[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE
ESTE FILM.] Vaya por delante que Perdida
(Gone Girl, 2014) me parece una buena película, a ratos excelente, no siempre
brillante pero casi en todo momento interesante. Vaya por delante, asimismo,
que a pesar de sus méritos, los cuales están por encima de otras obras de su
director con las que no termino de comulgar —pienso en Alien 3 (en su montaje para cines; el director’s cut ya es otra cosa, o mejor dicho, otra película), La habitación del pánico, la meramente
correcta Millennium: Los hombres que no
amaban a las mujeres, ya comentada en este blog en el momento de su estreno
(1), o la horrenda The Game—, Perdida no es, ni por asomo, esa obra maestra absoluta que se está
pregonando estos días mediante unos arrebatos de entusiasmo que, por
descontado, respeto aun considerándolos desproporcionados. Basta con jugar al
juego de las comparaciones (“odioso”, como lo llaman algunos, pero altamente
instructivo) para darse cuenta de que, aún siendo un film atractivo, Perdida está por debajo de Seven, El club de la lucha, Zodiac,
El curioso caso de Benjamin Button y La red social. A su lado, no da la
talla.
El problema de Perdida —si es que de “problema” puede hablarse— reside en que casi
todas sus mejores ideas ya se encontraban previamente en la novela homónima de
Gillian Flynn que le sirve de base y que ha sido adaptada al cine por su misma
autora. Al contrario que en Millennium:
Los hombres que no amaban a las mujeres, aquí Fincher ha partido de un buen
libro y eso se nota en el resultado, sensiblemente superior, pues se advierte
que el realizador hace gala aquí de un vigor y una energía en la puesta en
escena que connotan un mayor grado de interés que el exhibido en su lectura de
la endeble novela de Stieg Larsson. Cierto: que Fincher se haya —por así
decirlo— “limitado” a seguir un buen libro no supone de entrada un descrédito
para su labor, y más si tenemos en cuenta que lo ha hecho bien. También cierto:
hay que tener muy en cuenta que no es de recibo atribuirle a Fincher las
mejores ideas de Perdida: the movie,
habida cuenta la notabilísima fidelidad de la película a la novela (si todavía
no han visto el film pero conocen el libro, no hagan caso de las informaciones
que han circulado, previas al estreno, que afirmaban que Flynn había cambiado
el final de la película con respecto al de su libro: no son ciertas). Lo digo
porque he leído u oído ciertos comentarios estos días alabando el film por lo
que tiene de aguda disección del matrimonio —lo cual es verdad: la imagen que
proporciona de esta institución es durísima—, pero mencionándolo como si formara
parte de los méritos que tienen que atribuírsele forzosamente a Fincher, cuando esa mirada cruel y despiadada sobre
la institución matrimonial, así como, vuelvo a insistir, muchas de las mejores
ideas de la película estaban previamente expuestas, y muy bien desarrolladas,
en el original literario: la alternancia de los puntos de vista subjetivos y en
primera persona de los dos protagonistas: Nick Dunne (Ben Affleck) y su esposa
Amy (Rosamund Pike); el giro radical que experimenta la trama hacia la mitad del
relato, dándole una perspectiva completamente diferente; la acidez con que se
observa el trabajo de investigación policial y el sensacionalismo de los medios
de comunicación.
Dejando aparte que muchos de los
méritos del film residan en la novela de Flynn, ello no obsta para que Fincher
haya hecho, por méritos propios, una buena película. Lo que ocurre es que el
resultado, aunque estupendo, no tiene la excelencia que se le pregona, y ello
se debe a que el grado de interés del cineasta hacia lo que está narrando no se
mantiene de manera uniforme a lo largo de todo su extenso metraje (149
minutos), dando por resultado una obra irregular. Llama la atención el hecho de
que, durante la aproximadamente primera mitad de la proyección, Fincher imprima
a la trama una notoria frialdad; tanta, que hay serias razones para creer si,
sencillamente, le ha salido así, o por el contrario se trata de una opción
deliberada. Me explico: a pesar de que toda esa primera mitad debería ser
impactante, al menos en teoría, en la práctica el relato no termina de prender
con toda la fuerza que sería de desear en función del efecto “distanciador” de
una puesta en escena fría que a ratos
hace pensar en Fritz Lang, pero con la diferencia de que esa gélida temperatura
narrativa no es “dolorosa”, como sí lo era la del autor de Más allá de la duda, sino apática.
