[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] No
soy el primero en decirlo, lo hizo ya el colega Diego Salgado en su excelente
crítica de esta película publicada en el núm. 460 de Dirigido por… (1): el
plano inicial de El puente de los espías
(Bridge of Spies, 2015) tiene mucho de simbólico resumen del estado actual de
la carrera de su realizador, Steven Spielberg. Recordémoslo: Rudolf Abel, un magnífico
Mark Rylance, está en su apartamento de Brooklyn llevando a cabo un
autorretrato al óleo. No es ningún secreto a estas alturas que el autor de Encuentros en la tercera fase está construyendo
una obra excepcional por lo que tiene de valiente y decidida apuesta por una
manera de entender el cine, dirán, “clásica” e incluso “anticuada”, pero que a
mi entender, y en la formulación que le proporciona su creador (y Spielberg,
mal que pese, lo es), lo hace siempre con la mirada puesta en el viejo (que no
caduco) estilo narrativo del así llamado Hollywood clásico, pero también lo
hace siempre con un pie puesto en el actual estado de la técnica
cinematográfica, en una mezcla de lo viejo y lo nuevo que le proporciona, digan
lo que digan, una asombrosa modernidad.
En este sentido, que El puente de los espías empiece con uno
de sus protagonistas pintándose un autorretrato no es solo una especie de sutil
reivindicación de sí mismo por parte de un Spielberg que hace gala, aquí, de un
dominio tal de los recursos de su arte que roza una casi repelente perfección.
Es más que eso: es la constatación no ya de una forma de entender el cine, sino
de una forma de entender el mundo, o mejor dicho, de mirar el mundo. De hecho, hay en el film otro momento que lo
define, si cabe, con mayor precisión: en una de sus conversaciones en la
cárcel, Rudolf Abel, acusado por el gobierno de los Estados Unidos de haber
traicionado a su país espiando para la Unión Soviética (nos hallamos
en 1957), le comenta al abogado que ha sido elegido para defenderle, James
Donovan, un excelente Tom Hanks, que le recuerda a alguien de quien oyó hablar
en el pasado; entonces, Abel le relata a Donovan una anécdota de su infancia,
protagonizada por un amigo de su padre a quien los nazis no paraban de golpear
una y otra vez, y a pesar de ello ese hombre volvía a ponerse en pie; según
Abel, aquel era un “hombre firme”.
Más allá del hecho, claro está, de que la anécdota relatada por Abel pueda
hacer pensar en La lista de Schindler,
el hecho de que, para Abel, Donovan sea un “hombre firme” no es tanto una
bellísima manera de expresar la admiración y el respeto que el primero siente
hacia el protagonista como, sobre todo, una muestra de la propia firmeza de
Spielberg hacia su forma de entender, y hacer, el cine. Un cine que, por
descontado, recrea con tecnología moderna el estilo narrativo formado en
Hollywood en su así llamado período clásico, décadas de los 30, 40, 50 y bien
entrados los 60 del pasado siglo, pero que al mismo tiempo es la más fehaciente
demostración de la imposibilidad de volver a hacer ese “viejo cine” exactamente
igual a como era el-cine-de-antes. El cine “viejo” de Spielberg es consciente
de que lo es, pero al mismo tiempo resulta de lo más contemporáneo porque
aplica técnicas actuales con vistas no a actualizar ese cine “viejo”, sino a perfeccionarlo, pero sin traicionar sus
esencias originales. Spielberg va incluso más lejos que Quentin Tarantino, los
hermanos Coen o Todd Haynes en su recreación de ese “cine del pasado”, pues a
diferencia de ellos su mirada no es “posmoderna”, sino moderna: no es el
resultado de una impostura, sino de una fe absoluta.
