El príncipe de la ciudad (Prince of the City,
1981) es un título fundamental dentro de la obra de Sidney Lumet por varias
razones. Para empezar, es la primera de sus películas en las que el realizador
firma el guion, en este caso en colaboración con Jay Presson Allen y partiendo
de un ensayo homónimo de Robert Daley (publicado en España por Argos Vergara),
con lo cual se intuye ya de entrada un especial grado de implicación de Lumet
en la historia que cuenta; el director firmaría a partir de aquí, casi siempre
en solitario, los guiones de Distrito 34:
corrupción total (Q & A, 1990), La
noche cae sobre Manhattan (Night Falls on Manhattan, 1996) y Declaradme culpable (Find Me Guilty,
2006), las tres, no por casualidad, con ciertos puntos de contacto con El príncipe de la ciudad, así como siete
de los nueve episodios que dirigió para la serie de televisión 100 Centre Street (2001-2002). El príncipe de la ciudad también supuso
la primera colaboración de Lumet con el director de fotografía Andrzej
Bartkowiak, muy presente en su carrera hasta El abogado del diablo (Guilty as Sin, 1993), cuya iluminación de
tonos fríos contribuyó a crear, en cierto sentido, una especie de “estética
Lumet” a la hora de abordar, como se hace en El príncipe de la ciudad, una de las temáticas más recurrentes en
la trayectoria de su director desde principios de los setenta: la corrupción
policial.
El príncipe de la ciudad es la más larga (167 minutos), densa y exhaustiva
exploración de Lumet en torno al tema de la corrupción (cuestión en la que
subyace, de nuevo, la temática de la hipocresía social, tan recurrente en su
filmografía), pero lo que la hace particularmente meritoria es que, a partir de
la descripción de la desarticulación de una aparatosa red de agentes de policía
de Nueva York que aceptaban dinero de criminales a cambio de no detenerles, lo
que acaba proponiendo, sotto vocce,
es un pavoroso fresco en el que cual muchos aspectos negativos de la sociedad,
y no solo del estamento policial, quedan mostrados en toda su crudeza. La
construcción dramática del film es, en este sentido, modélica. Al principio,
presenta a su protagonista, Danny Ciello (un excelente Treat Williams),
formando parte de una especie de cuerpo de élite dentro del departamento de
policía de la ciudad de Nueva York, un grupo de detectives de paisano apodados “los
príncipes de la ciudad”. En ese arranque, de una excepcional brillantez,
asistimos incluso a un momento “triunfal” de dicha brigada, una espectacular
redada antidroga en un desvencijado edificio donde Danny y sus colegas detienen
a una banda de traficantes, incautan el alijo… y se apropian ilegalmente de un
montón de dinero; la secuencia, espléndidamente planificada y montada, que se
diría un anticipo de la redada que American
Gangster (ídem, 2007, Ridley Scott) (1), tiene esa cualidad
ambivalente, que no ambigua, que según Antonio Castro, uno de los mayores
defensores del cine de Lumet en España, ha caracterizado lo mejor de este director:
“De cualquier manera –escribía Castro
a propósito de El príncipe de la ciudad–
los defensores acérrimos de la ambigüedad
se perdieron una excelente oportunidad de defender una gran película. En
demasiadas ocasiones se prefiere el simplismo, el esquematismo, las tomas de
partido claras, por encima de lo que pueda ser un análisis riguroso de los
hechos, que en la gran mayoría de las oportunidades impide que pueda hablarse
de conclusiones meridianamente claras, sin matices, sin contradicciones” (Dirigido por…, n.º 365, marzo 2007).
Ambivalencia que está muy clara en esa mencionada secuencia de la redada, en la
cual la captura de unos criminales sin escrúpulos se solapa a la contundente
acción de unos funcionarios públicos que, en nombre de la ley y el orden, hacen
lo que quieren y como quieren con absoluta impunidad.
