[NOTA BENE: EL PRESENTE
ARTÍCULO ES UNA VERSIÓN REVISADA Y ACTUALIZADA DEL QUE PUBLIQUÉ EN EL N.º 30
(SEPTIEMBRE 2010) DE LA REVISTA “SCIFIWORLD MAGAZINE” (1).] No cabe la
menor duda de que el terror que suscita el zombi se deriva de su condición de
criatura sobrenatural (es un muerto que está vivo sin dejar de estar muerto) y
de su conducta hostil (ataca a los seres humanos para, sobre todo en estos
últimos cincuenta años de cine y televisión, convertirles mediante su mordisco
también en muertos vivientes, o para devorar su carne). Tanto da, en este
sentido, que sean los zombis esclavos de Legendre (Bela Lugosi) en La legión
de los hombres sin alma (White Zombie, 1932, Victor Halperin), como los
tambaleantes pero efectivos protagonistas de la saga que George A. Romero
inició a raíz de La noche de los muertos vivientes (Night of the Living
Dead, 1968), o los modernos cadáveres corredores puestos de moda por Danny Boyle en 28
días después (28 Days Later…, 2002) y por Zack Snyder en Amanecer de los
muertos (Dawn of the Dead, 2004), con permiso del auténtico creador de esta
tendencia, el Umberto Lenzi de La invasión de los zombies atómicos (Incubo
sulla città contaminata, 1980).
Asimismo, en la práctica resulta indiferente
que su nacimiento tenga lugar como consecuencia de prácticas de vudú, magia
negra o hechicerías diversas (tal y como
se produjo en los títulos pioneros del género) o que sea el resultado de
misteriosas radiaciones procedentes del espacio exterior o de cepas bacteriológicas
fuera de control, tengan estas últimas procedencia científica, como la que
desata la pandemia zombi de Guerra Mundial Z (World War Z, 2013, Marc
Forster –(2)–) o, en el peor de los casos, directamente satánica, como
se apunta en la tetralogía de Jaume Balagueró y Paco Plaza formada por [Rec]
y sus secuelas (2007–2009-2012-2014). Si bien todo eso ha tenido su relevancia
a la hora de crear, cinematográficamente hablando, la mitología zombi (y
dejando expresamente a un lado las aportaciones en el campo de la literatura,
los cómics y los videojuegos), lo que pretendemos apuntar aquí es el hecho,
mostrado en un número ya muy considerable de films, de que, a lo largo de la historia del cine y de la
televisión –si bien en estas líneas nos centraremos en el cine: abandoné la
soporífera The Walking Dead (ídem, 2010- ) en la mitad de su segunda
temporada…–, los muertos vivientes han ido siendo cada vez algo más que unos
difuntos putrefactos y descerebrados que aparentemente no piensan, o que tan solo
lo hacen para saciar sus inagotables tendencias caníbales, hasta acabar
erigiéndose en una especie de sociedad alternativa a la humana, de la cual,
como veremos, han heredado determinadas características, pero a la que superan
en muchas otras.
Sin embargo, en los primeros títulos
importantes del “cine zombi”, los muertos vivientes todavía no se habían constituido en sociedad, desempeñando
por lo general, y con los matices que iremos viendo, una suerte de colectividad
de siervos al servicio de los vivos que los invocan. El ejemplo canónico, claro
está, reside en la ya citada La legión de los hombres sin alma, en la
cual los zombis son esclavos al servicio del pérfido Legendre. No obstante, en
esta magnífica película de Victor Halperin ya se advierten los primeros apuntes
de la futura rebelión de los muertos vivientes contra la tiranía de los vivos;
recordemos que Legendre utiliza a los zombis no ya como mano de obra barata, sino
evidentemente como mano de obra gratuita;
dichos zombis trabajan día y noche sin descanso, no necesitan detenerse ni para
comer (recordemos que el canibalismo fue un tema introducido en el universo
zombi cinematográfico/ televisivo bastante más adelante) ni jamás reclaman a su
dueño salario alguno a cambio de su esfuerzo; asimismo, por el hecho de estar
muertos y de carecer, por tanto, no ya de derechos laborales sino ni tan
siquiera de los más elementales derechos humanos (los cuales, naturalmente, tan solo pueden ser reclamados
por personas vivas…), los zombis son maltratados y torturados por Legendre a su
antojo, quien les hace trabajar a latigazos con la más absoluta y cruel
desconsideración, convencido de que su condición de meras piltrafas animadas los
sitúa por debajo de los animales. Justicia poética obliga, Legendre acabará
pereciendo a manos de sus difuntos esclavos, los cuales, descontrolados, se
precipitarán desde lo más alto del acantilado sobre el cual se yergue su
majestuosa mansión, arrastrando consigo a su tiránico señor.