Puede argumentarse en descargo de
Fincher que haberse leído primero la novela, y conocer de antemano sus
“sorpresas” y/o “golpes de efecto”, contribuye a reducir el impacto que pueda
tener en quien no conozca el libro, y por tanto acuda a ver el film
dispuesto a dejarse arrastrar por su efectismo argumental, “jugando”, por
tanto, con desventaja. Desde luego que puede verse así, pero dejando aparte el
hecho de que conocer la trama del libro precisamente debería servir para
potenciar los teóricos méritos de la labor de puesta en escena de Fincher en
detrimento de los golpes de efecto del guión, eso no justifica ese exceso de
frialdad de la primera mitad de la película. La pregunta más bien es: ¿Fincher pretende de este modo que nos miremos con distancia al personaje de Nick, de forma
que asistamos desde una perspectiva lejana al proceso de degradación social de
un hombre sobre el cual van recayendo todas las sospechas de haber asesinado y
haberse deshecho del cadáver de su esposa el mismo día de su quinto aniversario
de boda? ¿Una “pobre chica rica” que ha ido recogiendo en su diario —que
Fincher visualiza con unos convencionales (y tramposos) flashbacks acompañados por voz en off— cómo se ha ido deteriorando su matrimonio con un escritor
fracasado, hasta el extremo, ha dejado escrito, de verse obligada a comprar una
pistola y tenerla cerca porque teme-que-su-marido-podría-matarla?
Si la intención era que nos mirásemos
desde la lejanía el drama de Nick, y de paso, los sufrimientos de Amy por culpa de
su desconsiderado marido, hay que reconocer que, en este sentido, Perdida sería una película realmente
conseguida, si no fuera porque este procedimiento narrativo termina provocando
más bien que esa primera mitad se siga con decreciente interés: el aburrimiento
está tan solo a un paso. Baste, por ejemplo, con ver qué poca fuerza tienen —sobre
todo, comparándola con la que tienen en el libro de Flynn— los personajes que
pululan alrededor de la intriga, caso de la hermana gemela de Nick, Margo
(Carrie Coon), los agentes de policía Rhonda Boney (Kim Dickens) y Jim Gilpin
(Patrick Fugit), los padres de Amy, Rand y Marybeth Elliott (David Clennon y
Lisa Banes), el abogado Tanner Bolt (Tyler Perry), la joven amante de Nick,
Andie (Emily Ratajkowski), y hasta la necia “calientapollas” Ellen Abbott
(Missi Pyle). Llama la atención, negativamente, el tono que de tan frío roza lo
soporífero de momentos cruciales como las primeras escenas del descubrimiento
de indicios de violencia en el hogar de los Dunne por parte de Nick; el rápido
dibujo en retrospectiva del inicio de la relación de Nick y Amy en Nueva York
cinco años atrás; la escena en la que el protagonista masculino, agobiado por
la tensión y el nerviosismo, sonríe estúpida y temerariamente frente a los flashes de los periodistas junto a la
foto de su esposa desaparecida (“la
sonrisa de un asesino…”); o sobre todo, la secuencia de la visita al centro
comercial abandonado, convertido ahora en un improvisado refugio para mendigos
y homeless: la ausencia de sordidez
de dicha secuencia resulta pasmosa proviniendo del hombre que filmó Seven.
Pero, sea porque Fincher ha
pretendido hacerlo así —es su opción, y como tal es legítima, del mismo modo
que es mi opción, también legítima, no estar conforme con aquella—, o simplemente
porque no ha sabido o podido hacerlo mejor, lo cierto es que, llegada su
segunda mitad, Perdida lleva a cabo
un giro argumental (“una sorpresa”, como se dice coloquialmente), a partir de
la cual el interés no solo remonta mucho, sino que es a partir de este momento
cuando el film alcanza, aunque un poco tarde, las cotas de intensidad pretendidas.
