, de controlar. El uso de la cámara lenta crea una atmósfera que puede ser tanto de ensueño como de pesadilla. Asimismo, las gotas de agua cayendo sobre el cuerpo de la mujer, la madre, se equiparan a la suave caída de los copos de nieve que llueven en el exterior mientras el niño se precipita al vacío. El bello tema Lascia ch’io pianga, famosa aria de la ópera Rinaldo (1711) de Händel, cuyo título podría traducirse aproximadamente como “Deja que llore” (lágrimas: otro signo de dolor y de agua), redondea musicalmente la morbidez y melancolía de esta primera y excelente secuencia.
Se ha dicho, y no sin razón que, por encima o al margen de su inscripción en el fantástico (“por encima” para quienes detestan este género, “al margen” para quienes lo respetamos), Anticristo es la historia de la crisis de una pareja contada en clave terrorífica; poco más o menos, lo mismo podríamos decir –ya se dijo— de El resplandor (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick; de hecho, en Anticristo hay un guiño a esta última: el plano general aéreo en semipicado que muestra el coche de los protagonistas internándose en el bosque, camino de la cabaña. Así pues, si El resplandor podía entenderse como el proceso de destrucción de una pareja como consecuencia de la frustración de un escritor fracasado y alcoholizado que ya no soporta la vulgaridad de su esposa y llegó al extremo de hacerle daño a su hijo en el pasado, puede verse Anticristo como el proceso de disolución de otra pareja que, tras la muerte de su pequeño, han perdido lo único que les unía afectivamente y ahora tan sólo les queda el sexo como fugaz consuelo a sus respectivas soledades compartidas.
Pero, antes de que la acción se sitúe en la cabaña, asistimos a una serie de magníficas escenas que nos describen el dilema de los personajes. La mujer, víctima de un profundo desconsuelo por la muerte de su hijo, se desmaya durante el funeral, recuperando la conciencia un mes más tarde en una clínica; su marido decide tratarla él mismo. De este modo, se produce un choque entre lo racional y lo irracional, lo reflexivo y lo instintivo: el hombre insiste en psicoanalizar, racionalizar, el dolor de su esposa; ella, pese a sus esfuerzos, no parece capaz de controlar sus emociones, que la llevan de un llanto incontrolable a un deseo sexual compulsivo (“sé que te alivia…”, le dice él en una de las ocasiones que ella se abalanza encima suyo sin más prolegómenos). El hombre la somete a hipnosis, intentando que la mujer haga frente a sus miedos; ella le ha confesado que lo que más miedo le produce es el bosque (sic), y él la hipnotiza, obligándola a verse a sí misma en medio del bosque que rodea una cabaña de su propiedad, la misma donde ella pasó el verano del año anterior en compañía de su hijo mientras preparaba su tesis doctoral. El ensueño de la mujer hipnotizada está visualizado mediante unas hermosas imágenes de tonalidad azulada y rodadas al ralentí (como el prólogo), cuyo efecto onírico está conseguido en virtud de las cualidades especiales de la cámara Phantom. Pero, más allá de ese teórico virtuosismo técnico, el valor de esas escenas reside sobre todo en la acentuación del carácter sensual que, a partir de ese momento y hasta la resolución del relato, marcará la relación existente entre mujer y naturaleza: la protagonista se ve a sí misma paseando por esos bosques neblinosos; va descalza (las ramas que pisa no le hacen daño en los pies) y lleva un vestido estampado de flores; Von Trier coloca la cámara en ángulos no funcionales, “extraños” (plano general abierto del puente con la cámara casi a ras de la superficie del agua, gran plano general en semipicado entre la arboleda, inserto de un plano general más cerrado con la cámara colocada dentro de la madriguera que tanto jugará en el tercio final del metraje), retomando una técnica ensayada entre otros por Peter Weir en Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975) o por Manoel de Oliveira en El convento (O convento, 1995), de tal manera que parece que las imágenes no sólo muestran a la mujer mirando esa naturaleza, sino que esa naturaleza también está mirando a la mujer. El momento culminante de la secuencia consiste en la bellísima imagen en la cual, siguiendo las instrucciones de su marido, la mujer se tumba sobre la hierba y se funde con ella en una sola cosa.
El traslado real a la cabaña de los protagonistas, en un enclave boscoso que responde al nombre de Edén, no tiene, paradójicamente, nada de edénico. Para la mujer, cada paso que da por ese paisaje es una tortura: cruzar el puente sobre el riachuelo es una hazaña; caminar sobre la hierba, una proeza (ella insiste en que el suelo está ardiendo; para demostrárselo a él, se quita una bota y un calcetín: la planta de su pie está enrojecida). Una vez instalados, el marido inicia la terapia psicológica de su esposa. Y, por más que en esta última hay aparentes progresos, ella insiste en ver, o sentir, algo anormal en lo que le está pasando: para él, es una consecuencia “lógica” del desconsuelo, pero para ella es un signo de algo que está por encima de lo humano: “el diablo vive en la naturaleza”, afirma. Una naturaleza tan hermosa como, en el fondo, agresiva: las copas de los árboles que cubren parte del techo de la cabaña van dejando caer una lluvia de bellotas que dificultan el dormir; en un sueño, el hombre ve, o cree ver, esa lluvia de bellotas cayendo ralentizada, como el agua de la ducha y la nieve del prólogo; una mañana, se despierta con el brazo lleno de una especie de pequeñas sanguijuelas que se han posado en su extremidad porque la misma asomaba por la ventana; también ve, o cree ver, imágenes terribles: un ciervo que, al volverse, revela que de sus cuartos traseros cuelga el cuerpo sin vida de una cría abortada; un zorro que está escondido entre la hierba devorando sus propias entrañas… Más adelante, ciervo, zorro y un cuervo que se incorporará al relato en su último tercio conformarán los así llamados Tres Mendigos: siniestros mensajeros del lado oscuro de la naturaleza.
