Realizada entre Stage Struck (1958), uno de sus primeros largometrajes y de los
menos conocidos en España, dado su carácter inédito en cines (si bien se ha
emitido por televisión y editado en formato físico con el título de Sed de
triunfo), y Piel de serpiente (The
Fugitive Kind, 1959), por el contrario uno de sus trabajos más relativamente
populares de esa época, el tercer largometraje para el cine de Sidney Lumet, Esa clase de mujer (That Kind of Woman, 1959),
vendría a ser, siquiera en parte, una consecuencia de determinada vertiente
realista y en sobrio blanco y negro implantada dentro del cine de Hollywood a
raíz del éxito de Marty (ídem, 1955),
de Delbert Mann. Con guion del blacklisted
Walter Bernstein –en su primer trabajo para el cine, si descontamos la labor de
adaptación llevada a cabo en el film de Norman Foster Sangre en las manos (Kiss the Blood Off My Hands, 1948), y dejando
aparte dos trabajos para televisión–, a partir del relato de Robert Lowry Layover
in El Paso (1944), Esa clase de mujer
también puede verse, por otro lado, como uno de los vehículos que el productor
italiano Carlo Ponti puso al servicio de su esposa, Sophia Loren, de cara a su
introducción en el cine de habla inglesa: téngase en cuenta que, a finales de
esa misma década de los 50, Loren intervino en poco tiempo en películas como La sirena y el delfín (Boy on a Dolphin,
1957), de Jean Negulesco, Orgullo y
pasión (The Pride and the Passion, 1957), de Stanley Kramer, Arenas de muerte (Legend of the Lost, 1957),
de Henry Hathaway, Deseo bajo los olmos
(Desire Under the Elms, 1958), de Delbert Mann, La llave (The Key, 1958), de Carol Reed, Orquídea negra (The Black Orchid, 1958), de Martin Ritt, y Cintia (Houseboat, 1958), de Melville
Shavelson. No obstante, el (excelente) registro dramático que la actriz presenta
en Esa clase de mujer está más cerca
de sus papeles para las citadas Deseo
bajo los olmos, La llave y Orquídea negra que de los roles de maggiorata que cimentaron su popularidad
a ambos lados del Atlántico.
Esa clase de mujer es casi un film de tesis que adopta los ropajes del así llamado
melodrama romántico para elaborar, sobre la base de este patrón narrativo, una crónica
sobre la incertidumbre desarrollada a su vez alrededor de otra convención
dramática: la del “amor imposible”. Nos hallamos en Miami, a un año de la
conclusión de la Segunda Guerra
Mundial. Caterina (Sophia Loren), una emigrante italiana cuyo nombre ha sido convenientemente
“americanizado” (simplificado) como Kay, y su amiga Jane (Barbara Nichols),
toman un tren a Nueva York, viajando “escoltadas” por Harry Corwin (Keenan
Wynn). Aunque la palabra “prostitución” nunca se menciona a lo largo del
relato, está muy claro desde el principio que Kay y Jane son las “amiguitas” de
quienes pagan por sus costosos “servicios” (son jóvenes y bellas, ergo, caras),
y que esperan que Harry las escolte hasta Nueva York para servírselas en
bandeja. Pero resulta que, una vez en el tren, Kay y Jane conocen a dos
soldados de permiso, Red (Tab Hunter) y Kelly (Jack Warden), y se relacionan
con ellos. Se produce así un claro efecto de contraste por partida doble;
están, por un lado, las diferencias existentes entre Kay y Jane pese a su
amistad, y por otro, las que se producen entre Red y Kelly a pesar, asimismo,
del afecto mutuo que se profesan. Kay es una mujer endurecida y pragmática,
consciente de su belleza, de que “gusta a los hombres”, y dispuesta a sacar
provecho de ello para “subir” en la así llamada escala social; en cambio, Jane,
más dulce y sentimental, se aferra a su “oficio” como única manera de
sobrevivir (hay un momento en que confiesa que le gustaría que la guerra no
acabase nunca: que siempre hubiera soldados y oficiales de permiso,
desesperados por tener cualquier
compañía femenina, porque de este modo ella tendría garantizado el sustento…).
Por su parte, Red es un joven noble e ingenuo, al que la guerra todavía no ha
conseguido estropear su pureza de sentimientos, mientras que Kelly es, en
cierto sentido, el equivalente masculino de Kay: el soldado pragmático, bebedor
y algo pendenciero, que saborea la vida a cada segundo porque sabe que la
muerte puede estar esperándole tan pronto como termine su permiso y tenga que
volver al frente. Sin embargo, y como si se cumpliera aquello de que los
extremos se atraen, la dura Kay y el ingenuo Red se enamoran, mientras que, por
su parte, los antitéticos Jane y Kelly acaban formando pareja.