Por más que esto establezca otra notable diferencia con la novela a nivel de
tonalidad y fuerza dramática, pues en el libro el suspense se mantiene desde la primera
hasta la última página, es a partir de ese giro que la película realmente empieza a parecer de David Fincher. Y no me refiero únicamente a lo
más obvio: a la revelación de que Amy Dunne no solo no ha sido secuestrada
ni asesinada por su marido, sino que es una psicópata que ha urdido un
elaborado “plan diabólico” destinado a castigar a Nick por haberla desatendido
durante su vida en común; es decir, que la Amy de Perdida
podría hacer buenas migas con el John Doe de Seven, el asesino del Zodíaco o el despiadado Mark Zuckerberg de La red social. Me refiero más bien a que
es a partir de ese momento en que la novela de Flynn deja de ser un mero soporte y pasa a convertirse en un apoyo en el cual el autor de El curioso caso de Benjamin Button se reconoce, sirviéndose del libro para
elaborar un nuevo y acerado retrato de una sociedad enferma. Aquí reaparece la
sombra de Lang, pero en el mejor sentido de la expresión.
La segunda mitad de Perdida ya es otra cosa, haciendo
comprensibles —por más que me sigan pareciéndome exagerados— los calurosos
halagos hacia un film que en este segundo acto no solo muestra las ideas de
Flynn de forma excelente, sino que lo hace aportando además una mirada personal
sobre ellas que se traduce, a la postre, en mayores cotas de intensidad. Se
produce entonces una fusión de intereses Flynn-Fincher, que da pie a momentos
tan afortunados como las escenas en las que Amy se
lanza a congeniar con Greta (Lola Kirke), una chica a la que ha conocido
mientras se oculta bajo una falsa identidad en un motel de tercera fila; sobre
todo, esa escena en la que, viendo juntas un sensacionalista programa de
televisión en torno a la desaparición de Amy, Greta le comenta a esta última
—que ignora, insisto, su verdadera identidad— que Amy Dunne no le parece sino
una ricachona caprichosa que no le inspira lástima ni simpatía alguna;
contrariada por sus palabras, la vengativa Amy aprovecha una breve ausencia de
Greta para escupir en su refresco… El detalle está literalmente tomado del libro,
pero el gesto del personaje —espléndidamente interpretado por una magnífica
Rosamund Pike— tiene aquí la fuerza revulsiva propia del mejor Fincher.
Es Amy, o mejor dicho La Asombrosa Amy, protagonista de
los libros infantiles-juveniles que sus propios padres escribieron inspirándose, dicen, en las grandes cualidades de su-maravillosa-hija, la que parece centrar
el interés de Fincher. Una demente despiadada y egoísta hasta límites
enfermizos, que siempre tiene que decir la última palabra y que, como hemos
visto, no soporta que la contraríen, dada su totalmente asumida “perfección”.
Una enferma que vive y “triunfa” dentro de una sociedad que esconde a monstruos
de hermosa apariencia como esta Amy bella y elegante, en realidad cruel y sin
sentimientos. La mordacidad que aflora a partir de esta segunda mitad en el
relato —por más que ese aspecto también está mejor expresado en el libro— se
hace patente cuando Amy “reaparece” públicamente tras haberse deshecho, de cara
a sus propósitos, de su examante Desi Collings (Neil Patrick Harris), y
regresa-a-los-brazos-de-su-amado-marido: a pesar de que la detective Rhonda
Boney no ve nada claras las circunstancias que rodean a la reaparición de Amy,
su voz es silenciada por esa mayoría que tan solo sabe ver en la protagonista
femenina a una-pobre-chica que ha-sufrido-mucho y que al final ha regresado
junto a su esposo comme il faut. La estupidez generalizada de un estado de opinión forjado alrededor de prejuicios
e ideas preconcebidas, y debidamente difundido a través de televisión e
Internet, es la mejor manera para que un monstruo como Amy pase desapercibido
entre nosotros.
