[ADVERTENCIA: EN LOS SIGUIENTES ARTÍCULOS SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE
ESTOS FILMS.] El viajante (Forushande, 2016). No cuesta demasiado hallar
determinados paralelismos entre El
viajante, el más reciente film del cineasta iraní Asghar Farhadi, y Prisioneros (Prisoners, 2013), la
magnífica película del no menos excelente realizador canadiense Denis
Villeneuve. Si, en esta última, teníamos a un padre de familia que, convencido
de que un joven retrasado mental y vecino de su barriada, era el responsable de
la desaparición de su hija, decidiendo –como suele decirse– “tomarse la
justicia por su mano”, algo bastante parecido le ocurre a Emad (Shahab
Hosseini), el protagonista masculino de El
viajante. En los dos casos, si bien en diferentes circunstancias, las
acciones vindicativas de ambos personajes terminarán inesperada y
dramáticamente.
Emad y su esposa Rana (Taraneh Alidoosti)
son un matrimonio iraní que, obligados a abandonar su domicilio, se alojan
temporalmente en un apartamento de alquiler que les proporciona un amigo. Emad
trabaja como profesor de literatura en un instituto de enseñanza secundaria, y
por las noches, él y Rana colaboran en un teatro amateur que, en esos momentos, está ofreciendo un montaje de La muerte de un viajante, de Arthur
Miller, protagonizado por ambos. Una noche, Rana regresa a casa sin su marido. Confiada
de que Emad es la persona que llama al timbre un momento antes de que ella vaya
a darse una ducha, la mujer deja la puerta del apartamento abierta. Cuando Emad
llega a casa, la encuentra vacía. Rana ha sido llevada al hospital por los
vecinos, quienes la han hallado inconsciente en la bañera, con un golpe en la
cabeza, propinado por un desconocido que ha entrado en su domicilio. Aunque la
lesión de Rana no reviste gravedad, a partir de ese momento Emad dedica sus
esfuerzos a intentar localizar al agresor y hacérselo pagar.
Como ya ocurría en la luego comentada Nader y Simin, una separación –lamento no
haber visto todavía A propósito de Elly
(Dasbareye Elly, 2009) y El pasado
(Le passé, 2013) en el momento de escribir estas líneas–, El viajante vuelve a hacer gala del talento de Farhadi para expresar
de manera metafórica ideas, pensamientos y sentimientos de sus personajes,
haciéndolo con un estilo formalmente realista que, a pesar de ello, logra transmitir
esas metáforas no ya sin hacerlas obvias sino, por el contrario,
extraordinariamente sutiles. Desde el principio del relato, todo lo que rodea a
la pareja protagonista, Emad y Rana, son signos de destrucción. En la primera
secuencia, ambos y el resto de los vecinos del edificio de viviendas donde
viven tienen que salir a toda prisa del mismo, como consecuencia de un urgente
aviso de peligro de derrumbamiento. Pasado el susto inicial, más tarde se ven
forzados a recoger sus principales cosas e instalarse en un apartamento que les
proporciona Babak (Babak Karimi), un amigo de su compañía teatral. El paisaje
que se abre ante ellos es desolador: el apartamento perteneció –explica Babak–
a una anterior inquilina suya que dejó la mayoría de sus cosas en un cuarto
trastero, una mujer sobre la que no tardará en recaer la sospecha de que usaba
el piso para ejercer allí la prostitución. Mientras no se instalan
adecuadamente, las cosas y efectos de la pareja se acumulan en el apartamento,
como si fueran los restos de un naufragio. Para colmo de males, tras la
agresión de Rana, la mujer se siente tan asustada por lo sufrido que se niega a
quedarse sola en el piso, exigiéndole a su marido que no vaya a trabajar durante
unos días para hacerle compañía, y llegando a proponerle, incluso, acompañarle
al instituto por la misma razón. Ni siquiera es capaz de volver a entrar en el
cuarto de baño donde la golpearon para darse una ducha.