Todo ello contribuye a ir creando un clima insano que, a medida que avanza, va poniendo de relieve una “verdad” subyacente, una especie de realidad alternativa, en virtud de la cual el personaje masculino, el Hombre, se revela incapaz de comprender la insólita complejidad que esconde el personaje femenino, la Mujer. Se nos dice que esta última, como género, está más vinculada al orden natural que el Hombre (referencia a la menstruación: nuevo apunte en torno a la genitalidad). Se nos informa, además, que la tesis doctoral que preparaba la protagonista femenina el año anterior giraba en torno a la persecución, tortura y muerte de las mujeres a lo largo de la Historia: el protagonista masculino descubre en el altillo de la cabaña numerosas páginas, fotografías e ilustraciones en torno a esos hechos históricos; si antes le hemos oído decir a ella: “el diablo vive en la naturaleza”, ahora es él quien empieza a sentirse imbuido ante la vieja idea, que creía una mera superchería, según la cual hay un vínculo diabólico entre Mujer y Naturaleza; si bien la palabra “anticristo” no se menciona en momento alguno, su presencia en el fondo del relato está apuntada así de manera subyacente. El protagonista masculino también descubre unas fotografías de su hijo tomadas por su esposa en la cabaña el año pasado, y se da cuenta de que en ellas el pequeño aparece calzado con los zapatos mal colocados: el izquierdo en el pie derecho, y viceversa; cuando se lo comenta a ella, esta última lo interpreta como un mero lapsus suyo; pero, más adelante, el hombre empieza a sospechar que su esposa le puso mal el calzado al niño de manera deliberada, para torturarlo: Lars von Trier visualiza ese gesto. Puede pensarse a partir de aquí que, en efecto, hay algo diabólico en la protagonista femenina, pero el hecho de que ese corto flashback aparezca al albur de los temores del protagonista masculino sugiere que no es realmente un flashback, es decir, la visualización de un hecho del pasado, sino más bien la visualización de los temores del hombre. Se han alzado estos días algunas voces contra la película, afirmando que con ella Von Trier demuestra que es una especie de misógino que odia a las mujeres y dice de ellas que son el anticristo: el diablo personificado. No entiendo que se vea así, y más teniendo en cuenta el notable respeto hacia las mujeres y la denuncia de su opresión por parte de los hombres que llena buena parte de su filmografía. Pienso que, tal y como lo desarrolla en Anticristo, lo que realmente sugiere es el miedo ancestral del Hombre a la Mujer: que es el Hombre quien ha perseguido y aniquilado a la Mujer a lo largo de la Historia, tachándola de bruja o de colaboradora del diablo por la sencilla razón de que no la comprende y tiene miedo de lo que no entiende. Que lo maligno se encuentra en el pensamiento de ese personaje masculino cuya racionalidad, cuya fría mentalidad psiquiátrica, se va desmoronando ante una especie de Misterio Femenino (o, si se prefiere, de Eterno Femenino) que nace del vínculo irrompible entre Mujer y Naturaleza y del cual él se siente excluido. La incapacidad del personaje masculino de abarcar en toda su complejidad la perturbación o, si se quiere, la locura del personaje femenino, es lo que desencadena el tremendo desenlace del relato: en otra de sus “fugas mentales”, el hombre, ¿despierto?, ¿dormido?, ve, o cree ver, un zorro que le dice: “El caos reina”, justo después de que su esposa haya dado muestras de una aparente recuperación total…
Está claro desde el prólogo, las secuencias previas a la llegada de los personajes a la cabaña y diversos momentos posteriores que el sexo ocupa un lugar fundamental en el desarrollo del relato: Anticristo no sólo es, en este sentido, una película sexual (de/con sexo: suele haber bastante en el cine de Lars von Trier), como también sobre el sexo. El film traza al respecto una progresión: empieza con el coito en el cuarto de baño, explosión de carnalidad que tiene su trágico contrapunto en la muerte del niño (naturalmente, llegados al punto del relato en el cual el hombre empieza a sospechar de la naturaleza diabólica de su esposa, quienes compartan sus temores pueden llegar a interpretar que la mujer “distrajo” al esposo a fin de que no impidiera el accidente mortal de ese pequeño del cual quizá deseaba librarse); prosigue con las diversas escenas en el apartamento o ya en la cabaña en la que la mujer busca el cuerpo del hombre para aliviar su ansiedad (el hombre a veces cede a ese acceso carnal y a veces no: su actitud es casi siempre “científica”, incluso algo burlesca ante esa necesidad carnal imperiosa de su esposa); y culmina en una explosión de sexualidad y violencia combinadas, de tal manera que la mujer, completamente poseída por esa naturaleza agreste y exuberante que parece reclamar toda la atención de su cuerpo y su alma, se convierte literalmente en una especie de bestia sexual y, más adelante, en una depredadora. Resulta significativa al respecto, más allá de lo gráfica que resulta y de la estúpida escandalera que ha armado, la secuencia (que me parece muy bella: y lo digo sinceramente) en la cual la mujer sale desnuda de la cabaña porque su esposo no accede a copular con ella y termina tumbada a los pies de un gran árbol y se masturba frenéticamente: su miedo al bosque ha desaparecido, el suelo ya no le quema los pies, se ha convertido en una pieza más del engranaje natural. También resulta destacable que ese árbol a cuyos pies se produce el desfogue de la mujer sea el mismo donde antes hemos visto a la pareja protagonista copulando, en una escena onírica en la cual brazos, piernas y fragmentos de otros cuerpos humanos desnudos asoman entre las altas raíces del vegetal, sin duda la imagen más difundida del film ya antes de su estreno, en la que se vuelve a subrayar la comunión sexual, y sensual, entre seres humanos y naturaleza.
Llegados a este punto del relato, lo implícito deja paso a lo explícito, lo sugerido a lo mostrado abiertamente y sin tapujos, en un giro tonal harto interesante y arriesgado, consecuencia lógica de todo lo anterior: las explicaciones racionales del hombre sobre la conducta desconsolada de su mujer se han venido abajo, y la mujer se ha entregado a una suerte de orgía carnal y emocional con el entorno salvaje que la rodea; el caos reina… En el curso de una violenta discusión –atención: SPOILER—, la mujer golpea a su marido fuertemente en los testículos, dejándolo inconsciente, y a continuación masturba su pene erecto, con tanta rudeza que del mismo acaba brotando sangre; dejando al margen la crudeza de esta imagen, resuelta en un plano medio frontal y que tanta polvareda ha levantado dada su explicitud, lo relevante de la misma reside en que esa eyaculación sanguinolenta tiene algo de ritual sacrílego llevado al extremo: el pene del cual no brota semen, sino sangre: el sexo como expresión, otra vez, de vida, pero también de muerte: ¿no se dice en ocasiones que el orgasmo, masculino y femenino, es en el fondo como una “pequeña muerte”? La cosa no termina ahí: la mujer intenta convertir al marido en una especie de esclavo sexual, y se asegura de que no podrá escaparse mediante un terrible procedimiento –atención: SPOILER—: atraviesa una de sus piernas con un taladro y le atornilla una pesada piedra de afilar (lo cual no puede menos que traer a la memoria la rueda de carro a la cual era atada Nicole Kidman en Dogville y que arrastraba por doquier, convertida asimismo en una esclava, sexual y para lo que fuera menester, de los habitantes del pueblo). Es en este punto cuando el hombre, herido, vejado y atormentado, pierde todo su carácter “humano” (dignidad, inteligencia, civilización…) para convertirse también en un animal que lucha por su supervivencia: no deja lugar a dudas al respecto ese momento en el cual le vemos arrastrarse por el bosque hasta terminar refugiándose en la madriguera que hay cerca de la cabaña, refugio por el cual se ve obligado a luchar a pedradas contra el irritante cuervo que lo ocupa. Hombre y mujer son ya salvajes con un similar grado de animalidad: la mujer, presa de sus deseos y con un compañero herido que es incapaz de satisfacerla, llegará al extremo –atención: SPOILER— de mutilar el origen de su desdicha, su clítoris, empleando unas tijeras; y el hombre, liberado del cepo que le tenía atrapado, se dejará llevar por otro instinto primario –atención: SPOILER—, el de matar, estrangulando a su esposa. Es aquí cuando reaparece, como ya he apuntado al principio de estas líneas, una idea relativamente similar a la ya planteada por Von Trier en El elemento del crimen: si en esta última asistíamos a la odisea, física y mental, de un detective privado que, siguiendo el rastro de un asesino de niñas, terminaba identificándose con el criminal hasta el extremo de terminar cometiendo, asimismo, un infanticidio, en Anticristo asistimos a un doble proceso de degeneración con resultado de muerte: el del psiquiatra frío y racional que acaba perpetrando un uxoricidio tras haberse dejado llevar por un miedo irracional, Masculino, hacia Lo Femenino, y el de la mujer que ha roto todas las cadenas que la sojuzgaban, fuera o no consciente de ellas (el cuidado de un hijo; el papel de esposa de un hombre al que ya no ama: “te crees muy inteligente…”, le dice, con sorna, en diversos momentos del relato), para transformarse en un ser asilvestrado: puro instinto y puro sexo (lo cual, en el fondo, es para ella otra suerte de esclavitud).