No resulta de extrañar, en este
sentido, que el protagonista de El puente
de los espías sea, como el propio Spielberg, un idealista que cree en los
“viejos” valores porque está convencido de que esos ideales, sean anticuados o
no, siguen siendo perfectamente válidos ahora y siempre. Desde esta
perspectiva, puede verse la película como el proceso de descubrimiento de la
amarga realidad de un mundo dividido por la reaccionaria política de bloques
por parte de un idealista que, aun consciente de la suciedad de ese mundo y de las sociedades humanas que lo sustentan
(Donovan no es un estúpido ni un ingenuo: lleva muchos años trabajando como
abogado), nunca hasta ahora se había visto implicado en un asunto donde esa
suciedad, esa mierda, fuese tan gigantesca, no ya a escala nacional sino
incluso internacional. Donovan acepta, un poco a la fuerza, la defensa de
Rudolf Abel, el hombre más odiado de Norteamérica por haber estado espiando
para “los rojos” (convirtiéndose, después de Abel, en “el segundo hombre más odiado de América”), pero lo hace con
entereza y conciencia de su trabajo: toda persona, haya hecho lo que digan que
ha hecho, es inocente mientras no se demuestra lo contrario. Lo hace, además,
consciente de que está participando en una charada con apariencia de respetable
legalidad, pues sabe de antemano que Abel va a ser condenado por alta traición
y espionaje o a la silla eléctrica o a cadena perpetua: basta con ver la
intolerancia y estrechez de miras de la cual hace gala el magistrado encargado
de procesar a Abel, el juez Byers (Dakin Matthews), quien ya ha dictado
sentencia de condena antes siquiera de haber oído los argumentos de Donovan, el
cual presencia impotente cómo el tribunal rechaza sus alegaciones en el sentido
de que Abel fue objeto de una detención ilegal, y en consecuencia, las pruebas
obtenidas contra él carecen de valor probatorio y debería ser puesto
inmediatamente en libertad.
A lo largo de más de 140 minutos que
pasan como un suspiro —toda una lección para ineptos que van de artistas por la
vida sin serlo, del calibre de Hou Hsiao-hsien o Paula Ortiz—, El puente de los espías desarrolla con
magistral minuciosidad una tan amarga como irónica digresión sobre esa
confrontación entre idealismo y realidad que se encuentra en consonancia no
solo con la postura de Spielberg como cineasta (como artista), sino también con
la ironía del planteamiento argumental (por cierto, los ya citados Joel y Ethan
Coen han participado en el guión, lo cual probablemente habrá servido a los
listos de siempre, los guardianes de lo
cinematográficamente correcto, para atribuirles los principales méritos del
film; y es que no hay peor ciego que el que no quiere ver). Mientras el
gobierno de los Estados Unidos prepara, con toda la pomposa parafernalia
característica de los poderosos, el proceso judicial contra el traidor Rudolf
Abel, convertido así en una cruzada contra los horrores del bloque comunista,
paralelamente asistimos a los preparativos de una flota de aviones espías
norteamericanos, destinados a volar sobre la Unión Soviética , violando su
espacio aéreo, a fin de tomar fotografías de sus enclaves militares secretos.
Los pilotos de los aviones espías tienen órdenes específicas, en el caso de ser
detectados por los soviéticos, de quitarse la vida, bien sea accionando el
dispositivo explosivo instalado en sus cabinas de pilotaje, o bien pinchándose
con la diminuta aguja envenenada que llevarán consigo oculta… dentro de una
moneda de dólar.
