Dentro de la carrera de Sidney Lumet,
A la mañana siguiente (The Morning
After, 1986) ocupa un lugar más bien insignificante, si bien a pesar de ello
significativo, habida cuenta de que este thriller
de suspense es recordado más que nada por ser la primera película de su
realizador rodada en Hollywood, lugar de ubicación de la industria
cinematográfica de la que se había mantenido apartado hasta ese momento gracias
a su fidelidad a Nueva York. Quizá eso explique que algunos de los mejores apuntes
de este film, por lo demás poco memorable, resida en su esforzado intento de
mostrar la ciudad de Los Ángeles como un lugar inhóspito e inquietante, en lo
cual puede verse una especie de reflejo simbólico de los sentimientos que Lumet
parecía tener hacia la ciudad angelina,
no tanto por su condición de sede oficial de la así llamada Meca del Cine como
por lo desagradable que puede llegar a ser en sentido estricto su arquitectura
sin vida, sin alma: un escenario idóneo, por tanto, para una pesadilla como la
que vive su protagonista femenina: Alex (Jane Fonda), una actriz de segunda
fila con tendencia a beber alcohol en exceso, la cual amanece un nuevo día en
un estudio que no conoce y durmiendo en la cama de un tipo al que no recuerda…
y que está muerto, apuñalado en el pecho con un cuchillo de cocina. Ese
dramático despertar, y los primeros movimientos de Alex por la soledad de la
enorme vivienda del difunto y por unas calles amplias y por eso mismo hostiles
de Los Ángeles, las cuales parecen indiferentes al asesinato de ese hombre y a
la situación de terror y angustia que vive esa mujer, son una parte de los
mejores apuntes de una película que, como digo, se erige entre lo menos
afortunado de su excelente realizador.
Otro foco de interés del poco
imaginativo guion de A la mañana
siguiente, escrito por el productor James Cresson bajo el seudónimo de
James Hicks y reescrito de manera no acreditada por David Rayfiel, reside en la
relación que se establece entre Alex y Turner (Jeff Bridges), un expolicía que
también arrastra un pasado difícil, y que comparten su condición de ser almas
en pena unidas por el fracaso. Es una lástima que lo que, como digo, únicamente
se apunta sobre la relación de estos dos personajes, a su manera, “malditos”,
no vaya más allá de esos trazos iniciales, habida cuenta de que el film no
tarda en olvidarse de ellos y contentarse con derivar por caminos muchos más
convencionales, hasta llegar a una resolución harto trillada que deja paso, a
su vez, a un innecesario happy end:
Alex y Turner son personajes trágicos que no requerían el forzado apaño
sentimental que termina uniéndolos. Todo acaba siendo un mecánico “ejercicio de
suspense”, como suele llamarse a ese tipo de películas que, como esta, poco o
ningún interés tienen por lo que cuentan ni casi por el cómo lo cuentan, más
allá de la aplicación de un determinado “patrón de eficiencia” que parece
sacado de un manual, donde no faltan a la cita ciertos golpes de efecto que
recuerdan, de nuevo, a Las diabólicas,
la novela de Pierre Boileau y Thomas Narcejac de 1952 y el film de
Henri-Georges Clouzot de 1955 (aclaro el “de nuevo”: véase La trampa de la muerte (Deathtrap, 1982) (1), asimismo de
Lumet, donde curiosamente también hay algún apunte que parece sacado, vuelvo a
repetir, de Las diabólicas), en el caso de A la mañana siguiente la
inesperada aparición del cadáver recalcitrante dentro de la ducha de la
protagonista.
En resumidas cuentas, A la mañana siguiente vendría a ser,
dentro de la carrera de Lumet, un equivalente a otros trabajos suyos de corte
similar y de intenciones puramente alimenticias –solo hay que ver que lo
realizó inmediatamente después de una película bastante más interesante, Power (Poder) (Power, 1986) y antes de la
mucho más personal Un lugar en ninguna
parte (Running on Empty, 1988), que tampoco me parece una maravilla pero
que, desde luego, es muy superior a la aquí comentada–, en la línea de sus
posteriores y no menos fallidas El
abogado del diablo (Guilty as Sin, 1993) –de quien el propio Lumet había
llegado a renegar off the record– y
su remake de la Gloria
cassavetiana de 1999. A la mañana
siguiente no puede (o no quiere) desprenderse de su condición de vehículo
para el lucimiento de Jane Fonda (el cual le valió una candidatura al Óscar), con
esta última repitiendo por enésima vez su sempiterno arquetipo de mujer enfrentada
a un-mundo-de-hombres, si bien pasado por el filtro de su adicción al alcohol
(la cual, más que definir el carácter del personaje, parece más bien un ardid destinado
a aumentar el teórico “suspense” del punto de partida del relato: Alex se
despierta con resaca y es absolutamente incapaz de recordar nada de lo que hizo
la noche anterior), y, de paso, dando rienda a la no menos habitual tendencia de
la famosa actriz a cierto exhibicionismo físico (escenas en camas, duchas y
cuartos de baño con ligero atuendo; el plano en semipicado de Alex, desnuda,
sentada en el sillón, incapaz de conciliar el sueño), en una línea que recuerda
la de “nuestra” inefable Nuria Espert.
Tal día como hoy, hace 40 años, fallecía Alfred Hitchcock, ¿le va a dedicar un homenaje, don Tomás?
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