La película se cierra –atención: SPOILER— con un epílogo en blanco y negro, como el prólogo, lo cual sugiere que tanto el uno como el otro se corresponden con la visión sin color, sin auténtica vida, del personaje masculino: ese paréntesis, en el cual se ha enfrentado a las fuerzas de la naturaleza y de Lo Femenino, su temporada de color, ha concluido, dejando paso a un triste regreso a casa arrastrando su pierna herida. De repente, el hombre ve o, una vez más, cree ver, a docenas y docenas de mujeres ascendiendo la colina donde se encuentra, pasando a su lado sin hacerle caso y como si atendieran, al igual que su esposa, a la llamada de lo natural, en una especie de “pastoral femenina” de la cual él, como Hombre, está forzosamente excluido. Un rótulo final incluye una dedicatoria a Andrei Tarkovski, que según parece tantas risas provocó en el último Festival de Cannes (y alguna que otra risotada en el pase de prensa donde visioné la película); lejos de ser un chiste, como se ha dicho, me parece absolutamente coherente y nada gratuita la relación espiritual existente entre Anticristo y el cine de Tarkovski; y no me refiero únicamente a los recursos estéticos (el prólogo en blanco y negro, los escenarios naturales neblinosos) que afloran en las aportaciones específicamente fantásticas del gran cineasta ruso, Solaris (Solyaris, 1972) y Stalker (ídem, 1979): sin estar a su altura, el carácter feérico de las imágenes conseguidas por Von Trier no anda tan lejos del tono mágico de La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962), el rigor estético de Andrei Rublev (Andrey Rublyov, 1966), la abstracción de El espejo (Zerkalo, 1975) o la sombría visión de la soledad del ser humano que afloraba en Nostalgia (Nostalghia, 1983) y Sacrificio (Offret, 1986). Anticristo es, hasta la fecha, la ocasión en la que Lars von Trier ha estado más cerca de emular a sus maestros.
martes, 25 de agosto de 2009
FORMAS DEL CINE DE TERROR, MÉTODOS DEL CINE DE AUTOR: A PROPÓSITO DE “ARRÁSTRAME AL INFIERNO” Y “ANTICRISTO” (1)
Sam Raimi y Lars von Trier. A priori, dos maneras antitéticas de entender el cine; el primero, un cineasta norteamericano que empezó a labrarse su prestigio con el cine de terror de bajo presupuesto y ha acabado firmando algunas de las más caras superproducciones de Hollywood de estos últimos años, tal es el caso de la por ahora trilogía –pronto, tetralogía— dedicada a Spider-Man (2002-2004-2007); el segundo, un cineasta danés cuya carrera siempre se ha movido dentro de los círculos selectos de los festivales internacionales de cine que le han servido de plataforma para la promoción de su trabajo. El uno, un cineasta “de masas”; el otro, un cineasta “para minorías”; en ambos casos, al menos, en teoría. Temáticamente, tampoco parece que haya nada en común entre ellos: Raimi ha hecho sobre todo cine fantástico, dejando aparte sus incursiones en la comedia (Ola de crímenes, ola de risas, Crimewave, 1985), el western (Rápida y mortal, The Quick and the Dead, 1995), el thriller (Un plan sencillo, A Simple Plan, 1998) y el, digamos, melodrama deportivo (Entre el amor y el juego, For Love of the Game, 1999); mientras que Von Trier es un cineasta aparentemente menos genérico (de “cine de género”) que el anterior, a pesar de que muchas de sus películas de estos últimos tiempos, momento en el cual su reputación artística ha alcanzado las más altas cotas, hayan partido de los patrones clásicos de algunos géneros tan “típicos” como el melodrama (Rompiendo las olas, Breaking the Waves, 1996; Dogville, ídem, 2003, y Manderlay, ídem, 2004, díptico que pronto se convertirá en trilogía con la adición de la ya anunciada Wasington), el musical (Bailar en la oscuridad, Dancer in the Dark, 2000) e incluso la comedia (El jefe de todo esto, Direktoren for det hele, 2006).
