Durante el período comprendido entre
1970 y 1978, Sidney Lumet realizó nada menos que una docena de largometrajes,
entre los cuales hallamos (aunque en esto, como en todo, cada cual tendrá su
opinión) algunos de los mejores títulos de su filmografía –La ofensa (The Offence, 1972), Tarde
de perros (Dog Day Afternoon, 1975), Network,
un mundo implacable (Network, 1976)–, otros no tan conocidos pero harto
interesantes –Child’s Play (1972)–, una
estimable incursión en el cine comercial –Supergolpe
en Manhattan (The Anderson Tapes, 1971)–, otras dos que ya no me lo parecen
tanto a pesar de su popularidad –Serpico
(ídem, 1973), Asesinato en el Orient
Express (Murder on the Orient Express, 1974)–, una en el documental, que no
conozco –King: A Filmed Record…
Montgomery to Memphis (1970)–, dos trabajos también muy poco conocidos –Last of the Mobile Hot Shots (1970), Lovin’ Molly (1974)–, y que asimismo no
he visto, y otro que, por desgracia, sí que he visto pero que preferiría no haberlo
hecho, dado que es rematadamente malo –El
mago (The Wiz, 1978)–, en un balance tan atractivo como irregular, acaso
como consecuencia de un exceso de trabajo. Entre ellos figura Equus (ídem, 1977), un film realizado
tras Network, un mundo implacable y
antes que El mago y la comedia Dime lo que quieres (Just Tell Me What
You Want, 1980), que tampoco he visto, y que puede entenderse, por tanto, como
el inicio de una por fortuna corta etapa de cierto declive en la calidad de la
obra del cineasta de Filadelfia, quizá provocada, como digo, por la fatiga profesional,
y de la cual se resarciría con creces gracias a las impresionantes películas
que filmaría a principios de los ochenta, sobre todo El príncipe de la ciudad (Prince of the City, 1981), Veredicto final (The Verdict, 1982) y Daniel (ídem, 1983).
Equus es una
adaptación de la famosa obra de teatro homónima del británico Peter Shaffer,
originalmente estrenada en 1973 y convertida en guion por su mismo autor, que
puede verse como una nueva incursión de Lumet en ambientes ingleses tras haberlos
visitado esa misma década en La ofensa,
Child’s Play y Asesinato en el Orient Express (por más que, según parece, Equus se rodó íntegramente en Canadá
para beneficiarse de una reducción de impuestos). Sin ser una película
despreciable, Equus, versión Lumet, está
lejos de otras admirables aportaciones del realizador en el terreno de la
adaptación cinematográfica de grandes originales escénicos –las magníficas Panorama desde el puente (Vu du pont, 1962)
o Larga jornada hacia la noche (Long
Day’s Journey Into Night, 1962); incluso, a menor escala, The Sea Gull (1968), su versión de La gaviota, de Anton
Chejov–, y se emparentaría, dentro de su filmografía, con otra curiosa
ilustración en imágenes de una obra de teatro, en este caso de Ira Levin: La trampa de la muerte (Deathtrap, 1982).
Ambas son, principalmente, sólidas adaptaciones de piezas de teatro de desigual
interés, mayor en el caso de Shaffer que en el de Levin, que Lumet resuelve con
oficio y buen pulso narrativo, por más que, vuelvo a insistir, se encuentran
lejos, muy lejos de los brillantes resultados conseguidos por el cineasta en
sus mucho más lúcidas visiones de las maravillosas obras de Arthur Miller y
Eugene O’Neill, incluso de su menos afortunada pero interesante lectura de
Tennessee Williams llevada a cabo en Piel
de serpiente (The Fugitive Kind, 1959).
Una singularidad de Equus, versión Shaffer, consiste en el
carácter abstracto del original escénico, y más teniendo en cuenta que los
montajes teatrales incorporan a actores con máscaras para interpretar a los
caballos que forman parte fundamental de la trama. En cambio, el film de Lumet
opta por utilizar caballos reales, en una decisión que parece ser le granjeó no
pocas críticas, pues de esta manera se desvirtuaba el tono intelectual de la
pieza original. Curiosamente, en el Equus
de Lumet no hay, ni por asomo, recursos teatrales tan obvios y brechtianos como
los de la obra de Shaffer, sino por el contrario sólidos encuadres y saltos de
eje estrictamente fílmicos, pero a pesar de ello el resultado es
sorprendentemente teatral y poco cinematográfico. Dicho de otra manera, si en Panorama desde el puente y Larga jornada hacia la noche Lumet
conseguía romper los límites de la representación teatral y convertirla en algo
puramente cinematográfico gracias a un brillante trabajo con el encuadre que
exploraba, precisamente, las posibilidades fílmicas de recursos teóricamente
teatrales (en un ejercicio de cine-teatro: ese cine que bebe del teatro pero
que a la postre se expresa de manera estrictamente cinematográfica), nada de
eso ocurre en Equus, mucho más cerca
de los parámetros expresivos habituales de lo que suele denominarse “teatro
filmado” que del cine-teatro de calidad.
