En los últimos años de su carrera, y
quién sabe si con la conciencia de estar quemando sus últimas naves,
cinematográficamente hablando, John Huston se permitió abordar por fin dos
proyectos que tenían mucho de personal, habida cuenta que, además de reflejar
buena parte de sus obsesiones temáticas más recurrentes, tenían el carácter de
reto particular: la adaptación de dos novelas de difícil plasmación en
imágenes, sobre todo la primera: Bajo el
volcán, de Malcolm Lowry, y Los
muertos, de James Joyce. Esta última sería, como es sobradamente conocido,
la base de su película postrera: Dublineses
(The Dead, 1987), un film extraordinario que el que suscribe no duda en colocar
entre lo mejor legado por este cineasta junto con Moby Dick (ídem, 1956) (1). Bajo el volcán (Under the Volcano, 1984) sería, por tanto, su
antepenúltima película, y la culminación de, como digo, una especie de desafío
personal muy característico de un realizador para quien muchos de sus proyectos
eran auténticas aventuras que tenían su razón de ser en el mero hecho de
abordarlas, con independencia casi de sus resultados finales.
El tiempo no ha tratado mal a Bajo el volcán, por más que el film se
encuentre lejos de los mejores trabajos de su autor. Ello puede deberse,
naturalmente, a la complejidad del original literario, aquí notablemente
rebajada en virtud de un trabajo de guion, firmado por Guy Gallo, que si no
recuerdo mal en su momento fue calificado por José Luis Guarner, con respecto
al libro de Lowry, como “una cura de
adelgazamiento” (sic). Puede que ello explique que Bajo el volcán, versión John Huston, no termine de ser la pieza
maestra turbulenta, etílica y casi infernal que podría haber sido tratándose,
como se trata, de la descripción, llevada hasta sus últimas consecuencias, del
proceso de autodestrucción de un hombre desesperado, el cónsul británico en
Cuernavaca Geoffrey Firmin (Albert Finney): un personaje por cuyas venas corre
más alcohol que sangre, que manifiesta que únicamente se siente realmente lúcido cuando está borracho (y
lo está la mayor parte del tiempo) y que afirma que el único lugar en el cual
él tiene ya cabida es el infierno… Razones no le faltan para beber alcohol a
todas horas: Firmin ha sido destinado a un puesto diplomático de segunda fila
en una localidad mexicana donde ingerir whisky, vodka, tequila o mescal es
prácticamente la única salida de ocio; por si fuera poco, pululan por la
localidad una serie de siniestros personajes los cuales, se dice, están siendo
financiados por subrepticias cédulas nazis que operan en México; téngase en
cuenta que nos hallamos en 1938 y que, tal y como se explica en los diálogos,
el primer ministro inglés Chamberlain acaba de firmar con Hitler un pacto de no
agresión en el cual nadie con dos dedos de frente confía, tal y como la Historia vendría a
demostrar trágicamente tan solo al año siguiente; además, Firmin vive solo
desde que fuera abandonado por su esposa Yvonne (Jacqueline Bisset), la cual le
comunicó por carta que ya había firmado los papeles del divorcio pero que, a
pesar de ello, se presenta en Cuernavaca con vistas a lograr una reconciliación
con su exmarido; reconciliación que, para Firmin –en el fondo, un antiguo
idealista que había creído que la bondad y la justicia podrían llegar a ser,
algún día, los valores preeminentes en el mundo entero–, resulta ahora del todo
imposible: Yvonne le fue infiel con su propio hermanastro, Hugh Firmin (Anthony
Andrews), o su medio hermano como a
él le gusta llamarle, y esa infidelidad, esa traición, no puede perdonarla bajo
ningún concepto, dado que el hacerlo sería tanto como traicionarse a sí mismo:
a su propio sentido de la existencia. El alcohol es, por tanto, su única manera
de soportarlo.
Todo ello está expuesto por John
Huston con firmeza y solidez, pero sin brillo ni demasiada inspiración. El
realizador descarga buena parte de la eficacia del relato en la gran
interpretación, un tanto histriónica a ratos, pero muy efectiva en todo
momento, que Albert Finney hace de Geoffrey Firmin, sobre todo teniendo en
cuenta que el actor hace un notable esfuerzo de cara a exteriorizar el tormento
interior del personaje. Jacqueline Bisset, Anthony Andrews y un buen elenco de
intérpretes de carácter –entre ellos, algunos grandes del cine mexicano como
Katy Jurado e Ignacio López Tarso–, además de un par de extraordinarios
colaboradores en apartados técnico-artísticos –el director de fotografía
Gabriel Figueroa y el compositor Alex North–, contribuyen a que el resultado
final de Bajo el volcán sea
apreciable y a ratos bueno, por más que en escasos instantes alcance la
intensidad que el relato reclama a gritos. Un relato sórdido, etílico y
pesimista que culmina, coherentemente, en tragedia, por más que la misma no
termine de impregnar al espectador con la fuerza que sería de desear. Empero, hay
excelentes apuntes que sugieren lo que la película podría haber sido. Llaman la
atención, en particular, los numerosos signos de muerte que jalonan el
desarrollo de la trama, y que vienen a expresar, en cierto sentido, que Firmin
y, de refilón, también Yvonne, son ya personas muertas, cada una a su manera,
antes de que la Parca les alcance fatídicamente: véase la secuencia inicial, el
sobrio paseo de Firmin por las atestadas calles de Cuernavaca durante la
celebración del Día de los Muertos, en el cual la mirada sin brillo del
personaje a través de sus gafas de sol parece corresponderse con las miradas de
los ojos sin vida de las calaveras de azúcar; está, asimismo, la celebración de
una corrida de toros, durante la cual Hugh se atreve a saltar al ruedo, que
puede verse como una fiesta de la muerte, o cuanto menos, una fiesta de la vida
enfrentada a la muerte; durante su viaje en autobús, Firmin, Yvonne y Hugh
comparten el vehículo con uno de los siniestros acólitos nazis mexicanos; en
una de las paradas, descubren tirado en la carretera el cadáver de un joven
flautista asesinado y, más tarde, observan que las monedas manchadas de sangre
que había sobre el cuerpo sin vida del muchacho han sido recogidas por el
simpatizante nazi; todo ello conduce, claro está, a una tensa conclusión final
en una miserable y nada recomendable cantina, El Farolito, que es prácticamente
una antesala de ese infierno que, simbólicamente, arde en el interior del
desdichado y alcoholizado cónsul Geoffrey Firmin, por más que ese calor del
averno, ese dolor insoportable, tan solo lo intuyamos en contadas excepciones.
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