[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Los puntos de
conexión entre Blade Runner 2049
(ídem, 2017) y Blade Runner (ídem,
1982) son evidentes. La película dirigida por Denis Villeneuve y producida por
Ridley Scott desarrolla y en algunos casos complementa muchas de las ideas y
sugerencias del film original realizado por Scott aprovechando, de paso,
apuntes que parecen sacados de la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, inspiración de la
primera película. Blade Runner
transcurría, recordemos, en el Los Ángeles del año 2019; su secuela, como su
propio título indica, treinta años después. El dato no es ocioso: en esas tres
décadas los replicantes han evolucionado, dejando de ser los esclavos
sediciosos de antaño para convertirse en fieles servidores del sistema de
represión social. Ahora hay replicantes que trabajan –o son forzados a
trabajar– como cazadores de otros replicantes: como blade runners. Uno de ellos es el protagonista de este film: el
agente K, a cargo del lacónico –que no mal actor– Ryan Gosling. Esto último,
que nadie se asuste, no es la sorpresa final de la película; antes al
contrario, se revela en la primera –y excelente– secuencia en la que K
“retira”, a golpe de pistola, a un replicante rebelde, Sapper Morton (Dave
Bautista), no sin antes enzarzarse en una brutal pelea cuerpo a cuerpo con este
último: es evidente que los golpes que recibe K por parte de su fornido rival
son necesariamente mortales para cualquier ser humano normal y corriente, pero
no para un replicante de fortaleza sobrehumana. Que el nuevo blade runner sea de entrada un
replicante puede entenderse como un guiño a la vieja teoría, abonada por el
propio Scott, de que el protagonista de la primera película y estrella invitada
de esta segunda, el blade runner Rick
Deckard (Harrison Ford) también era, en realidad, un replicante.
Treinta
años después, la opinión que las personas tienen acerca de los replicantes no
ha mejorado. K recibe los insultos de los vecinos del bloque de apartamentos
donde vive, quienes entre otras cosas le llaman –como en la primera película– “pellejudo”. Pero, a diferencia de
Deckard, K no vive solo, aunque lo que tiene en su casa es una especie de simulacro de compañía: una chica llamada
Joi (Ana de Armas), que no es sino una inteligencia artificial que proyecta un
holograma tridimensional y a la que, en un momento dado, K le añade una
actualización que permite a la muchacha “experimentar” algo parecido al sentido
del tacto sobre su cuerpo translúcido, aunque tan solo sean las gotas de lluvia
sobre su cuerpo. La idea guarda vagos ecos de la novela de Dick, en la cual Deckard
no vive completamente solo, sino acompañado por una oveja sintética que espera
poder cambiar más adelante por un animal más sofisticado. Por otro lado, si en
el primer film teníamos a Tyrell (Joe Turkel), ese dios miope de grandes gafas
de aumento incapaz de solidarizarse con los sentimientos de los replicantes a
los que ha creado, en esta ocasión la divinidad humana creadora de una nueva
generación de replicantes, Niander Wallace (Jared Leto), es directamente un
ciego, no ya insensible sino inhumano: basta con ver qué hace con la replicante
femenina (Sallie Harmsen) recién “nacida” que acaba de crear, y a la que
asesina cruelmente apenas recién nacida porque no cumple con sus expectativas…
No
cuesta ver en algunas secuencias de Blade
Runner 2049 equivalencias más o menos directas de otras homólogas de Blade Runner. Primero están, por
descontado, las referencias obvias: planos generales aéreos y panorámicas sobre
el futurista Los Ángeles y, sobre todo, encuadres de edificios y calles
abigarrados y llenos de neones y fantasiosas publicidades tridimensionales, que
evocan la escenografía del clásico de Scott, si bien hay que decir en descargo
de Villeneuve que en ningún momento abusa de esas imágenes y las resuelve con
sentido de la funcionalidad. A ello hay que añadir la presencia subrepticia de
personajes de la primera película que reaparecen en esta segunda, no solo
Deckard, sino también el ahora agente de policía retirado Gaff (Edward James
Olmos) –el cual, cómo no, sigue haciendo papiroflexia con pequeños trozos de
papel– y… la replicante Rachael, eternamente joven gracias a una combinación de
la voz y las expresiones de la actriz Sean Young, el cuerpo de la actriz Loren
Peta y el CGI. Por no hablar de una secuencia final que guarda claras
concomitancias con la muerte del replicante Batty (Rutger Hauer) en el primer
film.