Pero, a poco que se mire con cierto detenimiento, quizá Raimi y Von Trier no estén tan lejos el uno del otro. Ambos son realizadores caracterizados por una notable impronta visual. Los dos, cada uno a su manera, han desarrollado carreras caracterizadas por sus llamativos estilos; dichos estilos pueden gustar o no, pero siguen siendo lo que les dota de personalidad propia y diferenciada. En tercer lugar, ambos coinciden en el hecho de haber incursionado en el cine de terror; Raimi, como es bien sabido, con notable frecuencia; Von Trier, en cambio, mucho menos, pero de una forma bastante significativa, más si tenemos en cuenta que incluso sus títulos aparentemente más “realistas” tienen algo de irreal. Raimi ha regresado al cine de terror con Arrástrame al infierno (Drag Me to Hell, 2009). Von Trier ha llevado a cabo con Anticristo (Antichrist, 2009) su más genuina aportación a ese mismo género desde la serie de televisión The Kingdom (Riget, 1994-1997). Dos maneras de entender el cine fantástico por un lado tan antitéticas como la personalidad de sus creadores; pero, bajo cierto punto de vista, quizá no tan alejadas entre sí. Arrástrame al infierno es una especie de declaración de principios por parte de un Raimi acaso un tanto “quemado” por la experiencia laboral de haber rodado de manera casi consecutiva tres entregas centradas en el Hombre Araña, tal y como daban a entender los signos de fatiga presentes en la mediocre Spider-Man 3 (ídem, 2007). El resultado, siendo consciente de sus imperfecciones, me parece altamente gozoso, una de las películas más estimulantes, creativas y sobre todo divertidas que haya visto últimamente aún partiendo, como parte, de una base argumental un tanto débil, si bien menos inconsistente e insustancial de lo que parece. En cuanto a Anticristo, el nuevo y muy polémico largometraje de Von Trier, generador de amores y odios desde su presentación en el último Festival de Cannes, me ha parecido –lo adelanto ya— muy, muy interesante, una pieza que debería llamar la atención, positivamente, de espectadores y aficionados al cine que no se dejen arrastrar por la aureola de “escándalo” que viene arrastrando este film y vean sus méritos fílmicos en sí mismos considerados. Tanto Arrástrame al infierno como Anticristo parecen partir, por tanto, de una similar inquietud común: la del deseo de desmarcarse de las producciones que sus respectivos realizadores han venido firmando en estos últimos tiempos.
La alegría con que Sam Raimi parece haber hecho frente a la realización de Arrástrame al infierno está fuera de toda duda viendo el film. Directo y sin prejuicios, excelentemente filmado y montado, Arrástrame al infierno es un jocoso festival de horrores que, con independencia de su desparpajo, también se revela a poco que se mire con cierta calma menos frívolo y superficial de lo que parece, yendo más allá del mero “divertimento”. Se ha hablado estos días de lo que la película tiene de aguda digresión sobre el arribismo e incluso como metáfora de la culpabilidad de las entidades bancarias como responsables de la actual crisis financiera, y ello en base a su punto de partida argumental. Christine Brown (Alison Lohman) es una joven que trabaja en el departamento de créditos de un banco. Quiere hacer méritos ante su jefe, el Sr. Jacks (David Paymer), para conseguir un ascenso a un puesto laboral al cual también aspira un repelente compañero de trabajo, Stu (Reggie Lee), el cual parece estar a punto de conseguirlo por encima de Christine a base de aplicar la clásica técnica del lameculos. El Sr. Jacks le recomienda que, para prosperar en su trabajo, tome “decisiones difíciles”, que no es sino un eufemismo bajo el cual encubrir que debe ser dura, inflexible, pensar únicamente en el beneficio del banco y comportarse como una fría hija de puta. Y eso hace: un día, se presenta en el banco una anciana gitana, la Sra. Ganush (Lorna Raver), la cual le suplica incluso de rodillas que se le renueve por tercera vez una hipoteca; Christine toma una “decisión difícil” en nombre del Sr. Jacks, que no quiere ensuciarse las manos, y le niega la renovación. Resultado: la anciana jura vengarse de Christine, por haberla humillado, y le lanza “mal de ojo”: una maldición. A partir de ese momento, la vida de la muchacha se convertirá, literalmente, en un infierno al convertirse en el objetivo de un demonio, el Lamia, que no cejará hasta arrastrarla al averno…
Ya he mencionado que Arrástrame al infierno es un auténtico festín de diversión garantizada para los amantes del cine fantástico; y no sólo, claro está, porque contenga muchas situaciones y arquetipos fácilmente reconocibles (eso no tiene nada de meritorio); tampoco por el notable sentido del humor del que hace gala; sino sobre todo por la destreza demostrada por Raimi a la hora de poner en solfa ese amplio catálogo de horrores satánicos, y haciéndolo, además, con tanta agilidad, destreza e ironía, con tanto y tan contagioso entusiasmo, que se hace perdonar que, en ocasiones, algunos golpes de efecto estén metidos con calzador, o a veces sean decididamente gratuitos. La secuencia del parking no tiene desperdicio: desde el estupendo detalle del pañuelo de la Sra. Ganush revoloteando siniestramente ante los ojos de Christine, hasta la furiosa pelea de ambas mujeres dentro del coche. Los ataques del Lamia a la protagonista en su propia casa rozan la perfección: Raimi vuelve a demostrar, como ya hiciera en su seminal Posesión infernal (The Evil Dead, 1981), cómo es capaz de convertir un decorado en un espacio surrealista por medio de una sabia combinación de inteligente planificación y astuto empleo del sonido: la sombra del Lamia arrastrándose por las paredes o subiendo las escaleras depara algunas de las imágenes más bellas que haya firmado últimamente su realizador. Es cierto, vuelvo a insistir, que hay secuencias que buscan tan sólo aterrar por aterrar, el efecto por el efecto: tal es el caso de la escena en la que Christine repele el enésimo ataque de la bruja Ganush desplomando sobre su cabeza un enorme peso, de tal manera que su cráneo se aplasta y sus ojos salen disparados de sus cuencas… para aplastarse contra la cara de Christine (momento que, como comentaba jocoso Quim Casas en su crónica del Festival de Cannes para Dirigido por… hace pocos meses, provocó un espontáneo aplauso por parte de un público acaso hastiado de los rigores del mal llamado “cine serio”); algunas previsibles apariciones/“sustos” de la Sra. Ganush, como la del dormitorio; incluso el propio prólogo del relato, sin duda impactante, para ir “abriendo boca”; mas su resolución resulta tan efectiva, brillante incluso, que consiguen no desentonar en el conjunto de un relato que, como veremos a continuación, está narrado desde el punto de vista subjetivo de su protagonista femenina, con lo cual introducen, gracias a esa misma “gratuidad”, un determinado componente desestabilizador de la estructura interna del relato: la noción clásica de planteamiento-nudo-desenlace se tambalea así ante los vaivenes de una narración en la cual, tal y como está planteada, puede pasar en cualquier momento cualquier “cosa”. Y esa “violación” de la narrativa tradicional es una de las bases del buen cine fantástico.
