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jueves, 2 de abril de 2020

La pasión del pagano: “EQUUS”, de SIDNEY LUMET



Durante el período comprendido entre 1970 y 1978, Sidney Lumet realizó nada menos que una docena de largometrajes, entre los cuales hallamos (aunque en esto, como en todo, cada cual tendrá su opinión) algunos de los mejores títulos de su filmografía –La ofensa (The Offence, 1972), Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975), Network, un mundo implacable (Network, 1976)–, otros no tan conocidos pero harto interesantes –Child’s Play (1972)–, una estimable incursión en el cine comercial –Supergolpe en Manhattan (The Anderson Tapes, 1971)–, otras dos que ya no me lo parecen tanto a pesar de su popularidad –Serpico (ídem, 1973), Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, 1974)–, una en el documental, que no conozco –King: A Filmed Record… Montgomery to Memphis (1970)–, dos trabajos también muy poco conocidos –Last of the Mobile Hot Shots (1970), Lovin’ Molly (1974)–, y que asimismo no he visto, y otro que, por desgracia, sí que he visto pero que preferiría no haberlo hecho, dado que es rematadamente malo –El mago (The Wiz, 1978)–, en un balance tan atractivo como irregular, acaso como consecuencia de un exceso de trabajo. Entre ellos figura Equus (ídem, 1977), un film realizado tras Network, un mundo implacable y antes que El mago y la comedia Dime lo que quieres (Just Tell Me What You Want, 1980), que tampoco he visto, y que puede entenderse, por tanto, como el inicio de una por fortuna corta etapa de cierto declive en la calidad de la obra del cineasta de Filadelfia, quizá provocada, como digo, por la fatiga profesional, y de la cual se resarciría con creces gracias a las impresionantes películas que filmaría a principios de los ochenta, sobre todo El príncipe de la ciudad (Prince of the City, 1981), Veredicto final (The Verdict, 1982) y Daniel (ídem, 1983).


Equus es una adaptación de la famosa obra de teatro homónima del británico Peter Shaffer, originalmente estrenada en 1973 y convertida en guion por su mismo autor, que puede verse como una nueva incursión de Lumet en ambientes ingleses tras haberlos visitado esa misma década en La ofensa, Child’s Play y Asesinato en el Orient Express (por más que, según parece, Equus se rodó íntegramente en Canadá para beneficiarse de una reducción de impuestos). Sin ser una película despreciable, Equus, versión Lumet, está lejos de otras admirables aportaciones del realizador en el terreno de la adaptación cinematográfica de grandes originales escénicos –las magníficas Panorama desde el puente (Vu du pont, 1962) o Larga jornada hacia la noche (Long Day’s Journey Into Night, 1962); incluso, a menor escala, The Sea Gull (1968), su versión de La gaviota, de Anton Chejov–, y se emparentaría, dentro de su filmografía, con otra curiosa ilustración en imágenes de una obra de teatro, en este caso de Ira Levin: La trampa de la muerte (Deathtrap, 1982). Ambas son, principalmente, sólidas adaptaciones de piezas de teatro de desigual interés, mayor en el caso de Shaffer que en el de Levin, que Lumet resuelve con oficio y buen pulso narrativo, por más que, vuelvo a insistir, se encuentran lejos, muy lejos de los brillantes resultados conseguidos por el cineasta en sus mucho más lúcidas visiones de las maravillosas obras de Arthur Miller y Eugene O’Neill, incluso de su menos afortunada pero interesante lectura de Tennessee Williams llevada a cabo en Piel de serpiente (The Fugitive Kind, 1959).


Una singularidad de Equus, versión Shaffer, consiste en el carácter abstracto del original escénico, y más teniendo en cuenta que los montajes teatrales incorporan a actores con máscaras para interpretar a los caballos que forman parte fundamental de la trama. En cambio, el film de Lumet opta por utilizar caballos reales, en una decisión que parece ser le granjeó no pocas críticas, pues de esta manera se desvirtuaba el tono intelectual de la pieza original. Curiosamente, en el Equus de Lumet no hay, ni por asomo, recursos teatrales tan obvios y brechtianos como los de la obra de Shaffer, sino por el contrario sólidos encuadres y saltos de eje estrictamente fílmicos, pero a pesar de ello el resultado es sorprendentemente teatral y poco cinematográfico. Dicho de otra manera, si en Panorama desde el puente y Larga jornada hacia la noche Lumet conseguía romper los límites de la representación teatral y convertirla en algo puramente cinematográfico gracias a un brillante trabajo con el encuadre que exploraba, precisamente, las posibilidades fílmicas de recursos teóricamente teatrales (en un ejercicio de cine-teatro: ese cine que bebe del teatro pero que a la postre se expresa de manera estrictamente cinematográfica), nada de eso ocurre en Equus, mucho más cerca de los parámetros expresivos habituales de lo que suele denominarse “teatro filmado” que del cine-teatro de calidad.


