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viernes, 24 de abril de 2020

Hay un muerto en mi cama: “A LA MAÑANA SIGUIENTE”, de SIDNEY LUMET




Dentro de la carrera de Sidney Lumet, A la mañana siguiente (The Morning After, 1986) ocupa un lugar más bien insignificante, si bien a pesar de ello significativo, habida cuenta de que este thriller de suspense es recordado más que nada por ser la primera película de su realizador rodada en Hollywood, lugar de ubicación de la industria cinematográfica de la que se había mantenido apartado hasta ese momento gracias a su fidelidad a Nueva York. Quizá eso explique que algunos de los mejores apuntes de este film, por lo demás poco memorable, resida en su esforzado intento de mostrar la ciudad de Los Ángeles como un lugar inhóspito e inquietante, en lo cual puede verse una especie de reflejo simbólico de los sentimientos que Lumet parecía tener hacia la ciudad angelina, no tanto por su condición de sede oficial de la así llamada Meca del Cine como por lo desagradable que puede llegar a ser en sentido estricto su arquitectura sin vida, sin alma: un escenario idóneo, por tanto, para una pesadilla como la que vive su protagonista femenina: Alex (Jane Fonda), una actriz de segunda fila con tendencia a beber alcohol en exceso, la cual amanece un nuevo día en un estudio que no conoce y durmiendo en la cama de un tipo al que no recuerda… y que está muerto, apuñalado en el pecho con un cuchillo de cocina. Ese dramático despertar, y los primeros movimientos de Alex por la soledad de la enorme vivienda del difunto y por unas calles amplias y por eso mismo hostiles de Los Ángeles, las cuales parecen indiferentes al asesinato de ese hombre y a la situación de terror y angustia que vive esa mujer, son una parte de los mejores apuntes de una película que, como digo, se erige entre lo menos afortunado de su excelente realizador.


Otro foco de interés del poco imaginativo guion de A la mañana siguiente, escrito por el productor James Cresson bajo el seudónimo de James Hicks y reescrito de manera no acreditada por David Rayfiel, reside en la relación que se establece entre Alex y Turner (Jeff Bridges), un expolicía que también arrastra un pasado difícil, y que comparten su condición de ser almas en pena unidas por el fracaso. Es una lástima que lo que, como digo, únicamente se apunta sobre la relación de estos dos personajes, a su manera, “malditos”, no vaya más allá de esos trazos iniciales, habida cuenta de que el film no tarda en olvidarse de ellos y contentarse con derivar por caminos muchos más convencionales, hasta llegar a una resolución harto trillada que deja paso, a su vez, a un innecesario happy end: Alex y Turner son personajes trágicos que no requerían el forzado apaño sentimental que termina uniéndolos. Todo acaba siendo un mecánico “ejercicio de suspense”, como suele llamarse a ese tipo de películas que, como esta, poco o ningún interés tienen por lo que cuentan ni casi por el cómo lo cuentan, más allá de la aplicación de un determinado “patrón de eficiencia” que parece sacado de un manual, donde no faltan a la cita ciertos golpes de efecto que recuerdan, de nuevo, a Las diabólicas, la novela de Pierre Boileau y Thomas Narcejac de 1952 y el film de Henri-Georges Clouzot de 1955 (aclaro el “de nuevo”: véase La trampa de la muerte (Deathtrap, 1982) (1), asimismo de Lumet, donde curiosamente también hay algún apunte que parece sacado, vuelvo a repetir, de Las diabólicas), en el caso de A la mañana siguiente la inesperada aparición del cadáver recalcitrante dentro de la ducha de la protagonista.


En resumidas cuentas, A la mañana siguiente vendría a ser, dentro de la carrera de Lumet, un equivalente a otros trabajos suyos de corte similar y de intenciones puramente alimenticias –solo hay que ver que lo realizó inmediatamente después de una película bastante más interesante, Power (Poder) (Power, 1986) y antes de la mucho más personal Un lugar en ninguna parte (Running on Empty, 1988), que tampoco me parece una maravilla pero que, desde luego, es muy superior a la aquí comentada–, en la línea de sus posteriores y no menos fallidas El abogado del diablo (Guilty as Sin, 1993) –de quien el propio Lumet había llegado a renegar off the record– y su remake de la Gloria cassavetiana de 1999. A la mañana siguiente no puede (o no quiere) desprenderse de su condición de vehículo para el lucimiento de Jane Fonda (el cual le valió una candidatura al Óscar), con esta última repitiendo por enésima vez su sempiterno arquetipo de mujer enfrentada a un-mundo-de-hombres, si bien pasado por el filtro de su adicción al alcohol (la cual, más que definir el carácter del personaje, parece más bien un ardid destinado a aumentar el teórico “suspense” del punto de partida del relato: Alex se despierta con resaca y es absolutamente incapaz de recordar nada de lo que hizo la noche anterior), y, de paso, dando rienda a la no menos habitual tendencia de la famosa actriz a cierto exhibicionismo físico (escenas en camas, duchas y cuartos de baño con ligero atuendo; el plano en semipicado de Alex, desnuda, sentada en el sillón, incapaz de conciliar el sueño), en una línea que recuerda la de “nuestra” inefable Nuria Espert.  


miércoles, 22 de abril de 2020

El hombre atrapado: “LA TERMINAL”, de STEVEN SPIELBERG



Las primeras imágenes de La terminal (The Terminal, 2004) tienen una construcción muy parecida, curiosamente, a la de la primera secuencia de La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993). Si en esta última asistíamos a los preparativos de un control de judíos llevado a cabo en una estación de tren por el ejército alemán, consistente en poner a aquéllos en filas delante de mesas atendidas por funcionarios que iban anotando sus nombres y apellidos, en La terminal el proceso –y la planificación misma de la secuencia– es muy similar: aquí, los pasajeros que van y vienen por el aeropuerto JFK de Nueva York son sometidos a un no menos humillante control de identidad y equipajes que solo quien haya viajado alguna vez en avión a los Estados Unidos y pasado por uno de esos controles de pasaportes reconocerá perfectamente reflejado en esta excelente y todavía subvalorada película de Steven Spielberg, que el que suscribe no duda en calificar como su mejor comedia, o mejor dicho, su mejor trabajo en tono de humor, y como uno de sus más curiosos films.