Otras
referencias, en cambio, no son tan evidentes. Por ejemplo, las escenas en las
que el agente K se somete a una especie de interrogatorio automatizado en una
habitación aislada, destinado a asegurarse de que sigue siendo fiel a su
cometido policial y que seguirá obedeciendo las órdenes de sus superiores sin
rechistar, guardan ecos de las escenas del primer film en las cuales salía a
relucir el famoso test de Voight-Kampff, para diferenciar a los replicantes de
los humanos. Como prueba de ADN, conforme a la cual ha “retirado” con éxito a
Morton, el replicante ilegal, K le arranca un ojo y se lo lleva a comisaría:
recordemos la importancia que tenían los ojos –y, con ellos, la mirada– en el
primer Blade Runner, que precisamente
incluía en su secuencia de apertura un misterioso primer plano de un ojo en
cuya pupila se reflejaba una panorámica aérea de la ciudad de Los Ángeles: Blade Runner 2049 principia con otro
primer plano de un ojo, en este caso de K, dormido dentro del coche volador que
le conduce hacia el refugio de Morton y que se abre, cuando se despierta, nada
más llegar a su destino.
Lo
menos interesante de Blade Runner 2049
reside en esa (previsible) devoción hacia la obra maestra de Scott, ante la
cual el film de Villeneuve parece rendirse, a simple vista, sin tan siquiera
presentar batalla (aunque luego veremos que eso no es del todo cierto). A ello
hay que añadir el que, sin duda alguna, es el gran defecto de esta película, y
lo que impide que vaya más allá de lo que inicialmente promete: su exceso de
metraje. 164 minutos, créditos incluidos, son demasiados para narrar lo que el
film narra, y hay muchos momentos –cf. entre ellos, el primer encuentro en el
casino abandonado, que no tarda en derivar en pelea, entre K y Deckard– en los
que resulta evidente que era necesario coger las tijeras y recortar. Todo eso con
independencia de que el ritmo lento, a ratos moroso, de la función sea en la
mayoría de las ocasiones fascinante; y aquí no me refiero solamente al
inestimable apoyo que prestan a sus imágenes los valores de producción de la
película, pues indudablemente los tiene –la fotografía de Roger Deakins y el
diseño de producción de Dennis Gassner son extraordinarios–, sino a algo
todavía más soterrado, más profundo. Me refiero a que, mal que pese, guste o
no, y por más que la haya producido y probablemente supervisado de cerca, Blade Runner 2049 no es una película “de”,
o tan solo “de” Ridley Scott, sino también y, sobre todo, de Denis Villeneuve,
un realizador al que se le puede acusar de cualquier cosa, menos de impersonal
y acomodaticio.
Es
posible que, a la hora de la verdad, el director de tres de las mejores
películas de estos últimos años, Enemy
(ídem, 2013), Sicario (ídem, 2015) y La llegada (Arrival, 2016), haya tenido
que plegarse a más condicionantes de producción de los que haya podido tener
hasta la fecha –Blade Runner 2049 es
un film de 150 millones de dólares–, pero lo cierto es que su película no es
una mera continuación complaciente de Blade
Runner, o lo es menos de lo que uno pueda esperar más allá de las
concesiones y guiños mencionados líneas arriba. La verdad es que, en la
práctica, no se lo pone fácil al espectador, o no tanto como pueda parecer.
Está, de entrada, la ya mencionada cuestión de su extenso metraje, que corrige
y aumenta una de las críticas que, no lo olvidemos, se le echaron en cara a Blade Runner cuando se estrenó en 1982: la
de ser “demasiado lenta” y con “poca acción”. Desde este punto de vista, es
coherente que la adaptación a los tiempos actuales llevada a cabo por
Villeneuve, y sea idea suya o no, pase por reproducir y poner al día la
sensación que produjo en mucha gente la película original, que ahora es
venerada prácticamente sin excepción pero que en el momento de su estreno no lo
fue tanto como ahora nos parece; sobre todo, maticemos, como ahora les parece a
quienes la “descubrieron” muchos años después de su estreno, convertida ya –por
más que fuera con merecimiento– en un objeto de culto a adorar sin
cuestionárselo.
