[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hagamos un poco de
historia. En 2003 se estrenaba Open Water
(ídem), escrita y dirigida por Chris Kentis, una producción de tan solo 120.000
dólares de presupuesto que, gracias a su distribución a cargo de Lionsgate,
logró amasar la nada despreciable cifra de 55 millones de dólares en todo el
mundo (y eso a pesar de su patente mediocridad). Tres años después llegaba a
nuestros cines la producción alemana rodada en lengua inglesa A la deriva (Adrift, 2006, Hans Horn),
que si bien parece ser que su guion había sido escrito antes que el de Open Water (1), se estrenó en algunos países como Open Water 2: Adrift, con vistas a aprovechar el éxito del film de
Kentis. Llegamos así a la producción australiana que aquí nos ocupa: Cage Dive (Gerald Rascionato, 2017),
también conocida como Open Water 3: Cage
Dive, con vistas, asimismo, de aprovechar los ecos de aquel primer éxito,
por más que las tres películas no forman parte de franquicia de producción
alguna –son de productoras y nacionalidades diferentes–, si bien es verdad que han
sido distribuidas en los EE.UU. por Lionsgate, auténtica responsable de esta “saga”.
Open Water
giraba en torno a la trágica odisea de una pareja que, practicando el
submarinismo, acababa abandonada a su suerte flotando en alta mar y a merced de
los tiburones. A la deriva glosaba la
grotesca situación de un grupo de hombres y mujeres jóvenes que cometían la
estupidez de arrojarse al mar desde su yate sin antes haber colocado la
escalerilla de seguridad para subir de nuevo a bordo, exponiéndose a la muerte.
Cage Dive narra las peripecias no
menos dramáticas de otros tres jóvenes, dos hermanos, Jeff (Joel Hogan) y Josh
(Josh Potthoff), y una chica novia del primero, Megan (Megan Peta Hill), que
asimismo acaban flotando accidentalmente en medio de una zona del océano
infestada de tiburones blancos. De hecho, Cage
Dive también recuerda, y mucho, a la reciente A 47 metros (47 Meters Down, 2016, Johannes Roberts) (2), con la que coincide, además de en
el lazo fraterno existente entre sus protagonistas, en la presencia de una
jaula de protección para observación submarina de tiburones (cage dive), dentro de la cual se hallan
Jeff, Josh y Megan cuando se produce la catástrofe que les deja a merced de los
elementos.
A
diferencia del resto de películas citadas, Cage
Dive es la enésima variante del cine de terror found footage que, desde sus primeras imágenes, se presenta a sí
misma como un “documental” elaborado a partir de un material videográfico “encontrado”,
y filmado en primera persona por los protagonistas de la historia. Qué duda
cabe que El proyecto de la bruja de Blair
(The Blair Witch Project, 1999, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez) es, en este
sentido, la peor película fantástica más influyente de la historia del género,
generadora de una larga descendencia que resulta ocioso mencionar. Cage Dive no disimula en ningún momento
su condición de found footage sin más
aspiración de ser lo que es ya desde el principio, mostrándonos el supuesto
proceso en virtud del cual fue hallada en el fondo del océano la videocámara de
Josh, así como entrevistas con supuestos testigos de los hechos narrados en el
film que se van insertando subrepticiamente en medio de la acción; todo lo cual
se muestra en plan “material adicional añadido”, y resulta tan falso como el
resto del metraje.
El
problema es que Cage Dive adolece del
defecto endémico de las películas citadas en estas líneas, y de otras del
estilo de la simpática aunque sobrevalorada Infierno
azul (The Shallows, 2016, Jaume Collet-Serra) (3) y la insuficiente 12 Feet
Deep (Matt Skandari, 2016) (4):
antes de llegar al planteamiento de su “situación límite”, y a pesar de su
corta duración –80 minutos–, el film coescrito y dirigido por Gerald Rascionato
se hace largo, muy largo. Sobre todo, en sus aproximadamente 30 primeros minutos,
sin duda alguna los peores, dedicados a irnos presentando los personajes (que
carecen del más mínimo interés), y cómo funcionan las relaciones entre ellos
(que no pueden estar dibujadas de una manera más burda y simplona). Pese a
todo, hay en esa primera media hora una idea que presenta ciertas posibilidades
expresivas, por más que al final no se aprovechen. Jeff utiliza la videocámara
de su hermano Josh para grabarse a sí mismo confesando que piensa regalarle a
Megan un anillo de compromiso; Jeff intenta esconder la cámara, justo en el
momento en que Josh entra en la habitación, y se va; al rato, es Megan la que
entra en la estancia, Josh la besa y la joven no le rechaza… Más tarde, dándose
cuenta de que la videocámara ha registrado su conato de infidelidad con Megan,
Josh trata de distraer a Jeff para que no mire su portátil, justo cuando el
ordenador está reproduciendo la escena que constituye la prueba de su delito.
El momento, empero, resulta más (involuntariamente) cómico que tenso.
Más
adelante, hay otro plano logrado, a pesar del modesto nivel de producción: el
encuadre, tomado desde el punto de vista subjetivo de la videocámara de Josh,
que nos muestra a la ola gigante que vuelca el barco que transportaba la jaula
para tiburones y a otros pasajeros, y que pasa, sin cortar, del espectacular
golpe de mar precipitándose sobre la embarcación a la imagen submarina de esta última y del resto de personas debajo del agua. A partir de aquí, poco más de
bueno se puede decir de esta película cuyo escaso interés empieza y acaba
mediante la simple exposición de su planteamiento argumental y formal. Siempre
desde el punto de vista de la videocámara, que va cambiando de ángulo en virtud
de si empuña la misma Jeff o Josh, el resultado es tedioso tanto en lo que se
refiere a las escenas que transcurren a la luz del día, como aquéllas que –en
una nueva referencia, tampoco particularmente original, a El proyecto de la bruja de Blair– se desarrollan de noche y, en
consecuencia, están filmadas en verdosa visión nocturna. Sin sustancia
dramática alguna –huelga decir que la previsible discusión entre los hermanos a
consecuencia de la infidelidad del uno con la novia del otro carece del menor
relieve–, lo único que impide que el aburrimiento se apodere por completo de la
pantalla son las escenas, hábiles pero fugaces, de los ataques de los
tiburones, siempre contempladas desde el punto de vista de la videocámara; o un
momento de cierta crueldad: como consecuencia de una (otra) estúpida discusión,
Jeff, Josh y Megan incendian accidentalmente con una bengala la lancha
salvavidas neumática a la que han conseguido encaramarse… y, con ella, a la
desdichada mujer que se encontraba dentro de ella, y a la que han recogido un
rato antes, aterida e inconsciente, flotando en alta mar. El golpe de efecto
con el que se cierra el film –el ataque del tiburón “comiéndose” la cámara–
tampoco resulta para nada memorable.
(1) Eso afirma la página del film en
Wikipedia (consulta del 3 de octubre de 2017): https://en.wikipedia.org/wiki/Open_Water_2:_Adrift
(4) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2017/09/terrores-acuaticos-1-12-feet-deep-de.html
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