Naturalmente, el paralelismo que el realizador establece entre el arranque de La lista de Schindler y La terminal no es gratuito, sino que viene a establecer deliberadamente una digresión, sostenida sobre la fuerza de las imágenes, entre la barbarie oficialmente reconocida del pasado y la barbarie oficiosa, u oficialmente no reconocida, de nuestro presente, temática que, contrariamente a lo que suelen afirmar los detractores de Spielberg cada vez que le acusan, con insistencia digna de mejor causa, de ser un cineasta ajeno a la realidad actual, ha tenido una abundante presencia en su cine de estos últimos años: el atentado del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York ha dejado ver su impronta en el cine de su autor a través de digresiones futuristas sobre el tema de la seguridad (Minority Report), la paranoia del ataque a la nación (La guerra de los mundos) y el origen mismo del conflicto Occidente-Oriente vehiculado a través del terrorismo (Munich). Lo que probablemente habrá causado más de un despiste es que este tema, también indirectamente presente en La terminal, está aquí expuesto de una manera ligera y sin apenas dramatismo, dado que la tonalidad predominante de este film está lejos del tono exaltado de la típica película-de-denuncia y adopta los ropajes fabulescos característicos del creador de Encuentros en la tercera fase.  


Por más que, según parece, La terminal se inspira vagamente en un pintoresco suceso real –la historia de Merhan Nasseri, un iraní que en 1988 se instaló en la Terminal Uno del aeropuerto Charles de Gaulle de París porque su pasaporte y su condición de refugiado reconocida por las Naciones Unidas habían caducado, resultando imposible expulsarle de dichas instalaciones hasta que se resolviera legalmente su situación–, el film no pretende ser una recreación del mismo, sino que se erige en un relato a medio camino entre la comedia e, incluso, el cine fantástico, habida cuenta de que su personaje protagonista, Viktor Navorski (Tom Hanks), procede de un imaginario país europeo, Krakozhia, lo cual ya establece de entrada cierta distancia junto con la planificación y el peculiar colorido del tono fotográfico, en una nueva gran aportación al cine de Spielberg del genial operador Janusz Kaminski. Ahora bien, el hecho de hallarnos ante una fábula no quiere decir ni mucho menos que lo que la película muestra sea completamente irreal. Por el contrario, el film se erige en una inteligente aproximación satírica y sarcástica a los entresijos burocráticos que constriñen la libertad de circulación de las personas por el mundo, e indirectamente, en un acerado dibujo de la estupidez humana que, por encima incluso de su tratamiento humorístico (o quizá precisamente gracias al mismo), hace gala de una sofisticada abstracción visual.


Resulta espléndida, en este sentido, la secuencia en la cual Viktor, recién llegado al aeropuerto desde Krakozhia, es retenido por las autoridades aeroportuarias sin que nadie sepa darle una explicación concreta a su situación; Viktor no sabe apenas hablar en inglés y hay dificultades para proporcionarle un traductor (en lo que puede verse una acerada pulla contra la arrogancia típicamente anglosajona de los países convencidos de que absolutamente todo el planeta sabe hablar/ tiene que saber hablar su idioma por el mero hecho de ser la lengua de los económicamente más poderosos); el protagonista ignora que, mientras viajaba a los Estados Unidos, Krakozhia ha entrado en guerra civil, y en consecuencia, su pasaporte ha dejado de tener validez porque el gobierno estadounidense no reconoce al nuevo gobierno de Krakozhia, impidiéndole a Viktor la entrada en territorio norteamericano; como tampoco puede regresar a su patria, cuyas fronteras ahora están cerradas por la guerra, el protagonista se convierte sin comerlo ni beberlo en un apátrida simbólicamente “atrapado” dentro de la terminal internacional del JFK, a la espera de que el gobierno de los Estados Unidos le conceda el visado de entrada para poder ir a Nueva York, como es su deseo.


