[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Lo decía hace poco
en mi comentario de Life (Vida) (1), y ahora lo reitero: no haber visto
las películas de un director inmediatamente anteriores a las que estás
comentando, caso de Life (Vida), o no
haber visto el film que precede al que vas a comentar, el cual además es una
secuela, pues tal es el caso de John
Wick: Pacto de sangre (John Wick: Chapter 2, 2017), tiene a su vez ventajas
e inconvenientes: la posibilidad de arrojar sobre la película en cuestión una
mirada “limpia”, pero también la de cometer graves errores de apreciación si
hay una estrecha relación y/ o coherencia entre los films de ese realizador, o
entre la película que antecede a la que comentas, algo más que probable aquí al
tratarse, como digo, de una continuación. Como es bien sabido, John Wick: Pacto de sangre es la secuela
de John Wick (Otro día para matar)
(John Wick, 2014), dirigida por Chad Stahelski y, de forma no acreditada,
codirigida por David Leitch. Pese a que el primer John Wick tuvo bastante éxito con motivo de su estreno en los Estados
Unidos, así como una buena acogida crítica, se trata de un film relativamente poco
conocido en España, donde no se estrenó en cines y parece ser que fue objeto de
un fantasmagórico pase televisivo en la primera cadena de RTVE. En el momento
de escribir estas líneas, todavía no se me ha presentado la ocasión de verlo.
Por
referencias, sé que John Wick (Otro día
para matar) giraba alrededor del asesino a sueldo homónimo encarnado por
Keanu Reeves, y de su sangrienta venganza contra una banda de mafiosos rusos
que, previamente, han asesinado a… su perro, le han robado su coche y le han
dejado por muerto, tras propinarle una brutal paliza. Salvando las distancias
(no muchas), al igual que el protagonista de Sin perdón (Unforgiven, 1992,
Clint Eastwood, Wick es un sicario retirado gracias al amor de su esposa Helen
(Bridget Moynahan), fallecida víctima del cáncer, que volvía a retomar su
antiguo “oficio” para ajustar cuentas con sus agresores. Sabiendo esto, el
largo segmento inicial de John Wick:
Pacto de sangre que precede a los títulos de crédito tiene más sentido si
se conocen esos datos: Wick se presenta en el cubil de otro mafioso ruso, Abram
Tarasov (Peter Stormare), hermano del capo de la banda a la que se enfrentó en
la primera película y, a sangre y fuego, recupera el famoso coche robado (si
bien destrozándolo durante el proceso), para al final celebrar un brindis
regado con vodka con Abram Tarasov a fin de indicarle de que, por fin, están “en paz”. Asimismo, se comprenden mejor
los subrepticios –y algo torpes– flashbacks
que, a modo de breves flashes,
rememoran la pasada felicidad de Wick con su difunta esposa (también la vemos, brevemente,
agonizando en su lecho en un hospital); y que, a modo de irónico guiño al
primer film, Wick tenga un nuevo perro. La película no tarda en entrar en
materia: otro mafioso, este italiano, Santino D’Antonio (Riccardo Scamarcio),
se presenta en la vivienda de Wick y le exige el cumplimiento de un pacto de
sangre, un solemne juramento –certificado en la huella dactilar hecha con
sangre por el propio Wick que Santino lleva consigo en un lujoso camafeo de
oro–, en virtud del cual el protagonista deberá cumplir, inexorablemente,
aquello que el mafioso le pida, pues este le ayudó en el pasado a conseguir la
lujosa casa en la que ahora vive. El “favor” consiste en que Wick elimine a su
hermana, la asimismo jefa mafiosa Gianna D’Antonio (Claudia Gerini), para que,
de este modo, Santino pueda ampliar su imperio criminal; Wick se niega,
alegando que está retirado del “oficio”; contrariado, Santino incendia la
vivienda del protagonista y casi acaba con él; Wick accede a cumplir el
siniestro encargo de Santino, si bien resulta obvio que se vengará por haberle
quemado su casa…
A
falta de haber visto John Wick (Otro día
para matar), de la que no son pocos quienes hablan muy bien, lo cierto es
que, en sus líneas generales, John Wick:
Pacto de sangre llama la atención, lamentablemente, por la vulgaridad de su
puesta en escena. No es un mal film; de hecho, tiene algunos momentos muy
brillantes. Pero pesan en contra del resultado, en primer lugar, un guion harto
convencional y, a ratos, en el borde mismo del ridículo. De entrada, el aura
mítico-mitológica (de baratillo) que rodea al protagonista resulta harto
molesta, por artificiosa; puede que esto estuviera mejor planteado y resuelto,
insisto, en la primera parte de las aventuras del personaje, pero no es el
caso. Tampoco ayuda demasiado la enésima no-interpretación de Keanu Reeves, que
“compone” (es un decir) un arquetipo que se diría vagamente inspirado (y van…)
en los delincuentes taciturnos y solitarios de Jean-Pierre Melville, pero aquí
más próximo a un zombi que a un personaje con consistencia; y si lo que se
pretendía era eso, mostrarnos a Wick como una especie de “muerto viviente” que
ya no le encuentra sentido ni a la vida ni a su profesión de matarife a sueldo
desde que perdió a su amada esposa, eso no está en absoluto conseguido; sobre
todo, teniendo en cuenta que no casa para nada con el feroz instinto de
supervivencia del personaje. John Wick:
Pacto de sangre parece en demasiadas ocasiones un cómic, pero en el peor y
más estereotipado sentido de la expresión (huelga decir a estas alturas que
cómic y buen cine no son incompatibles), pues estereotipados son su
protagonista y todo el resto de personajes.