De hecho, el propio Victor Halperin
reincidiría poco años después con una especie de secuela de La legión de los
hombres sin alma titulada explícitamente Revolt of the Zombies
(1936). Film inédito en España, pero estrenado en DVD con el título de La
rebelión de los zombies (en una edición de la firma Matinée/ Tribanda
Pictures que agrupa las dos películas de Halperin), Revolt of the Zombies
vuelve a subrayar, aquí con mayor fuerza, la idea de la futura revuelta de los
muertos vivientes contra los vivos, si bien en este caso tampoco se trata de
una decisión autónoma de los zombis, sino de su liberación del influjo
hipnótico que los esclavizaba. Papel de esclavos carentes de autonomía propia
que se expone, de manera abiertamente política, en la curiosa película de Wes
Craven La serpiente y el arco iris (The Serpent and the Rainbow, 1988),
en la cual se reconstruyen con cierta fidelidad las técnicas reales de
“zombificación” practicadas en Haití, las cuales convierten a las personas en sirvientes
al servicio de poderes malignos, representados en este caso en un hechicero
vudú, Dargent Peytraud (Zakes Mokae), que emplea sus artes oscuras a mayor
honra y gloria del tristemente célebre dictador Duvalier y su no menos
siniestra policía, los Tonton Macoutes.
Más delicados matices fueron
introducidos por Jacques Tourneur en su famosa obra maestra I Walked with a
Zombie (1943), relato fantástico con un fuerte componente romántico y
lírico, en la cual la temática de los muertos vivientes se utiliza a modo de
poético contrapunto de una historia de amour
fou que culmina con un suicidio que tiene algo de ritual, al igual que los
misteriosos ritos de magia negra que han dado vida, o no–vida, al impresionante
zombi Carrefour (Darby Jones) y han convertido en muerta viviente a la ahora
pálida y apática Jessica Holland (Christine Gordon). Se apunta, de este modo, a
la imposibilidad del zombi de amar y ser amado: de su existencia como una
criatura ajena a los sentimientos humanos más fundamentales, lo cual le
convierte en un paria de la sociedad, una rareza, una anomalía cuya mera
existencia contradice los cimientos mismos de la civilización de los vivos.