Tras este arranque ejemplar, no tanto por el ingenio de la situación planteada como por la forma en que Spielberg lo ilustra, por medio de elegantes movimientos de cámara y de una utilización del decorado que hace pensar en el Jacques Tati de Playtime (ídem, 1967), y que convierte el interior del aeropuerto en un espacio cerrado y aislado del resto del mundo, una especie de universo interior del cual parece imposible escapar, la película se concentra a continuación en otro de los temas habituales del cineasta: la supervivencia. Encerrado en esa sofisticada “prisión” de la que podría salir tan solo poniendo un pie fuera del aeropuerto, pero consciente de que hacerlo así sería ilegal y que le comportaría ser detenido y llevado a prisión –esa es la estrategia adoptada por el jefe de seguridad del aeropuerto, Frank Dixon (el siempre excelente Stanley Tucci): “animarle” a que viole la ley a fin de poder quitárselo de encima; en sus propias palabras, que se convierta en “el problema de otros” –, Viktor Navorski improvisa una compleja estrategia con tal de subsistir, sin dinero y sin comida, en una terminal repleta de lugares para comprar y comer: habilita un dormitorio en la no utilizada Puerta 67; consigue unos céntimos de dólar con las monedas expulsadas por la máquina expendedora de carritos portaequipajes; y, sobre todo, se gana la amistad de una serie de personajes que, como él, son marginados de la sociedad a cargo de los “trabajos menores”: un joven mejicano, Enrique Cruz (Diego Luna), una agente de policía hispana en el control de visados, Dolores Torres (Zoe Saldaña), un anciano limpiador hindú, Gupta (Kumar Pallana), un negro a cargo del almacén de objetos perdidos, Mulroy (Chi McBride) y, a otro nivel, una hermosa azafata, Amelia Warren (Catherine Zeta Jones), que toma a Viktor por un hombre de negocios siempre en tránsito por el aeropuerto, y de la cual el protagonista se enamorará (en una de las historias de amor mejor construidas y más bien resueltas de la carrera de Spielberg, cuya conclusión agridulce debería bastar por sí sola para desmentir las frecuentes acusaciones de “exceso sentimental” que siempre han acompañado a su realizador).


Se ha llegado a decir que el ingenuo y tenaz Viktor Navorski de La terminal es una especie de versión humana o humanizada de E.T.: un personaje inmerso en otro “planeta” que desconoce y que, al igual que el pequeño alienígena, tan solo pretende volver a su casa tan pronto como haya completado la misteriosa misión que le trae hasta Nueva York, la cual no es otra que la de conseguir la firma del trompetista de jazz Benny Golson para añadirla a la vieja lata donde el padre de Viktor guardaba los autógrafos de sus 57 músicos de jazz norteamericanos favoritos: el de Golson era el único que le faltaba para completar su colección hasta que le sorprendió la muerte, y su hijo Viktor ha viajado a los Estados Unidos con el único propósito de cumplir la promesa que le hizo a su progenitor de conseguir ese autógrafo. No deja de ser chocante que, procediendo de un realizador al que –al igual que otro cineasta con el cual suele comparársele: Frank Capra– suele acusársele de pronorteamericano, la melancólica conclusión de La terminal consista, precisamente, en Viktor cumpliendo por fin la promesa efectuada, tomando un taxi para regresar al aeropuerto con la intención de irse de los Estados Unidos y “volver a casa” (ambigua afirmación, no obstante, habida cuenta de que puede referirse tanto a Krakozhia, como sería lo lógico, como quizá al propio aeropuerto donde ha estado viviendo los últimos meses). Por otro lado, esa fácil comparación entre Viktor y E.T. no me parece muy afortunada, habida cuenta de que el protagonista de La terminal es, a pesar de todo, alguien con los pies en el suelo: parece ser que una línea de diálogo, en la cual Viktor decía “¡Teléfono, mi casa!”, fue expresamente suprimida por Spielberg para evitar que se hiciera esa asociación. Resulta muy significativa, como descripción del carácter del protagonista, la secuencia en la que, en un nuevo intento de engatusarle, Dixon quiere que Viktor se acoja al régimen jurídico de asilado político, para lo cual tendría que firmar una declaración en la cual dijera que tiene miedo de regresar a Krakozhia ahora que está en guerra; en un divertido diálogo, entorpecido por las dificultades de Viktor para entender el inglés, Dixon le dice que, para salir del aeropuerto, basta con que conteste una sola pregunta: “¿Tiene usted miedo de Krakozhia?”; el protagonista, ajeno a las sutilezas del derecho internacional, contesta con sinceridad y abierta franqueza: naturalmente que no le tiene miedo a Krakozhia, por la sencilla razón de que es su país y donde tiene su hogar, añadiendo a continuación que las cosas que le dan miedo son los fantasmas, Drácula o los hombres lobo, es decir, personajes de fantasía que nada tienen que ver con la realidad. De hecho, el espíritu que impregna La terminal se revela muy cercano al tono humanista y cómicamente crítico de Charles Chaplin, a quien se cita de manera muy explícita: véase la escena en la cual Viktor ve acercarse a Amelia y, por un momento, cree que le está saludando a él, cuando en realidad lo está haciendo a un hombre que está detrás de Viktor, su actual amante, Max (Michael Nouri); la escena en cuestión es idéntica a uno de los más celebrados –e imitados– gags de La quimera del oro (The Gold Rush, 1925), y la cita resulta tan obvia que no puede menos que interpretarse como una especie de “sello” que define el estilo del relato.  


