Es posible que el espacio un tanto incómodo que
ocupa El placer de los extraños (The Comfort of Strangers, 1990) en el
seno de la filmografía de Paul Schrader se deba principalmente a que se trata, como
suele decirse de manera injustamente despectiva, de un “encargo”, sensación que
se acrecienta ante el hecho de que, al contrario de lo que suele ser habitual
en él, el realizador estadounidense no parte de un guion propio, sino de uno
escrito por Harold Pinter, y basado a su vez en otro material ajeno: la
magnífica novela de Ian McEwan El placer del viajero. Sin embargo, nada
de todo eso debería nublar la perspectiva sobre esta gran película, habida
cuenta de que no puede haber mayor coherencia que la elección para este
proyecto de un director como Schrader, más preocupado en la creación de
atmósferas y en explorar los sentimientos más íntimos de sus personajes que en
el desarrollo de un relato ortodoxo con planteamiento, nudo y desenlace. Por otro
lado, tampoco resulta en absoluto desatinado ver en la labor de puesta en
escena de Schrader el equivalente a la de un director de orquesta con talento
que sabe coordinar y sacar el mayor provecho posible de sus talentosos
colaboradores: no solo Pinter y McEwan, por descontado, sino también sus
intérpretes y el director de fotografía Dante Spinotti, quienes dan lo mejor de
sí mismos; acaso el único que desentone en parte sea Angelo Badalamenti,
responsable de una partitura musical excesivamente deudora de la sonoridad de
Nino Rota, a quien imita en no pocos momentos y puede que deliberadamente, erigiéndose
en la única aportación que chirría, por su falta de originalidad, en el
conjunto de una film, por lo demás, extremadamente personal.
Si, como en mi caso, se ha tenido la ocasión de
leer la novela de Ian McEwan después de haber visto por primera vez la película,
resulta entonces altamente sugestivo el comprobar la meritoria adaptación
llevada a cabo por Pinter y Schrader. El libro, probablemente uno de los
mejores de McEwan o al menos de los mejores que he tenido ocasión de leerle,
hace gala de un lenguaje exquisito y una narración repleta de sugerencias, que
va avanzando y prendiendo en el ánimo del lector a golpe de densidad. Una
primera característica de la novela reside en el hecho de que, por más que su
acción transcurra íntegramente en Venecia, en ningún momento se menciona ni el
nombre de esta ciudad, ni el de sus espacios históricos más populares, ni
siquiera el de las famosísimas góndolas. Sin embargo, Venecia, o, mejor dicho,
una Venecia subjetiva y mental que impregna a los personajes como el agua de
lluvia, flota constantemente a lo largo de toda la narración.
Por el contrario, la película arranca mostrándonos,
de manera explícita, que nos hallamos en Venecia; no obstante, la Venecia que
muestra El placer de los extraños no es la ciudad turística que todos
conocemos (o creemos conocer), ni siquiera el lugar dibujado con mordacidad por
David Lean en Locuras de verano (Summertime, 1955) para contrastarlo con
la soledad de la solterona encarnada por Katharine Hepburn. La Venecia de El
placer de los extraños es, a primera vista, un espacio perfectamente
reconocible, pero a medida que los protagonistas, Mary (la lamentablemente
malograda Natasha Richardson) y Colin (Rupert Everett), se internan por sus
calles, y junto a ellos la cámara de Schrader, la ciudad deja de ser esa
celebrada atracción para turistas y se convierte en un lugar cerrado,
claustrofóbico y agobiante, donde Mary y Colin se pierden con pasmosa facilidad,
en una perfecta visualización simbólica de la tela de araña donde aquellos
andan extraviados, tejida por el misterioso Robert (Christopher Walken) y su no
menos extraña esposa Caroline (Helen Mirren). Dicho de otro modo, si en El
placer del viajero, McEwan elude la mención directa de la ciudad de
Venecia, en El placer de los extraños Schrader parte de su presentación
inicial para convertirla, al igual que hace McEwan, en otra cosa: un
laberinto dentro del cual los infelices Mary y Colin acabarán siendo las
víctimas inocentes y un tanto ingenuas de un perverso juego erótico-criminal
que va más allá de su imaginación.
