Durante la segunda quincena de este mes de julio estaré de viaje, disfrutando de unas vacaciones que, aunque esté mal que yo lo diga, tengo bien merecidas. De ahí que hasta principios del mes que viene no reanudaré mi actividad en este blog, el cual empero queda abierto a todos los amigos y seguidores que hacen gala de la paciencia que requiere aguantar lo que escribo para que puedan seguir dejando sus comentarios. Agradeciendo, como siempre, la generosa atención que le habéis dispensado, un cordial saludo y, tanto si tenéis vacaciones estivales este mismo mes de julio como si son en agosto, que disfrutéis de un feliz verano, de buen cine y sobre todo de la vida.
viernes, 10 de julio de 2009
“TETRO”: LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE COPPOLA
Me parece asombroso, pero no tengo más remedio que rendirme a la evidencia: Francis Ford Coppola, el mejor realizador norteamericano de su generación, autor de la extraordinaria saga de El padrino (The Godfather, 1972-1974-1990) –cuya segunda entrega me sigue pareciendo uno de los films más bellos de la historia del cine— y del excepcional –en su edición redux de 2001— Apocalypse Now (ídem, 1979), además de otros títulos tan magníficos como La conversación (The Conversation, 1974) y La ley de la calle (Rumble Fish, 1983), y de un buen puñado de como mínimo interesantes, tal es el caso –irregularidades incluidas— de Corazonada (One from the Heart, 1982), Rebeldes (The Outsiders, 1983), Peggy Sue se casó (Peggy Sue Got Married, 1986), Jardines de piedra (Gardens of Stone, 1987), Un hombre y su sueño (Tucker: The Man and His Dream, 1988), Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992) y Legítima defensa (The Rainmaker, 1997); este realizador, como digo, estrena una nueva película en España… y la sensación general es de que eso apenas interesa.
Cómo pasa el tiempo y, sobre todo, qué rápido; no habrá más remedio que darle la razón a Zygmunt Bauman y a su concepto líquido de la sociedad y la vida misma y, por analogía, aplicarlo al mundo del cine, porque de un tiempo a esta parte parece que quienes estamos interesados en el cinematógrafo como medio de expresión asistimos a la consolidación de un cine líquido. Un cine que nunca se está quieto sino que busca renovarse constantemente, lo cual sería maravilloso si no fuese porque no siempre hay tras ese movimiento perpetuo un anhelo de perfeccionamiento estético, una inquietud artística real, sino más bien una especie de pulsión compulsiva hacia lo novedoso y lo moderno, o mejor dicho, lo que se entiende por novedoso y moderno (en sus acepciones más simples y superficiales de “estar al día”), buscando la novedad por la novedad, la modernidad por la modernidad, el estar al día por el estar al día, con el mismo frenesí con el que un tiburón tiene que estar moviéndose continuamente si no quiere perecer. Lo que ayer fue moderno hoy ya está superado, y mañana, definitivamente olvidado. Es el todo pasa y nada permanece llevado al extremo. Nada dura, no ya eternamente (¡eso es demasiado tiempo!), sino ni siquiera una temporada; olvídate del ayer y vive no el hoy (¡hasta eso es anticuado!), sino el mañana. El cine, o será moderno o no será. Y los cineastas que no sean modernos, tampoco serán. Esas son las reglas del juego: quien quiera jugar, que juegue; quien no, que se aparte. O, mejor aún, que se muera; y si es viejo, doble motivo para morirse: porque no es moderno, ergo joven, y porque el cine es, dicen, cosa de jóvenes.
No resulta de extrañar que en el contexto actual del cine líquido, el cual barre como si fuera una ola gigante a lo Roland Emmerich a quienes no siguen las reglas del juego de cierta modernidad contemporánea equivalente a un “haz cine al día, muere rápido y serás un bonito cadáver metido en un ataúd de Blu-ray”, cineastas como Coppola u otros de su generación como Werner Herzog, Wim Wenders o Marco Bellocchio de vez en cuando saquen la cabeza del agua y tomen una bocanada de aire antes de volver a ser cubiertos por la marea implacable e inapelable del cine líquido, un océano cruel en el que hasta sus propios partidarios corren peligro de ahogarse de un día para el otro, ilusoriamente convencidos de que son ellos quienes impulsan esa corriente y no al revés, dado que suelen olvidar que pueden ser barridos a corto o medio plazo por la ola que ya se está alzando a sus espaldas.