Dejando aparte alguna molesta concesión a las posibilidades histriónicas de Tom Hanks (por otro lado, en una de sus más sensibles interpretaciones de estos últimos tiempos), La terminal termina funcionando, y muy bien, en función de un aspecto que suele abordarse poco a la hora de hablar del cine de Spielberg, en beneficio de su indudable dominio de los recursos formales derivados de su sentido de la planificación, el movimiento de cámara y el montaje: la dirección de actores. Todavía hoy es un hecho muy poco reconocido que muchos intérpretes han llevado a cabo algunos de sus mejores trabajos a sus órdenes, del mismo modo que se suele soslayar que Spielberg es de los pocos cineastas norteamericanos de la actualidad que todavía practican el viejo arte de la dirección de actores, consistente no tanto en saber darles las instrucciones precisas de cara a ir modelando sus prestaciones en materia de arte dramático, como sobre todo en saber utilizar a los actores como piezas más de la planificación, de tal manera que su “colocación” dentro del encuadre deviene un recurso expresivo adicional junto con la fotografía, el decorado o el efecto visual: el valor del actor como pieza componente de la construcción del encuadre, de cara a conseguir un determinado recurso expresivo. Hay en La terminal algunos ejemplos poderosos: las conversaciones entre Viktor y Dixon, en las cuales el contraste de los personajes se vehicula no tanto en sus distintos puntos de vista sobre la situación planteada como en la forma en que Spielberg hace actuar, mirar y moverse a sus intérpretes; el plano que pone en relación por primera vez a Amelia con Viktor (la primera resbala en el suelo húmedo que acaba de fregar Gupta –uno de los escasos placeres de este último es ver a la gente patinando allí por donde acaba de pasar su fregona…–, un tacón de su zapato se rompe y se desliza por el suelo, siendo detenido con el pie por Viktor); en particular, la modélica secuencia en la cual Viktor logra burlar los mecanismos legales del aeropuerto, consiguiendo que un emigrante del este europeo, Milodragovich (Valeri Nikolayev), que trae consigo unas medicinas para su padre enfermo las cuales no han pasado el control burocrático requerido, pueda “pasarlas” diciendo que son para una cabra, lo cual no requiere de control burocrático alguno.



Si a ello añadimos el cariño con el cual están dibujados los personajes secundarios; la buena dosificación de las escenas de humor –cf. Dixon espiando con una cámara a control remoto a Viktor en su tímido intento de salir del aeropuerto sin autorización–, insólita viniendo del director de una comedia tan aparatosa y “destrozona” como fue 1941 (ídem, 1979); y en particular, un puñado de bellas ideas visuales –el plano en el cual Viktor mira la parada de los taxis que pueden conducirle a Nueva York, reflejada en el cristal de la puerta a través de la cual otea; el “liberador” plano general del aeropuerto, cuando Viktor logra salir por fin de él, en cuya fachada acristalada se refleja una imagen de Manhattan: estampa “imposible”, puesto que en la realidad el JFK está mucho más lejos de la ciudad de Nueva York, pero que expresa muy bien el carácter onírico del relato–, quizá todo ello permita reconsiderar La terminal como un magnífico film y una obra cuyo alcance es muy superior al que suele decirse. Nada raro, por otro lado, puesto que la reivindicación y/ o recuperación de muchas grandes películas de Steven Spielberg suele darse con efecto retardado.

viernes, 17 de abril de 2020

Una comedia de crímenes: “LA TRAMPA DE LA MUERTE”, de SIDNEY LUMET



Puede interpretarse el hecho de que Sidney Lumet rodara La trampa de la muerte (Deathtrap, 1982) entre las mucho más graves y densas El príncipe de la ciudad (Prince of the City, 1981) (1) y Veredicto final (The Verdict, 1982) como el resultado de cierta necesidad del realizador de abordar algo más, digamos, “ligero” en medio de lo que son dos de sus grandes películas de los ochenta. En el momento en que lo realizó, La trampa de la muerte venía a erigirse, por un lado, en un curioso, inesperado aunque parcialmente fallido retorno al estilo de cine-teatro que su director desarrolló con maestría a finales de los cincuenta y, sobre todo, durante la década de los sesenta, como demuestran Doce hombres sin piedad (12 Angry Men, 1957), Panorama desde el puente (Vue du pont, 1962), Larga jornada hacia la noche (Long Day’s Journey Into Night, 1962) y The Sea Gull (1968); mientras que, por otra parte, La trampa de la muerte es una especie de simbólica despedida y cierre de esa etapa de cine-teatro, al mismo tiempo que una demostración palpable y fehaciente de que Lumet había dejado atrás, muy atrás, esa época.


En primera instancia, La trampa de la muerte tenía suficientes y adecuados elementos para jugar (como, de hecho, juega) con el artificio del teatro aplicado al cine, empezando por su misma trama, planteada asimismo como un juego de teatro-dentro-del-teatro que su traslación a la pantalla respeta escrupulosamente. A partir de una pieza teatral de Ira Levin estrenada en 1978 y adaptada al cine por Jay Presson Allen, el film se centra básicamente en cuatro personajes: Sidney Bruhl (Michael Caine), un dramaturgo especializado en comedias de crímenes; su adinerada esposa Myra (Dyan Cannon); Clifford Anderson (Christopher Reeve), un exalumno de Sidney en un seminario impartido por este último y autor de una nueva y prometedora comedia de crímenes, “La trampa de la muerte”; y Helga Ten Dorp (Irene Worth), la vecina de Sidney y Myra, una mujer que colabora habitualmente con la policía porque sus supuestos poderes paranormales le permiten intuir cuándo y dónde se han cometido delitos (sic). Hay, también, un juego de falsas apariencias: agobiado por el fracaso demoledor de su más reciente comedia, Sidney hace partícipe a Myra de su plan de invitar a Clifford a su casa en el campo, asesinarle y estrenar “La trampa de la muerte” firmada por él, convencido de que será el éxito que necesita para remontar su mala racha creativa; en realidad, el propósito del plan de Sidney es matar de miedo a Myra, que sufre del corazón, de manera que su muerte parezca accidental, con la complicidad de Clifford, cuyo asesinato ha sido fingido por este último y Sidney… porque ambos, además de cómplices, son amantes, en lo que pueden verse fácilmente ecos de Las diabólicas, tanto la famosa novela de Pierre Boileau y Thomas Narcejac como el popular film homónimo realizado a partir de la misma por Henri-Georges Clouzot en 1955. [Nota bene: Se dice que la escena en la que Sidney y Clifford se besan en la boca, dejando así bien clara la naturaleza de su relación, no estaba en la obra de teatro original, y que dicho beso causó malestar entre los asistentes a algunos pases previos para público seleccionado, y acaso pudo influir en el escaso éxito comercial del film; así lo habría declarado en cierta ocasión su coprotagonista, Christopher Reeve, por aquella época todavía muy presente en el inconsciente colectivo gracias a su popular interpretación del viril Superman.] Consumado el crimen, en el segundo acto Sidney planea a continuación deshacerse de Clifford, porque este último está decidido a escribir y estrenar una nueva obra de teatro… directamente inspirada en el asesinato de Myra cometido por ambos, lo cual teme que serviría para delatarles ante la policía; pero la treta de Sidney fracasará a causa de la intromisión de Helga; Sidney y Clifford hallarán la muerte en su pelea final, y Helga acabará estrenando, bajo su nombre y con gran éxito, ¡¡“La trampa de la muerte”!!…