A pesar de que en estos o en similares
títulos de los años cuarenta y cincuenta que abordan la temática zombi, el vudú
o la magia negra siguen siendo por regla general los principales mecanismos de
animación de los muertos vivientes, lo cual de entrada los delimita como
criaturas pertenecientes a una esfera muy alejada de la realidad empírica, ya
en estos films pioneros se
apuntan los rasgos que a la larga contribuirán a hacer de ellos seres violadores
del concepto de civilización humana y protagonistas de un modelo alternativo de
sociedad. Desde esos primeros tiempos, los zombis aparecen descritos como criaturas
casi invulnerables (no se puede matar a quien ya está muerto), y únicamente destruibles,
y después de no pocos esfuerzos, mediante procedimientos contundentes como el
destrozo de su cerebro, la desmembración o la incineración. Pese a su lentitud,
o precisamente gracias a ella (por lo menos, hasta la llegada de los veloces zombis
de Umberto Lenzi), los muertos vivientes se erigen en una amenaza que avanza
lenta pero implacablemente hacia su principal propósito: la destrucción de la
humanidad. Al tratarse de personas muertas y, por tanto, que no precisan
respirar para vivir, ello les proporciona además unas cualidades subacuáticas
inesperadas; no saben nadar, pero no necesitan hacerlo porque, para desplazarse
por el agua, les basta con ir caminando por el fondo de mares o lagos, imagen
con cierta recurrencia dentro de la imaginería del género que se
institucionaliza a raíz de Zombies of Mora Tau (Edward L. Cahn, 1957), y
reaparece con relativa frecuencia en propuestas posteriores, tal es el caso de
los muertos vivientes de origen nazi de Shock Waves (Ken Wiederhorn, 1977)
y Le lac des morts vivants (Jean Rollin, 1981), o del zombi (Ramón
Bravo) que se pelea nada menos que con un tiburón en una de las más llamativas
escenas de Nueva York bajo el terror de los zombi (Zombi 2, 1979, Lucio
Fulci), siendo incluso adoptada por Romero en La tierra de los muertos vivientes
(Land of the Dead, 2005). Apuntemos que la idea ha sido descaradamente copiada
en producciones fantásticas de diversa índole, tal es el caso de los
zombis filibusteros de Piratas del Caribe: La maldición de la Perla Negra (Pirates of
the Caribbean: The Curse of the Black Pearl, 2003, Gore Verbinski) y de los
inefables vampiros primerizos de La saga Crepúsculo: Eclipse (The Twilight
Saga: Eclipse, 2010, David Slade).
Es bien conocida la explicación que
daba precisamente el autor de I Walked with a Zombie, Jacques Tourneur,
en torno a un ambicioso proyecto de género fantástico que, lamentablemente,
nunca pudo llevar a cabo: “Hay dos
fuerzas presentes, dos ejércitos: el de los vivos y el de los muertos, que es
el más poderoso (al menos por su número). El combate es desigual y por eso
debemos pedir ayuda a todos los recursos de la ciencia. Este es el punto de
partida de mi historia. Los dos ejércitos ganarán la batalla. En uno de mis
guiones será la ciencia, en el otro las fuerzas sobrenaturales. Será muy
interesante de rodar y por fin seré libre de hacer lo que me plazca” (Midi–Minuit
Fantastique, n.º 12, 1965). Siempre me he preguntado si los responsables de
La noche de los muertos vivientes, George A. Romero y su equipo de
colaboradores, conocían esta declaración de intenciones de Tourneur y acabaron
llevándola a la práctica. Sea como fuere, La noche de los muertos vivientes
es el pilar del cine zombi desde la perspectiva “social” que estamos apuntando.
Lo mejor de La noche de los
muertos vivientes se encuentra en su dibujo, algo torpe pero eficaz, del
desmoronamiento del concepto de civilización, visualizado sobre todo en el
primer y tercer tercio del relato, que son asimismo los que atesoran los
mejores detalles e ideas. Un relato que empieza, significativamente, en un
cementerio (el lugar donde, socialmente hablando, “termina” toda vida humana),
el cual es visitado por una pareja de hermanos, Barbra (Judith O’Dea) y Johnny
(Russell Streiner), quienes serán los primeros en ser atacados por un enjuto
muerto viviente (Bill Hinzman); relato que concluye, tampoco por casualidad,
sobre la imagen de una hoguera de reminiscencias medievales, retrógradas, donde
se queman los cuerpos de los zombis y, mezclado entre ellos, el cadáver de Ben
(Duane Jones), quien ha sido abatido por el certero disparo de un rifle de caza
tras haberle confundido con otro muerto viviente. Lo que media entre ambos
escenarios es una descripción de la destrucción de la civilización cuyo énfasis
recae en el peso de ciertos detalles aportados por los gestos y diálogos de los
intérpretes y determinadas ideas de guion y realización. Por ejemplo, recién
llegados al cementerio, Barbra y Johnny tienen una pequeña discusión en el
coche sobre la pertinencia de ir a visitar la lápida del hombre que reposa en
dicho camposanto: su propio padre, al que Johnny ni siquiera recuerda porque,
aparentemente, les abandonó cuando todavía eran unos niños (un primer indicio
de destrucción del orden social establecido: la disolución de la familia
tradicional). Poco después, el zombi ataca a los hermanos y, mientras Johnny se
pelea con él, Barbra huye; en su huida, la joven pierde primero el coche,
estrellándolo contra un árbol, y luego los zapatos, de los cuales se desprende
porque le dificultan el correr a campo través: otros dos emblemas de
civilización: coche y calzado.