Esta digresión previa –y disculpen su extensión— viene a cuento de la recepción en nuestro país del recientemente estrenado último film de Coppola, Tetro (ídem, 2009), su segundo largometraje tras el largo silencio profesional que hubo en su carrera desde el estreno de Legítima defensa y hasta la realización de Youth Without Youth (2007), que no he tenido ocasión de ver (según parece, se proyectará en la sección Seven Chances del próximo Festival de Sitges, y no es descartable su pronta edición en formatos domésticos), pero cuya fría acogida internacional ya fue un adelanto de lo que parece que ha vuelto a ocurrir, quizá a menor escala, con Tetro: que, por encima de consideraciones sobre su calidad, lo que parece discutirse es si Coppola está o no “al día”. Si sigue siendo el realizador casi de vanguardia que en ocasiones con medios hollywoodienses renovó géneros estandarizados como el de gánsteres (El padrino), el bélico (Apocalypse Now) o el musical (Corazonada), haciendo incursiones brillantes en los márgenes de la independencia (La ley de la calle); o si, por el contrario, se ha convertido definitivamente en el hombre que, acuciado por las deudas, se “vendió” a estrellas como Kathleen Turner (Peggy Sue se casó) y Robin Williams (Jack/ídem, 1996), a productores y estudios como Robert Evans (Cotton Club/The Cotton Club, 1984), George Lucas (Un hombre y su sueño) y Columbia Pictures (Drácula de Bram Stoker), y a franquicias como John Grisham (Legítima defensa). En resumidas cuentas, lo que se cuestiona es si Coppola todavía tiene algo que decir en el contexto del actual cine líquido, sacudido en esta última década y media por los vaivenes de la posmodernidad y la influencia del nuevo cine asiático mientras el director de Rebeldes se dedicaba entre otros menesteres a embotellar el vino de sus viñedos en el valle de Napa o a retocar el desastroso Supernova (ídem, 2000) de Walter Hill.
La cuestión sobre la supervivencia de un cineasta como Coppola en la actualidad no es nueva; ya se planteó, recuerdo, con motivo del estreno en España de Entrevista (Intervista, 1990), uno de los últimos trabajos de Fellini; en parte, se repitió ante el estreno de la película póstuma de Stanley Kubrick, Eyes Wide Shut (ídem, 1999); y se ha dado con motivo de la llegada de algún otro trabajo de cualquier realizador que se considere que no está “al día”. (¿Por qué será que uno tiene la sensación de que tan sólo aquí preocupan estas zarandajas?) A sus 70 años, Coppola carece de la patente de corso de la que disfruta Manoel de Oliveira, que con un siglo de vida a sus espaldas todavía sigue siendo, dicen, “joven” y “moderno”. Peor aún: víctima de no se sabe bien qué misterioso virus que parece haber borrado la memoria de mucha gente, Coppola es valorado estos días mediante insípidas comparaciones con realizadores, éstos sí, “modernos y actuales” que no le llegan ni a la suela del zapato. Leo estupefacto en el suplemento dominical de un famoso periódico de tirada nacional (y me está bien empleado, por leer lo que se publica en dichos suplementos) la opinión de alguien cuyo nombre me he esforzado en olvidar que compara Tetro con Jim Jarmusch y, horror, con Pedro Almodóvar. ¿Por qué? ¿Porque Tetro está rodada en un 95% en blanco y negro como, dicen, los primeros Jarmusch? ¿Jim Jarmusch es el referente ineludible del cine en blanco y negro? (¿Es Jarmusch el referente de algo?, añadiría, a riesgo de parecer cruel) ¿Porque algunos de los personajes de Tetro también fuman mucho y toman café, algo que como es bien sabido sólo ocurre en las películas de Jim Jarmusch? ¿Y la comparación con Almodóvar, quien firmó en 1980 su primer largometraje, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, cuando Coppola ya había hecho en la década anterior El padrino, La conversación, El padrino, segunda parte y Apocalypse Now? ¿Porque sale Carmen Maura, cuya presencia en el reparto, por cierto, ni siquiera estaba inicialmente prevista, habida cuenta que su papel corría a cargo, recordemos, de un intérprete masculino, Javier Bardem? (Se me olvidaba: éste también es y será siempre “un chico Almodóvar”: recuérdese Carne trémula, 1997) Todas las opiniones son respetables. Todo el mundo tiene derecho a decir lo que piensa. Pero, de vez en cuando, tampoco estaría mal que primero se pensara lo que se dice.
Por otro lado, si algo queda claro viendo Tetro es que se trata, para bien o para mal, de un film de Francis Ford Coppola. La utilización del blanco y negro con paréntesis en color remite no a Jarmusch, por favor, sino a La ley de la calle. Su trasfondo de melodrama familiar lo hallamos en muchos títulos de su filmografía que ni siquiera es necesario citar aquí, si bien no está de más añadir que el conflicto en el seno de una familia llena de talentos ya se encontraba apuntado en Vida sin Zoe (Life without Zoe), el mejor de los tres episodios que componen Historias de Nueva York (New York Stories, 1989), donde ya aparecía la figura de un padre vinculado al mundo de la música y distanciado de su hija. Asimismo, el carácter deliberadamente artificial, en el límite de lo irreal, de las escenas con referencias al teatro y la ópera, forma parte intrínseca de la atmósfera de la hoy olvidada –y no tan despreciable— El valle del arco iris (Finian’s Rainbow, 1968), así como de El padrino, segunda parte, Corazonada, El padrino, parte III o Rip Van Winkle (1987), su episodio para la serie de televisión Cuentos de hadas (Faerie Tale Theatre, 1982-1987). Está, asimismo, el culto al cine “clásico” y su inserción con sentido en el contexto de lo que se está narrando, en este caso breves fragmentos de la rarísima película de Michael Powell y Emeric Pressburger Los cuentos de Hoffman (The Tales of Hoffman, 1951) que se alternan con recreaciones imaginarias rodadas en color a modo de contrapunto del pensamiento de los personajes.
