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lunes, 13 de abril de 2020

Todos corruptos: “EL PRÍNCIPE DE LA CIUDAD”, de SIDNEY LUMET




El príncipe de la ciudad (Prince of the City, 1981) es un título fundamental dentro de la obra de Sidney Lumet por varias razones. Para empezar, es la primera de sus películas en las que el realizador firma el guion, en este caso en colaboración con Jay Presson Allen y partiendo de un ensayo homónimo de Robert Daley (publicado en España por Argos Vergara), con lo cual se intuye ya de entrada un especial grado de implicación de Lumet en la historia que cuenta; el director firmaría a partir de aquí, casi siempre en solitario, los guiones de Distrito 34: corrupción total (Q & A, 1990), La noche cae sobre Manhattan (Night Falls on Manhattan, 1996) y Declaradme culpable (Find Me Guilty, 2006), las tres, no por casualidad, con ciertos puntos de contacto con El príncipe de la ciudad, así como siete de los nueve episodios que dirigió para la serie de televisión 100 Centre Street (2001-2002). El príncipe de la ciudad también supuso la primera colaboración de Lumet con el director de fotografía Andrzej Bartkowiak, muy presente en su carrera hasta El abogado del diablo (Guilty as Sin, 1993), cuya iluminación de tonos fríos contribuyó a crear, en cierto sentido, una especie de “estética Lumet” a la hora de abordar, como se hace en El príncipe de la ciudad, una de las temáticas más recurrentes en la trayectoria de su director desde principios de los setenta: la corrupción policial.


El príncipe de la ciudad es la más larga (167 minutos), densa y exhaustiva exploración de Lumet en torno al tema de la corrupción (cuestión en la que subyace, de nuevo, la temática de la hipocresía social, tan recurrente en su filmografía), pero lo que la hace particularmente meritoria es que, a partir de la descripción de la desarticulación de una aparatosa red de agentes de policía de Nueva York que aceptaban dinero de criminales a cambio de no detenerles, lo que acaba proponiendo, sotto vocce, es un pavoroso fresco en el que cual muchos aspectos negativos de la sociedad, y no solo del estamento policial, quedan mostrados en toda su crudeza. La construcción dramática del film es, en este sentido, modélica. Al principio, presenta a su protagonista, Danny Ciello (un excelente Treat Williams), formando parte de una especie de cuerpo de élite dentro del departamento de policía de la ciudad de Nueva York, un grupo de detectives de paisano apodados “los príncipes de la ciudad”. En ese arranque, de una excepcional brillantez, asistimos incluso a un momento “triunfal” de dicha brigada, una espectacular redada antidroga en un desvencijado edificio donde Danny y sus colegas detienen a una banda de traficantes, incautan el alijo… y se apropian ilegalmente de un montón de dinero; la secuencia, espléndidamente planificada y montada, que se diría un anticipo de la redada que American Gangster (ídem, 2007, Ridley Scott) (1), tiene esa cualidad ambivalente, que no ambigua, que según Antonio Castro, uno de los mayores defensores del cine de Lumet en España, ha caracterizado lo mejor de este director: “De cualquier manera –escribía Castro a propósito de El príncipe de la ciudadlos defensores acérrimos de la ambigüedad se perdieron una excelente oportunidad de defender una gran película. En demasiadas ocasiones se prefiere el simplismo, el esquematismo, las tomas de partido claras, por encima de lo que pueda ser un análisis riguroso de los hechos, que en la gran mayoría de las oportunidades impide que pueda hablarse de conclusiones meridianamente claras, sin matices, sin contradicciones” (Dirigido por…, n.º 365, marzo 2007). Ambivalencia que está muy clara en esa mencionada secuencia de la redada, en la cual la captura de unos criminales sin escrúpulos se solapa a la contundente acción de unos funcionarios públicos que, en nombre de la ley y el orden, hacen lo que quieren y como quieren con absoluta impunidad.