Ya en la casa donde Barbra y Ben se
hacen fuertes en compañía de la familia Cooper –Harry (Karl Hardman), su esposa
Helen (Marilyn Eastman) y su hija Karen (Kyra Schon)– y de una pareja joven
–Tom (Keith Wayne) y Judy (Judith Ridley)–, dicha vivienda deja de tener un uso
“normal” para convertirse en otra cosa: un lugar donde hay que tapiar ventanas
y puertas con maderas claveteadas y quemar sillones como arma defensiva, y en
el cual el sótano, donde se guarda la comida, ahora es el último refugio de
unos seres humanos destinados a ser “la comida” de los zombis caníbales que
ponen cerco a la vivienda. Las relaciones humanas “civilizadas” se deterioran:
Barbra, obnubilada por el terror, es incapaz de hablar con sus compañeros de
infortunio; y Ben y Harry se enfrentan a causa de sus diferencias de opinión
sobre qué hacer para afrontar el peligro que les rodea (un enfrentamiento que
los admiradores de este film sobredimensionaron por el hecho de que Ben es un
hombre de raza negra y Harry un blanco…, hasta el día en que Romero confirmó que
había elegido a Duane Jones para interpretar al primero sin tener en cuenta el
color de su piel). Deterioro que alcanza su punto culminante en las secuencias
finales: Ben se venga de Harry, por culpa del cual ha estado a punto de morir,
matándole de un disparo; Barbra acabará muriendo a manos de su hermano Johnny,
que también se ha transformado en muerto viviente, y Helen, en las garras de su
pequeña Karen, por la misma razón: sendos asesinatos con connotaciones
incestuosas y parricidas.
Tanto en La noche de los muertos
vivientes como en los siguientes títulos de su famosa saga, George A.
Romero cimentó las bases de la sociedad zombi tal y como las conocemos hasta el
día de hoy. Descubrimos así que los muertos vivientes, alejados ya de su
antiguo rol de esclavos de los vivos, han “decidido” (si es que puede hablarse
de una decisión tomada con conciencia de tal) tomar las riendas de la situación
e iniciar una lenta pero imparable conquista del mundo. Llama la atención que,
al contrario que lo que suele ocurrir entre los seres humanos –véase al
respecto lo comentado respecto a La noche de los muertos vivientes, o lo
expuesto en la cruda miniserie británica de televisión Dead Set (2008)–,
los zombis hacen gala de una insólita unidad y armonía en su forma de actuar
colectivamente. Si bien es verdad que en el cine de zombis abundan las escenas
protagonizadas por solitarios muertos vivientes, no es menos cierto que, a la
hora de actuar de manera conjunta, no se distingue entre ellos el menor signo
de discrepancia. Funcionan como si fueran una sociedad de insectos, tipo
abejas, hormigas o termitas, las cuales por definición son sociedades “perfectas”
donde cada uno de sus miembros cumple estrictamente con su función. Entre los
zombis, los hay de diversas tipologías físicas: hombres, mujeres y niños de
todas las edades y razas, y exhibiendo distintos grados de putrefacción en
virtud del tiempo que llevan “no-muertos”; los hay que van elegantemente
vestidos y los hay parcial o totalmente desnudos, es decir, con el atuendo que
portaban en el momento de pasar de la muerte a la “no–vida”. Se advierte,
asimismo, que, a pesar de esas diferencias, siempre actúan colectivamente
apenas se junten un par de ellos. Las películas nos los han mostrado siempre
como un temible ejército que no conoce el miedo y que ataca ciegamente,
impasibles como son al dolor físico. Pero acaso lo más interesante, lo más inquietante,
resida en el hecho de que entre ellos no se dan los mismos casos de egoísmo que
sí se presentan entre los seres humanos. Los zombis nunca se matan entre sí: la
noción del asesinato de un congénere no existe para ellos. No se dan los robos ni
los ataques de celos; todo lo más, la disputa por un trozo de carne humana que
se limita a casuales empujones en el momento de apoderarse de un mismo pedazo.