Lo
dicho no obsta para que haya que reconocer que otro importante defecto de esta,
a pesar de todo, interesante y a ratos apasionante película de Denis Villeneuve
reside en ciertos cabos sueltos del guion que quedan, literalmente, en el aire,
acaso de cara a una tercera película que, a causa del mediano éxito comercial
de esta segunda, quizá ya no lleguemos a ver, si bien todavía es pronto para
decirlo. Pienso, sobre todo, en lo relacionado con el personaje de Niander
Wallace, que desaparece sin dejar rastro en la resolución de la trama; o lo que
se refiere a la rebelión de replicantes liderados por Freysa (Hiam Abbas),
hartos de la tiranía que la humanidad ejerce sobre ellos. Son defectos que, sin
duda, contribuyen a estropear el resultado, aunque a mi entender no por
completo.
Pese
a todo, hay que decir, de entrada, que Blade
Runner 2049 es bastante diferente del primer Blade Runner en lo que se refiere a su planteamiento. Ya hemos
apuntado el renovado papel dado a los replicantes, convertidos como K en los
nuevos blade runners encargados de
“retirar” a sus hermanos cibernéticos. A ello podemos añadir la cuestión, que
se plantea sobre todo aquí, de si los replicantes pueden tener algo parecido a
un alma. Enigma que pivota alrededor de una de las preguntas clave de la trama:
si el agente K es o no el hijo abandonado de la primera mujer replicante que ha
podido dar a luz en la historia del mundo; yendo más lejos, se plantea la
posibilidad de que K no sea sino el hijo “imposible” milagrosamente nacido de
la unión entre Deckard y Rachael tras su huida de Los Ángeles en 2019. La
identidad y las confusiones en torno a la misma, por cierto, se encuentran muy
presentes en el cine de Villeneuve: recordemos de nuevo Enemy, Sicario, La llegada o Prisioneros (Prisoners, 2013).
Dicha
cuestión no atañe solamente a K. Dos de los principales personajes femeninos,
asimismo artificiales, le dan vueltas al asunto. Está por un lado la ya
mencionada compañera holográfica de K, Joi, la cual da muestras inequívocas de
estar enamorada del protagonista, y que –en la que sin duda es una de las mejores,
más hermosas y fantastiques secuencias
de toda la película– llega al extremo de llevar a cabo una audaz maniobra para
complacer sexualmente a su compañero: solicitar los servicios de una prostituta
replicante Mariette (Mackenzie Davis), a fin de superponer su imagen
holográfica sobre la imagen real de esta última, y de este modo, hacer físicamente el amor con K. También está,
por otra parte, la violenta ayudante replicante de Niander Wallace, Luv (Sylvia
Hoeks), que aun siendo un fiel sicario de su amo no puede evitar, en ciertos
momentos, derramar alguna que otra lágrima cuando algo o alguien le recuerda su
condición de criatura artificial, de máquina cuyas emociones y sentimientos son
–se supone– meras imitaciones, perfectas, pero imitaciones, a fin de cuentas, de
los seres humanos. Luv es una esclava con mala conciencia de serlo.
Blade Runner 2049
es una de esas películas, cada vez más raras de ver, en las que cada secuencia
empieza y termina en sí misma considerada, prácticamente con independencia de
su pertenencia a un relato mayor. Comprendo que, bajo este punto de vista,
puede interpretarse que es un film “mal contado”; no es así, sino que en
realidad está tan solo contado de otra manera; y, además, este tipo de
“narración fragmentada” (pero narración, a fin de cuentas), es asimismo muy
característica de Villeneuve: recordemos, sin ir más lejos, el clímax dramático
de Sicario centrado no en el
personaje de la protagonista encarnada por Emily Blunt, sino en el interpretado
por Benicio del Toro, prácticamente otra película, o “mini-película”, dentro de
la película principal. Además, este tipo de narración encaja bien con la
evolución del personaje de K, un blade
runner replicante que, poco a poco, va poniendo en cuestión la aparente
realidad de su situación personal y de su entorno, y que va viendo cómo el
sentido de su existencia va cambiando paulatinamente; en cierto sentido, cada
secuencia centrada en el protagonista es una experiencia de vida que empieza y
termina y, por tanto, “cerrada” en sí misma considerada.