El ataque a Rana repercute gravemente
en la vida de la pareja a todos los niveles. Emad explica que, a raíz de lo
ocurrido, su mujer se asusta cuando, por las noches, él intenta “tocarla”. Además, pende la sospecha de
que el agresor de Rana también la violó, a pesar de que la protagonista lo
niega, si bien tampoco lo recuerda con claridad, y ni tan siquiera es capaz de describir
a su atacante. Tratando de sobreponerse, Rana acude la primera noche al teatro,
a fin de representar su papel en el montaje de La muerte de un viajante, pero a media función es incapaz de
continuar, obligando a la compañía a suspender la representación. Por su parte, los nervios, la
tensión y la inquietud de no saber exactamente qué ha ocurrido también le pasan
factura a Emad: agotado psicológicamente y sin poder descansar con
tranquilidad, se duerme en una de sus clases, momento que aprovechan sus jóvenes
alumnos para gastarle una broma haciéndose fotos selfies con sus móviles; y cuando, al despertar, exige a uno de sus
alumnos que le deje su móvil para borrar esas fotos incómodas, acaba humillando
accidentalmente al muchacho. En otro momento, Emad y Rana cenan con el pequeño
hijo de una compañera de la compañía teatral, en una espléndida secuencia que
sugiere, por un lado, el peso que la ausencia de hijos propios tiene en la
pareja protagonista. Pero, por otra parte, la secuencia deja claro que en el
fondo de Emad late un odio feroz e irracional, un sentimiento de venganza
visceral que nada sabe de razón y lógica: apenas han empezado a cenar, cuando
Emad descubre que Rana ha comprado los ingredientes para esa comida con el
dinero que se dejó en el apartamento el agresor, Emad reacciona con
resentimiento, tirando la comida a la basura.
Todo esto lo explica Farhadi con el
mismo estilo, aparentemente sencillo y en el fondo muy elaborado, desarrollado
previamente en la no menos magnífica Nader
y Simin, una separación. En esta ocasión, se vale de los entresijos del
modesto montaje teatral de La muerte de
un viajante donde trabajan los protagonistas para establecer un elegante
paralelismo entre la trama de la obra de Miller y las vivencias personales de
sus personajes. Puede afirmarse que, en cierto sentido, el proceso de “degeneración”
moral y ética de Emad, que le llevará, como hemos apuntado, a “tomarse la
justicia por su mano”, haciendo gala de una dureza y crueldad que probablemente
ni él mismo creía ser capaz de albergar en su interior, guarda un paralelo con
el proceso de “degeneración” que sufre Willy Loman, el protagonista de La muerte de un viajante, en la ficción
creada por Miller. Yendo más lejos, la escena en la que, siguiendo la trama de
la obra de teatro, vemos a Emad interpretando al difunto Loman y metido en el
ataúd en la escena final de la pieza de Miller, podemos interpretarla como una
representación metafórica de la “muerte”, simbólica, del propio Emad, o por lo
menos, la “muerte” de su humanidad: de su integridad como ser humano.
El viajante culmina
en una larga secuencia, desarrollada en dos bloques –y no por casualidad– en el
antiguo apartamento de Emad y Rana, a donde el primero habrá conseguido llevar,
mediante una hábil estratagema, a una persona que puede ayudarle a identificar
al agresor de su esposa… y que, al final, acaba confesándose el culpable
de esa agresión: el viejo Naser, encarnado por un extraordinario Farid Sajjadi
Hosseini. Lo relevante de esta secuencia, bellísima, no reside tanto en la
revelación de la identidad del agresor de Rana sino, sobre todo, en el
descubrimiento de los turbulentos sentimientos escondidos, o reprimidos, de
Emad. Tanto es así que la mismísima Rana, presente en la culminación del despiadado
interrogatorio al que Emad somete a Naser, le insiste a su marido de que le
deje marchar: el miedo que sentía hacia su agresor ha desaparecido… para dejar
paso al miedo que le produce ahora su hasta hace poco civilizado marido. El
cierre de El viajante vuelve a ser
significativo: Emad y Rana, cara a cara en el camerino, todavía luciendo los
maquillajes de la obra que acaban de representar en el escenario: maquillajes
que se convierten, ahora, en simbólicas máscaras que expresan, paradójicamente, sus lados más oscuros, los verdaderos rostros que se habían estado ocultando el
uno al otro durante todo su matrimonio.