Tampoco hay canibalismo entre los propios zombis, a pesar de que el cine ha
proporcionado algún (repugnante) apunte al respecto, tal es el caso del pequeño
zombi que devora el pecho de su madre, también muerta viviente, en Zombie
Holocausto (Zombie Holocaust, 1980, Marino Girolami). La inexistencia de
sexo comporta la inexistencia de violaciones o estupros y de crímenes con
motivación sexual; dicho de otra manera, no conocen la discriminación sexual,
acaso porque los conceptos de “hombre” y “mujer” tampoco tienen entre ellos
sentido alguno.
Andando el tiempo, la visión de los
zombis como sociedad aparte proporcionada por Romero se ha ido sofisticando,
influyendo sobremanera en todo el cine coetáneo o posterior sobre muertos
vivientes o, en su caso, infectados. En la primera secuela de La noche de
los muertos vivientes, Zombi (Dawn of the Dead, 1978) –y en su
excelente y superior remake, Amanecer
de los muertos–, un centro comercial se convierte en el escenario principal
de un relato que, en sus momentos culminantes, se convierte así en una
maliciosa parodia de la condición humana, con zombis putrefactos y de andares
idiotizados (en el caso de los films
de Romero) deambulando por las tiendas. Imagen paródica directamente convertida
en un gag por el británico Edgar Wright en su celebrada Zombies Party
(Shaun of the Dead, 2004), en la cual los primeros síntomas de la invasión de
los muertos vivientes pasan completamente desapercibidos para los
protagonistas, dado que a simple vista confunden a los zombis con meros borrachos;
no es casualidad, en este mismo sentido, que en Zombies Party uno de los
lugares donde los personajes resisten el ataque de los muertos vivientes sea un
pub, o que poco después los protagonistas intenten mezclarse entre los zombis
para escapar de ellos poniéndose a caminar “como
idiotas” (sic); gag este último que sería retomado en esa rara pero aún así
nada despreciable combinación de “cine zombi” y comedia juvenil made in USA
que es Memorias de un zombie adolescente (Warm Bodies, 2013, Jonathan
Levine –(3)–).
Un paso más al respecto lo da Romero en
El día de los muertos (Day of the Dead, 1985), en la cual culmina el
proceso de conquista del mundo emprendida lenta pero metódicamente por los
zombis, de tal manera que ahora son los seres humanos los que, indirectamente,
se han convertido, si no en esclavos de los muertos vivientes, sí en su
potencial despensa de carne, viviendo confinados en bases militares fuertemente
armadas como la que se erige aquí en principal escenario del relato. En esta
ocasión, el contraste se da entre el ejército de los zombis y el humano,
formado este último por militares de cabeza cuadrada que intentan “estudiar” a
los muertos vivientes de cara a localizar su punto débil y acabar de una vez
con ellos. Vano esfuerzo, habida cuenta de que los zombis no tardarán en
aprender lo peor del ser humano con vistas a utilizarlo contra él, y no al
revés; tal es el caso de Bub (Sherman Howard), el muerto viviente prisionero de
los militares al cual se pretende “humanizar”, ergo domesticar –en una idea que
sería recogida sin pudor por Danny Boyle aplicándola a los infectados de 28
días después–, y que, chistes fáciles aparte (la escena en la cual el zombi
lee… una novela de Stephen King), acaba asimilando un conocimiento negativo del ser humano: el uso de un
arma de fuego. De hecho, la idea de que los muertos vivientes no sean sino símbolos en negativo del ser humano ya se
encuentra anotada en las películas de zombis nazis, tales como las ya
mencionadas Shock Waves y Le lac des morts vivants, a las cuales
se pueden añadir otras como La tumba de los muertos vivientes (Jesús
Franco, 1981) o Zombis nazis (Dod sno/ Death Snow, 2009, Tommy Wirkola).