La puesta en escena de Equus intenta ser, de este modo, una
mezcla de tonalidad realista y estilización visual servida, en determinados
momentos, por el movimiento de cámara, y en otros, por el trabajo fotográfico, brindado
impecablemente por el siempre genial Oswald Morris. Ejemplos de lo afirmado
residen, sin ir muy lejos, en las escenas de apertura y clausura del film, que
se corresponden fielmente con los largos monólogos del principio y el final de
la obra de teatro de Shaffer declamados por el personaje del Dr. Martin Dysart
(Richard Burton en la película): el del principio parte de un plano general de
ambientación nocturna en el cual vemos al joven Alan Strang (Peter Firth),
desnudo y acariciando a un hermoso caballo blanco en medio de una pradera,
mientras la cámara traza una lenta panorámica hacia la derecha hasta fundirse
en la oscuridad de la noche y dejar paso a un gran primer plano de Dysart; la
cámara, entonces, retrocede en travelling,
abriendo la imagen de primer plano a plano medio, y de plano medio a plano
general, al mismo tiempo que la oscuridad va dejando paso a la luz y nos
descubre que el personaje se encuentra en su despacho, mirando a la cámara y
dirigiéndose directamente al espectador (tal y como se hacía en la obra de
teatro). El monólogo del final está recogido de una manera inversamente
proporcional: aquí la cámara parte de plano general y se va cerrando sobre la
figura de Dysart sentado tras la mesa de su despacho, hasta concluir en un
primer plano de su ojo. Son recursos de parecen destinados a impedir que la
imagen de un personaje hablando a cámara resulte demasiado estática, y por ende
poco cinematográfica, pero el efecto acaba siendo, paradójicamente, más teatral
que fílmico. Lumet intenta en otro momento evitar esa teatralidad mediante un
efecto fotográfico que, asimismo, parece más propio de un montaje escénico que
de una película: me refiero a la utilización de filtros de colores rojos y
anaranjados en la secuencia del fallido encuentro sexual de Alan y Jill (Jenny
Agutter) en la cuadra, momento previo a la atroz mutilación de los ojos de seis
caballos que será llevada a cabo por Alan en un arrebato de demencia.
Cabe pensar que lo que le interesaba
a Lumet de Equus debían ser,
principalmente, sus ideas a nivel temático. En este sentido, y habida cuenta su
tendencia a reflejar en muchas de sus películas las lacras derivadas de la
hipocresía de la sociedad, no resulta de extrañar que se sintiera atraído por
la pieza de Shaffer y las connotaciones de lo que sugiere. Recordemos que esta
última, y el film de Lumet, giran alrededor de Dysart, un doctor en psiquiatría
a quien se le pide que evalúe al asimismo mencionado Alan, un chico de 17 años
que, ya lo hemos dicho, dejó ciegos a seis caballos de la cuadra donde
trabajaba los fines de semana. Tan pronto como Dysart interroga al joven, a sus
padres –Frank y Dora Strang (Colin Blakely y Joan Plowright)– y al hombre que
le contrató –Harry Dalton (Harry Andrews)–, descubre que Alan ha llevado a cabo
una demencial mezcla de religiosidad y fetichismo sexual, de tal manera que,
para él, los caballos no son sino una versión alternativa de Dios, el
dios-caballo Equus, y su devoción hacia ellos, una manera de expresar una
sexualidad largo tiempo reprimida por la educación católica ultraconservadora
por parte de su madre. De este modo, Alan da rienda suelta a su sexualidad saliendo
por las noches a cabalgar desnudo; y, tan pronto como siente deseo sexual hacia
una mujer de verdad –Jill–, y se ve incapaz de consumarlo por culpa de esa
extraña obsesión religioso-equina que se interpone entre él y su deseo, ese
culto pagano de su invención, intenta rebelarse contra el mismo dejando ciego a
los caballos (esto es, dejando ciego a Equus), que cree que le observan
dondequiera de esté como si fueran Dios: idea esta, la rebelión contra la
divinidad, que también se encuentra en otra famosísima obra de teatro de
Shaffer, Amadeus, llevada al cine por Milos Forman en 1984. Pero lo que
atrae a Dysart de la locura de Alan no es sino el hecho de que el muchacho, a
su demente manera, es un ser libre y excepcional que ha logrado experimentar
una pasión que él, con sus años de estudio sobre los mitos antiguos y tras un
matrimonio largo y aburrido con una esposa que no le satisface, jamás ha
logrado vivir. En última instancia –y aquí podríamos encontrar el interés de
Lumet en este film–, la hipocresía social prescribe que los seres libres como
Alan debe ser considerados locos y, por tanto, debe ser “curados” (ergo,
reprimidos), a fin de devolverlos a nuestra “normalidad cotidiana” mediocre y
gris. Por tanto, Dysart no puede menos que confesar que envidia la pasión
experimentada por Alan en su locura, consciente del fracaso de una sociedad que
no comprende ni acepta los actos de libertad que se salen de la norma. Más allá
de estos apuntes, que son inherentes a la obra de Shaffer, y de la magnífica
labor de sus intérpretes, Equus,
versión Lumet, es una película curiosa, pero de un interés un tanto limitado
por un anhelo, acaso excesivo, de clarificar aspectos que quizá hubiesen sido
más atractivos si se hubiesen abordado de manera más ambigua y dejando más
espacio a la sugerencia.
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