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miércoles, 22 de abril de 2020

El hombre atrapado: “LA TERMINAL”, de STEVEN SPIELBERG



Las primeras imágenes de La terminal (The Terminal, 2004) tienen una construcción muy parecida, curiosamente, a la de la primera secuencia de La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993). Si en esta última asistíamos a los preparativos de un control de judíos llevado a cabo en una estación de tren por el ejército alemán, consistente en poner a aquéllos en filas delante de mesas atendidas por funcionarios que iban anotando sus nombres y apellidos, en La terminal el proceso –y la planificación misma de la secuencia– es muy similar: aquí, los pasajeros que van y vienen por el aeropuerto JFK de Nueva York son sometidos a un no menos humillante control de identidad y equipajes que solo quien haya viajado alguna vez en avión a los Estados Unidos y pasado por uno de esos controles de pasaportes reconocerá perfectamente reflejado en esta excelente y todavía subvalorada película de Steven Spielberg, que el que suscribe no duda en calificar como su mejor comedia, o mejor dicho, su mejor trabajo en tono de humor, y como uno de sus más curiosos films.


Naturalmente, el paralelismo que el realizador establece entre el arranque de La lista de Schindler y La terminal no es gratuito, sino que viene a establecer deliberadamente una digresión, sostenida sobre la fuerza de las imágenes, entre la barbarie oficialmente reconocida del pasado y la barbarie oficiosa, u oficialmente no reconocida, de nuestro presente, temática que, contrariamente a lo que suelen afirmar los detractores de Spielberg cada vez que le acusan, con insistencia digna de mejor causa, de ser un cineasta ajeno a la realidad actual, ha tenido una abundante presencia en su cine de estos últimos años: el atentado del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York ha dejado ver su impronta en el cine de su autor a través de digresiones futuristas sobre el tema de la seguridad (Minority Report), la paranoia del ataque a la nación (La guerra de los mundos) y el origen mismo del conflicto Occidente-Oriente vehiculado a través del terrorismo (Munich). Lo que probablemente habrá causado más de un despiste es que este tema, también indirectamente presente en La terminal, está aquí expuesto de una manera ligera y sin apenas dramatismo, dado que la tonalidad predominante de este film está lejos del tono exaltado de la típica película-de-denuncia y adopta los ropajes fabulescos característicos del creador de Encuentros en la tercera fase.  


Por más que, según parece, La terminal se inspira vagamente en un pintoresco suceso real –la historia de Merhan Nasseri, un iraní que en 1988 se instaló en la Terminal Uno del aeropuerto Charles de Gaulle de París porque su pasaporte y su condición de refugiado reconocida por las Naciones Unidas habían caducado, resultando imposible expulsarle de dichas instalaciones hasta que se resolviera legalmente su situación–, el film no pretende ser una recreación del mismo, sino que se erige en un relato a medio camino entre la comedia e, incluso, el cine fantástico, habida cuenta de que su personaje protagonista, Viktor Navorski (Tom Hanks), procede de un imaginario país europeo, Krakozhia, lo cual ya establece de entrada cierta distancia junto con la planificación y el peculiar colorido del tono fotográfico, en una nueva gran aportación al cine de Spielberg del genial operador Janusz Kaminski. Ahora bien, el hecho de hallarnos ante una fábula no quiere decir ni mucho menos que lo que la película muestra sea completamente irreal. Por el contrario, el film se erige en una inteligente aproximación satírica y sarcástica a los entresijos burocráticos que constriñen la libertad de circulación de las personas por el mundo, e indirectamente, en un acerado dibujo de la estupidez humana que, por encima incluso de su tratamiento humorístico (o quizá precisamente gracias al mismo), hace gala de una sofisticada abstracción visual.


Resulta espléndida, en este sentido, la secuencia en la cual Viktor, recién llegado al aeropuerto desde Krakozhia, es retenido por las autoridades aeroportuarias sin que nadie sepa darle una explicación concreta a su situación; Viktor no sabe apenas hablar en inglés y hay dificultades para proporcionarle un traductor (en lo que puede verse una acerada pulla contra la arrogancia típicamente anglosajona de los países convencidos de que absolutamente todo el planeta sabe hablar/ tiene que saber hablar su idioma por el mero hecho de ser la lengua de los económicamente más poderosos); el protagonista ignora que, mientras viajaba a los Estados Unidos, Krakozhia ha entrado en guerra civil, y en consecuencia, su pasaporte ha dejado de tener validez porque el gobierno estadounidense no reconoce al nuevo gobierno de Krakozhia, impidiéndole a Viktor la entrada en territorio norteamericano; como tampoco puede regresar a su patria, cuyas fronteras ahora están cerradas por la guerra, el protagonista se convierte sin comerlo ni beberlo en un apátrida simbólicamente “atrapado” dentro de la terminal internacional del JFK, a la espera de que el gobierno de los Estados Unidos le conceda el visado de entrada para poder ir a Nueva York, como es su deseo.


