Paseo por el amor y la muerte (A Walk with Love and Death, 1969) forma parte de un
determinado sector de la filmografía de John Huston –dentro del cual podríamos
incluir La Reina de
África, Moulin Rouge, La burla del diablo, Las raíces del cielo y Bajo el volcán (1)–, formado por películas que fueron muy valoradas en
el momento de su estreno pero que el paso del tiempo no ha tratado
excesivamente bien, principalmente porque ha puesto de relieve su carácter
coyuntural. Esto último pesa sobremanera sobre Paseo por el amor y la muerte, una adaptación de una novela del
escritor holandés Hans Koningsberger (también conocido como Hans Koning) ambientada
en la Francia
de la Guerra
de los Cien Años –ese conflicto armado entre Francia e Inglaterra por la
posesión de tierras francesas que, en realidad, duró 116 años (entre 1337 y
1453)– y que, si bien atesora algunos elementos dignos de interés, está en sus
líneas generales muy por debajo de lo que promete, y como digo la principal
razón de ello se debe a su sometimiento a determinados tics del cine de la
época, en particular el influenciado por el movimiento hippie, y de fondo, los
ecos de la por aquel entonces todavía vigente guerra de Vietnam. Téngase en cuenta,
sin ir más lejos, de que 1969, año de producción de Paseo por el amor y la muerte, es el mismo de Buscando mi destino (Easy Rider), la famosísima película de Dennis
Hopper y Peter Fonda estrenada en los Estados Unidos unos meses antes que este
film de un ya veterano Huston que parecía pretender, con el mismo, una especie
de operación “puesta al día”.
Esto es algo que se percibe, sobre
todo, tanto en el tratamiento edulcorado de los personajes protagonistas, la
pareja formada por Heron de Fois (Assi Dayan, hijo de Moshe Dayan, aquí acreditado
como Assaf Dayan) y Claudia (Anjelica Huston, en su primer papel importante en
el cine y el primero a las órdenes de su padre): ambos viven un romance que
parece dibujado bajo la empalagosa filosofía de lemas tan populares como “Haz
el amor y no la guerra”, o como “Amar es no tener que decir nunca lo siento” (extraído de la famosa novela
homónima de Erich Segal que dio pie a un engendro muy representativo de esos
mismos tiempos: Love Story (1970), de
Arthur Hiller), o como “Todo lo que necesitamos es amor” (que, como dijo en
cierta ocasión Doris Lessing al respecto, “Para
mí esto resume lo que fueron los años 60: la estupidez personificada”). Blandura
en la caracterización de los protagonistas que viene reforzada por el
tratamiento fotográfico de tonos pastel de Ted Scaife, el cual permite
emparentar Paseo por el amor y la muerte
con algunos trabajos de Franco Zeffirelli: uno anterior, su extraordinaria
versión de Romeo y Julieta (1968),
también influenciada por el hippismo,
aunque ¡menuda diferencia!; y otro posterior, Hermano sol, hermana luna (1972), en la cual Zeffirelli destrozaba
sus propios logros estéticos a base de exacerbarlos.
Pero vayamos por partes. Paseo por el amor y la muerte se inspira,
como decía, en una novela de Hans Koningsberger, autor de una considerable obra
que incluye trabajos de ficción y ensayos históricos y periodísticos (el más
difundido en España, por la parte que nos toca, acaso sea Colón: el mito al descubierto,
desmitificador retrato del descubridor de América). Cuatro de sus novelas
fueron llevadas al cine; aparte de a Paseo
por el amor y la muerte, sus libros dieron pie a otros tres films, todos
ellos inéditos en España y desconocidos para el que suscribe: el norteamericano
The Revolutionary (1970), de Paul
Williams; la producción austro-germana Gavre
Princip – Himmel unter Steinen (1990), de Peter Patzak (que adaptaba la
novela de Koning Death of a Schoolboy); y la británica The Petersburg-Cannes Express (2003), de John Daly. Koningsberger tenía
una opinión muy dura sobre esas cuatro adaptaciones al cine: “Huston estaba enfermo y escogió al peor
no-actor del mundo, Assaf Dayan (hablaba un inglés verdaderamente malo). “The
Revolutionary” fue hecha por un estudiante que no tenía ni idea de nada. Mi
tercera novela llevada al cine, “Death of a Schoolboy”, fue realizada por un
austríaco que debería haberse limitado a los valses (sic). (…) El cuarto film fue “The Petersburg-Cannes
Express”, una bonita y exitosa novela (¡sic!) destrozada por John Daly (yo mismo había escrito un buen guion que él
se negó a leer: yo escribo mis propios guiones, me dijo. ¡Un desastre!)”.