No deja de ser sintomático de las intenciones del film el hecho de que el mismo transcurra desde el punto de vista de Christine, de tal manera que a ratos podemos pensar que buena parte de lo que le ocurre, o mejor dicho, de lo que vemos que le ocurre, reside en su imaginación; o, dicho de otro modo, que no es más que el resultado de su mala conciencia. Esa perspectiva subjetiva justifica, asimismo, determinados detalles “imposibles”, como en esa escena en la cual Christine se presenta en el hogar de la Sra. Ganush para pedirle disculpas, descubriendo que se está celebrando precisamente el funeral de la gitana: Christine ve (o cree ver) a la anciana “despertándose” en su ataúd, y el cadáver va a parar encima suyo, derramando sobre ella un repugnante líquido, quizá embalsamador; ahora bien, cuando Christine se incorpora, no tiene ni una sola mancha en su ropa… De hecho, ese impagable detalle de la secuencia del banco, en virtud del cual Christine y sólo Christine ve a la vieja gitana quitándose y poniéndose la dentadura postiza (sic), apunta a algo que se desarrollará a continuación: que Christine es una “niña pija” a la que, entre otras cosas, le repugnan los pobres. Sabemos de Christine que es una chica que quiere “trepar” en el trabajo; que mira con ojos envidiosos las maniobras de lameculos de Stu; que tiene un novio aparentemente tan normal-y-corriente (ergo, tan vulgar) como ella, Clay (Justin Long); se nos dice de pasada que de pequeña fue una “niña gorda”, algo que la molestaba profundamente. Tal y como le advierte el adivino Rham Jas (Dileep Rao), Christine será capaz de hacer cosas que creía inimaginables con tal de librarse del acoso del Lamia: desde matar a su propio gatito hasta aceptar los consejos del adivino, pasando por ponerse en manos de la curandera Shaun San Dena (Adriana Barraza), profanar tumbas o intentar pasarle la maldición a un anciano decrépito o al odioso de Stu (en una secuencia brillante, la de la cafetería, que expone con sencillez y eficacia los frágiles límites de la moral y la ética del ser humano ante una situación de pura supervivencia en la que el miedo lo es todo y lo demás para a ser secundario; es interesante, asimismo, que en esta secuencia el espectador pueda llegar a identificarse con Christine y considerar, al igual que ella, que el arribista Stu es un personaje “prescindible” o “eliminable”…, o lo que es lo mismo, que merece morir). Resulta ejemplar, asimismo, la conclusión del relato, que no destriparé aquí en atención a quien todavía no haya visto la película, nada complaciente para los tiempos que corren, irónica y rebosante de mala leche.
(continuará…)
Pero, a poco que se mire con cierto detenimiento, quizá Raimi y Von Trier no estén tan lejos el uno del otro. Ambos son realizadores caracterizados por una notable impronta visual. Los dos, cada uno a su manera, han desarrollado carreras caracterizadas por sus llamativos estilos; dichos estilos pueden gustar o no, pero siguen siendo lo que les dota de personalidad propia y diferenciada. En tercer lugar, ambos coinciden en el hecho de haber incursionado en el cine de terror; Raimi, como es bien sabido, con notable frecuencia; Von Trier, en cambio, mucho menos, pero de una forma bastante significativa, más si tenemos en cuenta que incluso sus títulos aparentemente más “realistas” tienen algo de irreal. Raimi ha regresado al cine de terror con Arrástrame al infierno (Drag Me to Hell, 2009). Von Trier ha llevado a cabo con Anticristo (Antichrist, 2009) su más genuina aportación a ese mismo género desde la serie de televisión The Kingdom (Riget, 1994-1997). Dos maneras de entender el cine fantástico por un lado tan antitéticas como la personalidad de sus creadores; pero, bajo cierto punto de vista, quizá no tan alejadas entre sí. Arrástrame al infierno es una especie de declaración de principios por parte de un Raimi acaso un tanto “quemado” por la experiencia laboral de haber rodado de manera casi consecutiva tres entregas centradas en el Hombre Araña, tal y como daban a entender los signos de fatiga presentes en la mediocre Spider-Man 3 (ídem, 2007). El resultado, siendo consciente de sus imperfecciones, me parece altamente gozoso, una de las películas más estimulantes, creativas y sobre todo divertidas que haya visto últimamente aún partiendo, como parte, de una base argumental un tanto débil, si bien menos inconsistente e insustancial de lo que parece. En cuanto a Anticristo, el nuevo y muy polémico largometraje de Von Trier, generador de amores y odios desde su presentación en el último Festival de Cannes, me ha parecido –lo adelanto ya— muy, muy interesante, una pieza que debería llamar la atención, positivamente, de espectadores y aficionados al cine que no se dejen arrastrar por la aureola de “escándalo” que viene arrastrando este film y vean sus méritos fílmicos en sí mismos considerados. Tanto Arrástrame al infierno como Anticristo parecen partir, por tanto, de una similar inquietud común: la del deseo de desmarcarse de las producciones que sus respectivos realizadores han venido firmando en estos últimos tiempos.
La alegría con que Sam Raimi parece haber hecho frente a la realización de Arrástrame al infierno está fuera de toda duda viendo el film. Directo y sin prejuicios, excelentemente filmado y montado, Arrástrame al infierno es un jocoso festival de horrores que, con independencia de su desparpajo, también se revela a poco que se mire con cierta calma menos frívolo y superficial de lo que parece, yendo más allá del mero “divertimento”. Se ha hablado estos días de lo que la película tiene de aguda digresión sobre el arribismo e incluso como metáfora de la culpabilidad de las entidades bancarias como responsables de la actual crisis financiera, y ello en base a su punto de partida argumental. Christine Brown (Alison Lohman) es una joven que trabaja en el departamento de créditos de un banco. Quiere hacer méritos ante su jefe, el Sr. Jacks (David Paymer), para conseguir un ascenso a un puesto laboral al cual también aspira un repelente compañero de trabajo, Stu (Reggie Lee), el cual parece estar a punto de conseguirlo por encima de Christine a base de aplicar la clásica técnica del lameculos. El Sr. Jacks le recomienda que, para prosperar en su trabajo, tome “decisiones difíciles”, que no es sino un eufemismo bajo el cual encubrir que debe ser dura, inflexible, pensar únicamente en el beneficio del banco y comportarse como una fría hija de puta. Y eso hace: un día, se presenta en el banco una anciana gitana, la Sra. Ganush (Lorna Raver), la cual le suplica incluso de rodillas que se le renueve por tercera vez una hipoteca; Christine toma una “decisión difícil” en nombre del Sr. Jacks, que no quiere ensuciarse las manos, y le niega la renovación. Resultado: la anciana jura vengarse de Christine, por haberla humillado, y le lanza “mal de ojo”: una maldición. A partir de ese momento, la vida de la muchacha se convertirá, literalmente, en un infierno al convertirse en el objetivo de un demonio, el Lamia, que no cejará hasta arrastrarla al averno…