La visión “social” de los zombis más
completa proporcionada por Romero es la que nos brinda en su
interesante La tierra de los muertos vivientes, donde la línea que
separa a los seres humanos de los zombis está más borrosa que nunca. Al
principio del film, un puñado
de mercenarios enviados por Kaufman (Dennis Hopper) atacan sin previo aviso un
pueblo habitado exclusivamente por muertos vivientes, los cuales a su manera
han acabado formando un símil de sociedad “casi” humano. De este modo, lo que
para los mercenarios no es más que la matanza indiscriminada e incluso
justificada de simples monstruos, para los zombis liderados por Big Daddy (Eugene
Clark) es un asesinato sin escrúpulos y una declaración de guerra en toda
regla. La frágil paz existente entre los vivos y los muertos vivientes, de tal
manera que los unos no invaden el territorio ocupado por los otros y viceversa,
se rompe por culpa de una provocación gratuita de los primeros, desencadenando
así la revancha de los segundos.
No es la primera vez en la historia
del “cine zombi” que los cadáveres ambulantes adoptan la decisión de atacar a
los humanos motivados por un sentimiento que han aprendido de estos últimos: la
venganza; recuérdese la escena final de la estupenda película de Jorge Grau No
profanar el sueño de los muertos (1974), en la cual George (Ray Lovelock),
convertido en zombi tras haber sido gratuitamente asesinado por un intransigente
inspector de policía (Arthur Kennedy), se venga de este último como primer acto
de su nueva “no–vida”. Pero es en La tierra de los muertos vivientes
donde la venganza es la motivación de los zombis a la hora de emprender un
ataque colectivo contra la raza
humana. Dicho de otra manera, los zombis han acabado ganándose su propio lugar
en el mundo, y exigen a cambio un respeto que los seres humanos, ahora los reyes
destronados del planeta, no están dispuestos a proporcionarles. Por otro lado,
el contraste entre el pueblo de los zombis y la ciudad de los vivos gobernada
con mano de hierro por Kaufman da a entender perfectamente que, así como los
muertos vivientes a su manera viven en paz, en cambio los vivos se encuentran
hacinados en una ciudad donde gobierna el crimen, la corrupción y la violencia:
de este modo, la balanza de la monstruosidad, la verdadera monstruosidad, acaba inclinándose de nuestro lado. Los
zombis han ganado la partida a la humanidad entera.
Ante semejante panorama, y a la vista
de que prácticamente todos los intentos de destruir a los zombis y/ o
infectados han acabado en un completo fracaso, la cruda realidad que parece
imponerse no es otra que la de… convivir con ellos. Ahora bien, ¿qué formas
puede adoptar esa convivencia? Por ejemplo, ¿es posible respetarse mutuamente y
compartir el planeta sin más? Difícil, tal y como lo acabamos de ver en La
tierra de los muertos vivientes, cuando no prácticamente imposible. ¿Deberá
la humanidad del futuro refugiarse en lugares ignotos a fin de no perecer a
manos de los muertos vivientes? Ésta es la alternativa que se les presenta a
los supervivientes del virus que convierte a los seres humanos en zombis y/ o
infectados en Resident Evil (ídem, 2002, Paul W.S. Anderson), sobre todo
a partir de la tercera entrega de esta serie, Resident Evil 3: Extinción
(Resident Evil: Extinction, 2007, Russell Mulcahy), en la cual se ven obligados
a deambular por el desierto, uno de los escasos lugares del mundo donde los
muertos vivientes no proliferan…, y ni aún así hay garantía de una seguridad absoluta.