Ahora bien; a pesar de toda esa indudable coherencia y fidelidad de Coppola a sí mismo, ¿es Tetro una gran película? Esta cuestión es, creo, la única que debería interesar a fin de cuentas. Con lo cual apuntamos otro tema espinoso: la aparente obligación de un cineasta de prestigio de superar todo aquello que ha hecho previamente, de tal manera que Coppola (y tantos otros) siempre tiene que hacer el triple salto mortal sin red en cada nuevo trabajo porque es el-director-de-El padrino-y-Apocalypse Now. Digamos de entrada que Tetro no es uno de los mejores films de su autor pero, a pesar de ello, no desmerece en absoluto del conjunto de su filmografía y tiene el suficiente interés como para no pasar desapercibido.
Como casi siempre en el cine de Coppola, Tetro se debate con algo más que habilidad en la compleja disyuntiva entre el qué cuenta y el cómo lo cuenta. De entrada, me gusta la imagen en absoluto turística o fotogénica que la película ofrece de Buenos Aires (lo cual no quiere decir en absoluto que el film no haga gala, por otra parte, de una estética muy concreta y, a ratos, muy refinada); cuando Bennie (Alden Ehrenreich), de 17 años, recorre al principio del relato las nocturnas calles de la ciudad, la oscuridad ambiental, el empleo del blanco y negro y del formato panorámico confiere a esa secuencia un raro espesor que recuerda, salvando las distancias dadas por un distinto planteamiento estético, la ciudad italiana de Génova en la última película de Michael Winterbottom, comentada en este mismo blog; la Buenos Aires de Tetro es un espacio reconocible y a la vez misterioso, un lugar real que al mismo tiempo parece no existir. Hay un momento incluso en el que Bennie pasa delante de su muro donde se lee en castellano: “No sueltes la soga…” (más adelante veremos que el final de la frase es: “…que te ata a tu alma”); esta pincelada, entre abstracta y poética (abstracta, en cuanto teóricamente no viene a cuento; poética, porque a fin de cuentas si está allí puesta es porque debe de tener algún sentido, y de hecho lo tiene), marca la tonalidad de un film que, insisto, a falta de haber visto Youth Without Youth en el momento de escribir estas impresiones, me parece en su conjunto una hermosa reivindicación que Coppola hace de su cine, una bella toma de postura que hace de Tetro –con todas sus irregularidades— la película más extraña, atípica y personal estrenada en los cines españoles en lo que va del año 2009.
Tetro vuelve a confirmar, a quien quiera verlo, la maestría de Coppola en materia de dirección de actores. Las secuencias de conversación entre los hermanos Bennie y Tetro (un excelente Vincent Gallo) o entre el primero y la mujer del segundo, Miranda (Maribel Verdú), todas excelentes, desprenden como hacía tiempo que no se veía una notable fuerza dramática en gestos y miradas; aviso aquí que la trama del film tiene una sorpresa que confiere un giro radical a lo que se cuenta; y por ello sospecho –no puedo confirmarlo en este preciso instante, dado que solamente he visto la película una vez— que un segundo visionado de Tetro conociendo previamente su intríngulis debe permitir un mayor disfrute de ese ambivalente juego de gestos y miradas. Tetro es, además, un film culto, en el sentido más amplio de la expresión; y no me refiero únicamente al hecho de que en su trama hallemos un puñado de personajes cuya actividad profesional e incluso vital estén estrechamente relacionados con la cultura: Tetro es un escritor que dejó una novela inacabada, la misma que ahora Bennie se empeña primero en leer y luego en terminar dándole forma de obra de teatro; Miranda es maestra; el padre de Tetro y Bennie es el prestigioso compositor y director de orquesta Carlo Tetroccini (Klaus Maria Brandauer); Alone (Carmen Maura) es una crítico de teatro; incluso un amigo gay de Tetro se atreve a montar una pieza de café-teatro inspirada en el mito de Fausto… Tetro es una película culta tanto en virtud del conocimiento del cual hace gala Coppola de todo aquello que sugiere sobre el mundo de la cultura, el universo de la creación, como sobre todo en virtud de la mirada ácida y desencantada que arroja sobre todo ello, haciéndolo además a través de una heterodoxa puesta en escena, a medio camino entre lo onírico y lo intimista, lo recargado y lo grotesco.