Ya he mencionado que Arrástrame al infierno es un auténtico festín de diversión garantizada para los amantes del cine fantástico; y no sólo, claro está, porque contenga muchas situaciones y arquetipos fácilmente reconocibles (eso no tiene nada de meritorio); tampoco por el notable sentido del humor del que hace gala; sino sobre todo por la destreza demostrada por Raimi a la hora de poner en solfa ese amplio catálogo de horrores satánicos, y haciéndolo, además, con tanta agilidad, destreza e ironía, con tanto y tan contagioso entusiasmo, que se hace perdonar que, en ocasiones, algunos golpes de efecto estén metidos con calzador, o a veces sean decididamente gratuitos. La secuencia del parking no tiene desperdicio: desde el estupendo detalle del pañuelo de la Sra. Ganush revoloteando siniestramente ante los ojos de Christine, hasta la furiosa pelea de ambas mujeres dentro del coche. Los ataques del Lamia a la protagonista en su propia casa rozan la perfección: Raimi vuelve a demostrar, como ya hiciera en su seminal Posesión infernal (The Evil Dead, 1981), cómo es capaz de convertir un decorado en un espacio surrealista por medio de una sabia combinación de inteligente planificación y astuto empleo del sonido: la sombra del Lamia arrastrándose por las paredes o subiendo las escaleras depara algunas de las imágenes más bellas que haya firmado últimamente su realizador. Es cierto, vuelvo a insistir, que hay secuencias que buscan tan sólo aterrar por aterrar, el efecto por el efecto: tal es el caso de la escena en la que Christine repele el enésimo ataque de la bruja Ganush desplomando sobre su cabeza un enorme peso, de tal manera que su cráneo se aplasta y sus ojos salen disparados de sus cuencas… para aplastarse contra la cara de Christine (momento que, como comentaba jocoso Quim Casas en su crónica del Festival de Cannes para Dirigido por… hace pocos meses, provocó un espontáneo aplauso por parte de un público acaso hastiado de los rigores del mal llamado “cine serio”); algunas previsibles apariciones/“sustos” de la Sra. Ganush, como la del dormitorio; incluso el propio prólogo del relato, sin duda impactante, para ir “abriendo boca”; mas su resolución resulta tan efectiva, brillante incluso, que consiguen no desentonar en el conjunto de un relato que, como veremos a continuación, está narrado desde el punto de vista subjetivo de su protagonista femenina, con lo cual introducen, gracias a esa misma “gratuidad”, un determinado componente desestabilizador de la estructura interna del relato: la noción clásica de planteamiento-nudo-desenlace se tambalea así ante los vaivenes de una narración en la cual, tal y como está planteada, puede pasar en cualquier momento cualquier “cosa”. Y esa “violación” de la narrativa tradicional es una de las bases del buen cine fantástico.
No deja de ser sintomático de las intenciones del film el hecho de que el mismo transcurra desde el punto de vista de Christine, de tal manera que a ratos podemos pensar que buena parte de lo que le ocurre, o mejor dicho, de lo que vemos que le ocurre, reside en su imaginación; o, dicho de otro modo, que no es más que el resultado de su mala conciencia. Esa perspectiva subjetiva justifica, asimismo, determinados detalles “imposibles”, como en esa escena en la cual Christine se presenta en el hogar de la Sra. Ganush para pedirle disculpas, descubriendo que se está celebrando precisamente el funeral de la gitana: Christine ve (o cree ver) a la anciana “despertándose” en su ataúd, y el cadáver va a parar encima suyo, derramando sobre ella un repugnante líquido, quizá embalsamador; ahora bien, cuando Christine se incorpora, no tiene ni una sola mancha en su ropa… De hecho, ese impagable detalle de la secuencia del banco, en virtud del cual Christine y sólo Christine ve a la vieja gitana quitándose y poniéndose la dentadura postiza (sic), apunta a algo que se desarrollará a continuación: que Christine es una “niña pija” a la que, entre otras cosas, le repugnan los pobres. Sabemos de Christine que es una chica que quiere “trepar” en el trabajo; que mira con ojos envidiosos las maniobras de lameculos de Stu; que tiene un novio aparentemente tan normal-y-corriente (ergo, tan vulgar) como ella, Clay (Justin Long); se nos dice de pasada que de pequeña fue una “niña gorda”, algo que la molestaba profundamente. Tal y como le advierte el adivino Rham Jas (Dileep Rao), Christine será capaz de hacer cosas que creía inimaginables con tal de librarse del acoso del Lamia: desde matar a su propio gatito hasta aceptar los consejos del adivino, pasando por ponerse en manos de la curandera Shaun San Dena (Adriana Barraza), profanar tumbas o intentar pasarle la maldición a un anciano decrépito o al odioso de Stu (en una secuencia brillante, la de la cafetería, que expone con sencillez y eficacia los frágiles límites de la moral y la ética del ser humano ante una situación de pura supervivencia en la que el miedo lo es todo y lo demás para a ser secundario; es interesante, asimismo, que en esta secuencia el espectador pueda llegar a identificarse con Christine y considerar, al igual que ella, que el arribista Stu es un personaje “prescindible” o “eliminable”…, o lo que es lo mismo, que merece morir). Resulta ejemplar, asimismo, la conclusión del relato, que no destriparé aquí en atención a quien todavía no haya visto la película, nada complaciente para los tiempos que corren, irónica y rebosante de mala leche.
(continuará…)
lunes, 17 de agosto de 2009
“HARRY POTTER Y EL MISTERIO DEL PRÍNCIPE” – “ICE AGE 3: EL ORIGEN DE LOS DINOSAURIOS”
Mi paréntesis vacacional, la acumulación de estrenos veraniegos y mi diversificación laboral me han forzado a repartirme un poco en detrimento de este blog que, no me cansaré de insistir en ello, escribo por el mero placer de hacerlo, sin pretensiones de pontificar y con la única intención de conversar tranquilamente sobre cine. Para reanimarlo un poco, incluyo aquí un par de reseñas que en principio formaban parte de una entrada que preveía iba a ser más extensa y donde tenía pensado incluir diversos estrenos de los meses de julio y agosto que me he echado a los ojos. Como estamos ya a mediados de agosto, los estrenos se amontonan y he tenido la ocasión de hablar de algunos de ellos en comentarios que saldrán próximamente publicados en Dirigido por... e Imágenes de Actualidad –es el caso de Up, de Pete Docter y Bob Peterson, Asalto al tren Pelham 1 2 3, de Tony Scott, G.I. Joe, de Stephen Sommers, o Desgracia, de Steve Jacobs—, me abstendré de hablar de ninguno de ellos aquí, con la excepción de Harry Potter y el misterio del príncipe, que he optado por incluir en el blog con un texto más extenso que el que saldrá en fecha próxima también en Imágenes de Actualidad. Esta entrada es modesta, lo sé; se trata, tan sólo, de desengrasarme tras la vuelta de las vacaciones de verano, mientras preparo estos días un par de nuevas entradas relacionadas con otros títulos que también he visto en cines recientemente, y que dadas sus características especiales creo que darán mucho de sí.
