[NOTA
BENE: Las presentes líneas no
pretenden ser un comentario crítico sobre “Iron Man 3” abordada en su totalidad
(publico una crítica sobre este film en el núm. 433 de “Dirigido por…” correspondiente
al mes de mayo), sino una digresión sobre un aspecto concreto de la misma.]
El reciente estreno de Iron Man 3
(ídem, 2013, Shane Black) ha permitido comprobar por enésima vez que las
franquicias hollywoodienses en
general, y las de superhéroes en particular, obedecen a un determinado patrón
narrativo preestablecido. Esto que digo no es nada nuevo, hace muchos años que
viene repitiéndose y analizándose con frecuencia, pero no por ello deja de
resultar llamativo sobre todo cuando se dan casos como el de la película de
Shane Black, de la cual se ha destacado por encima de todo su “originalidad”
(sic) con respecto a sus predecesoras dentro de su propia franquicia, Iron Man (ídem, 2008) y Iron Man 2 (ídem, 2010), ambas de Jon
Favreau, cuando a poco que se contemple con un mínimo de detenimiento no se
tarda en descubrir que Iron Man 3 es
una “tercera parte” que cumple con prácticamente todos los requisitos
“obligatorios” en muchas “terceras partes” de su estilo, y que ese carácter de
“tercera parte” se hace particularmente evidente en el contexto maniqueísta de
la mayoría de adaptaciones al cine de cómics de superhéroes, tanto da que sean
de Marvel o D.C. Comics: una determinada corriente temática las hermana. Me
refiero al hecho de que las “terceras partes” de cualquier franquicia de
Hollywood acostumbran a ser replanteamientos de lo ya mostrado en la “primera
entrega” de la saga o serie, dígase como se quiera, pero bajo la perspectiva de
una determinada reflexión hecha desde el presente sobre hechos relacionados con
el pasado de los personajes protagonistas o con los acontecimientos narrados,
asimismo, en esa “primera entrega”.
Téngase en
cuenta, antes de continuar, que cuando hablamos de primeras, segundas o
terceras entregas, capítulos, episodios o partes de una franquicia, saga o
serie, estamos usando —deliberadamente— el lenguaje convencional preestablecido
por Hollywood para referirse a un fenómeno que no es sino una estandarización
de algo que, en realidad, es tan antiguo no ya como el propio cine, sino como
el arte en general: la producción de continuaciones de éxitos precedentes, las
cuales se llevan a cabo porque generan un negocio lucrativo; en realidad, y
salvo honrosas excepciones, no existe ni jamás ha existido la más mínima
“obligación” de hacer continuaciones de una película de éxito, salvo por la
posibilidad de seguir explotando un filón, bien sea en forma de secuelas
(continuaciones en sentido estricto), “precuelas” (secuelas, o mejor dicho, “presecuelas”
que se remontan a los hechos supuestamente acontecidos antes de la trama del
film originario) o spin-offs
(derivaciones de las películas originarias centrándose por lo general en otros
personajes o aspectos de la trama, de nuevo, del film matriz; por ejemplo, y
sin salirnos del ámbito “superheroico”, Elektra,
ídem, 2005, Rob Bowman, con respecto a Daredevil,
ídem, 2003, Mark Steven Johnson). Ello es así con absoluta independencia de que
la “parte”, “entrega”, “episodio” o “capítulo” resultantes, sea secuela,
“precuela” o spin-off, pueda resultar
artísticamente relevante: aseverar la nulidad de una película por el mero hecho
de su pertenencia a una franquicia, y a la inversa, presuponerle valores
meritorios por el mero hecho de dicha pertenencia, es en ambos un prejuicio. El
ejemplo paradigmático que suele citarse casi siempre que sale a colación esta
cuestión se titula El Padrino II (The
Godfather, Part II, 1974, Francis Ford Coppola).