La puesta en escena de Equus intenta ser, de este modo, una mezcla de tonalidad realista y estilización visual servida, en determinados momentos, por el movimiento de cámara, y en otros, por el trabajo fotográfico, brindado impecablemente por el siempre genial Oswald Morris. Ejemplos de lo afirmado residen, sin ir muy lejos, en las escenas de apertura y clausura del film, que se corresponden fielmente con los largos monólogos del principio y el final de la obra de teatro de Shaffer declamados por el personaje del Dr. Martin Dysart (Richard Burton en la película): el del principio parte de un plano general de ambientación nocturna en el cual vemos al joven Alan Strang (Peter Firth), desnudo y acariciando a un hermoso caballo blanco en medio de una pradera, mientras la cámara traza una lenta panorámica hacia la derecha hasta fundirse en la oscuridad de la noche y dejar paso a un gran primer plano de Dysart; la cámara, entonces, retrocede en travelling, abriendo la imagen de primer plano a plano medio, y de plano medio a plano general, al mismo tiempo que la oscuridad va dejando paso a la luz y nos descubre que el personaje se encuentra en su despacho, mirando a la cámara y dirigiéndose directamente al espectador (tal y como se hacía en la obra de teatro). El monólogo del final está recogido de una manera inversamente proporcional: aquí la cámara parte de plano general y se va cerrando sobre la figura de Dysart sentado tras la mesa de su despacho, hasta concluir en un primer plano de su ojo. Son recursos de parecen destinados a impedir que la imagen de un personaje hablando a cámara resulte demasiado estática, y por ende poco cinematográfica, pero el efecto acaba siendo, paradójicamente, más teatral que fílmico. Lumet intenta en otro momento evitar esa teatralidad mediante un efecto fotográfico que, asimismo, parece más propio de un montaje escénico que de una película: me refiero a la utilización de filtros de colores rojos y anaranjados en la secuencia del fallido encuentro sexual de Alan y Jill (Jenny Agutter) en la cuadra, momento previo a la atroz mutilación de los ojos de seis caballos que será llevada a cabo por Alan en un arrebato de demencia.



Cabe pensar que lo que le interesaba a Lumet de Equus debían ser, principalmente, sus ideas a nivel temático. En este sentido, y habida cuenta su tendencia a reflejar en muchas de sus películas las lacras derivadas de la hipocresía de la sociedad, no resulta de extrañar que se sintiera atraído por la pieza de Shaffer y las connotaciones de lo que sugiere. Recordemos que esta última, y el film de Lumet, giran alrededor de Dysart, un doctor en psiquiatría a quien se le pide que evalúe al asimismo mencionado Alan, un chico de 17 años que, ya lo hemos dicho, dejó ciegos a seis caballos de la cuadra donde trabajaba los fines de semana. Tan pronto como Dysart interroga al joven, a sus padres –Frank y Dora Strang (Colin Blakely y Joan Plowright)– y al hombre que le contrató –Harry Dalton (Harry Andrews)–, descubre que Alan ha llevado a cabo una demencial mezcla de religiosidad y fetichismo sexual, de tal manera que, para él, los caballos no son sino una versión alternativa de Dios, el dios-caballo Equus, y su devoción hacia ellos, una manera de expresar una sexualidad largo tiempo reprimida por la educación católica ultraconservadora por parte de su madre. De este modo, Alan da rienda suelta a su sexualidad saliendo por las noches a cabalgar desnudo; y, tan pronto como siente deseo sexual hacia una mujer de verdad –Jill–, y se ve incapaz de consumarlo por culpa de esa extraña obsesión religioso-equina que se interpone entre él y su deseo, ese culto pagano de su invención, intenta rebelarse contra el mismo dejando ciego a los caballos (esto es, dejando ciego a Equus), que cree que le observan dondequiera de esté como si fueran Dios: idea esta, la rebelión contra la divinidad, que también se encuentra en otra famosísima obra de teatro de Shaffer, Amadeus, llevada al cine por Milos Forman en 1984. Pero lo que atrae a Dysart de la locura de Alan no es sino el hecho de que el muchacho, a su demente manera, es un ser libre y excepcional que ha logrado experimentar una pasión que él, con sus años de estudio sobre los mitos antiguos y tras un matrimonio largo y aburrido con una esposa que no le satisface, jamás ha logrado vivir. En última instancia –y aquí podríamos encontrar el interés de Lumet en este film–, la hipocresía social prescribe que los seres libres como Alan debe ser considerados locos y, por tanto, debe ser “curados” (ergo, reprimidos), a fin de devolverlos a nuestra “normalidad cotidiana” mediocre y gris. Por tanto, Dysart no puede menos que confesar que envidia la pasión experimentada por Alan en su locura, consciente del fracaso de una sociedad que no comprende ni acepta los actos de libertad que se salen de la norma. Más allá de estos apuntes, que son inherentes a la obra de Shaffer, y de la magnífica labor de sus intérpretes, Equus, versión Lumet, es una película curiosa, pero de un interés un tanto limitado por un anhelo, acaso excesivo, de clarificar aspectos que quizá hubiesen sido más atractivos si se hubiesen abordado de manera más ambigua y dejando más espacio a la sugerencia.  

        

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