También
resulta interesante el uso de la luz, del color y de las texturas a lo largo
del relato, que van variando en función de determinadas necesidades narrativas
y expresivas de la trama y, ¿por qué no?, en virtud de intuiciones poéticas
difícilmente describibles (algo, asimismo, y de nuevo, nada raro en la
filmografía de Villeneuve). La ya mencionada primera secuencia, la conversación
y posterior pelea de K y Morton en la humilde vivienda de este último situada
en las afueras de la ciudad, transcurre a medio camino entre la oscuridad y la
penumbra, solo rotas por la escasa luz que entra por las ventanas: al principio
de la trama, el agente K vive todavía en la “oscuridad” del cumplimiento del
deber para el cual ha sido programado o creado. Es magnífico, en esta misma
primera secuencia, el plano que muestra una pared de la casa progresivamente
rota, hasta destrozarse por completo, como consecuencia de los brutales golpes
y empujones que Morton asesta a K, indicativo –como ya hemos señalado– de la
condición de replicante de K y, si se quiere, simbólicamente representativo de
que K va a “romper”, de forma inconsciente, el misterio que rodea a su pasado.
Las
calles de la ciudad por donde pasea K de regreso a su casa, cubiertas de
neblina, o la terraza del bloque de apartamentos donde vive el protagonista –el
mismo lugar, bajo la lluvia, en el que Joi y él vivirán un idílico momento de
felicidad mientras prueban la “actualización táctil” incorporada a la chica
holográfica–, van más allá de sus referencias a la estética “modelo Blade Runner” a la que se remiten,
expresando, también, la soledad, el aislamiento y la tristeza de la existencia
de su protagonista, odiado por los humanos porque no es humano, odiado por los
replicantes porque “retira” a otros replicantes, y que ama y es amado por la
única mujer en el mundo a la que nunca podrá –físicamente– poseer. En cambio,
las luces claras y los colores pálidos reinan tanto en el apartamento de K como
en las dependencias de la comisaría o en el despacho de la superiora del
protagonista, la teniente Joshi (Robin Wright), mostrando la estética
impersonal y el carácter insípido de unos espacios destinados a servir poco más
que de dormitorios o para trabajos burocráticos, y por tanto escasos, cuando no
carentes, de calidez humana.
Precisamente
los colores cálidos salen a relucir tanto en las escenas que transcurren en el
edificio donde vive y tiene su empresa el constructor de replicantes Niander
Wallace, como en las secuencias que se desarrollan en el viejo casino
abandonado donde K encuentra, por fin, a Deckard. Los tonos anaranjados,
dorados y rojizos de muchas de esas escenas convierten a los escenarios donde
transcurren en antesalas del Infierno, y no es para menos: el primero es el
cubil “infernal” donde vive el despiadado Wallace, dios ciego creador y
destructor de vida; el segundo, el desolado lugar donde Deckard, un excelente
Harrison Ford, permanece en el exilio, literalmente expulsado por las
circunstancias al “Infierno”, esto es, a un remoto rincón apartado y lejos de
las teóricas comodidades del, supuesto, “Paraíso” de la gran ciudad. No es la
única (soterrada) referencia bíblica que podemos hallar en Blade Runner 2049, si bien es verdad que algunas de ellas ya se
encontraban apuntadas en la película original: el papel del Hombre como Creador-Dios;
el replicante-Hombre que se rebela contra Dios; la referencia a la Inmaculada
Concepción, cuando se dice que la teóricamente estéril replicante Rachael dio a
luz a un hijo (antes de morir a manos de K, el replicante Morton, como luego
sabremos uno de los testigos de ese acontecimiento, afirma: “He presenciado un milagro”). También
resultan dignos de estima algunos extraños apuntes presentes en la, por lo
demás, excesivamente larga secuencia del encuentro entre K y Deckard: la pelea
a tiros y puñetazos entre estos últimos se produce en una oscura sala de
fiestas, iluminada con focos de discoteca y coronada por un escenario sobre el
cual canta y baila un holograma de Elvis Presley; más adelante, K descubrirá
que Deckard tiene, dentro de una urna de cristal, otro holograma, en este caso
de Frank Sinatra: vestigios de un pasado de la humanidad que tan solo parecen
existir en la memoria de un paria apartado voluntariamente de la sociedad como
Deckard.