Comparada a menudo con La huella (Sleuth, 1972), de Joseph L. Mankiewicz, a lo cual ayuda la presencia en el reparto de Michael Caine y las similitudes argumentales que se producen entre aquélla y la segunda mitad del film de Lumet (el juego del gato y el ratón que se establece entre Sidney y Clifford, cuando ambos deciden al unísono intentar el asesinato del otro), La trampa de la muerte tiene el inconveniente de que su primera mitad, brillante y creativa, no está adecuadamente rematada en esa segunda parte, más mecánica y apática, a pesar de la ironía puesta en juego y del buen hacer de sus intérpretes. En la primera parte de la película, la utilización del artificio inherente al teatro (e, indirectamente, también al cine) juega sus mejores bazas; por ejemplo, en la primera escena, que se abre con un primer plano de un personaje anónimo sacando la cabeza por detrás de una pared, al cual le sigue un nuevo primer plano, en este caso de Sidney, observando a ese primer personaje desde detrás de una cortina: solo gracias a la sucesión de planos siguiente nos daremos cuenta de que en realidad estamos en un teatro, y que ese primer personaje es uno de los intérpretes de la última (y fracasada) comedia policial de Sidney, la cual está siendo vista a distancia por este último la noche del estreno. Más adelante, cuando Sidney regresa a casa al lado de su esposa, su primera escena juntos está resuelta por Lumet mediante un plano general de larga duración, cuya composición, sacando provecho del formato panorámico, convierte por unos instantes la pantalla en la “cuarta pared” del teatro. Estos dos momentos que acabo de describir pueden verse como claros avisos, dirigidos hacia espectadores atentos, destinados a advertirle de que va a presenciar una “función” donde las fronteras entre cine y teatro, la realidad y las falsas apariencias, no van a estar del todo claras. Como reforzando esta idea, Lumet recupera más adelante un travelling de 360º muy parecido al que usara en Larga jornada hacia la noche para sugerir, en este caso, la falsedad del personaje de Sidney cuando concierta por teléfono una cita con Clifford, en un gesto pensado para engañar a Myra, que le está mirando y escuchando su conversación.


Puede que el descenso del interés de la segunda mitad de la película se deba a una debilidad presente en la obra original del irregular Ira Levin, un autor que al menos como novelista era capaz de lo mejor –La semilla del diablo, Las poseídas de Stepford y Los niños del Brasil, base de excelentes films de Roman Polanski, Bryan Forbes y Franklin J. Schaffner, respectivamente– y de lo peor –La astilla, pésima fuente de inspiración de la no menos horrible Sliver (Acosada) (Sliver, 1993), de Phillip Noyce–, pero lo cierto es que el brillo y ocasional encanto de la primera mitad de La trampa de la muerte deviene, en la segunda, una exhibición de falso virtuosismo escénico. Buena prueba de ello es la resolución de la escena final, en la cual pasamos, por corte de montaje, de la pelea entre Sidney, Clifford y Helga… a la falsa pelea que llevan a cabo los intérpretes que les interpretan, sobre el escenario de un teatro, la noche del exitoso estreno de “La trampa de la muerte”, firmada por Helga Ten Dorp: a falta de conocer con mayor profundidad la obra de Levin, me aventuro a especular que la resolución visual de la pelea, que se desarrolla en la oscuridad de la noche y bajo la luz intermitente de los relámpagos de una tormenta, puede ser un efecto estético heredado del original escénico.

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2020/04/todos-corruptos-el-principe-de-la.html

miércoles, 15 de abril de 2020

Hippies en la Guerra de los Cien Años: “PASEO POR EL AMOR Y LA MUERTE”, de JOHN HUSTON



Paseo por el amor y la muerte (A Walk with Love and Death, 1969) forma parte de un determinado sector de la filmografía de John Huston –dentro del cual podríamos incluir La Reina de África, Moulin Rouge, La burla del diablo, Las raíces del cielo y Bajo el volcán (1)–, formado por películas que fueron muy valoradas en el momento de su estreno pero que el paso del tiempo no ha tratado excesivamente bien, principalmente porque ha puesto de relieve su carácter coyuntural. Esto último pesa sobremanera sobre Paseo por el amor y la muerte, una adaptación de una novela del escritor holandés Hans Koningsberger (también conocido como Hans Koning) ambientada en la Francia de la Guerra de los Cien Años –ese conflicto armado entre Francia e Inglaterra por la posesión de tierras francesas que, en realidad, duró 116 años (entre 1337 y 1453)– y que, si bien atesora algunos elementos dignos de interés, está en sus líneas generales muy por debajo de lo que promete, y como digo la principal razón de ello se debe a su sometimiento a determinados tics del cine de la época, en particular el influenciado por el movimiento hippie, y de fondo, los ecos de la por aquel entonces todavía vigente guerra de Vietnam. Téngase en cuenta, sin ir más lejos, de que 1969, año de producción de Paseo por el amor y la muerte, es el mismo de Buscando mi destino (Easy Rider), la famosísima película de Dennis Hopper y Peter Fonda estrenada en los Estados Unidos unos meses antes que este film de un ya veterano Huston que parecía pretender, con el mismo, una especie de operación “puesta al día”.