La novela de Tetro, un borroso manuscrito escondido dentro de una vieja maleta que sólo puede leerse reflejando las páginas en un espejo porque está escrita “al revés”, es en realidad el relato de la turbulenta relación del protagonista con su padre, un músico megalómano que llegó al extremo de anular a su propio hermano gemelo (encarnado asimismo por Brandauer) y de robarle su joven prometida a su hijo mediante un gesto prepotente de poder (“porque podía hacerlo”, tal y como sentencia Tetro al respecto). Del mismo modo que la novela de Tetro es el resultado de su deseo de explicar no tanto al mundo como a sí mismo el porqué de lo ocurrido, y sobre todo su anhelo de darle un determinado sentido, la obra de teatro que Bennie escribe plagiando esa misma novela es el resultado del impulso del joven con tal de profundizar en una historia, la de su familia, que ignora por completo a causa del mutismo que Tetro encierra al respecto. Resulta significativo el dibujo que el film ofrece de Carlo Tetroccini, el arrogante artista musical que se cree tocado por la divinidad y que se aprovecha de su genio para conseguir lo que quiere y hacer lo que le da la gana: es la antítesis del estereotipo del artista sensible y comprometido con su arte y con el mundo, un egoísta convencido de su superioridad respecto al resto del género humano que no respeta ni a hermanos ni a hijos. Carlo Tetroccini ofrece un agudo contraste con su hijo Tetro: el primero “crea” o parece crear sin aparente dificultad; el segundo acaso haya escrito una gran novela, pero lo ha hecho a costa de una gran insatisfacción y casi de su salud mental (véanse los flashbacks que detallan cómo Miranda conoció a Tetro en una reunión de enfermos psiquiátricos en la popular Radio Colifata de Buenos Aires), de ahí que se niegue tajantemente a publicar su libro, ni siquiera a que lo lea nadie, porque es una parte de sí mismo que le avergüenza. El tercer contraste lo ofrece precisamente ese personaje secundario tan estúpidamente criticado que es el de la crítico de teatro que responde, no por casualidad, al nombre de Alone, esto es, “sola”: esa mujer que, como un vampiro, vive chupando la sangre/la creatividad de los demás, que en efecto sólo parece salir de noche (las dos secuencias que la tienen presente son nocturnas) y siempre lleva gafas de sol a pesar de la oscuridad reinante, juzgando el esfuerzo de los demás desde una torre de marfil no menos elevada que la de Carlo Tetroccini: la primera vez que la vemos es asistiendo desde la tribuna más alta al espectáculo de café-teatro sobre Fausto (personaje que, acaso como la propia Alone, vendió hace tiempo su alma al diablo, en el caso de la crítico al dinero); y la segunda vez, presenta una hortera gala de televisión en la cual la mediocridad institucionalizada premia “la obra de teatro del año” (en un tipo de ceremonia cuyo artificio Coppola deja bien claro: es el mismo artificio que envuelve todas las ceremonias de entrega de premios culturales destinadas, salvo honrosas excepciones, a la entronización de la cultura “socialmente aceptada”). La frase que Tetro le espeta a Alone al final de esta última secuencia es toda una declaración de principios por parte de Coppola: “Ya no me interesa lo que dices”.
Cómo pasa el tiempo y, sobre todo, qué rápido; no habrá más remedio que darle la razón a Zygmunt Bauman y a su concepto líquido de la sociedad y la vida misma y, por analogía, aplicarlo al mundo del cine, porque de un tiempo a esta parte parece que quienes estamos interesados en el cinematógrafo como medio de expresión asistimos a la consolidación de un cine líquido. Un cine que nunca se está quieto sino que busca renovarse constantemente, lo cual sería maravilloso si no fuese porque no siempre hay tras ese movimiento perpetuo un anhelo de perfeccionamiento estético, una inquietud artística real, sino más bien una especie de pulsión compulsiva hacia lo novedoso y lo moderno, o mejor dicho, lo que se entiende por novedoso y moderno (en sus acepciones más simples y superficiales de “estar al día”), buscando la novedad por la novedad, la modernidad por la modernidad, el estar al día por el estar al día, con el mismo frenesí con el que un tiburón tiene que estar moviéndose continuamente si no quiere perecer. Lo que ayer fue moderno hoy ya está superado, y mañana, definitivamente olvidado. Es el todo pasa y nada permanece llevado al extremo. Nada dura, no ya eternamente (¡eso es demasiado tiempo!), sino ni siquiera una temporada; olvídate del ayer y vive no el hoy (¡hasta eso es anticuado!), sino el mañana. El cine, o será moderno o no será. Y los cineastas que no sean modernos, tampoco serán. Esas son las reglas del juego: quien quiera jugar, que juegue; quien no, que se aparte. O, mejor aún, que se muera; y si es viejo, doble motivo para morirse: porque no es moderno, ergo joven, y porque el cine es, dicen, cosa de jóvenes.