A falta de conocer por mí mismo la
novela de Koningsberger –si bien existe de la misma edición española: Caminando
con el amor y la muerte (Bruguera,
1971; subtitulada Un conflicto humano de hoy y de siempre enmarcado en la Europa medieval,
y luego reeditada diez años después ya como Paseo por el amor y la muerte)–, y
ciñéndonos por tanto al guion escrito a partir de la misma por el también
productor asociado Dale Wasserman –autor de la versión escénica de la novela de
Ken Kesey Alguien voló sobre el nido del cuco, la cual dio pie al film homónimo de Milos Forman de 1975–, podría
verse Paseo por el amor y la muerte
como una suerte de visión estilizada y con trasfondo filosófico del Medioevo,
en una línea donde podríamos inscribir obras como El séptimo sello (1957), de Ingmar Bergman, El señor de la guerra (1965), de Franklin J. Schaffner, Lancelot du Lac (1974), de Robert
Bresson, o Perceval Le Gallois
(1978), de Eric Rohmer, entre las más reputadas, y alguna otra a la espera de
la adecuada reivindicación, tal es el caso de la muy interesante El último valle (1971), de James
Clavell. De este modo, Huston y su guionista intentan convertir el “paseo por
el amor y la muerte” de su pareja protagonista en una especie de poema visual
sobre la edad media, contemplada como la época de oscurantismo y crueldad que
realmente fue, pero desde una perspectiva, digamos, “actual”: como digo, hay en
la mirada que arrojan los pobres amantes
Heron y Claudia sobre el tiempo que les ha tocado vivir un escepticismo muy
“sesentero” y muy power flower, a un paso casi de lo directamente poppy,
por más que sin acabar de caer en ello.
También hay, en este mismo sentido,
un trasfondo didáctico en lo narrado: Heron de Fois es un estudiante que deja
París para viajar a pie hasta ese mar que nunca ha visto y que imagina de una
forma poéticamente exaltada; no cuesta demasiado ver en ese deseo de Heron un
símbolo o una metáfora del anhelo del joven protagonista por ver-el-mundo y
vivir-la-vida (ergo, vivir-el-amor), sobre todo desde que François Truffaut
convirtiera ese querer-ver-el-mar en la imagen por excelencia de la rebeldía y
la huida de la represión en Los 400 golpes
(1959). No es casual, también en ese mismo sentido, que la primera vez que Heron ve a
Claudia, y consecuentemente se enamora de ella al primer vistazo, Huston asocie
esa primera mirada, ese primer amor, con el mar; en esta secuencia, Heron
duerme sobre un banco junto a la mesa donde ha cenado con Pierre de St. Jean
(Joseph O’Connor), el amable y cultivado caballero (como Heron, sabe hablar
latín) que le permite pasar la noche en su castillo; Heron se despierta (primer
plano); Huston superpone sobre el rostro del joven imágenes del océano;
contraplano en plano medio: Claudia se asoma, desde el arco del piso superior,
y mira a Heron; un efecto ensoñador que, a continuación, el propio Huston
malogra, primero subrayándolo demasiado con un contraplano de los ojos de Heron
(gran primer plano), y a continuación, un nuevo contraplano de Claudia que,
mediante un feo reencuadre, se “abre” para mostrarnos en plano general la
estancia donde se ha producido ese cruce de miradas, ese intercambio de
primeros afectos, en cierto sentido como devolviendo a los dos futuros amantes
a la realidad, pero el efecto resultante carece de la menor elegancia.