Harry Potter y el misterio del príncipe (Harry Potter and the Half-Blood Prince, 2009), de David Yates.- Se ha venido diciendo casi desde el primer día (¡antes, incluso, de que se hubiese estrenado!) que esta nueva entrega de la serie Harry Potter era la mejor de todas. Pues bien, tras haberla visto, solamente puedo atribuir aquella afirmación al entusiasmo de los incondicionales de la saga, a los lectores del libro a partir del cual ha salido esta película y que yo desconozco (Harry Potter y el príncipe mestizo en su edición española), o sencillamente a una mera campaña publicitaria, dado que este nuevo capítulo cinematográfico de la creación de J.K. Rowling me ha parecido uno de los menos interesantes, y acaso el más aburrido de todos, dada su duración a todas luces excesiva. No digo que Harry Potter y el misterio del príncipe sea un film abominable: está rodado con corrección, su acabado técnico es impecable y “funciona” desde una perspectiva estrictamente formal. Sencillamente, no da lo que promete. Tras un arranque vistoso para ir “abriendo boca” (el ataque de los Mortífagos al londinense Puente del Milenio y al barrio secreto de los magos), lo más teóricamente interesante, la descripción de la infancia y juventud de Tom Riddle, el futuro Lord Voldemort, está resuelto de una manera tan formularia y apática que no la animan ni los vistosos flashbacks de tono verdoso que la ilustran; además, se echa en falta la presencia de Ralph Fiennes, ausente de esta entrega por razones argumentales. Y, con franqueza, los problemas amoroso-adolescentes de Harry (Daniel Radcliffe), Hermione (Emma Watson) y Ron (Rupert Grint) son para bostezar largo y tendido: por comparación, y sin salirnos de la saga, estaban mucho mejor resueltos y dosificados en la despreciada Harry Potter y el cáliz de fuego (Harry Potter and the Goblet of Fire, 2005, Mike Newell), una de las mejores entregas de la serie junto con Harry Potter y la cámara secreta (Harry Potter and the Chamber of Secrets, 2002, Chris Columbus). Asimismo, da pena ver a intérpretes atractivos como Alan Rickman o Helena Bonham Carter aquí tan desaprovechados, a pesar de la relevancia que tienen sus personajes en el desarrollo de la trama (sobre todo, el encarnado por Rickman). El realizador David Yates se esfuerza por darle un tono tenebroso al relato –el mismo que ya intentó imprimir en su anterior, y también mediocre, Harry Potter y la Orden del Fénix (Harry Potter and the Order of the Phoenix, 2007), en la línea “oscura” de la no menos sobrevalorada Harry Potter y el prisionero de Azkabán (Harry Potter and the Prisoner of Azkaban, 2004, Alfonso Cuarón)—, pero el resultado es a todas luces insuficiente, a pesar de un morceau de bravoure –la eficaz secuencia de Harry y Dumbledore (Michael Gambon) en la cueva— que tarda mucho, demasiado, a incorporarse a la función: llevamos ya dos horas de proyección, y la secuencia tampoco es tan brillante como para compensar tanta, tanta espera. Señalar, empero, un par de aspectos de este decepcionante Harry Potter y el misterio del príncipe, éstos sí dignos de mención: la interpretación de Jim Broadbent, realmente extraordinario en todas sus intervenciones, hasta el punto de que por sí solo consigue imprimir a la película ni que sea una apariencia de densidad; y la partitura del compositor Nicholas Cooper, que a mi entender consigue desmarcarse de los trabajos previos de John Williams y Patrick Doyle con una banda sonora personal que recoge la mejor herencia del sinfonismo británico.
Ice Age 3: el origen de los dinosaurios (Ice Age: Dawn of the Dinosaurs, 2009), de Carlos Saldanha y Mike Thurmeier.- También me ha decepcionado un poco esta nueva entrega de la serie Ice Age, ya que a mi entender continúa el camino de decreciente interés que ya mostraba la todavía atractiva Ice Age 2: el deshielo (Ice Age: The Meltdown, 2006, Carlos Saldanha) respecto a la excelente Ice Age (La edad de hielo) (Ice Age, 2002, Chris Wedge y Carlos Saldanha). Sigo pensando que lo mejor de esta última era su espléndido sentido del gag, algo que ya se percibía con mucha menos intensidad en Ice Age 2: el deshielo, la cual aumentaba a cambio las dosis de aventura, algo que vuelve a reaparecer de forma más perceptible en Ice Age 3: el origen de los dinosaurios, donde los gags aparecen reducidos al mínimo en beneficio de las secuencias de acción. Ello, en sí mismo considerado, no sería negativo si no fuese porque se nota demasiado su condición de secuela del primer Ice Age que intenta mantener el patrón establecido por esta última; así, los ya célebres paréntesis cómicos protagonizados por la rata Scrat y su bellota aquí parecen metidos con calzador más que nunca. Tampoco está a la altura de lo que inicialmente promete la descripción del nuevo escenario de las peripecias de los personajes de Ice Age 1 & 2, es decir, ese “mundo perdido” poblado de dinosaurios del cual podría haberse sacado mucho más jugo. Hay que anotar, en el terreno de lo positivo, la incorporación del personaje de Buck, esa enloquecida zarigüeya tuerta que tiene a su cargo algunos de los mejores momentos de la función, en particular aquellos que atañen a su enfrentamiento con un gigantesco dinosaurio que viene a ser su propia versión de Moby Dick. Ice Age 3: el origen de los dinosaurios acaba siendo, a pesar de todos esos defectos, un buen film: hay algunos gags que funcionan (por ejemplo, la primera secuencia cómica que enfrenta a Scrat con una ladina versión femenina de sí mismo); y secuencias de acción bien resueltas, como la de la planta carnívora o la pelea contra los velociraptores mientras la mamut da a luz a su cría. Pero el conjunto transmite, a pesar de esos destellos de brillantez, una sensación mecánica y a ratos de rutina que parece poner en evidencia el desgaste de la fórmula que lo sostiene y que no hace esperar nada bueno de cara a una hipotética cuarta entrega.