Decía que Iron Man 3 hace honor a su condición de
“tercera parte” —o de “cuarta parte”, o de “parte 3 punto 2” , o de “parte 3 bis”, si
tenemos en cuenta que su acción no prosigue tal y como quedó al final Iron Man 2, sino que retoma al
superhéroe de la armadura en el punto en que quedó en Los Vengadores (The Avengers, 2012, Joss Whedon)— llevando a cabo
un planteamiento muy típico de toda “película 3” que se precie, consistente en
un retorno a los orígenes del personaje protagonista, una especie de borrón y
cuenta nueva que viene a erigirse en una digresión sobre el pasado,
el presente y el hipotético futuro del multimillonario exfabricante de armas
Tony Stark, alias Iron Man (Robert Downey Jr.). Planteamiento que, como digo,
no tiene nada de novedoso, y que incluso llegó a ser enunciado de una forma muy
diáfana por Coppola, again, cuando
abordó en su momento la realización de El
Padrino III (The Godfather, Part III, 1990) definiéndola como la entrega A’
de una serie previamente formada por A (El
Padrino) y B (El Padrino II). En
este sentido, Iron Man 3 presenta a
un “nuevo” villano directamente extraído del acervo de los cómics del
personaje, El Mandarín (Ben Kingsley), pero que en el film está presentado como
un súper terrorista modelo Al Qaeda que no puede menos que recordarnos a los
terroristas afganos en cuya cueva “nacía” el primer Iron Man. Más allá de este hecho anecdótico —y que, como ya sabrán
quienes hayan visto la película, tiene su miga: no voy a revelar spoilers—, Iron Man 3 propone ese “retorno a los orígenes” al que me refería a
partir de una destrucción radical de la lujosa vivienda del protagonista junto
al mar, y con ella su sofisticadísimo laboratorio de diseño y construcción de
armaduras, obligándole literalmente a empezar de cero: en primer lugar, Stark
es dado por muerto, lo cual le forzará a “resucitar”; luego, su nueva armadura
es defectuosa (se trata de un prototipo no perfeccionado), de ahí que en esta
ocasión el personaje tenga que jugarse el cuello en no pocas ocasiones sin
contar con la inestimable ayuda de su famosa coraza multiusos; a mayor
ahondamiento, el tormento del superhéroe está aquí condimentado por noches de
insomnio y ataques de ansiedad, reflejo de su turbulento estado interior; huelga añadir
que, al final, acabará triunfando sobre los villanos, mas lo importante no es
tanto eso como el gesto de reafirmación que esa victoria supone: en las
escenas finales, Stark lleva a cabo una serie de reflexiones en off y concluye: “Soy Iron Man”.
Esta afirmación
supone el punto culminante del proceso de auto-reconocimiento del protagonista
de Iron Man 3, quien tras haber
sufrido un calvario que ha puesto en cuestionamiento todo “su mundo” (su casa,
su novia, su credibilidad, su propia vida), acaba llegando a la conclusión que
no solo “es” Tony Stark, sino que además “es” Iron Man. Es un planteamiento
dramático, como digo, muy típico de las “terceras partes”; sin ir más lejos, se
daba ya en la asimismo mencionada El
Padrino III en materia de retorno a los orígenes —el viaje a Sicilia,
donde-todo-empezó— y reafirmación de la propia personalidad —Michael Corleone
(Al Pacino) envejece, y muere, como lo hizo su padre, el patriarca fundador del
imperio familiar Don Vito (Marlon Brando)—, y si bien, al contrario que en Iron Man 3, no se decía en voz alta,
Michael Corleone también acababa llegando a la conclusión de que ya no podía
dar marcha atrás y dejar de ser lo que siempre había sido —el “padrino”—, por
más que en esta ocasión la conclusión fuera, por descontado, trágica y
shakespeariana, no triunfalista como la de Iron
Man 3.
Valoraciones
sobre la película aparte, Iron Man 3
reincide, como digo, en un tipo de construcción narrativa característico de la
típica “tercera parte” que se ha dado con frecuencia dentro del cine basado en
superhéroes del cómic. Si, en cierto sentido, aquí Tony Stark se enfrenta a su
mímesis, que no es sino Aldrich Killian (Guy Pearce), una especie de versión en
negativo de sí mismo, o mejor dicho, alguien que ahora es en lo que Stark pudo
haberse convertido —un megalómano egocéntrico y convencido de su superioridad
sobre los demás— de no haber mediado su transformación en Iron Man, algo
parecido ocurría en Superman III
(ídem, 1983), la “tercera parte” de la franquicia sobre el Hombre de Acero, en
la cual Superman (Christopher Reeve) se enfrentaba, literalmente, a una versión
perversa de sí mismo como consecuencia del inesperado “efecto Jekyll & Hyde”
de un fragmento de kryptonita adulterada. Desde luego que la idea era en el
fondo tan pedestre como toda la película de Richard Lester en su conjunto, pero
daba pie, inesperadamente, a una curiosísima digresión sobre la naturaleza
dual, humana y divina, del superhéroe venido de Krypton, que se materializaba,
además, en la mejor secuencia del film: aquélla en la que un Superman
“degenerado”, malvado, se enfrenta contra la versión “pura”, bondadosa, de sí
mismo, esta última bajo los rasgos no de Superman sino de su alter ego humano,
Clark Kent, en el escenario de un cementerio de coches. En el clímax de la
secuencia, Clark Kent, el hombre, acababa destruyendo al Superman malvado, el
dios, gracias a lo cual el primero volvía a ser el Superman heroico de siempre.
O sea, ante la disyuntiva de ser un tirano semidivino o un ser humano con
principios, el último hijo de Krypton acababa asumiendo esto último previa
aniquilación de su oculto lado perverso: ese que, en el supuesto de ser
liberado, le permitiría someter al planeta entero a su entera voluntad. Dicho
de otra manera, Superman decide “ser” un (súper) hombre y no un dios, en un
acto de reafirmación no muy alejado del “soy
Iron Man” que cierra Iron Man 3.