No resulta de extrañar que en el contexto actual del cine líquido, el cual barre como si fuera una ola gigante a lo Roland Emmerich a quienes no siguen las reglas del juego de cierta modernidad contemporánea equivalente a un “haz cine al día, muere rápido y serás un bonito cadáver metido en un ataúd de Blu-ray”, cineastas como Coppola u otros de su generación como Werner Herzog, Wim Wenders o Marco Bellocchio de vez en cuando saquen la cabeza del agua y tomen una bocanada de aire antes de volver a ser cubiertos por la marea implacable e inapelable del cine líquido, un océano cruel en el que hasta sus propios partidarios corren peligro de ahogarse de un día para el otro, ilusoriamente convencidos de que son ellos quienes impulsan esa corriente y no al revés, dado que suelen olvidar que pueden ser barridos a corto o medio plazo por la ola que ya se está alzando a sus espaldas.
Esta digresión previa –y disculpen su extensión— viene a cuento de la recepción en nuestro país del recientemente estrenado último film de Coppola, Tetro (ídem, 2009), su segundo largometraje tras el largo silencio profesional que hubo en su carrera desde el estreno de Legítima defensa y hasta la realización de Youth Without Youth (2007), que no he tenido ocasión de ver (según parece, se proyectará en la sección Seven Chances del próximo Festival de Sitges, y no es descartable su pronta edición en formatos domésticos), pero cuya fría acogida internacional ya fue un adelanto de lo que parece que ha vuelto a ocurrir, quizá a menor escala, con Tetro: que, por encima de consideraciones sobre su calidad, lo que parece discutirse es si Coppola está o no “al día”. Si sigue siendo el realizador casi de vanguardia que en ocasiones con medios hollywoodienses renovó géneros estandarizados como el de gánsteres (El padrino), el bélico (Apocalypse Now) o el musical (Corazonada), haciendo incursiones brillantes en los márgenes de la independencia (La ley de la calle); o si, por el contrario, se ha convertido definitivamente en el hombre que, acuciado por las deudas, se “vendió” a estrellas como Kathleen Turner (Peggy Sue se casó) y Robin Williams (Jack/ídem, 1996), a productores y estudios como Robert Evans (Cotton Club/The Cotton Club, 1984), George Lucas (Un hombre y su sueño) y Columbia Pictures (Drácula de Bram Stoker), y a franquicias como John Grisham (Legítima defensa). En resumidas cuentas, lo que se cuestiona es si Coppola todavía tiene algo que decir en el contexto del actual cine líquido, sacudido en esta última década y media por los vaivenes de la posmodernidad y la influencia del nuevo cine asiático mientras el director de Rebeldes se dedicaba entre otros menesteres a embotellar el vino de sus viñedos en el valle de Napa o a retocar el desastroso Supernova (ídem, 2000) de Walter Hill.
La cuestión sobre la supervivencia de un cineasta como Coppola en la actualidad no es nueva; ya se planteó, recuerdo, con motivo del estreno en España de Entrevista (Intervista, 1990), uno de los últimos trabajos de Fellini; en parte, se repitió ante el estreno de la película póstuma de Stanley Kubrick, Eyes Wide Shut (ídem, 1999); y se ha dado con motivo de la llegada de algún otro trabajo de cualquier realizador que se considere que no está “al día”. (¿Por qué será que uno tiene la sensación de que tan sólo aquí preocupan estas zarandajas?) A sus 70 años, Coppola carece de la patente de corso de la que disfruta Manoel de Oliveira, que con un siglo de vida a sus espaldas todavía sigue siendo, dicen, “joven” y “moderno”. Peor aún: víctima de no se sabe bien qué misterioso virus que parece haber borrado la memoria de mucha gente, Coppola es valorado estos días mediante insípidas comparaciones con realizadores, éstos sí, “modernos y actuales” que no le llegan ni a la suela del zapato. Leo estupefacto en el suplemento dominical de un famoso periódico de tirada nacional (y me está bien empleado, por leer lo que se publica en dichos suplementos) la opinión de alguien cuyo nombre me he esforzado en olvidar que compara Tetro con Jim Jarmusch y, horror, con Pedro Almodóvar. ¿Por qué? ¿Porque Tetro está rodada en un 95% en blanco y negro como, dicen, los primeros Jarmusch? ¿Jim Jarmusch es el referente ineludible del cine en blanco y negro? (¿Es Jarmusch el referente de algo?, añadiría, a riesgo de parecer cruel) ¿Porque algunos de los personajes de Tetro también fuman mucho y toman café, algo que como es bien sabido sólo ocurre en las películas de Jim Jarmusch? ¿Y la comparación con Almodóvar, quien firmó en 1980 su primer largometraje, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, cuando Coppola ya había hecho en la década anterior El padrino, La conversación, El padrino, segunda parte y Apocalypse Now? ¿Porque sale Carmen Maura, cuya presencia en el reparto, por cierto, ni siquiera estaba inicialmente prevista, habida cuenta que su papel corría a cargo, recordemos, de un intérprete masculino, Javier Bardem? (Se me olvidaba: éste también es y será siempre “un chico Almodóvar”: recuérdese Carne trémula, 1997) Todas las opiniones son respetables. Todo el mundo tiene derecho a decir lo que piensa. Pero, de vez en cuando, tampoco estaría mal que primero se pensara lo que se dice.