Harry Potter y el misterio del príncipe (Harry Potter and the Half-Blood Prince, 2009), de David Yates.- Se ha venido diciendo casi desde el primer día (¡antes, incluso, de que se hubiese estrenado!) que esta nueva entrega de la serie Harry Potter era la mejor de todas. Pues bien, tras haberla visto, solamente puedo atribuir aquella afirmación al entusiasmo de los incondicionales de la saga, a los lectores del libro a partir del cual ha salido esta película y que yo desconozco (Harry Potter y el príncipe mestizo en su edición española), o sencillamente a una mera campaña publicitaria, dado que este nuevo capítulo cinematográfico de la creación de J.K. Rowling me ha parecido uno de los menos interesantes, y acaso el más aburrido de todos, dada su duración a todas luces excesiva. No digo que Harry Potter y el misterio del príncipe sea un film abominable: está rodado con corrección, su acabado técnico es impecable y “funciona” desde una perspectiva estrictamente formal. Sencillamente, no da lo que promete. Tras un arranque vistoso para ir “abriendo boca” (el ataque de los Mortífagos al londinense Puente del Milenio y al barrio secreto de los magos), lo más teóricamente interesante, la descripción de la infancia y juventud de Tom Riddle, el futuro Lord Voldemort, está resuelto de una manera tan formularia y apática que no la animan ni los vistosos flashbacks de tono verdoso que la ilustran; además, se echa en falta la presencia de Ralph Fiennes, ausente de esta entrega por razones argumentales. Y, con franqueza, los problemas amoroso-adolescentes de Harry (Daniel Radcliffe), Hermione (Emma Watson) y Ron (Rupert Grint) son para bostezar largo y tendido: por comparación, y sin salirnos de la saga, estaban mucho mejor resueltos y dosificados en la despreciada Harry Potter y el cáliz de fuego (Harry Potter and the Goblet of Fire, 2005, Mike Newell), una de las mejores entregas de la serie junto con Harry Potter y la cámara secreta (Harry Potter and the Chamber of Secrets, 2002, Chris Columbus). Asimismo, da pena ver a intérpretes atractivos como Alan Rickman o Helena Bonham Carter aquí tan desaprovechados, a pesar de la relevancia que tienen sus personajes en el desarrollo de la trama (sobre todo, el encarnado por Rickman). El realizador David Yates se esfuerza por darle un tono tenebroso al relato –el mismo que ya intentó imprimir en su anterior, y también mediocre, Harry Potter y la Orden del Fénix (Harry Potter and the Order of the Phoenix, 2007), en la línea “oscura” de la no menos sobrevalorada Harry Potter y el prisionero de Azkabán (Harry Potter and the Prisoner of Azkaban, 2004, Alfonso Cuarón)—, pero el resultado es a todas luces insuficiente, a pesar de un morceau de bravoure –la eficaz secuencia de Harry y Dumbledore (Michael Gambon) en la cueva— que tarda mucho, demasiado, a incorporarse a la función: llevamos ya dos horas de proyección, y la secuencia tampoco es tan brillante como para compensar tanta, tanta espera. Señalar, empero, un par de aspectos de este decepcionante Harry Potter y el misterio del príncipe, éstos sí dignos de mención: la interpretación de Jim Broadbent, realmente extraordinario en todas sus intervenciones, hasta el punto de que por sí solo consigue imprimir a la película ni que sea una apariencia de densidad; y la partitura del compositor Nicholas Cooper, que a mi entender consigue desmarcarse de los trabajos previos de John Williams y Patrick Doyle con una banda sonora personal que recoge la mejor herencia del sinfonismo británico.
Ice Age 3: el origen de los dinosaurios (Ice Age: Dawn of the Dinosaurs, 2009), de Carlos Saldanha y Mike Thurmeier.- También me ha decepcionado un poco esta nueva entrega de la serie Ice Age, ya que a mi entender continúa el camino de decreciente interés que ya mostraba la todavía atractiva Ice Age 2: el deshielo (Ice Age: The Meltdown, 2006, Carlos Saldanha) respecto a la excelente Ice Age (La edad de hielo) (Ice Age, 2002, Chris Wedge y Carlos Saldanha). Sigo pensando que lo mejor de esta última era su espléndido sentido del gag, algo que ya se percibía con mucha menos intensidad en Ice Age 2: el deshielo, la cual aumentaba a cambio las dosis de aventura, algo que vuelve a reaparecer de forma más perceptible en Ice Age 3: el origen de los dinosaurios, donde los gags aparecen reducidos al mínimo en beneficio de las secuencias de acción. Ello, en sí mismo considerado, no sería negativo si no fuese porque se nota demasiado su condición de secuela del primer Ice Age que intenta mantener el patrón establecido por esta última; así, los ya célebres paréntesis cómicos protagonizados por la rata Scrat y su bellota aquí parecen metidos con calzador más que nunca. Tampoco está a la altura de lo que inicialmente promete la descripción del nuevo escenario de las peripecias de los personajes de Ice Age 1 & 2, es decir, ese “mundo perdido” poblado de dinosaurios del cual podría haberse sacado mucho más jugo. Hay que anotar, en el terreno de lo positivo, la incorporación del personaje de Buck, esa enloquecida zarigüeya tuerta que tiene a su cargo algunos de los mejores momentos de la función, en particular aquellos que atañen a su enfrentamiento con un gigantesco dinosaurio que viene a ser su propia versión de Moby Dick. Ice Age 3: el origen de los dinosaurios acaba siendo, a pesar de todos esos defectos, un buen film: hay algunos gags que funcionan (por ejemplo, la primera secuencia cómica que enfrenta a Scrat con una ladina versión femenina de sí mismo); y secuencias de acción bien resueltas, como la de la planta carnívora o la pelea contra los velociraptores mientras la mamut da a luz a su cría. Pero el conjunto transmite, a pesar de esos destellos de brillantez, una sensación mecánica y a ratos de rutina que parece poner en evidencia el desgaste de la fórmula que lo sostiene y que no hace esperar nada bueno de cara a una hipotética cuarta entrega.
jueves, 6 de agosto de 2009
“SCIFIWORLD” AGOSTO 2009, YA A LA VENTA Y CON DOBLE PORTADA
El número 17 de la revista Scifiworld destaca, en primer lugar, por publicar este mes dos portadas con los rostros de Daniel Radcliffe y Emma Watson, intérpretes respectivos de Harry Potter y Hermione, con motivo del reciente estreno de la última, aunque todavía no definitiva, entrega de la serie creada por la escritora J.K. Rowling, Harry Potter y el misterio del príncipe; en el mismo número, sus responsables aprovechan la ocasión para repasar lo que ha dado de sí la saga de Hogwarts. También hay artículos dedicados a Poltergeist, a la versión de La isla del Dr. Moreau firmada por John Frankenheimer (yo debo ser de los pocos a los que les gusta) y a la excelente producción fantástica del malogrado cineasta británico Jack Clayton. Mi contribución de este mes, bajo el genérico Terrores reales, pretende ser un repaso a algunas producciones de corte fantástico que de un modo u otro se inspiran en hechos reales o que han sido “vendidas” como tales, tal es el caso del film, de próximo estreno, Exorcismo en Connecticut.
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