Esto es algo que se percibe, sobre todo, tanto en el tratamiento edulcorado de los personajes protagonistas, la pareja formada por Heron de Fois (Assi Dayan, hijo de Moshe Dayan, aquí acreditado como Assaf Dayan) y Claudia (Anjelica Huston, en su primer papel importante en el cine y el primero a las órdenes de su padre): ambos viven un romance que parece dibujado bajo la empalagosa filosofía de lemas tan populares como “Haz el amor y no la guerra”, o como “Amar es no tener que decir nunca lo siento” (extraído de la famosa novela homónima de Erich Segal que dio pie a un engendro muy representativo de esos mismos tiempos: Love Story (1970), de Arthur Hiller), o como “Todo lo que necesitamos es amor” (que, como dijo en cierta ocasión Doris Lessing al respecto, “Para mí esto resume lo que fueron los años 60: la estupidez personificada”). Blandura en la caracterización de los protagonistas que viene reforzada por el tratamiento fotográfico de tonos pastel de Ted Scaife, el cual permite emparentar Paseo por el amor y la muerte con algunos trabajos de Franco Zeffirelli: uno anterior, su extraordinaria versión de Romeo y Julieta (1968), también influenciada por el hippismo, aunque ¡menuda diferencia!; y otro posterior, Hermano sol, hermana luna (1972), en la cual Zeffirelli destrozaba sus propios logros estéticos a base de exacerbarlos.


Pero vayamos por partes. Paseo por el amor y la muerte se inspira, como decía, en una novela de Hans Koningsberger, autor de una considerable obra que incluye trabajos de ficción y ensayos históricos y periodísticos (el más difundido en España, por la parte que nos toca, acaso sea Colón: el mito al descubierto, desmitificador retrato del descubridor de América). Cuatro de sus novelas fueron llevadas al cine; aparte de a Paseo por el amor y la muerte, sus libros dieron pie a otros tres films, todos ellos inéditos en España y desconocidos para el que suscribe: el norteamericano The Revolutionary (1970), de Paul Williams; la producción austro-germana Gavre Princip – Himmel unter Steinen (1990), de Peter Patzak (que adaptaba la novela de Koning Death of a Schoolboy); y la británica The Petersburg-Cannes Express (2003), de John Daly. Koningsberger tenía una opinión muy dura sobre esas cuatro adaptaciones al cine: “Huston estaba enfermo y escogió al peor no-actor del mundo, Assaf Dayan (hablaba un inglés verdaderamente malo). “The Revolutionary” fue hecha por un estudiante que no tenía ni idea de nada. Mi tercera novela llevada al cine, “Death of a Schoolboy”, fue realizada por un austríaco que debería haberse limitado a los valses (sic). (…) El cuarto film fue “The Petersburg-Cannes Express”, una bonita y exitosa novela (¡sic!) destrozada por John Daly (yo mismo había escrito un buen guion que él se negó a leer: yo escribo mis propios guiones, me dijo. ¡Un desastre!)”.


A falta de conocer por mí mismo la novela de Koningsberger –si bien existe de la misma edición española: Caminando con el amor y la muerte (Bruguera, 1971; subtitulada Un conflicto humano de hoy y de siempre enmarcado en la Europa medieval, y luego reeditada diez años después ya como Paseo por el amor y la muerte)–, y ciñéndonos por tanto al guion escrito a partir de la misma por el también productor asociado Dale Wasserman –autor de la versión escénica de la novela de Ken Kesey Alguien voló sobre el nido del cuco, la cual dio pie al film homónimo de Milos Forman de 1975–, podría verse Paseo por el amor y la muerte como una suerte de visión estilizada y con trasfondo filosófico del Medioevo, en una línea donde podríamos inscribir obras como El séptimo sello (1957), de Ingmar Bergman, El señor de la guerra (1965), de Franklin J. Schaffner, Lancelot du Lac (1974), de Robert Bresson, o Perceval Le Gallois (1978), de Eric Rohmer, entre las más reputadas, y alguna otra a la espera de la adecuada reivindicación, tal es el caso de la muy interesante El último valle (1971), de James Clavell. De este modo, Huston y su guionista intentan convertir el “paseo por el amor y la muerte” de su pareja protagonista en una especie de poema visual sobre la edad media, contemplada como la época de oscurantismo y crueldad que realmente fue, pero desde una perspectiva, digamos, “actual”: como digo, hay en la mirada que arrojan los pobres amantes Heron y Claudia sobre el tiempo que les ha tocado vivir un escepticismo muy “sesentero” y muy power flower, a un paso casi de lo directamente poppy, por más que sin acabar de caer en ello.