Por otro lado, si algo queda claro viendo Tetro es que se trata, para bien o para mal, de un film de Francis Ford Coppola. La utilización del blanco y negro con paréntesis en color remite no a Jarmusch, por favor, sino a La ley de la calle. Su trasfondo de melodrama familiar lo hallamos en muchos títulos de su filmografía que ni siquiera es necesario citar aquí, si bien no está de más añadir que el conflicto en el seno de una familia llena de talentos ya se encontraba apuntado en Vida sin Zoe (Life without Zoe), el mejor de los tres episodios que componen Historias de Nueva York (New York Stories, 1989), donde ya aparecía la figura de un padre vinculado al mundo de la música y distanciado de su hija. Asimismo, el carácter deliberadamente artificial, en el límite de lo irreal, de las escenas con referencias al teatro y la ópera, forma parte intrínseca de la atmósfera de la hoy olvidada –y no tan despreciable— El valle del arco iris (Finian’s Rainbow, 1968), así como de El padrino, segunda parte, Corazonada, El padrino, parte III o Rip Van Winkle (1987), su episodio para la serie de televisión Cuentos de hadas (Faerie Tale Theatre, 1982-1987). Está, asimismo, el culto al cine “clásico” y su inserción con sentido en el contexto de lo que se está narrando, en este caso breves fragmentos de la rarísima película de Michael Powell y Emeric Pressburger Los cuentos de Hoffman (The Tales of Hoffman, 1951) que se alternan con recreaciones imaginarias rodadas en color a modo de contrapunto del pensamiento de los personajes.
Ahora bien; a pesar de toda esa indudable coherencia y fidelidad de Coppola a sí mismo, ¿es Tetro una gran película? Esta cuestión es, creo, la única que debería interesar a fin de cuentas. Con lo cual apuntamos otro tema espinoso: la aparente obligación de un cineasta de prestigio de superar todo aquello que ha hecho previamente, de tal manera que Coppola (y tantos otros) siempre tiene que hacer el triple salto mortal sin red en cada nuevo trabajo porque es el-director-de-El padrino-y-Apocalypse Now. Digamos de entrada que Tetro no es uno de los mejores films de su autor pero, a pesar de ello, no desmerece en absoluto del conjunto de su filmografía y tiene el suficiente interés como para no pasar desapercibido.
Como casi siempre en el cine de Coppola, Tetro se debate con algo más que habilidad en la compleja disyuntiva entre el qué cuenta y el cómo lo cuenta. De entrada, me gusta la imagen en absoluto turística o fotogénica que la película ofrece de Buenos Aires (lo cual no quiere decir en absoluto que el film no haga gala, por otra parte, de una estética muy concreta y, a ratos, muy refinada); cuando Bennie (Alden Ehrenreich), de 17 años, recorre al principio del relato las nocturnas calles de la ciudad, la oscuridad ambiental, el empleo del blanco y negro y del formato panorámico confiere a esa secuencia un raro espesor que recuerda, salvando las distancias dadas por un distinto planteamiento estético, la ciudad italiana de Génova en la última película de Michael Winterbottom, comentada en este mismo blog; la Buenos Aires de Tetro es un espacio reconocible y a la vez misterioso, un lugar real que al mismo tiempo parece no existir. Hay un momento incluso en el que Bennie pasa delante de su muro donde se lee en castellano: “No sueltes la soga…” (más adelante veremos que el final de la frase es: “…que te ata a tu alma”); esta pincelada, entre abstracta y poética (abstracta, en cuanto teóricamente no viene a cuento; poética, porque a fin de cuentas si está allí puesta es porque debe de tener algún sentido, y de hecho lo tiene), marca la tonalidad de un film que, insisto, a falta de haber visto Youth Without Youth en el momento de escribir estas impresiones, me parece en su conjunto una hermosa reivindicación que Coppola hace de su cine, una bella toma de postura que hace de Tetro –con todas sus irregularidades— la película más extraña, atípica y personal estrenada en los cines españoles en lo que va del año 2009.