El proceso que lleva a Danny Ciello a
convertirse en un chivato también está resuelto de manera ejemplar. Resulta
decisiva al respecto la secuencia que describe la terrible forma que tiene
Danny de mantener su modo de vida: aquel momento en que debe salir en plena
madrugada a la calle para conseguirle una dosis de droga a uno de sus “soplones”
que sufre síndrome de abstinencia, y cómo para conseguirlo tiene que coger a un
“camello”, partirle la cara para quitarle la heroína, luego acompañarle a su
propia casa para que se cure las heridas que le ha infligido, y una vez allí
asistir a una violenta discusión entre el traficante y su novia, ambos “yonquis”,
que se le pelean por inyectarse unos pocos gramos… La secuencia, de una dureza
tal que si viniese firmada por Martin Scorsese o Abel Ferrara todavía se
estaría hablando de ella, tiene además el contrapunto melodramático de la
lluvia, en lo que puede verse, dentro del contexto del cine de Lumet, como una (feliz)
recuperación del vigor de un realizador que conoce los mecanismos de la
representación visual: el cielo mismo parece llorar viendo cómo se gana Danny
la vida, detalle aparentemente obvio pero que quizá no lo sea tanto
a la vista del posterior dato de que el protagonista es católico (luce un
crucifijo en su cuello) y de que su evolución psicológica pasa, asimismo, por
un proceso moral no menos ambivalente: al principio, Danny Ciello acuerda con
los agentes de Asuntos Internos que dará nombres de criminales que han “untado”
a policías, pero en ningún caso delatará a sus compañeros de profesión; sin
embargo, al final, cuando su vida y la de su familia corran peligro como
consecuencia de esas delaciones, Danny acabará denunciando a sus colegas,
algunos de ellos sus mejores amigos, en algunos casos con trágicas
consecuencias, como un nuevo Judas bíblico.
Otro acierto extraordinario de El príncipe de la ciudad es que esa
ambivalencia no solo se limita a difuminar las tópicas barreras entre policías
y delincuentes, entre “buenos” y “malos”, sino que se extiende incluso a
aquellos personajes que están, teóricamente, del lado de la justicia, y cuya
conducta acaba siendo tan despreciable como la de aquellos a los que pretenden
detener: véase, al respecto, el retrato frío, antipático y sin escrúpulos que
el relato ofrece de Santimassino (Bob Balaban), el fiscal a cargo de la
investigación sobre corrupción policial. También resulta fundamental en este
sentido el peso que tienen los escenarios: calles, callejones, bares,
apartamentos, comisarías, despachos y bloques de oficinas, es decir, decorados
habituales del orden administrativo, familiar o cotidiano, devienen aquí
espacios amenazadores, trampas para Danny, atrapado por el peso de sus contradicciones,
su necesidad de abandonar un modo de vida que empieza a aborrecer y la traición
a sus mejores amigos, con todo lo que ello repercute en su vida familiar y el
desprecio que, por una razón u otra, va dejando a su paso: son notables al
respecto la escena en la que Danny recibe un salivazo en la cara, o sobre todo
la secuencia final, en la que un agente de policía abandona el aula donde Danny
está a punto de pronunciar una conferencia, espetándole que “no tiene nada que aprender de él”. El príncipe de la ciudad, una de las
obras maestras legadas por el cine norteamericano de los ochenta, dejó una
huella quizá más profunda de lo que se ha querido ver: las espléndidas
secuencias en las que Danny se reúne con sus compañeros en las barbacoas que
celebra en el jardín de su casa anticipan los momentos que describen la
cotidianidad de los mafiosos de Uno de
los nuestros (Goodfellas,
1990, Martin Scorsese), dándose la sangrante paradoja de que aquí los
personajes que se consideran por encima
de la ley son… agentes de policía.
(1) La periodista Paz Mata le preguntó a Lumet si sabía que Scott
había declarado que El príncipe de la
ciudad había sido uno de sus referentes a la hora de rodar American Gangster, a lo cual Lumet
replicó, divertido: “No, pero creo que
acertó con la elección [Risas]”. Publicado en el suplemento Exit, n.º 67 (del 7 al 13 de marzo de
2008), de El Periódico de Catalunya del 7 de marzo de 2008.
Treat Williams y Sidney Lumet, en un momento del rodaje.
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