Las soluciones que pasan por costosas y, a la postre, fútiles operaciones
militares tampoco son la respuesta al problema: recuérdese 28 días después,
y véanse asimismo la secuela de esta última, 28 semanas después (28
Weeks Later, 2007, Juan Carlos Fresnadillo) o la segunda entrega de Resident
Evil, esto es, Resident Evil: Apocalipsis (Resident Evil:
Apocalypse, 2004, Alexander Witt).
Otra alternativa, sin lugar a dudas
la más dura de todas ellas, es… amar a los zombis. ¿Es eso realmente posible? El
“cine zombi” ha intentado aportar algunas respuestas al respecto. Volvamos a
recordar I Walked with a Zombie, en la cual ya hemos anotado que un
hombre se suicida por su amor imposible a una muerta viviente… Están, por otra
parte, las ya comentadas connotaciones incestuosas y parricidas que se dan en La
noche de los muertos vivientes: una hermana y una madre que mueren a manos
de sus respectivos (y hambrientos) hermano e hija. O la variante love story
juvenil planteada por Memorias de un zombie adolescente. Anotemos,
asimismo, la existencia de pequeñas curiosidades, como es el caso de Fido
(ídem, 2006, Andrew Currie), en la cual una familia adopta a un viejo amigo y
vecino suyo que se ha convertido en zombi como si fuera uno más de ellos; Zombie
Honeymoon (David Gebroe, 2004), en la cual una mujer recién casada (Tracy
Coogan) lucha por permanecer al lado de su amado (Graham Sibley)… a pesar de
que este último se ha convertido fatalmente en un muerto viviente; una
situación muy similar a la que viven los jóvenes protagonistas de las jocosas Amor
zombie (Life After Beth) (Life After Beth, 2014, Jeff Baena) y Burying
the Ex (Joe Dante, 2014), un viudo (Dane DeHaan) y un adolescente (Anton
Yelchin), respectivamente, tras el regreso, más allá de la tumba, de la amada
esposa del primero (Aubrey Plaza) y de la difunta novia del segundo (Ashley
Greene); en cambio, en la mucho más melodramática –y plomiza…– Maggie
(ídem, Henry Hobson, 2015), es un abnegado padre de familia (un sorprendente
Arnold Schwarzenegger) quien asiste impotente al proceso de transformación en
zombi de su amada hija (Abigail Breslin). El concepto de amor en familia aparece
excluido de entrada, o cuanto menos puesto en cuestión, de una manera u otra, en
todos estos títulos.
Asimismo, y expresado de manera
contundente, tampoco hay piedad para quienes se han profesado amor conyugal
cuando hay “zombificación” de por medio, tal y como demuestra 28 semanas
después: Don (Robert Carlyle), convertido en un muerto viviente y/ o
infectado (táchese lo que no proceda), destroza a dentelladas a su indefensa
esposa Alice (Catherine McCormack), atada a una camilla de hospital y sin
posibilidad de huir (en una escena de una gran crueldad, por más que, dicho sea
de paso, esté copiada de un momento muy parecido de No profanar el sueño de
los muertos…). Incluso un film
que se ha atrevido a mostrar poéticamente las relaciones entre los vivos y los
muertos, y que si bien no se inscribe exactamente dentro de lo que se entiende
como “cine zombi” bebe en gran medida de algunas de sus convenciones visuales,
arroja un saldo pesimista al respecto: me refiero a la excelente Les
revenants (2004), del francés Robin Campillo, estrenada en España directamente
en DVD como La resurrección de los muertos, y que parte de una muy
inquietante premisa –los difuntos vuelven a la vida físicamente intactos, y
convertidos en seres inofensivos pero apáticos: están vivos pero no lo parecen–
para mostrar, de paso, un amargo discurso sobre las relaciones humanas: los
cónyuges, hijos y amigos que dejaron atrás al morir no les acogen con alegría,
sino con estupefacción, hasta el punto de que, en una desoladora y sombría
resolución, los resucitados deciden regresar a sus tumbas, incapaces de
soportar el desamor y desafecto con que han sido recibidos por los suyos… Al
menos por ahora, la sociedad humana y la “sociedad zombi” son mundos paralelos
condenados a no entenderse.
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