Nader
y Simin, una separación (Jodaeiye Nader az Simin, 2011). El visionado de Nader y Simin,
una separación con motivo de su edición en DVD me supuso en su momento una
agradable sorpresa. Si bien este film no me parece, ni de lejos, la obra
maestra que se ha proclamado, no es menos cierto que se trata de un trabajo
extremadamente sólido y harto interesante, cuyos méritos van más allá del
consabido “prestigio de festival” y de la atracción –muchas veces, tendenciosa–
hacia el cine “exótico”. Nader y Simin,
una separación es la palpable demostración de que, en cine, la
universalidad del arte no depende tanto (más bien poco) de conceptos teóricos
como, sobre todo, de la honestidad y franqueza de la labor creativa tras las
cámaras, que es lo que realmente trasciende las barreras sociales, políticas,
geográficas y culturales de cualquier cinematografía y permite que una película
como esta “toque” con limpieza a cualquier espectador de cualquier otra parte
del mundo, sin necesidad de explicaciones previas, adoctrinamientos,
dogmatismos y posicionamientos estériles en torno
al-cine-que-hay-que-ver-y-el-cine-que-no-hay-que-ver, propios de mentalidades
supuestamente progresistas y que no hacen sino difundir una estrechez de miras
estilo Politburó.
A diferencia de otras propuestas
“festivaleras”, Nader y Simin, una
separación sabe conciliar muy bien sus contenidos críticos y de denuncia de
una determinada realidad cotidiana del Irán de hoy con una formulación fílmica
atractiva y poderosa que le confiere toda su fuerza, y además, alcance
universal. Un buen ejemplo lo tenemos en el arranque del relato, ese plano
medio abierto (casi plano americano) en el cual vemos a Nader (Peyman Moadi) y
Simin (Leila Hatami), sentados y mirando hacia la cámara, y dirigiéndose hacia
un interlocutor que ocupa la posición de la cámara; adivinamos, en función del
diálogo, que ambos se dirigen hacia un juez y con un motivo muy claro: Simin ha
conseguido un visado para salir del país y trabajar en el extranjero, pero no
puede abandonar Irán sin el consentimiento de su esposo, quien se opone a esa
aventura laboral, de ahí que la mujer haya optado por presentarse ante la
autoridad judicial para conseguir el divorcio de Nader; tras un largo tira y
afloja, Simin se ve obligada a desistir de su idea de divorciarse porque el
juez considera que los motivos que alega para hacerlo no son lo suficientemente
graves como para declarar ese divorcio según la legislación vigente en Irán. Este
arranque ya resulta notable por su claridad expositiva del conflicto entre
ambos personajes y por su capacidad de sugerencia: el juez, siempre fuera de
campo, se convierte así en una abstracción que, por descontado, puede
interpretarse como un símbolo de la
Ley con mayúsculas, fría e impersonal (una Ley sin rostro
humano), que rige las vidas de las personas, tanto da que sean iraníes como de
cualquier otro lugar del planeta; es, además, un buen anticipo del conflicto
dramático que se producirá más adelante, y que dará pie a una ácida digresión
en torno a la impotencia de las leyes para solucionar satisfactoriamente los
problemas de la gente.
