[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE
ESTE FILM.] No he visto ninguno de los anteriores trabajos del cineasta
sueco –de padre chileno y madre sueca– Daniel Espinosa: ni la película que rodó
en su país de origen gracias a la cual se dio a conocer internacionalmente –Dinero fácil (Snabba cash, 2010)–, ni
las otras dos –El invitado (Safe
House, 2012) y El niño 44 (Child 44,
2015)– con las que se introdujo y consolidó en la cinematografía estadounidense.
En este sentido, ver Life (Vida)
(Life, 2017) sin esas referencias previas permite verla, y apreciarla, con la
mirada “virgen”, con todas las ventajas e inconvenientes que ello comporta. De
entrada, digamos que, tal y como han reconocido los responsables de esta
producción de Skydance Media distribuída por Columbia/ Sony y escrita por
Rhett Reese y Paul Wernick, Life (Vida)
es un film que no disimula sus deudas con Alien,
el octavo pasajero (Alien, 1979, Ridley Scott), que, como bien indica el colega
Quim Casas en su crítica de esta misma película de Daniel Espinosa para el
próximo número de Imágenes de Actualidad,
era a su vez una consecuencia de Terror
en el espacio (Terrore nello spazio, 1965) –dicho sea de paso, una de las
peores y más sobrevaloradas obras del gran Mario Bava, pero de eso ya
hablaremos otro día–, la cual probablemente también era una consecuencia de It! The Terror from Beyond Space (Edward
L. Cahn, 1958), aunque a esta lista de referencias, sobradamente conocidas,
bien podría añadirse la simpática Planeta
sangriento (Queen of Blood, 1966, Curtis Harrington), la cual además
coincide con Life (Vida) en situar al
así llamado Planeta Rojo como fuente de todos los males que aquejan a sus
personajes. Añadamos, finalmente, que ese insólito rumor que circuló semanas
atrás por las redes sociales, según el cual Life
(Vida) no sería sino la presentación del personaje de Veneno/ Venom de cara
a una futura entrega de las aventuras cinematográficas de Spiderman, no solo es
falso, sino una completa ridiculez.
Dicho esto, avancemos que lo que
ofrece Life (Vida) no es ni muy bueno
ni muy malo. Se trata de una película resuelta con suma corrección; tanta, que
no defrauda, si bien tampoco apasiona; no resulta fascinante, pero tampoco
aburrida; hace gala de ideas sólidas y de un elenco de intérpretes más que
competente, pero adolece de escasa brillantez y, sobre todo, de falta de
inventiva, pero al mismo tiempo sin dejar de ser, pese a ello, un film estimable.
Arranca con un vistoso morceau de bravoure:
un bonito plano-secuencia de alrededor de cinco minutos de duración, en virtud
del cual vemos cómo la tripulación de una estación espacial internacional, en
órbita alrededor de la Tierra –David (Jake Gyllenhaal), Miranda (Rebecca
Ferguson), Rory (Ryan Reynolds), Hugh (Ariyon Bakare), Sho (Hiroyuki Sanada) y
Ekaterina (Olga Dihovichnaya)–, consigue recuperar un satélite procedente de
Marte y lanzado a la deriva a través del espacio por culpa de la colisión
accidental con un asteroide; la secuencia se visualiza desde el interior de la
estación espacial, mientras la cámara sigue coreográficamente los movimientos
de cinco de esos seis cosmonautas flotando/ volando dentro de la misma,
manipulando controles y viendo cómo el sexto, en el exterior de la nave,
maneja el enorme brazo hidráulico con el que logra atrapar el satélite
descontrolado. La secuencia tiene cierto aire a lo Gravity (ídem, 2013, Alfonso Cuarón) (1), pero al contrario que esta última, el plano-secuencia de Life (Vida), aunque excelentemente
rodado, no deja de ser un procedimiento esteticista que tiene algo de
formulario; sobre todo ahora que la posibilidad de editar digitalmente los
encuadres permite llevar a cabo desde hace años esos planos de larga duración “imposibles”.
