Puede interpretarse el hecho de que
Sidney Lumet rodara La trampa de la
muerte (Deathtrap, 1982) entre las mucho más graves y densas El príncipe de la ciudad (Prince of the
City, 1981) (1) y Veredicto final
(The Verdict, 1982) como el resultado de cierta necesidad del realizador de
abordar algo más, digamos, “ligero” en medio de lo que son dos de sus grandes
películas de los ochenta. En el momento en que lo realizó, La trampa de la muerte venía a erigirse, por un lado, en un
curioso, inesperado aunque parcialmente fallido retorno al estilo de
cine-teatro que su director desarrolló con maestría a finales de los cincuenta
y, sobre todo, durante la década de los sesenta, como demuestran Doce hombres sin piedad (12 Angry Men,
1957), Panorama desde el puente (Vue
du pont, 1962), Larga jornada hacia la
noche (Long Day’s Journey Into Night, 1962) y The Sea Gull (1968); mientras que, por otra parte, La trampa de la muerte es una especie de
simbólica despedida y cierre de esa etapa de cine-teatro, al mismo tiempo que una
demostración palpable y fehaciente de que Lumet había dejado atrás, muy atrás,
esa época.
En primera instancia, La trampa de la muerte tenía suficientes
y adecuados elementos para jugar (como, de hecho, juega) con el artificio del
teatro aplicado al cine, empezando por su misma trama, planteada asimismo como
un juego de teatro-dentro-del-teatro que su traslación a la pantalla respeta
escrupulosamente. A partir de una pieza teatral de Ira Levin estrenada en 1978
y adaptada al cine por Jay Presson Allen, el film se centra básicamente en
cuatro personajes: Sidney Bruhl (Michael Caine), un dramaturgo especializado en
comedias de crímenes; su adinerada esposa Myra (Dyan Cannon); Clifford Anderson
(Christopher Reeve), un exalumno de Sidney en un seminario impartido por este
último y autor de una nueva y prometedora comedia de crímenes, “La trampa de la
muerte”; y Helga Ten Dorp (Irene Worth), la vecina de Sidney y Myra, una mujer
que colabora habitualmente con la policía porque sus supuestos poderes
paranormales le permiten intuir cuándo y dónde se han cometido delitos (sic).
Hay, también, un juego de falsas apariencias: agobiado por el fracaso demoledor
de su más reciente comedia, Sidney hace partícipe a Myra de su plan de invitar
a Clifford a su casa en el campo, asesinarle y estrenar “La trampa de la muerte”
firmada por él, convencido de que será el éxito que necesita para remontar su
mala racha creativa; en realidad, el propósito del plan de Sidney es matar de
miedo a Myra, que sufre del corazón, de manera que su muerte parezca
accidental, con la complicidad de Clifford, cuyo asesinato ha sido fingido por
este último y Sidney… porque ambos, además de cómplices, son amantes, en lo que
pueden verse fácilmente ecos de Las
diabólicas, tanto la famosa novela de Pierre Boileau y Thomas Narcejac como
el popular film homónimo realizado a partir de la misma por Henri-Georges
Clouzot en 1955. [Nota bene: Se dice
que la escena en la que Sidney y Clifford se besan en la boca, dejando así bien
clara la naturaleza de su relación, no estaba en la obra de teatro original, y
que dicho beso causó malestar entre los asistentes a algunos pases previos para
público seleccionado, y acaso pudo influir en el escaso éxito comercial del
film; así lo habría declarado en cierta ocasión su coprotagonista, Christopher
Reeve, por aquella época todavía muy presente en el inconsciente colectivo gracias
a su popular interpretación del viril Superman.] Consumado el crimen, en el segundo
acto Sidney planea a continuación deshacerse de Clifford, porque este último
está decidido a escribir y estrenar una nueva obra de teatro… directamente
inspirada en el asesinato de Myra cometido por ambos, lo cual teme que serviría
para delatarles ante la policía; pero la treta de Sidney fracasará a causa de
la intromisión de Helga; Sidney y Clifford hallarán la muerte en su pelea
final, y Helga acabará estrenando, bajo su nombre y con gran éxito, ¡¡“La
trampa de la muerte”!!…
Comparada a menudo con La huella (Sleuth, 1972), de Joseph L.
Mankiewicz, a lo cual ayuda la presencia en el reparto de Michael Caine y las
similitudes argumentales que se producen entre aquélla y la segunda mitad del
film de Lumet (el juego del gato y el ratón que se establece entre Sidney y
Clifford, cuando ambos deciden al unísono intentar el asesinato del otro), La trampa de la muerte tiene el
inconveniente de que su primera mitad, brillante y creativa, no está
adecuadamente rematada en esa segunda parte, más mecánica y apática, a pesar de
la ironía puesta en juego y del buen hacer de sus intérpretes. En la primera
parte de la película, la utilización del artificio inherente al teatro (e,
indirectamente, también al cine) juega sus mejores bazas; por ejemplo, en la
primera escena, que se abre con un primer plano de un personaje anónimo sacando
la cabeza por detrás de una pared, al cual le sigue un nuevo primer plano, en
este caso de Sidney, observando a ese primer personaje desde detrás de una
cortina: solo gracias a la sucesión de planos siguiente nos daremos cuenta de que
en realidad estamos en un teatro, y que ese primer personaje es uno de los
intérpretes de la última (y fracasada) comedia policial de Sidney, la cual está
siendo vista a distancia por este último la noche del estreno. Más adelante,
cuando Sidney regresa a casa al lado de su esposa, su primera escena juntos está
resuelta por Lumet mediante un plano general de larga duración, cuya composición,
sacando provecho del formato panorámico, convierte por unos instantes la
pantalla en la “cuarta pared” del teatro. Estos dos momentos que acabo de
describir pueden verse como claros avisos, dirigidos hacia espectadores
atentos, destinados a advertirle de que va a presenciar una “función” donde las
fronteras entre cine y teatro, la realidad y las falsas apariencias, no van a
estar del todo claras. Como reforzando esta idea, Lumet recupera más adelante un
travelling de 360º muy parecido al
que usara en Larga jornada hacia la noche
para sugerir, en este caso, la falsedad del personaje de Sidney cuando
concierta por teléfono una cita con Clifford, en un gesto pensado para engañar
a Myra, que le está mirando y escuchando su conversación.
Puede que el descenso del interés de
la segunda mitad de la película se deba a una debilidad presente en la obra
original del irregular Ira Levin, un autor que al menos como novelista era capaz
de lo mejor –La semilla del diablo, Las poseídas de Stepford y Los
niños del Brasil, base de excelentes films de Roman Polanski, Bryan
Forbes y Franklin J. Schaffner, respectivamente– y de lo peor –La astilla, pésima fuente de inspiración
de la no menos horrible Sliver (Acosada)
(Sliver, 1993), de Phillip Noyce–, pero lo cierto es que el brillo y ocasional
encanto de la primera mitad de La trampa
de la muerte deviene, en la segunda, una exhibición de falso virtuosismo
escénico. Buena prueba de ello es la resolución de la escena final, en la cual
pasamos, por corte de montaje, de la pelea entre Sidney, Clifford y Helga… a la
falsa pelea que llevan a cabo los intérpretes que les interpretan, sobre el
escenario de un teatro, la noche del exitoso estreno de “La trampa de la
muerte”, firmada por Helga Ten Dorp: a falta de conocer con mayor profundidad
la obra de Levin, me aventuro a especular que la resolución visual de la pelea,
que se desarrolla en la oscuridad de la noche y bajo la luz intermitente de los
relámpagos de una tormenta, puede ser un efecto estético heredado del original
escénico.
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