Este último no es sino uno de los
muchos detalles que contribuyen a reforzar la intensidad y el dramatismo de lo
narrado por un Spielberg en plenitud de facultades: si, como acabo de explicar,
una moneda de dólar oculta una aguja envenenada, otra, en posesión de Rudolf
Abel, es en realidad una diminuta cajita que, una vez abierta, esconde en su
interior un pequeño mensaje cifrado. Más aún: Abel abre esa moneda falsa
utilizando como palanca un trozo de hoja de afeitar sujetado con una cajita de
cerillas: una idéntica a la que, mucho más tarde y ya en la cárcel, recibirá de
manos de Donovan, cuando este le lleva tabaco y él puede así encenderse su
primer cigarrillo en mucho tiempo. Son detalles que apuntalan la narración, dotándola
de una densa complejidad: las monedas sirven para poner en relación el trabajo
de espía de Abel con el que llevan a cabo sobre territorio soviético los
pilotos norteamericanos, de la misma manera que Donovan entrega la cajita de
cerillas a Abel ignorando para qué las utilizaba además de para prender sus
cigarrillos, pero basta una sutil mirada de Abel (gran actor Mark Rylance) para
que el espectador lo recuerde. Lecciones de economía narrativa.
En dos ocasiones, Donovan le dice a
Abel que le sorprende su serenidad ante situaciones peligrosas para él: la
primera vez que se lo dice, Abel está pendiente de ese juicio que le supondrá la
condena a muerte o la perpetua, y la segunda, cuando está a punto de ser
intercambiado por Francis Gary Powers (Austin Stowell), el piloto
norteamericano derribado sobre territorio soviético; en ambas ocasiones, Abel
responde al comentario de Donovan con estoicismo: “¿Ayudaría?”. Esa misma serenidad es su mejor arma frente a los
agentes del FBI que irrumpen en su apartamento al principio del relato,
incapaces de darse cuenta de que Abel está destruyendo pruebas delante de sus
narices: con la excusa de tener que limpiarse los zapatos, Abel utiliza el
papelito con el mensaje cifrado para hacerlo, y de paso, borrar su contenido, sin
que aquéllos se den cuenta. Llegado el momento de su intercambio en el puente
Glienicke de Berlín, “el puente de los espías”, Abel advierte a Donovan, a una
pregunta de este, que su vida no correrá peligro si, una vez llegado al otro
lado del puente, sus superiores le reciben con un abrazo, pero que podría darse
el caso de que no fuese así, y eso Donovan lo sabría si ve que, en vez de
abrazarle, le suben sin más a la parte trasera del coche…, cosa que ocurre. Por
más que un rótulo final nos informa de que Abel falleció en la antigua Unión
Soviética en 1971 y no en 1962, momento en el que se produce el intercambio, lo
relevante no es ese detalle histórico, sino la admirable tensión que crea
Spielberg en la magnífica secuencia del intercambio, y en particular, la
pincelada en torno a la corriente de simpatía que se ha establecido entre
Donovan y Abel a pesar de sus diferencias.
Pero, lo que para Abel forma parte de
su rutina como espía, de su conocimiento de un mundo secreto y despiadado, sin
emociones, sin sentimientos, ante el
cual es inútil perder la calma (de ahí ese reiterado “¿Ayudaría?”), para Donovan su entrada en el mundo del espionaje y la Guerra Fría tiene visos de
auténtica pesadilla. El mero hecho de hacerse cargo de la defensa de Abel le
supone una inmersión en un contexto repleto de peligros. Así, poco después de
hacerse público que llevará su defensa legal, Donovan es seguido de noche, en
plena calle y bajo la lluvia por un hombre misterioso, al cual intentará, en
vano, despistar; todo ello, en el curso de una secuencia de “suspense”
excelentemente planificada que, al mismo tiempo, tiene algo de burlesco, a tono
con la inexperiencia de Donovan en estas cuestiones; a mayor ahondamiento, el
hombre que le está siguiendo, y con el cual luego se va a tomar a tomar una
copa mientras conversan, es en realidad un agente de la CIA que le “recomienda” que no
se esfuerce demasiado en la defensa de alguien que, como Abel, ha sido
“condenado” de antemano… La atmósfera de cine negro de la secuencia de la persecución
callejera y la inmediatamente posterior conversación en el bar contribuye a
reforzar la ironía y la amenaza latentes de dichos momentos. Más adelante, la
propia casa de Donovan es tiroteada, y su hija adolescente Carol (Eve Hewson), está cerca de ser herida por los disparos que rompen el cristal de la ventana del
salón donde la chica está viendo la tele. La presencia de la policía, que se
persona poco después en el lugar de los hechos, tampoco es tranquilizadora: uno
de los agentes está a punto, incluso, de agredir a Donovan, acusándole a él de
ser el responsable del atentado contra su familia por culpa de su
empecinamiento en defender a un traidor…
Por un capricho del destino, el
piloto Francis Gary Powers es derribado —en el curso de una corta pero espléndida
secuencia aérea— sobre territorio soviético; y, por más que no consigue
hacerlo, intenta cumplir las órdenes recibidas y quitarse la vida antes de ser
capturado, pulsando sin éxito el botón de autodestrucción de su avión. El azar también
lleva a un joven estudiante norteamericano en Berlín Occidental, Frederic Pryor
(Will Rogers), a ser detenido por las autoridades de Alemania Oriental mientras
cruzaba el recién levantado Muro, y a ser acusado, asimismo, de espionaje.