Tetro vuelve a confirmar, a quien quiera verlo, la maestría de Coppola en materia de dirección de actores. Las secuencias de conversación entre los hermanos Bennie y Tetro (un excelente Vincent Gallo) o entre el primero y la mujer del segundo, Miranda (Maribel Verdú), todas excelentes, desprenden como hacía tiempo que no se veía una notable fuerza dramática en gestos y miradas; aviso aquí que la trama del film tiene una sorpresa que confiere un giro radical a lo que se cuenta; y por ello sospecho –no puedo confirmarlo en este preciso instante, dado que solamente he visto la película una vez— que un segundo visionado de Tetro conociendo previamente su intríngulis debe permitir un mayor disfrute de ese ambivalente juego de gestos y miradas. Tetro es, además, un film culto, en el sentido más amplio de la expresión; y no me refiero únicamente al hecho de que en su trama hallemos un puñado de personajes cuya actividad profesional e incluso vital estén estrechamente relacionados con la cultura: Tetro es un escritor que dejó una novela inacabada, la misma que ahora Bennie se empeña primero en leer y luego en terminar dándole forma de obra de teatro; Miranda es maestra; el padre de Tetro y Bennie es el prestigioso compositor y director de orquesta Carlo Tetroccini (Klaus Maria Brandauer); Alone (Carmen Maura) es una crítico de teatro; incluso un amigo gay de Tetro se atreve a montar una pieza de café-teatro inspirada en el mito de Fausto… Tetro es una película culta tanto en virtud del conocimiento del cual hace gala Coppola de todo aquello que sugiere sobre el mundo de la cultura, el universo de la creación, como sobre todo en virtud de la mirada ácida y desencantada que arroja sobre todo ello, haciéndolo además a través de una heterodoxa puesta en escena, a medio camino entre lo onírico y lo intimista, lo recargado y lo grotesco.
La novela de Tetro, un borroso manuscrito escondido dentro de una vieja maleta que sólo puede leerse reflejando las páginas en un espejo porque está escrita “al revés”, es en realidad el relato de la turbulenta relación del protagonista con su padre, un músico megalómano que llegó al extremo de anular a su propio hermano gemelo (encarnado asimismo por Brandauer) y de robarle su joven prometida a su hijo mediante un gesto prepotente de poder (“porque podía hacerlo”, tal y como sentencia Tetro al respecto). Del mismo modo que la novela de Tetro es el resultado de su deseo de explicar no tanto al mundo como a sí mismo el porqué de lo ocurrido, y sobre todo su anhelo de darle un determinado sentido, la obra de teatro que Bennie escribe plagiando esa misma novela es el resultado del impulso del joven con tal de profundizar en una historia, la de su familia, que ignora por completo a causa del mutismo que Tetro encierra al respecto. Resulta significativo el dibujo que el film ofrece de Carlo Tetroccini, el arrogante artista musical que se cree tocado por la divinidad y que se aprovecha de su genio para conseguir lo que quiere y hacer lo que le da la gana: es la antítesis del estereotipo del artista sensible y comprometido con su arte y con el mundo, un egoísta convencido de su superioridad respecto al resto del género humano que no respeta ni a hermanos ni a hijos. Carlo Tetroccini ofrece un agudo contraste con su hijo Tetro: el primero “crea” o parece crear sin aparente dificultad; el segundo acaso haya escrito una gran novela, pero lo ha hecho a costa de una gran insatisfacción y casi de su salud mental (véanse los flashbacks que detallan cómo Miranda conoció a Tetro en una reunión de enfermos psiquiátricos en la popular Radio Colifata de Buenos Aires), de ahí que se niegue tajantemente a publicar su libro, ni siquiera a que lo lea nadie, porque es una parte de sí mismo que le avergüenza. El tercer contraste lo ofrece precisamente ese personaje secundario tan estúpidamente criticado que es el de la crítico de teatro que responde, no por casualidad, al nombre de Alone, esto es, “sola”: esa mujer que, como un vampiro, vive chupando la sangre/la creatividad de los demás, que en efecto sólo parece salir de noche (las dos secuencias que la tienen presente son nocturnas) y siempre lleva gafas de sol a pesar de la oscuridad reinante, juzgando el esfuerzo de los demás desde una torre de marfil no menos elevada que la de Carlo Tetroccini: la primera vez que la vemos es asistiendo desde la tribuna más alta al espectáculo de café-teatro sobre Fausto (personaje que, acaso como la propia Alone, vendió hace tiempo su alma al diablo, en el caso de la crítico al dinero); y la segunda vez, presenta una hortera gala de televisión en la cual la mediocridad institucionalizada premia “la obra de teatro del año” (en un tipo de ceremonia cuyo artificio Coppola deja bien claro: es el mismo artificio que envuelve todas las ceremonias de entrega de premios culturales destinadas, salvo honrosas excepciones, a la entronización de la cultura “socialmente aceptada”). La frase que Tetro le espeta a Alone al final de esta última secuencia es toda una declaración de principios por parte de Coppola: “Ya no me interesa lo que dices”.