El proceso que lleva a Danny Ciello a convertirse en un chivato también está resuelto de manera ejemplar. Resulta decisiva al respecto la secuencia que describe la terrible forma que tiene Danny de mantener su modo de vida: aquel momento en que debe salir en plena madrugada a la calle para conseguirle una dosis de droga a uno de sus “soplones” que sufre síndrome de abstinencia, y cómo para conseguirlo tiene que coger a un “camello”, partirle la cara para quitarle la heroína, luego acompañarle a su propia casa para que se cure las heridas que le ha infligido, y una vez allí asistir a una violenta discusión entre el traficante y su novia, ambos “yonquis”, que se le pelean por inyectarse unos pocos gramos… La secuencia, de una dureza tal que si viniese firmada por Martin Scorsese o Abel Ferrara todavía se estaría hablando de ella, tiene además el contrapunto melodramático de la lluvia, en lo que puede verse, dentro del contexto del cine de Lumet, como una (feliz) recuperación del vigor de un realizador que conoce los mecanismos de la representación visual: el cielo mismo parece llorar viendo cómo se gana Danny la vida, detalle aparentemente obvio pero que quizá no lo sea tanto a la vista del posterior dato de que el protagonista es católico (luce un crucifijo en su cuello) y de que su evolución psicológica pasa, asimismo, por un proceso moral no menos ambivalente: al principio, Danny Ciello acuerda con los agentes de Asuntos Internos que dará nombres de criminales que han “untado” a policías, pero en ningún caso delatará a sus compañeros de profesión; sin embargo, al final, cuando su vida y la de su familia corran peligro como consecuencia de esas delaciones, Danny acabará denunciando a sus colegas, algunos de ellos sus mejores amigos, en algunos casos con trágicas consecuencias, como un nuevo Judas bíblico.  


Otro acierto extraordinario de El príncipe de la ciudad es que esa ambivalencia no solo se limita a difuminar las tópicas barreras entre policías y delincuentes, entre “buenos” y “malos”, sino que se extiende incluso a aquellos personajes que están, teóricamente, del lado de la justicia, y cuya conducta acaba siendo tan despreciable como la de aquellos a los que pretenden detener: véase, al respecto, el retrato frío, antipático y sin escrúpulos que el relato ofrece de Santimassino (Bob Balaban), el fiscal a cargo de la investigación sobre corrupción policial. También resulta fundamental en este sentido el peso que tienen los escenarios: calles, callejones, bares, apartamentos, comisarías, despachos y bloques de oficinas, es decir, decorados habituales del orden administrativo, familiar o cotidiano, devienen aquí espacios amenazadores, trampas para Danny, atrapado por el peso de sus contradicciones, su necesidad de abandonar un modo de vida que empieza a aborrecer y la traición a sus mejores amigos, con todo lo que ello repercute en su vida familiar y el desprecio que, por una razón u otra, va dejando a su paso: son notables al respecto la escena en la que Danny recibe un salivazo en la cara, o sobre todo la secuencia final, en la que un agente de policía abandona el aula donde Danny está a punto de pronunciar una conferencia, espetándole que “no tiene nada que aprender de él”. El príncipe de la ciudad, una de las obras maestras legadas por el cine norteamericano de los ochenta, dejó una huella quizá más profunda de lo que se ha querido ver: las espléndidas secuencias en las que Danny se reúne con sus compañeros en las barbacoas que celebra en el jardín de su casa anticipan los momentos que describen la cotidianidad de los mafiosos de Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990, Martin Scorsese), dándose la sangrante paradoja de que aquí los personajes que se consideran por encima de la ley son… agentes de policía.

(1) La periodista Paz Mata le preguntó a Lumet si sabía que Scott había declarado que El príncipe de la ciudad había sido uno de sus referentes a la hora de rodar American Gangster, a lo cual Lumet replicó, divertido: “No, pero creo que acertó con la elección [Risas]”. Publicado en el suplemento Exit, n.º 67 (del 7 al 13 de marzo de 2008), de El Periódico de Catalunya del 7 de marzo de 2008.

Treat Williams y Sidney Lumet, en un momento del rodaje.

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