Resulta
coherente que, en el tránsito que recorre K entre el “Paraíso” y el “Infierno”,
el protagonista pase por una especie de “Purgatorio”, que en el film es esa
zona en los alrededores de la ciudad donde viven como salvajes aquellas
personas (humanas) que malviven fuera del sistema y el orden social
establecido: K visita una enorme fábrica en ruinas donde Mister Cotton (Lennie
James) explota a un dickensiano ejército de pequeños huérfanos; la misma
fábrica donde –en otro de los mejores y más intensos momentos de la película– K
cobrará conciencia de que los recuerdos que tiene implantados en su cerebro
artificial pueden ser reales (los
recuerdos de un auténtico ser humano), y quizá, también propios (sus recuerdos). Un flashback
nos ha mostrado un supuesto recuerdo de infancia de K, en el cual evoca –o cree
evocar– el momento en que unos niños de esa misma fábrica intentaron quitarle
el único objeto de valor que tenía, un caballito tallado en madera en cuyas
patas hay grabada una fecha: “6.10.21”
(la misma que K encontró grabada en el tronco de un árbol cerca de la casa del
replicante Morton); el protagonista recorre ese mismo escenario, y Villeneuve
filma la escena con solemne lentitud, repitiendo los encuadres utilizados en el
flashback pero sustituyendo al niño
por K, y culmina la secuencia con el hallazgo de ese juguete metido en el mismo
escondrijo donde lo escondió el niño (es una pena que, al final, estropee un
poco la secuencia cayendo en la tentación de insertar un primer plano del
caballito de madera para que veamos que, en efecto, tiene grabado el “6.10-21”). Tanto da que luego sepamos
que esos recuerdos no son realmente de K, y que, por tanto, él no es el
supuesto hijo de Deckard y Rachael; lo interesante de esa secuencia reside en
su carácter de construcción mental,
algo que suele tener enorme peso específico en el cine de Villeneuve, tal y
como ocurre asimismo en Enemy o La llegada, e incluso en la para mí peor
película que le conozco, Incendies
(ídem, 2010).
En
cambio, y siguiendo con esa cadena de contrastes lumínicos y cromáticos, el
film se abre a la luz, una luz blanca, cegadora, que no es sino la luz de la
revelación, de la verdad, en otra de
sus más bellas secuencias: la entrevista del agente K con la Dra. Ana Stelline
(una espléndida Carla Juri, toda una revelación). La secuencia se abre de un
modo intrigante: Ana camina en medio de lo que parece un bosque frondoso; de
pronto, se abre una puerta detrás suyo, y entra K; descubrimos, entonces, que
ese entorno forestal no es sino una realista imagen tridimensional que, una vez
apagada, nos descubre que Ana se encuentra en realidad en una enorme habitación
semicircular, y que un cristal la separa de K. El ambiente boscoso es
reemplazado, como digo, por una luz blanca, estéril, que proporciona una
atmósfera como de hospital a la secuencia, a tono con las peculiares
características del personaje de Ana (se nos dice que vive aislada desde los
ocho años como consecuencia de una especial sensibilidad a la atmósfera
exterior). Separados por ese cristal, y usando un aparato similar a un
microscopio, K pone a prueba las facultades por las cuales Ana es conocida,
esto es, su habilidad para “leer” los recuerdos de otra persona –lo cual, por
cierto, guarda ecos de los PreCogs de la extraordinaria Minority Report (ídem, 2002, Steven Spielberg)–, porque desea que
la doctora verifique si su memoria ha sido implantada en su cerebro de
replicante o si se trata de algo propio. Ana así lo hace, y dicha revelación le hace llorar, dado que se
trata no de los recuerdos de K… sino los de ella misma: el niño (en realidad,
niña) perseguido por sus crueles compañeros de desdicha en la fábrica: la niña
nacida de la “imposible” unión entre un humano y una replicante: la hija de
Deckard y Rachael.
Resulta
asimismo notable el tratamiento un tanto crudo de las secuencias de acción: a
la repetidamente mencionada pelea entre K y Morton con que se abre el film,
cabe añadir otras no menos logradas, como el ataque que recibe el protagonista
cuando atraviesa con su nave el espacio aéreo situado sobre la zona en la que
viven los “salvajes”, su aterrizaje forzoso y la pelea cuerpo a cuerpo contra
quienes le han derribado; y, en particular, dos momentos particularmente
conseguidos: el ataque de las naves que irrumpen en el casino donde vive
Deckard entrando por los ventanales; y la pelea a brazo partido
entre K y Luv dentro de la nave en la cual Deckard está esposado, y que se va
hundiendo poco a poco en el mar, arrastrada por un violento oleaje.