No es de extrañar, insisto, que sea La Asombrosa Amy y todo su retorcido
despliegue de maldad lo que realmente interesaba a Fincher, y eso se nota en
los buenos momentos de la segunda mitad de Perdida:
la secuencia en la que Amy sufre el atraco a manos de Greta y su novio Jeff
(Boyd Holbrook), quienes la han reconocido y le roban el dinero que lleva
encima con la confianza de que ella no les denunciará a fin de no descubrirse;
y, por descontado, todo lo relativo al obsesivo dibujo de la relación de Amy
con Desi: su reencuentro en el drugstore,
con Amy ganándose su confianza fingiéndose una mujer desvalida-y-maltratada;
las escenas en la mansión de Desi, donde Amy no tarda en sentirse prisionera en
manos de ese examante que la perdió en el pasado y que ahora está más dispuesto
que nunca a no volver a perderla, aunque Amy pronto descubrirá cómo sacar
partido del sistema de cámaras de seguridad que, según Desi, la protege, pero
que como ella bien sabe, la vigila. Especialmente,
la dura secuencia del asesinato de Desi a manos de Amy, que cual araña negra ha
atraído sexualmente a su víctima a su red de engaños, y a la que degüella
dejándose empapar convenientemente en
su sangre, en una mezcla de Eros y Tanathos como no habíamos vuelto a ver desde
el famoso arranque de Instinto básico,
y que Fincher resuelve mediante un sugestivo montaje de planos cortos
cerrándose sobre fundidos en negro. Como en la novela de Flynn, Nick se ve
condenado a purgar sus debilidades y pecados volviendo a convivir junto a la
perversa mujer que va a ser la madre de su hijo, por más que en el libro queda
más claro que lo que mueve también al protagonista a aceptar ese infierno en
vida junto a la araña negra que tiene como esposa es el hecho de que permanecer con ella es la única manera de
detenerla e impedir que siga haciendo daño a más personas. “Pero sé que nunca volveré a dormir. No puedo
cerrar los ojos cuando estoy a su lado. Es como dormir con una araña”,
escribe Flynn en su novela.
Adenda: Con motivo de la publicación de este comentario de Perdida, aprovecho la ocasión para recuperar un texto dedicado a
otro film de David Fincher, El curioso caso
de Benjamin Button, originalmente publicado en la desaparecida primera
versión de mi blog, en Blogspot.es, el 14 de
febrero de 2009.
El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008), de David Fincher.- A falta de haber leído el relato
homónimo de Francis Scott Fitzgerald en el que se inspira, cosa que espero
hacer en breve, la nueva película de David Fincher me parece su mejor trabajo
hasta la fecha. [Nota bene a posteriori: Tuve ocasión de leer poco después el relato de Fitzgerald, y todo que curioso, está
por debajo del film, el cual asimismo, y una vez vistas sus posteriores “La red
social”, “Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres” y “Perdida”,
sigue pareciéndome por ahora su mejor película.] Cineasta tan interesante
como irregular, sobre todo en sus primeros años alternó productos fallidos,
aunque curiosos, como Alien 3 (ídem,
1992) —el director’s cut que circula
en las actuales ediciones en DVD es infinitamente superior—, y títulos
mediocres, por muy vistosos que fueran, como The Game (ídem, 1997) o La
habitación del pánico (Panic Room,
2002), junto con dos obras extremadamente interesantes: Seven (ídem, 1995) y El club
de la lucha (Fight Club, 1999).
Gracias a la excelente Zodiac (ídem,
2007), Fincher dio un gran paso adelante, demostrando que, sin perder ni un
ápice de su capacidad para ofrecer ficciones turbadoras y sugestivas, además
había pulido sus dotes como narrador, sin abusar de los efectismos que en algún
pequeño momento perjudicaban a Seven
y El club de la lucha en su propósito
de impresionar.
Con El curioso caso de Benjamin Button, Fincher ha alcanzado una
madurez narrativa insospechada en el hombre que empezó con Alien 3 (la cual, insisto, con todos sus defectos no me parece lo
peor de su director, ni siquiera en su fallido montaje para cines), demostrando
además una gran inteligencia al saber estar a la altura de las circunstancias
para narrar una historia cuyo tono nostálgico, sentimental y melancólico rehuye
el tratamiento impactante de Seven, El club de la lucha y, en parte, Zodiac, por más que en El curioso caso de Benjamin Button
atesore unas considerables dosis de dureza y menos complacencia de cara al
espectador de lo que pueda parecer a simple vista. Hay tantos elementos
magníficos en este film, que abordarlos aquí en su integridad desbordaría
sobradamente las pretensiones de esta entrada en este blog; además, los
interesados pueden encontrar en el reciente número 386 de Dirigido por… un detallado análisis de cuatro páginas a cargo de
Antonio José Navarro.