También hay, en este mismo sentido, un trasfondo didáctico en lo narrado: Heron de Fois es un estudiante que deja París para viajar a pie hasta ese mar que nunca ha visto y que imagina de una forma poéticamente exaltada; no cuesta demasiado ver en ese deseo de Heron un símbolo o una metáfora del anhelo del joven protagonista por ver-el-mundo y vivir-la-vida (ergo, vivir-el-amor), sobre todo desde que François Truffaut convirtiera ese querer-ver-el-mar en la imagen por excelencia de la rebeldía y la huida de la represión en Los 400 golpes (1959). No es casual, también en ese mismo sentido, que la primera vez que Heron ve a Claudia, y consecuentemente se enamora de ella al primer vistazo, Huston asocie esa primera mirada, ese primer amor, con el mar; en esta secuencia, Heron duerme sobre un banco junto a la mesa donde ha cenado con Pierre de St. Jean (Joseph O’Connor), el amable y cultivado caballero (como Heron, sabe hablar latín) que le permite pasar la noche en su castillo; Heron se despierta (primer plano); Huston superpone sobre el rostro del joven imágenes del océano; contraplano en plano medio: Claudia se asoma, desde el arco del piso superior, y mira a Heron; un efecto ensoñador que, a continuación, el propio Huston malogra, primero subrayándolo demasiado con un contraplano de los ojos de Heron (gran primer plano), y a continuación, un nuevo contraplano de Claudia que, mediante un feo reencuadre, se “abre” para mostrarnos en plano general la estancia donde se ha producido ese cruce de miradas, ese intercambio de primeros afectos, en cierto sentido como devolviendo a los dos futuros amantes a la realidad, pero el efecto resultante carece de la menor elegancia.


Tanto antes de que Heron y Claudia se conozcan y empiecen a viajar juntos, como cuando las revueltas campesinas dejan sin padre ni hogar a Claudia y bajo la protección de Heron (quien ha llegado al extremo de renunciar a ver ese mar que tenía tan solo a unos pasos con tal de volver en auxilio de su amada), el periplo de estos pobres amantes se convierte en la excusa para ofrecer un siniestro retrato de la dureza de la época reflejada, por más que la blandura del tono sea la imperante incluso en sus momentos más cruentos, que incluye el desmembramiento casi gore de un campesino rebelde atado a los caballos de los soldados que lidera Sir Meles (John Hallam). Se trata, en suma, de una visión deliberadamente no realista del Medioevo, que intenta ser una especie de equivalente fílmico del poema musical de un trovador, y en el que quizá por eso mismo no faltan las canciones, bien sean las que canta el primo de Claudia, Robert de Loris (Anthony Higgins, todavía acreditado en esa época como Anthony Corlan), o bien la canción guerrera de los soldados de Sir Meles. Hay, asimismo, una evolución de los personajes protagonistas marcada por esa intención didáctica, de tal manera que Heron acaba aprendiendo a la fuerza que el mundo puede ser un oscuro territorio donde campa a sus anchas la violencia y el fanatismo religioso –el burlesco episodio con el peregrino (Nicholas Smith) que intenta venderle “reliquias”; o el más tenebroso del grupo de misioneros cuyo demente líder (Barry Keegan) le reprocha su amor por Claudia catalogándolo de “impuro”–; de la misma manera que Claudia aprenderá, a la fuerza, el lado perverso de las diferencias de clase: al principio, se escandaliza cuando descubre que su tío y padre de Robert, el caballero Robert Sr. (encarnado por el propio John Huston), afirma comprender las motivaciones de la revuelta campesina que ha acabado con la vida de su propio hermano y padre de Claudia, e incluso añade que va a unirse a aquélla justo al alba del día siguiente; pero Claudia también acabará cambiando de perspectiva cuando, al lado de Heron, vea la brutalidad de la represión de la revuelta a manos de los que se llaman a sí mismos “caballeros” y “nobles”.


Es una pena que, sea por la razón que fuere, Paseo por el amor y la muerte no profundice en este interesante material, y en particular, que haga gala de un tono suave absolutamente inapropiado en un relato que, sin por ello dejar de ser “poético”, parecía pedir a gritos otro tipo de tratamiento. Ello no obsta para que, a ratos, asomen algunos momentos que permiten intuir lo que la película podría haber sido. En concreto, señalo ese brusca panorámica de la cámara que pone a Heron en relación con Claudia, al pie del castillo del padre de esta última, y que viene a expresar de qué manera asimismo contundente la muchacha sacudirá los cimientos de la vida del estudiante; la escena en que, tan solo quitándose el pañuelo negro que la cubre de pies a cabeza, Claudia descubre sus ricos ropajes que la identifican como hija de nobles, y de esta manera convence al orfebre (Eugen Ledebur) para que le compre el candelabro de plata que ha robado de una iglesia (la diferencia de clase social se expresa, sencilla y eficazmente, con una mera diferencia de vestuario); o ese bonito detalle –este sí– de la secuencia en la que, a solas en el monasterio abandonado, Heron y Claudia ofician por sí mismos ante el altar una boda “a los ojos de Dios”: el contraplano nos muestra una pared desnuda, en la cual la suciedad ha dejado dibujada la silueta del crucifijo ante el cual los pobres amantes sellan su amor a la espera de una muerte cierta.