Tanto antes de que Heron y Claudia se
conozcan y empiecen a viajar juntos, como cuando las revueltas campesinas dejan
sin padre ni hogar a Claudia y bajo la protección de Heron (quien ha llegado al
extremo de renunciar a ver ese mar que tenía tan solo a unos pasos con tal de
volver en auxilio de su amada), el periplo de estos pobres amantes se convierte en la excusa para ofrecer un siniestro
retrato de la dureza de la época reflejada, por más que la blandura del tono sea
la imperante incluso en sus momentos más cruentos, que incluye el desmembramiento
casi gore de un campesino rebelde
atado a los caballos de los soldados que lidera Sir Meles (John Hallam). Se
trata, en suma, de una visión deliberadamente no realista del Medioevo, que
intenta ser una especie de equivalente fílmico del poema musical de un
trovador, y en el que quizá por eso mismo no faltan las canciones, bien sean
las que canta el primo de Claudia, Robert de Loris (Anthony Higgins, todavía acreditado en esa época
como Anthony Corlan), o bien la canción guerrera de los
soldados de Sir Meles. Hay, asimismo, una evolución de los personajes
protagonistas marcada por esa intención didáctica, de tal manera que Heron
acaba aprendiendo a la fuerza que el mundo puede ser un oscuro territorio donde
campa a sus anchas la violencia y el fanatismo religioso –el burlesco episodio
con el peregrino (Nicholas Smith) que intenta venderle “reliquias”; o el más
tenebroso del grupo de misioneros cuyo demente líder (Barry Keegan) le reprocha
su amor por Claudia catalogándolo de “impuro”–;
de la misma manera que Claudia aprenderá, a la fuerza, el lado perverso de las
diferencias de clase: al principio, se escandaliza cuando descubre que
su tío y padre de Robert, el caballero Robert Sr. (encarnado por el propio John
Huston), afirma comprender las motivaciones de la revuelta campesina que ha
acabado con la vida de su propio hermano y padre de Claudia, e incluso añade
que va a unirse a aquélla justo al alba del día siguiente; pero Claudia también
acabará cambiando de perspectiva cuando, al lado de Heron, vea la brutalidad de
la represión de la revuelta a manos de los que se llaman a sí mismos
“caballeros” y “nobles”.
Es una pena que, sea por la razón que
fuere, Paseo por el amor y la muerte
no profundice en este interesante material, y en particular, que haga gala de un
tono suave absolutamente inapropiado en un relato que, sin por ello dejar de
ser “poético”, parecía pedir a gritos otro tipo de tratamiento. Ello no obsta
para que, a ratos, asomen algunos momentos que permiten intuir lo que la
película podría haber sido. En concreto, señalo ese brusca panorámica de la
cámara que pone a Heron en relación con Claudia, al pie del castillo del padre
de esta última, y que viene a expresar de qué manera asimismo contundente la
muchacha sacudirá los cimientos de la vida del estudiante; la escena en que,
tan solo quitándose el pañuelo negro que la cubre de pies a cabeza, Claudia
descubre sus ricos ropajes que la identifican como hija de nobles, y de esta
manera convence al orfebre (Eugen Ledebur) para que le compre el candelabro de
plata que ha robado de una iglesia (la diferencia de clase social se expresa,
sencilla y eficazmente, con una mera diferencia de vestuario); o ese bonito
detalle –este sí– de la secuencia en la que, a solas en el monasterio
abandonado, Heron y Claudia ofician por sí mismos ante el altar una boda “a los
ojos de Dios”: el contraplano nos muestra una pared desnuda, en la cual la
suciedad ha dejado dibujada la silueta del crucifijo ante el cual los pobres amantes sellan su amor a la
espera de una muerte cierta.
Algunos de los peros que le pones me parecen oportunos, no se pueden discutir; pero lo bueno de esta modesta obra de arte es que, a pesar de todos esos defectos, o por encima de ellos, esta película presenta en mi opinión un brillo particular, hace compatible, por ejemplo, una visión realista sobre el amor ("forma parte del amor saber que tiene un fin" dice ella) y una visión a la vez muy lírica. O por poner otro ejemplo, me parece deslumbrante la aparición en la gran pantalla de la hija del director. ¡Me parece imposible no enamorarse de ella "al primer vistazo", como le sucede al protagonista.
ResponderEliminarMe parece también que no puede considerárseles "pobres amantes" en ningún caso, pues son plenamente conscientes de la precaria situación por la que atraviesan y porque, además, le hacen frente con gran valor y determinación.