A
lo afirmado todavía se puede añadir el brillo de determinados detalles e ideas
de puesta en escena tales como el momento en el que Luv tortura a la teniente
Joshi para que le indique sobre el paradero de K (Joshi se sirve un vaso de
whisky, momento que Luv aprovecha para aplastar ese vaso y, de paso, la mano de
la teniente, clavándole los cristales); la escena en que, camino de rescatar a
Deckard, K se detiene, embelesado, a mirar con tristeza la gigantesca imagen
tridimensional de una desnuda Joi (en realidad, una publicidad del programa
informático que adquirió para paliar su soledad); o el magnífico, conciso,
reencuentro final entre Deckard y su hija Ana, sorprendentemente breve colofón
para una película, vuelvo a insistir, demasiado larga y que, en sus líneas
generales, no termina de estar a la altura de lo que promete, pero que en
ningún momento, repito, está exenta de interés.
No me gusta el cine de Denis Villeneuve y esta película no cambia mi opinión sobre él. Cierto es que tiene momentos muy logrados pero da la sensación de película que no es ni del director, ni del productor, ni del difunto Philip K. Dick. Quisieron contentar a fans y nuevas generaciones y fracasaron.
ResponderEliminarY sobre el guion, coincido en que es demasiado larga y de ahí que se le vean tanto los fallos: cuando tiene que cerrar tramas es de manera precipitada o inverosímil.
No sé si el personaje de Harrison Ford será o no un replicante. El que sí debe serlo es Ridley Scott porque ¡madre mía, qué racha! Hace años que se propuso demoler su propia carrera y a fe mía que lo ha logrado, solo y en compañía de otros. De "Los duelistas" a "Robin Hood", de "Alien" a "Prometheus", de "Blade Runner" a "Blade Runner 2049" asistimos a una degeneracíón creativa a la que se ha incorporado Harrison Ford, que también ha puesto empeño en cargarse todos sus personajes míticos: empezó con Indiana, siguió con Han Solo y ahora remata con Rick Deckard. El próximo en la lista debe ser el policía de "Único Testigo", que ya jubilado vuelve al pueblo amish a ver si encuentra a Kelly McGillis en el granero y se pueden marcar otro bailecico por Sam Cooke, si las caderas resisten. Las tres cosas que más me gustan de este "Blade Runner" que a ratos parece ya el avance de la nueva "Dune" que proyecta Villeneuve son: Ana de Armas, Ana de Armas y Ana de Armas. Por guapa, porque se revela la mejor del reparto con diferencia y porque su personaje y su relación con K son lo más interesante de la función, aunque ello parezca sacado de "Black Mirror", o quizá por eso mismo. Y es que cualquier capítulo de esa serie supera en lucidez, en clarividencia y en inquietud a este hierático film que se ve como quien mira un catálogo de decoración. Villeneuve se ha propuesto batir a Scott en el campo del interiorismo y está a puntito de conseguirlo. Yo creo que en "Dune" el discípulo superará al maestro.
ResponderEliminarA mí me pareció una película insufrible a la que le sobran muchos minutos de metraje y unas cuantas libras de pretenciosidad. Villeneuve me parece un director interesante. He visto un puñado de sus películas: la desgarradora "Polytechnique"(tal vez su mejor trabajo), la sorprendente"Incendies", la sobrevalorada "Prisoneros", la tópica aunque entretenida "Sicario" y la discutida "La llegada". Es un director que factura un cine comercial que al menos no toma por tonto al espectador, lo cual no es poco, visto lo visto. Sin embargo, en esta ocasión no ha andado fino. Puede que la empresa le haya venido grande(como le vendría a cualquiera. una secuela de "Blade runner", nada menos).
ResponderEliminarPD: otra dececión mayúscula que estrenaron la semana siguiente al estreno de "Blade runner 2049": "El muñeco de nieve". Una gran novela como material de partida, el director de "Déjame entrar" a los mandos, la montadora de Scorsese y la de "Platoon" en labores de edición, gran reparto...Resultado: desastre absoluto. Ríete tú de los salvajes cortes de Crichton en "El guerrero número 13".
¿La has visto, Tomás?