Como acabamos de
ver, la idea esbozada en Superman III,
junto con la mecánica general de las “terceras partes”, ha influido
parcialmente en Iron Man 3, pero esta no fue la única. Antes de ella estuvo Spider-Man 3 (ídem, 2007), en la que Sam
Raimi planteaba un enfrentamiento maniqueo del superhéroe arácnido contra el
“lado oscuro” de sí mismo, en este caso como consecuencia de la influencia de
una negruzca substancia extraterrestre que convierte a Peter Parker, alias El
Hombre Araña (Tobey Maguire), en una versión en negativo de sí mismo, y como
paso previo al posterior “nacimiento” del villano Venom. De este modo, se
corregía y ampliaba una idea ya apuntada en la anterior entrega de la serie
asimismo firmada por Raimi, la muy superior Spider-Man
2 (ídem, 2004): que Peter Parker quiere recuperar su vida cotidiana y dejar
atrás su etapa como lanzador de redes. Pero, al contrario de lo que ocurría en Superman III, en la cual el ver a Clark
Kent / Superman enfrentado consigo mismo cual titánicas versiones del Dr.
Jekyll y Mr. Hyde era el momento más llamativo de la película de Lester, en Spider-Man 3 las escenas de Parker
convertido en una versión “negra” de sí mismo, cual macarra de discoteca, eran
para cerrar los ojos… de pura vergüenza ajena.
Sin embargo,
mucho antes de que llegaran Spider-Man 3
y Iron Man 3, la misma idea de la reafirmación
del superhéroe atormentado por problemas derivados de su dura doble vida
aparecía, con escasas variaciones, en Batman
Forever (ídem, 1995), primera de las dos desdichadas incursiones de Joel Schumacher
en el universo del superhéroe creado por Bob Kane y “tercera parte” de la
franquicia sobre el Hombre Murciélago inicialmente empezada por Tim Burton, que
pese a su mediocridad atesoraba siquiera a nivel de guión un concepto
interesante, por más que mal desarrollado: la posibilidad de que Bruce Wayne,
alias Batman (Val Kilmer), acabe superando el famoso trauma infantil del
asesinato de sus padres, el mismo que le impelió a convertirse en el Señor de la Noche , y al final decida por
propia voluntad continuar asumiendo su esquizofrénica lucha contra el crimen; “Ahora soy Batman porque elijo serlo”,
afirmaba, poco más o menos, tras haber vencido a sus enemigos. Se insinuaba,
incluso —por más que, insisto, sin sacarle jugo—, que Wayne es alguien que podía
requerir atención psiquiátrica: a fin de cuentas, ¿qué ve el protagonista, en
las manchas del famoso test de Rorschach que decoran el despacho de la
Dra. Chase Meridian (Nicole Kidman), sino…
un murciélago?
Un nuevo acto de
reafirmación se encontraba esbozado en otro film sobre el mismo personaje que,
si bien es la sexta entrega de la franquicia, es desde otro punto de vista la
“tercera parte” de lo que ya se conoce como la trilogía del caballero oscuro. Me
refiero, naturalmente, a El caballero
oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, 2012, Christopher Nolan),
sobre la que ya hablé más extensamente en el momento de su estreno (1), donde se ofrece una variante sobre
ese planteamiento, en virtud del cual aquí Bruce Wayne (Christian Bale) sueña
con algo con lo que ya especulaba en la anterior El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008, Nolan), es decir, dejar
de ser Batman y que alguien ocupe su lugar en esa lucha contra el crimen que
tan solo le ha proporcionado dolor, penalidades y un cuerpo lleno de golpes y
cicatrices, las mismas que en La leyenda
renace casi le han convertido en un inválido prematuramente envejecido; y,
si bien en la vibrante escena final parece ser que alguien por fin va a
recoger su testigo —el joven e idealista agente de policía John (Robin) Blake
(Joseph Gordon-Levitt)—, no es menos cierto que, hasta que ese relevo no se
atisba, un Wayne dolorido en cuerpo y alma se ve obligado a regresar a Gotham
City para poner orden porque, a fin de cuentas, él “es” Batman. ¿Nos apostamos
algo a que las futuras “terceras partes” de las aventuras de los X-Men,
Lobezno, Superman, el Capitán América, Spiderman, Thor, Hulk o Los 4
Fantásticos que actualmente se están cociendo a fuego lento acabarán planteando
las dudas existenciales de todos estos Prodigios y su deseo de colgar,
dependiendo del caso, las zarpas, la capa, el escudo, las telarañas o el
martillo, para vivir una vida “normal”, antes de darse cuenta de que han nacido
para “ser” lo que son?