Tras este arranque ejemplar, no tanto por el ingenio de la situación planteada como por la forma en que Spielberg lo ilustra, por medio de elegantes movimientos de cámara y de una utilización del decorado que hace pensar en el Jacques Tati de Playtime (ídem, 1967), y que convierte el interior del aeropuerto en un espacio cerrado y aislado del resto del mundo, una especie de universo interior del cual parece imposible escapar, la película se concentra a continuación en otro de los temas habituales del cineasta: la supervivencia. Encerrado en esa sofisticada “prisión” de la que podría salir tan solo poniendo un pie fuera del aeropuerto, pero consciente de que hacerlo así sería ilegal y que le comportaría ser detenido y llevado a prisión –esa es la estrategia adoptada por el jefe de seguridad del aeropuerto, Frank Dixon (el siempre excelente Stanley Tucci): “animarle” a que viole la ley a fin de poder quitárselo de encima; en sus propias palabras, que se convierta en “el problema de otros” –, Viktor Navorski improvisa una compleja estrategia con tal de subsistir, sin dinero y sin comida, en una terminal repleta de lugares para comprar y comer: habilita un dormitorio en la no utilizada Puerta 67; consigue unos céntimos de dólar con las monedas expulsadas por la máquina expendedora de carritos portaequipajes; y, sobre todo, se gana la amistad de una serie de personajes que, como él, son marginados de la sociedad a cargo de los “trabajos menores”: un joven mejicano, Enrique Cruz (Diego Luna), una agente de policía hispana en el control de visados, Dolores Torres (Zoe Saldaña), un anciano limpiador hindú, Gupta (Kumar Pallana), un negro a cargo del almacén de objetos perdidos, Mulroy (Chi McBride) y, a otro nivel, una hermosa azafata, Amelia Warren (Catherine Zeta Jones), que toma a Viktor por un hombre de negocios siempre en tránsito por el aeropuerto, y de la cual el protagonista se enamorará (en una de las historias de amor mejor construidas y más bien resueltas de la carrera de Spielberg, cuya conclusión agridulce debería bastar por sí sola para desmentir las frecuentes acusaciones de “exceso sentimental” que siempre han acompañado a su realizador).


Se ha llegado a decir que el ingenuo y tenaz Viktor Navorski de La terminal es una especie de versión humana o humanizada de E.T.: un personaje inmerso en otro “planeta” que desconoce y que, al igual que el pequeño alienígena, tan solo pretende volver a su casa tan pronto como haya completado la misteriosa misión que le trae hasta Nueva York, la cual no es otra que la de conseguir la firma del trompetista de jazz Benny Golson para añadirla a la vieja lata donde el padre de Viktor guardaba los autógrafos de sus 57 músicos de jazz norteamericanos favoritos: el de Golson era el único que le faltaba para completar su colección hasta que le sorprendió la muerte, y su hijo Viktor ha viajado a los Estados Unidos con el único propósito de cumplir la promesa que le hizo a su progenitor de conseguir ese autógrafo. No deja de ser chocante que, procediendo de un realizador al que –al igual que otro cineasta con el cual suele comparársele: Frank Capra– suele acusársele de pronorteamericano, la melancólica conclusión de La terminal consista, precisamente, en Viktor cumpliendo por fin la promesa efectuada, tomando un taxi para regresar al aeropuerto con la intención de irse de los Estados Unidos y “volver a casa” (ambigua afirmación, no obstante, habida cuenta de que puede referirse tanto a Krakozhia, como sería lo lógico, como quizá al propio aeropuerto donde ha estado viviendo los últimos meses). Por otro lado, esa fácil comparación entre Viktor y E.T. no me parece muy afortunada, habida cuenta de que el protagonista de La terminal es, a pesar de todo, alguien con los pies en el suelo: parece ser que una línea de diálogo, en la cual Viktor decía “¡Teléfono, mi casa!”, fue expresamente suprimida por Spielberg para evitar que se hiciera esa asociación. Resulta muy significativa, como descripción del carácter del protagonista, la secuencia en la que, en un nuevo intento de engatusarle, Dixon quiere que Viktor se acoja al régimen jurídico de asilado político, para lo cual tendría que firmar una declaración en la cual dijera que tiene miedo de regresar a Krakozhia ahora que está en guerra; en un divertido diálogo, entorpecido por las dificultades de Viktor para entender el inglés, Dixon le dice que, para salir del aeropuerto, basta con que conteste una sola pregunta: “¿Tiene usted miedo de Krakozhia?”; el protagonista, ajeno a las sutilezas del derecho internacional, contesta con sinceridad y abierta franqueza: naturalmente que no le tiene miedo a Krakozhia, por la sencilla razón de que es su país y donde tiene su hogar, añadiendo a continuación que las cosas que le dan miedo son los fantasmas, Drácula o los hombres lobo, es decir, personajes de fantasía que nada tienen que ver con la realidad. De hecho, el espíritu que impregna La terminal se revela muy cercano al tono humanista y cómicamente crítico de Charles Chaplin, a quien se cita de manera muy explícita: véase la escena en la cual Viktor ve acercarse a Amelia y, por un momento, cree que le está saludando a él, cuando en realidad lo está haciendo a un hombre que está detrás de Viktor, su actual amante, Max (Michael Nouri); la escena en cuestión es idéntica a uno de los más celebrados –e imitados– gags de La quimera del oro (The Gold Rush, 1925), y la cita resulta tan obvia que no puede menos que interpretarse como una especie de “sello” que define el estilo del relato.  