La película adapta con notable fidelidad el
original literario, hasta el punto de que no pocas líneas de diálogo, e incluso
muchos de sus detalles –por ejemplo, la escena en la cual Mary reordena los
cabellos del cadáver de Colin, echado sobre la mesa de la morgue, alegando que
le han peinado mal…–, están tomados del mismo de manera textual. Yendo más
lejos, y avanzándonos al terrible clímax de la función, en el libro McEwan
escribe, cuando narra dicha sangrienta resolución, que desde el punto de vista
de una narcotizada Mary todo transcurre como “a cámara lenta”; precisamente,
Schrader cierra esta crucial secuencia empleando asimismo el ralentí: un
extraordinario plano en cámara lenta combinado con grúa en retroceso, que parte
del instante en que Colin es degollado por Robert, en presencia y con la
complicidad de Caroline y ante una indefensa Mary, y continúa retrocediendo
hasta plano general muy abierto, integrando a los cuatro protagonistas del
drama como si fuesen otras piezas del exquisito decorado. Puede pensarse que
los principales méritos de El placer de los extraños residen en la
novela de McEwan; pero, si bien es verdad que esta última proporciona un
excelente material de partida, no es menos cierto que el film de Schrader es
válido en sí mismo considerado por haber sabido extraer un extraordinario
provecho del libro, al cual además reinterpreta de manera, vuelvo a insistir,
muy personal. Creo que nos hallamos ante una de esas raras ocasiones en las
cuales tanto los lectores de la novela que luego vean la película como los
espectadores del film que más tarde lean el libro encontrarán motivos de
satisfacción.
El gran mérito de Schrader a la hora de llevar a la
pantalla El placer del viajero residió en su talento para adaptar, con
la colaboración de Pinter, las mejores ideas del libro de McEwan, para luego
elaborar a partir de ellas una filigrana cinematográfica que roza la perfección:
ahora mismo, me siento tentado de considerar El placer de los extraños
el mejor film de su director, y no me faltarían razones para ello. Apunto en
primer lugar la elaborada estética de la película, la cual recoge previos
ensayos de su director en materia de utilización de la luz, el color y la
composición de los encuadres –American Gigolo (ídem, 1980), El beso
de la pantera (Cat People, 1982), Mishima (ídem, 1985)–, y se avanza
incluso a Posibilidad de escape (Light Sleeper, 1992) en la manera como
integra la belleza de la arquitectura y el arte venecianos dentro del plano. De
este modo, tanto el antiguo hotel donde se alojan Mary y Colin como el viejo palazzo
donde viven Robert y Caroline casi parecen tener vida propia; así, el peso
de dichos ambientes sirve a su vez de agudo contraste, por un lado, con la
ingenuidad de Mary y Colin, una convencional pareja de ingleses ajenos a ese
mundo antiguo, tradicional, casi ancestral al cual pertenecen Robert y Caroline.
Expresado de otra manera, Mary y Colin parecen no
encajar en ese mundo, esa ciudad por la cual no saben moverse sin la ayuda de
mapas y que tan solo parece ofrecerles callejones estrechos y laberínticos, esa
Venecia a la cual han acudido para pasar sus vacaciones y que no hace sino
incomodarles, recordándoles indirectamente sus propios problemas de pareja:
Mary y Colin se pierden por Venecia porque ellos mismos están, en cierto
sentido, “perdidos”: cansados de formar una pareja que no parece ir a ninguna
parte –Mary tiene dos hijos de un anterior matrimonio, y tras ya siete años de
relación ella y Colin ni siquiera viven juntos–, y en la cual ni siquiera el
sexo termina de funcionar. No es casual, en este sentido, que, tras conocer a
Robert y Caroline, representantes de ese mundo que desconocen, representaciones
de una manera de entender las relaciones de pareja y la vida en general sobre
la cual lo ignoran todo, Mary y Colin regresen a su hotel, vean rebrotar su
libido y den rienda suelta a un apetito sexual largo tiempo aletargado,
dormido: “perdido”.