El guion, llevado en todo momento con
buen ritmo, hay que reconocerlo, no tarda en entrar en materia, por más que sea
a base de estereotipos puros y duros: los cosmonautas descubren entre las
muestras de arena marciana que el satélite recuperado llevaba consigo una
célula microscópica aparentemente congelada. Hugh, el científico de la
expedición, lleva a cabo un experimento de resurrección de la célula marciana,
con éxito: el espécimen no solo revive, sino que, poco a poco, empieza a crecer
de manera significativa. La maravilla de este descubrimiento –la primera prueba
científica de la existencia de vida extraterrestre–, no tarda en dejar paso al
terror. Como consecuencia de un exceso de celo por parte de Hugh, quien para
estimular la actividad de la célula marciana no se le ocurre nada mejor que
aplicarle pequeñas descargas eléctricas en teoría indoloras, el espécimen –que,
desde la Tierra, ha sido bautizado como “Calvin”– reacciona con terrible
agresividad: primero, destroza los huesos de la mano derecha
de Hugh; luego, liberado de su confinamiento, amenaza con asesinar al
científico, y solo la intervención de sus compañeros impide que eso suceda.
Pero, tras esos primeros intentos de acabar con él, “Calvin” consigue huir del
laboratorio. A partir de ese momento, puede estar escondido en cualquier rincón
de la estación, y lo que es peor, atacar a los miembros de la tripulación,
haciéndose más grande y fuerte después de cada agresión.
Lo que sigue es un encadenado de situaciones
de “suspense”, por lo general bien resueltas, pero sin particular brillo, que
van conduciendo el relato hacia una conclusión sorprendentemente pesimista,
poco habitual de ver en una producción hollywoodiense de presupuesto considerablemente alto, cuyo fatalismo hace pensar un poco en un
título como Sunshine (ídem, 2007,
Danny Boyle), el cual, curiosamente, ya contaba con Hiroyuki Sanada en su
elenco. Ocurre, empero, que el dramatis
personae resulta poco o nada interesante, a pesar, como digo, de la competencia
del elenco interpretativo. De David se nos dice que es un médico solitario al
que no le gusta la vida en la Tierra y prefiere el espacio (dice algo así como “no quiero regresar a un mundo lleno de ocho
mil millones de gilipollas”), con lo cual se pretende justificar que sea el
personaje que tome la decisión final de (intentar) auto-inmolarse junto con “Calvin”
a fin de impedir su llegada y propagación en nuestro mundo. Miranda lleva a
cabo una función parecida a la del androide Ash de Alien, el octavo pasajero: es el único miembro de la tripulación
que sabe de la existencia de un protocolo de prevención de alertas que prevé, in extremis, el lanzamiento de la
estación al espacio profundo. Hugh es el relativamente más interesante: un
científico parapléjico que ama la investigación espacial porque, estando a
gravedad cero, puede moverse por su cuenta, libre de la dependencia forzosa de
su silla de ruedas. Menos información se nos ofrece de los personajes de Sho –salvo
que este, a poco de empezar el relato, presencia vía Skype, o algo parecido, el
nacimiento de una hija suya–, y, sobre todo, Rory –descrito poco más o menos
como el miembro más visceral, intrépido e impulsivo del equipo– y Ekaterina,
probablemente porque o bien carecen de mayor importancia dentro de la trama, o
bien porque son de los primeros en morir…
Algunos buenos momentos y curiosos
apuntes contribuyen a elevar un poco el tono de una función tan “correcta” en
el sentido menos positivo de la expresión. Pienso, por ejemplo, en el plano que
cierra la secuencia de la muerte –un poco a lo Alien, el octavo pasajero– de Rory: el cadáver de este último
flota, a gravedad cero, dentro del laboratorio, acompañado por pequeñas gotas
de su sangre que pululan a su alrededor; la idea no es nueva –recuérdese una
imagen bastante parecida en Aquel país
desconocido (Star Trek VI: The Undiscovered Country, 1991, Nicholas Meyer)–,
pero sirve al menos para establecer una correspondencia visual con otra escena,
posterior, en la que vemos a Miranda –la responsable indirecta de la muerte
de Rory–, llorando, y cómo sus lágrimas también flotan cerca de su cara. Hay un
momento de notable crueldad: la muerte de Ekaterina, cuyo casco se va llenando
progresivamente de líquido acuoso después de que “Calvin” haya saboteado su
traje presurizado, amenazando con ahogarla antes de que haya conseguido regresar
al interior de la estación. Otra idea de cierto ingenio es la escena del
descubrimiento de que “Calvin” está escondido debajo de la ropa de Hugh y
abrazado, precisamente, a una de sus piernas insensibles, de ahí que ni tan
siquiera el propio Hugh se haya dado cuenta de ello. Y el final, si bien
artificioso y hasta cierto punto previsible, cuanto menos es eficaz, logrando
rehuir con destreza la convención del “final feliz”.
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