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2019/12/mas-alcohol-que-sangre-en-las-venas.html

martes, 14 de abril de 2020

La vida de un hombre: “COMBATE DECISIVO”, de ANDRÉ DE TOTH



Cuenta el colega Israel Paredes Badía en el folleto que acompañaba –como siempre, tratándose de Bang Bang Movies y su colección Los esenciales del cine negro– a la excelente edición en DVD de Monkey on My Back (1957), rebautizada aquí como Combate decisivo, que la historia (real) del púgil Barney Ross se encontraba en la base de la inspiración del famoso film de Robert Rossen Cuerpo y alma (Body and Soul, 1947); y que esta película firmada por André De Toth –y, digámoslo ya, a mi entender uno de sus mejores trabajos– fue empezada por Ted Post, quien abandonó su rodaje como consecuencia de una enfermedad, si bien parece ser que algunos de los planos que filmó se conservan en el montaje definitivo. Sea como fuere, Combate decisivo es una película extraordinaria cuya principal cualidad reside, para el que suscribe, en su indefinición genérica.   


Explicada muy rápidamente, empieza como lo que suele conocerse como “film de boxeo” o “melodrama pugilístico” (son maneras de hablar), con el protagonista, Barney Ross –un excelente Cameron Mitchell–, ingresando voluntariamente en una clínica de desintoxicación a fin de someterse a un tratamiento que le libere de su adicción a la morfina. Al albur de las reflexiones del personaje, el relato retrocede en el tiempo, vía flashback, para mostrarnos a Ross en la cúspide de su carrera pugilística, donde se compaginan sus triunfos sobre la lona, su historia de amor con la que acabará siendo su esposa, Cathy Holland (Dianne Foster), y los problemas que le ocasionan lo que podríamos considerar su primera “adicción”, las apuestas; el cine negro también asoma, en parte, su rostro. Todo esto ocupa, aproximadamente, la primera mitad del film. A continuación, después de que Ross decide abandonar el boxeo –una dolorosa derrota contra un púgil negro mucho más joven y fuerte que él le hace ver, con lucidez, que sus días como boxeador han terminado–, y tras una serie de acuciantes problemas económicos por culpa de su ya mencionada afición a las apuestas y a derrochar el dinero a manos llenas, el film adquiere la tonalidad de un melodrama familiar-costumbrista, dado que la conducta inconsciente de Ross termina repercutiendo negativamente en su matrimonio con Cathy. Nuevo giro argumental: Ross se separa temporalmente de su esposa e ingresa en los marines; estamos en la II Guerra Mundial, y el protagonista termina –con más de 30 años de edad– combatiendo en Guadalcanal; Combate decisivo adopta, de este modo, los modos del cine bélico. Concluida la participación de Ross en la guerra, de donde regresa convertido en un héroe –ha matado él solo a veintidós nipones–, y también en un adicto a la morfina –el dolor de sus heridas de combate le ha inducido a ello–, el tono vuelve a ser melodramático: Ross se reconcilia con Cathy y emprende una exitosa carrera en el mundo de los negocios gracias a su don de gentes, pero su creciente dependencia de las drogas está, de nuevo, a punto de arruinar su vida.


Melodrama, cine negro y cine bélico. Boxeo, mafia, apuestas, la guerra del Pacífico y adicción a las drogas. Combate decisivo juega con todas esas tonalidades genéricas, todos esos elementos narrativos, y en cada uno de ellos alcanza resultados prodigiosos. Como melodrama “pugilístico” resulta, sencillamente, ejemplar: la ascensión y caída de Barney está vigorosamente descrita mediante formidables elipsis, de tal manera que el film pone el acento no tanto en la actividad pugilística del personaje como, sobre todo, en su psicología: a Barney Ross le gusta el boxeo porque le gusta ganar, pero sus ambiciones sobre el ring siempre pasan por el juego limpio (tal solo hay que ver cómo, tras perder por puntos el combate con el púgil negro que casi le destroza, decide dejar el boxeo); incluso cuando apuesta y pierde (y pierde a menudo), se lo toma como parte del juego. Con esa misma franqueza acepta, con naturalidad y sin aspavientos, que Cathy tenga una niña, fruto de una relación anterior, y a la cual adopta sin problema alguno, de la misma forma que previamente ha aceptado, sin hacerse preguntas, el que Cathy se gane la vida como “chica del coro” en un night-club sin interrogarla jamás sobre su pasado.



Mención especial merece la brillantísima secuencia en la cual vemos a Barney luchando en Guadalcanal, lo cual da pie a un memorable fragmento bélico que, para el que suscribe, se encuentra a la altura de los mejores momentos, dentro de este género, y ciñéndonos al conocido como cine del Hollywood Clásico, de Raoul Walsh, Lewis Milestone, Anthony Mann o Samuel Fuller. Una secuencia sin música, solo el sonido agobiante de la lluvia, el chapoteo de los soldados norteamericanos sobre el fango y el acoso terrible y sin piedad de los francotiradores japoneses escondidos en las copas de las palmeras conforman una secuencia que, por sí sola, ya justifica el visionado de Combate decisivo. Lo mejor, empero, reside en que, tras ese baño de intensidad, la película todavía depara un espléndido tercio final, la descripción de la drogadicción del protagonista, y de qué manera “toca fondo”, hasta el extremo de adoptar la decisión de ponerse en manos de médicos. De este modo, lo que a priori se plantea como un biopic más o menos al uso, el retrato de una “vida ejemplar” muy típicamente norteamericana, el self-made man que lo tuvo todo, se quedó sin nada, lo recuperó todo y volvió a perderlo todo antes de su redención definitiva, se convierte, en manos de De Toth, en un bellísimo poema de superación personal, donde lo más relevante acaba siendo la descripción de una vida humana –la de Barney Ross– entendida como una lucha constante, de manera que los sufrimientos del protagonista están vistos en todo momento como una consecuencia casi se diría que lógica de sus decisiones personales. Una obra maestra.