Por
otro lado, y dejando al margen la resolución de las escenas de acción –todas
excelentes y, sin duda, lo que justifica el visionado de la película–, la
realización de Chad Stahelski chirría por todos lados. Paradójicamente, uno de
los mayores aciertos, la espléndida fotografía firmada por Dan Laustsen –a
quien se le deben trabajos cromáticos tan interesantes como los llevados a cabo
para Silent Hill (ídem, 2006,
Christophe Gans) y La cumbre escarlata
(Crimson Peak, 2015, Guillermo del Toro) (2)–,
es, asimismo, un reflejo fiel de las limitaciones del film. Por un lado, le
confiere un notable atractivo visual, patente sobre todo en las mencionadas
escenas de acción; pero, por otra parte, impregna a la película de un
esteticismo visual harto pretencioso que no termina de casar bien con el
trasfondo tópico y superficial de la función. Puede tener su gracia que, al
principio del film, Stahelski ponga en relación el estrépito de una persecución
automovilística nocturna desatada por Wick, y que dicho efecto sonoro se
superponga sobre la fachada de un edificio donde se proyecta una escena de El moderno Sherlock Holmes (Sherlock
Jr., 1924, Buster Keaton), pero resulta, a la postre, tan gratuito como el
conjunto del relato. Un ejemplo sintomático es la secuencia del asesinato de
Gianna D’Antonio a manos de Wick: el indestructible sicario logra introducirse
en el cubil de la mafiosa, sorprendiéndola a solas y sin protección; Gianna, que
se sabe muerta nada más ver a Wick, se desnuda y se mete en una pequeña
piscina, donde en presencia de Wick se corta las venas, en un gesto postrero de
reafirmación personal consentido por el protagonista, quien se limita a
rematarla de un disparo en la cabeza: el gesto de Gianna, aunque significativo
de la psicología del personaje, ni emociona, ni conmueve, ni perturba, por más
que Stahelski lo adorne con “artísticos” planos generales en semipicado
destinados a mostrarnos cómo la sangre de la mujer va tiñendo de rojo la
piscina.
Queda,
como digo, la energía de la mayoría de las escenas de acción (y tampoco todas);
y, teniendo en cuenta que abundan a lo largo del metraje, es lo que impide que John Wick: Pacto de sangre no solo no
acabe de ser un desastre absoluto sino, al menos, una estimable pieza dentro del
actual cine de acción. Con la ayuda inestimable, vuelto a repetir, del director
de fotografía Dan Laustsen, brillan a gran altura secuencias como la del
tiroteo en el interior de las catacumbas romanas iluminadas en tonos azulados y
verdosos (por más que Stahelski haga lo que pueda para estropear la secuencia
mediante insertos en paralelo del concierto de rock que se celebra en el
exterior de las mismas); la posterior pelea, cuerpo a cuerpo y en los
callejones de Roma, entre Wick y Cassian (Common), el fiel guardaespaldas de
Gianna; ese momento, muy divertido –este sí–, en el que Wick y Cassian se
disparan “disimuladamente” en los pasillos del metro usando unas pistolas con
silenciador tan discretas… que nadie a su alrededor se da cuenta de lo que
ocurre; o la espectacular pelea en el museo, tan bien coreografiada y filmada
como lo antes mencionado, y que incluye un fragmento en una sala de espejos
que, es cierto, evoca el clímax de Operación
dragón (Enter the Dragon, 1973, Robert Clouse), dicho sea con permiso del
Orson Welles de La dama de Shanghai (The
Lady from Shanghai, 1947) y del auténtico creador de esta idea, el Charles
Chaplin de El circo (The Circus,
1928). John Wick: Pacto de sangre
deja la puerta abierta a una tercera parte, por más que a uno, a nivel
particular, no le interese cuál podrá ser el destino de su antipático protagonista.
Si se quiere ver un film de acción protagonizado por un antihéroe atípico y
extraño, recomiendo la recuperación de El
contable (The Accountant, 2016, Gavin O’Connor) (3), el thriller norteamericano
más injustamente infravalorado de estos últimos años.
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