Dejando aparte alguna molesta concesión a las posibilidades histriónicas de Tom Hanks (por otro lado, en una de sus más sensibles interpretaciones de estos últimos tiempos), La terminal termina funcionando, y muy bien, en función de un aspecto que suele abordarse poco a la hora de hablar del cine de Spielberg, en beneficio de su indudable dominio de los recursos formales derivados de su sentido de la planificación, el movimiento de cámara y el montaje: la dirección de actores. Todavía hoy es un hecho muy poco reconocido que muchos intérpretes han llevado a cabo algunos de sus mejores trabajos a sus órdenes, del mismo modo que se suele soslayar que Spielberg es de los pocos cineastas norteamericanos de la actualidad que todavía practican el viejo arte de la dirección de actores, consistente no tanto en saber darles las instrucciones precisas de cara a ir modelando sus prestaciones en materia de arte dramático, como sobre todo en saber utilizar a los actores como piezas más de la planificación, de tal manera que su “colocación” dentro del encuadre deviene un recurso expresivo adicional junto con la fotografía, el decorado o el efecto visual: el valor del actor como pieza componente de la construcción del encuadre, de cara a conseguir un determinado recurso expresivo. Hay en La terminal algunos ejemplos poderosos: las conversaciones entre Viktor y Dixon, en las cuales el contraste de los personajes se vehicula no tanto en sus distintos puntos de vista sobre la situación planteada como en la forma en que Spielberg hace actuar, mirar y moverse a sus intérpretes; el plano que pone en relación por primera vez a Amelia con Viktor (la primera resbala en el suelo húmedo que acaba de fregar Gupta –uno de los escasos placeres de este último es ver a la gente patinando allí por donde acaba de pasar su fregona…–, un tacón de su zapato se rompe y se desliza por el suelo, siendo detenido con el pie por Viktor); en particular, la modélica secuencia en la cual Viktor logra burlar los mecanismos legales del aeropuerto, consiguiendo que un emigrante del este europeo, Milodragovich (Valeri Nikolayev), que trae consigo unas medicinas para su padre enfermo las cuales no han pasado el control burocrático requerido, pueda “pasarlas” diciendo que son para una cabra, lo cual no requiere de control burocrático alguno.



Si a ello añadimos el cariño con el cual están dibujados los personajes secundarios; la buena dosificación de las escenas de humor –cf. Dixon espiando con una cámara a control remoto a Viktor en su tímido intento de salir del aeropuerto sin autorización–, insólita viniendo del director de una comedia tan aparatosa y “destrozona” como fue 1941 (ídem, 1979); y en particular, un puñado de bellas ideas visuales –el plano en el cual Viktor mira la parada de los taxis que pueden conducirle a Nueva York, reflejada en el cristal de la puerta a través de la cual otea; el “liberador” plano general del aeropuerto, cuando Viktor logra salir por fin de él, en cuya fachada acristalada se refleja una imagen de Manhattan: estampa “imposible”, puesto que en la realidad el JFK está mucho más lejos de la ciudad de Nueva York, pero que expresa muy bien el carácter onírico del relato–, quizá todo ello permita reconsiderar La terminal como un magnífico film y una obra cuyo alcance es muy superior al que suele decirse. Nada raro, por otro lado, puesto que la reivindicación y/ o recuperación de muchas grandes películas de Steven Spielberg suele darse con efecto retardado.

1 comentario:

  1. Hola.
    A mí una de las cosas que me falla en la película es que el personaje de Víctor no se quede con Amelia. Sí.
    Como tú dices, entonces se le acusaría de “exceso sentimental”... Pero es que si la película juega en el terreno de Chaplin (justo en La quimera el vagabundo consigue a Georgia) o en el de Capra, al final la pareja tiene que quedarse junta. Creo que hasta se filmó una escena en la que Amelia le acompañaba en el taxi. Para mí hubiese sido un final más adecuado, y no sentimental.
    Por otra parte, me parece que no está muy bien desarrollada la escena de la conquista entre Dolores y Enrique... Vale, que Viktor le pregunte todo eso y le cree curiosidad...Pero si no recuerdo mal. hasta le entregue el anillo!! Parece que es Viktor quien se declara. A esa historia tenían que haberle dado una vuelta.
    Ojo! A mí la película me gusta bastante...Pero si consideramos Atrápame si puedes también una comedia...y agridulce también, creo que esa otra le quedó bastante mejor.
    Un saludo.

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