Schrader sabe expresar, en términos estrictamente
visuales, el doble proceso de relación que se da entre las dos parejas
protagonistas. Por un lado, el que lleva a Robert a elegir a Mary y Colin como
víctimas propicias para sus ocultos deseos, y a captar su atención; por el
otro, la fascinación que Robert y Caroline despiertan en aquellos, de tal forma
que para Mary y Colin devienen algo irresistible a la par que peligroso: una
atracción hacia el peligro, hacia lo desconocido, que funciona como si fuera
una adicción a una droga misteriosa y de efectos imprevisibles. Resulta
modélica en este sentido la construcción del relato y la sutil expresión de ese
doble proceso. En las primeras secuencias, el realizador sabe introducir una
mirada diferente, perversa, mediante un recurso tan sencillo como eficaz;
mientras pasean cerca de los canales, Mary y Colin son fotografiados a
distancia por alguien (un inserto en plano fijo y en blanco y negro desde el
punto de vista de un tercer personaje: luego sabremos que se trata de Robert);
más adelante, el realizador deja claro que, en efecto, alguien está siguiendo a
Mary y Colin, y ello se produce en esa escena en la cual este último accede a
tomar una fotografía de unos turistas con una cámara prestada, y Schrader
inserta a continuación un segundo plano fijo en blanco y negro, desde el punto
de vista de la cámara de Robert, captando el gesto de Colin.
Como en el libro de McEwan, Robert –un
extraordinario Christopher Walken– se presenta amistosamente ante los
extraviados Mary y Colin, y les lleva a un bar del cual luego sabremos que es
de su propiedad, y donde entre abundantes copas de vino les cuenta la historia
de su infancia: el relato de su relación con su enérgico padre, un temible
personaje amante de la disciplina, y con sus cuatro hermanas mayores, a las
cuales su padre castigó por una travesura confesada por Robert, y cómo sus
hermanas luego se vengaron cruelmente de él. Pero, a diferencia de la novela, la
película concluye con Robert volviendo a relatar a los policías que le están
interrogando por el asesinato de Colin esa misma historia de su infancia. Es un
bonito modo de expresar el carácter reaccionario, cerrado, obsesivo y criminal
de un personaje nacido y educado en un ambiente autoritario, repleto de
hostilidad y de menosprecio hacia las mujeres, que bajo sus elegantes maneras y
refinada educación no esconde sino un reprimido y un peligroso amigo de la
violencia; como la propia Caroline llega a confesarle a Mary, Robert la golpea
mientras practican el sexo, y la mujer, aunque asustada y dolorida pero no
menos reprimida que su marido, ha acabado encontrando también cierto placer
perverso en ello…
Schrader sabe crear alrededor del personaje de
Robert la adecuada atmósfera opresiva; por ejemplo, en la secuencia del bar, y
mientras aquel desgrana su relato a Mary y Colin, el realizador inserta una
serie de planos del resto de personas, hombres y mujeres, presentes en el
local, como sugiriendo de este modo que hay algo oculto tanto en las
motivaciones de Robert como en esas mismas personas de las cuales nada sabemos:
sus miradas, sus gestos, sus actitudes, parecen insinuar algo misterioso.
También hay apuntes que señalan hacia las tendencias homosexuales de Robert,
caso de los inquietantes personajes masculinos que va saludando camino del bar
o los que se encuentran en ese mismo local. Mary y Colin se despiertan,
desnudos, en el dormitorio que Robert y Caroline han dispuesto para ellos en su
propia casa; poco después, Caroline le confiesa a Mary que ha entrado en su
habitación y ha estado mirándoles un rato mientras dormían. Más tarde, un
comentario aparentemente inofensivo de Colin provoca una airada reacción de
Robert, quien le golpea en el estómago; Colin guarda silencio sobre este
suceso, quizá convencido de que sin querer puede haber ofendido a su anfitrión,
o acaso demasiado perturbado ante esa inesperada brutalidad por parte del
refinado Robert… Todo ese caudal de turbación guarda un paralelismo con los
miedos y deseos de Mary y Colin, quienes no se atreven a sincerarse en torno a
los problemas de su relación de pareja y son incapaces de entender y mucho
menos de controlar la situación creada alrededor suyo por Robert y Caroline: es
por eso que, al final, aquellos acudirán a la llamada de estos últimos, como
moscas a la miel, dispuestas a ser devoradas por las arañas que los han elegido
para colmar sus perversiones.