El conflicto dramático gira en torno
a la “imposibilidad” del amor entre Kay y Red, y en cierto modo, también el de
Jane y Kelly. Kay es consciente de la ingenuidad de Red, así como de la pureza
sin mácula de su amor, pero sabe que junto a él le aguarda una existencia
modesta y sin grandes alicientes para una emigrante que llegó a los Estados
Unidos con una mano delante y otra detrás, hasta que descubrió –como ella misma
explica– que sabía “complacer a los
hombres”. Más aún: en Nueva York la está esperando un amante maduro pero
muy adinerado, al que sencilla y simbólicamente conoceremos como “El Hombre”
(George Sanders), quien le ofrece todo aquello que Red jamás podrá darle: lujo
y seguridad económica de por vida, pero sin amor. Algo parecido ocurre entre
Jane y Kelly: este último es consciente de que la primera se gana el pan a base
de acostarse con hombres adinerados, de que en Nueva York también la está
esperando un amante maduro-pero-rico que es amigo de “El Hombre” –un viejo
general del ejército (Raymond Bramley, no acreditado)–, y que puede darle a
Jane el confort que él jamás podrá proporcionarle en el supuesto de que logre
sobrevivir a la guerra, de ahí que llegue a animarla a que, tan pronto como él
termine su permiso y regrese a su destacamento, ella aproveche para irse con el
general. Como decía líneas atrás, Esa
clase de mujer acaba siendo una digresión en torno a la incertidumbre: Kay
ama a Red pero tiene miedo de irse con él porque ignora hasta qué punto podrá
ser feliz a su lado, y duda entre Red y la seguridad sin felicidad que le
brinda “El Hombre”; este último comprende que Kay, que todavía es muy joven (24
años), se sienta atraída por un hombre, Red, que le ofrece lo único que él no
puede darle: “juventud, coraje y fe”
(sic); y si, por su parte, Kelly renuncia al amor que intuye está creciendo en
Jane hacia su persona es porque esa misma incertidumbre le obliga a ello: ¿para
qué amar a alguien cuya vida puedes destrozar si tú pierdes la tuya en el campo
de batalla a la semana siguiente?
Sidney Lumet construye esta crónica
marcada por el amor y el desamor valiéndose de dos de sus mejores cualidades
como cineasta. En primer lugar, su talento para la dirección de actores, que
con la excepción del siempre imposible Tab Hunter están realmente
impresionantes: Sophia Loren brinda una de las mejores interpretaciones
dramáticas que le conozco; la malograda Barbara Nichols (prematuramente
fallecida en 1976 a
los 47 años) demuestra nuevamente que fue una de las mejores y más
desaprovechadas actrices de carácter de su generación; y qué decir que no se
haya dicho ya sobre Jack Warden, Keenan Wynn y George Sanders, tan magníficos como de
costumbre. En segundo lugar, Lumet imprime una mirada frontal sobre los
sentimientos y emociones de los personajes, en estrecha combinación con ese
talento para la dirección de actores (es decir, ese aprovechamiento del gesto y
la mirada del intérprete de cara a conferir fuerza dramática y densidad a los
encuadres), lo cual da pie a momentos tan espléndidos como el plano que pone
sutilmente en relación y por primera vez a las parejas formadas por Kay y Jane
y Red y Kelly en el tren (ese plano
general combinado con una suave panorámica que relaciona, como digo, a Kay y
Jane sentadas tras la ventana del tren que se pone en marcha con Red y Kelly
subiendo en el último momento al vehículo que arranca); y en particular, la
magnífica secuencia de la fiesta en el vagón, donde se perfilan los caracteres
de todos los personajes implicados en la misma, no solo los cuatro
protagonistas sino también el de Harry (que custodia cual sabueso a las chicas
sin apenas disimular la envidia que siente hacia “El Hombre” que le paga por
ese servicio de escolta, y el deseo reprimido que siente hacia Kay, del cual
esta última es plenamente consciente y del cual se aprovecha para humillarle a
la menor ocasión). A pesar de ello, Esa
clase de mujer no termina de desprenderse de ese tono de “film de tesis”
que la impregna casi a cada instante, lo cual le impide tener toda la fuerza dramática
que parece pedir a gritos y no acaba de alcanzar, salvo en los momentos
mencionados y algún otro.
Llama la atención, empero, la manera
sutil como Lumet introduce pequeños apuntes de amargura en la conclusión de un
relato que se acerca peligrosamente a la convención del “final feliz”, pero sin
caer en ella por completo. Véase al respecto, y dentro del último tercio del
relato, cómo Lumet cierra de manera casi idéntica las escenas en que, primero,
Kelly se despide en la estación de tren de Red (quien ha estado esperando hasta
el último momento que Kay acuda allí para reunirse con él y viajar a Vermont
para conocer a su familia); y luego, el reencuentro de Kay y Red en el tren,
que la primera ha conseguido abordar in
extremis yendo en taxi hasta otra parada del transporte. Cuando Red y Kelly
se separan, la cámara, situada en plano medio, retrocede en travelling hasta plano general,
destacando así la soledad del personaje de Kelly, como resultado de su elección
vital de no involucrarse con nadie. Después, la cámara también retrocede en travelling sobre la imagen de Kay y Red
abrazados en el vagón de tren y sin mediar palabra: las lágrimas de la mujer no
parecen tanto de felicidad por haber elegido al amor de su vida, como de
conciencia de que está cambiando una situación de dependencia (hacia “El
Hombre”) por otra (hacia Red): de que, en el fondo, tanto una decisión como
otra implica, en cierto modo, “prostituirse”.
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