Haciendo honor a esta contundente (re)afirmación, la puesta en escena de Tetro está concebida haciendo gala de un casi arrogante desprecio de Coppola hacia las formas cinematográficas establecidas en la actualidad. Por un lado, el autor de Apocalypse Now mira doblemente hacia el pasado del cine: el cine del pasado, ejemplificado en esos fragmentos, ya mencionados, de Los cuentos de Hoffman de Powell & Pressburger (una elección coherente, habida cuenta su carácter tan “clásico” como rompedor, tan elegante como estridente), que sirven a modo de contrapunto visual que dibuja oníricamente la relación entre Tetro y Bennie (Los cuentos de Hoffman, recuerda este último, es la película que solía ver de niño en compañía de su hermano mayor); y el pasado de su propio cine: la hermosa secuencia onírica en la cual Tetro cree ver misteriosos destellos luminosos en lo alto de las montañas evoca el universo estilizado de La ley de la calle. No todo lo que ofrece Tetro es perfecto, por descontado: las recreaciones musicales “a lo” Powell & Pressburger llevadas a cabo por Coppola carecen no ya de la brillantez de estos últimos como la demostrada por el propio realizador en Corazonada o incluso en la parcialmente fallida Cotton Club; y hay, justo es reconocerlo, alguna que otra torpeza: en particular, el penoso episodio metido con calzador de la iniciación sexual de Bennie con las dos actrices de café-teatro. Pero, con todos esos defectos y quizá algún otro, Coppola demuestra en Tetro que no ha perdido el gusto por la experimentación visual ni su sentido del riesgo: así lo corroboran los inteligentes flashbacks que evocan la relación de Tetro con su padre, rodados en color, formato cuadrado y cámara en mano, diáfana demostración de hasta qué punto es importante ese pasado para el personaje protagonista (sus recuerdos son “pequeños”, en color y con movimiento: su presente es “amplio”, estático, sombrío y sin colorido); o la bella imagen que cierra la película, ese desesperado abrazo nocturno de Tetro y Bennie en medio de una calzada repleta de vehículos de faros cegadores (cuyas implicaciones, de cara a quien no haya visto el film, aquí no explicaremos), que certifica que Francis Ford Coppola todavía cree en el futuro de ese cine que, por ahora, parece haberle vuelto la espalda.
jueves, 2 de julio de 2009
“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” Y “DIRIGIDO POR…” JULIO-AGOSTO 2009, Y “SCIFIWORLD” JULIO 2009, YA A LA VENTA
La esperada y, por lo que ya dicen de ella, excelente nueva película de Michael Mann Enemigos públicos, con Johnny Depp como John Dillinger, ocupa la portada del número 293 de Imágenes de Actualidad, que tal y como tiene por costumbre saca un número para los meses de julio y agosto por motivos de descanso estival de la editorial. Un par de estrenos veraniegos con dinosaurios de por medio, el film de animación Ice Age 3: el origen de los dinosaurios (que se estrena este 2 de julio) y El mundo de los perdidos (que se estrena en agosto; por cierto, todo el mundo que la ha visto afirma que es realmente horrible…), son la “excusa” para que haya dedicado en esta ocasión el Cult Movie a la famosa película de Steven Spielberg Parque Jurásico.
En cambio, el número 391 de Dirigido por…, también correspondiente a los meses de julio y agosto por las mismas razones que las de Imágenes de Actualidad, ocupa su portada, curiosamente, con una propuesta en teoría más comercial que la de Michael Mann (presente, asimismo, en un recuadro en la parte inferior): el thriller de Tony Scott Asalto al tren Pelham 1 2 3. Anotar, asimismo, que la revista concluye con una tercera entrega el dossier especial que se ha dedicado a Federico Fellini. Mi contribución a este número, más bien modesta dado que en estas últimas semanas he estado liado en otros menesteres, se reduce a las críticas de Transformers: la venganza de los caídos, de Michael Bay, Mejor no pensar, de Gianni Zanasi, Su nombre es Sabine, de Sandrine Bonnaire (ya esbocé estas dos últimas en el Imágenes de Actualidad del mes pasado) y, dentro de la sección Cinema Bis, el film de Jesús Franco Gritos en la noche.
Por su parte, el número 16 de la revista Scifiworld, correspondiente al mes de julio (en agosto sacan número), dedica su portada al celebérrimo Ash (Bruce Campbell), protagonista de la famosa serie de Sam Raimi Evil Dead, o Posesión infernal, aprovechando que este verano veremos en nuestros cines el nuevo film de terror de este realizador, Arrástrame al infierno. Esta vez mi colaboración en esta revista ha sido doble, dado que por un lado he aportado un artículo que, con el título El lado oscuro del corazón, aborda el tema del cine fantástico bajo el cual se esconden exóticas historias de amor; y, por otra parte, me estreno como crítico para esta revista (hay que diversificarse) con una reseña de Terminator Salvation, de McG, que como ya he apuntado en alguna que otra ocasión me pareció mejor de lo que se ha dicho.
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