La imposibilidad de ese divorcio
tendrá consecuencias para Nader y Simin: esta última se separa de hecho de su
marido y regresa al domicilio de sus padres, dejando a Nader en el piso
conyugal, donde seguirá viviendo junto a su hija adolescente Termeh –Sarina
Farhadi, hija del realizador y de la también cineasta Parisa Bakhtavar–, y su
anciano padre (Ali-Ashgar Shahbazi), que sufre Alzheimer y requiere una
atención constante. El cuidado del progenitor, que hasta entonces corría a
cargo de Simin, obliga a Nader a buscar a alguien que se haga cargo del mismo
durante las horas en las cuales él y Termeh estén ausentes del hogar por
motivos laborales y de estudios. La elegida es Razieh (Sareh Bayat), una mujer
humilde que acepta el empleo y acude cada día al domicilio de Nader acompañada
de su pequeña hija Somayeh (Kimia Hosseini). A los pocos días, estalla el
conflicto: Nader y Termeh regresan a casa y se encuentran al anciano solo, en
el suelo y con una mano atada a la cama; al poco, Razieh y Somayeh se presentan
en el lugar, y la primera ofrece como única explicación para haber atado y
abandonado al padre de Nader una urgente necesidad de salir del piso; Nader,
furioso, echa a la mujer de la casa. Pero la cosa no termina ahí: Razieh
denuncia a Nader a la policía, acusándole de haberla empujado por las escaleras
y que, como consecuencia de ello, ha abortado el bebé que estaba gestando desde
hacía poco más de cuatro meses; el esposo de Razieh, Hodjat (Shahab Hosseini),
intenta agredir a Nader en el hospital donde Razieh está internada y a donde
Nader ha acudido en compañía de Simin para interesarse por Razieh. Ahora, sobre
la cabeza de Nader pende una acusación de homicidio y una posible pena de
cárcel de entre uno y tres años, dado que, según la ley iraní, el feto estaba
lo suficientemente desarrollado como para ser considerado una persona viable
(sic).
Si esta intriga, en sí misma
considerada, ya resulta atractiva, todavía lo es mucho más su inteligente
visualización. Asghar Farhadi logra un tono cotidiano cercano a los modos del
documental, pero manteniendo al mismo tiempo una considerable elegancia formal
que logra eludir los tics de la cámara en mano y el feísmo “natural” típico de
cierto esteticismo sucio muy
ponderado dentro del cine de bajo presupuesto. Al mismo tiempo, crea una
interesante interacción entre lo que se muestra directamente y lo que se
sugiere indirectamente, por medio de una puesta en escena que juega con
habilidad el empleo del fuera de campo, y lo hace de tal manera que lo que no
se ve, es decir, lo que la cámara no muestra acaba siendo tanto o más
importante que lo que muestra. Un ejemplo muy concreto lo tenemos en la
secuencia en la cual Razieh se da cuenta de que el senil padre de Nader ha
salido solo a la calle; la mujer corre a buscarlo, y le encuentra enfrente del
edificio donde está la vivienda, intentando comprar un periódico tal y como
tenía por costumbre cuando todavía conservaba la lucidez; para recogerle,
Razieh debe atravesar una calzada atestada de coches que circulan a toda
velocidad…; Asghar Farhadi “corta” aquí la secuencia, cuyo final será explicado
a través de los diálogos, y de lo cual se extraerá una información fundamental
para el desarrollo de la trama.
Este ejemplo es sintomático del tono
general de una película en la cual lo que se dice, y sobre todo lo que se
calla, configura las líneas maestras de un drama cuya resolución satisfactoria
para todas las partes en él deviene imposible por culpa de la rigidez del
procedimiento judicial y del interés personal de los implicados por “arreglar”
la verdad sobre lo ocurrido en su propio beneficio. Todos los personajes están,
de un modo u otro, condicionados por sus delicadas circunstancias particulares
y por la ocultación de sus verdaderos sentimientos: Nader, por su negativa a
admitir que sabía que Razieh estaba embarazada (información clave que puede
determinar su condena a prisión); Simin, por sus dudas a la hora de creerse al
hombre del cual se ha separado; Termeh, porque sospecha que su padre no dice la
verdad y sabe que con su testimonio puede perjudicarle; Razieh, porque aceptó
el trabajo en casa de Nader a espaldas de su marido y no le ha contado que ató
al anciano a la cama para poder ir a visitar a un médico; y Hodjat, porque
arrastra una considerable carga de furia por culpa del desempleo y desea
“culpabilizar” de un modo u otro a Nader de sus desgracias. Más allá de algunas
reiteraciones, que lastran el desarrollo del relato y diluyen un poco su
intensidad, Nader y Simin, una separación
es un excelente film.
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