Únicamente me limitaré a apuntar un
par de aspectos que me han llamado la atención en particular. El primero, el
refinado tratamiento estético de la película, mediante el cual Fincher retoma,
sutilmente, el estilo de “relato(s) dentro del relato” con el que ya
experimentara en El club de la lucha
y, parcialmente, en Zodiac; aquí, el
excelente tratamiento fotográfico (responsable: Claudio Miranda) no solo sirve
para marcar los cambios temporales de la narración, de tal manera que, por ejemplo,
escenas como las del arranque de la película, con la anciana Daisy (Cate
Blanchett) postrada en su lecho de muerte en el hospital y acompañada por su
hija Caroline (Julia Ormond), tienen una iluminación fría, azulada, “real”, que
contrasta sobremanera con las escenas del nacimiento y primeros años de
Benjamin (Brad Pitt) en la residencia para ancianos, filmadas con tonos dorados
o resplandecientes pero siempre cálidos, un tanto “irreales”, de cara a
contraponer las vivencias finales de Daisy en tiempo presente con el recuerdo
ensoñador de un bello pasado que quizá solamente existe en su memoria.
El tratamiento fotográfico es,
asimismo, un reflejo poético de las sensaciones y sentimientos de los
personajes, de tal manera que la belleza de la fotografía se corresponde
armoniosamente con el tono dramático que está en juego: no es mero esteticismo,
sino una estética con un sentido y un contenido concretos; pienso, al respecto,
en la hermosa secuencia nocturna en la que Benjamin y Daisy conversan en la glorieta
del parque, donde la muchacha se descalza y se pone a bailar mientras el hombre
la contempla inmóvil: una magnífica manera de contrastar la diferente
percepción de la vida que en ese momento todavía tienen los personajes y que
todavía no es el momento de su encuentro definitivo (ya que, paradójicamente,
Benjamin todavía no es lo suficientemente “joven” ni Daisy lo suficientemente
“madura” para compartir su amor). Señalo, asimismo, la extraordinaria secuencia
de la muerte del padre de Benjamin, el Sr. Button (Jason Flemyng), a la luz de
un lánguido amanecer a la orilla del mar. O la visualización, en formato de
“película casera” gastada y parcialmente descolorida, de la simbólica historia
del relojero (Elias Koteas) que tras perder a su hijo en la Gran Guerra construyó
un gigantesco reloj cuya segundera avanzaba en dirección contraria, y que
funciona a modo de contrapunto poético del periplo vital de Benjamin; incluso
los divertidos insertos, rodados con estética de cine mudo, que visualizan el
relato del anciano que explica que ha sido alcanzado por un rayo en siete
ocasiones (¿acaso un homenaje a Buster Keaton, al igual que Benjamin una
especie de niño-hombre, u hombre-niño, que hace frente a las adversidades de la
vida con impasibilidad?).
El segundo aspecto al cual quiero
referirme, brevemente, es el relativo al tratamiento subjetivo de la narración,
el cual está, desde luego, muy ligado al tratamiento estético que acabo de
mencionar. Dejando aparte el hecho de que el relato se desarrolle a base de los
flashbacks que va evocando, a partir
de la lectura de un diario, una moribunda, ese sentimiento nostálgico queda
reforzado por el talento demostrado aquí por Fincher a la hora de sumergir al
espectador en el insólito punto de vista de un personaje que vive la vida “al
revés”, de ahí la atmósfera de intimidad que impregna la narración incluso en
sus momentos más ásperos (por ejemplo, la espléndida secuencia del combate
naval contra el submarino alemán, planificada desde el punto de vista de los
tripulantes del barco donde Benjamin presta su servicio de armas). El curioso caso de Benjamin Button es
una exaltación de la vida, la madurez y la experiencia iluminada desde el
umbral mismo de la muerte, entendida aquí como culminación del hecho de vivir.
(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/01/david-fincher-vs-stieg-larsson.html