Donovan recibe el encargo, secreto y extraoficial, de negociar con los
soviéticos la liberación de Powers, proponiendo él un intercambio utilizando a
Abel pero exigiendo además que se incluya en el trato a Pryor, cuya vida carece
de la más mínima importancia para las autoridades estadounidenses, aun
tratándose de un ciudadano suyo.
La entrada de Donovan en los,
digamos, “dominios” de la Guerra Fría
es otro calvario peor, si cabe, que el vivido por haber defendido a Abel. El
Berlín de 1962 es un infierno similar a los ambientes retratados en La lista de Schindler, solo que en El puente de los espías el tono es más
sereno y controlado, más irónico y al mismo tiempo más sombrío, pero a la vez
menos tremendista. Resulta modélica la resolución del primer paseo a pie de
Donovan por Berlín, camino de su reunión con un representante de los soviéticos
en el lado oriental de la ciudad; esa espléndida escena en la que un grupo de
jóvenes, cordiales pero a la vez amenazadores, se quedan con su abrigo a cambio de
indicarle cómo llegar a la dirección que le han dado; y la mordaz escena que
tiene lugar una vez Donovan se presenta en el lugar de la cita…, encontrándose
no a la persona con la que se ha citado, sino con la confusa familia de Rudolf
Abel.
Llegados a este punto, huelga añadir
que no hay en El puente de los espías
ni una visión heroica ni patriótica de los hechos que narra (sean, o no,
históricos; es decir, ocurrieran o no de manera literal a como los narra el
film); por el contrario, la visión que se nos ofrece es amarga y desencantada: al gobierno de los Estados Unidos tan solo se interesa por rescatar a Powers y
le es indiferente la liberación y la vida misma de Pryor, pues el primero les
resulta valioso (tiene “información”) y el otro no (tan solo es un pobre
desgraciado que estaba-en-el-lugar-equivocado-y-en-el-momento-equivocado); y
los soviéticos están dispuestos a soltar a Powers solamente si antes pueden
sacarle el máximo de “información”, y si están seguros de que Abel no ha hablado
con los norteamericanos más de la cuenta… Spielberg, que siempre ha tenido una
habilidad innata para filmar diálogos —baste recordar, sin ir más lejos, Lincoln (ídem, 2012)—, convierte las
arduas negociaciones de Donovan para conseguir el intercambio ideal (el de Abel
por Powers en el puente Glienicke, y paralelamente, la liberación de Pryor en
el Checkpoint Charlie) en una brillante coreografía de gestos y miradas,
magníficamente mostrados por una planificación exhaustiva y un inmejorable
elenco de intérpretes, que culmina en uno de los fragmentos más bellos de su
carrera: el ya mencionado del intercambio en el “puente de los espías”, por
descontado, cuya fuerza reside no solo en la precisión de su planificación como
en la adhesión emocional creada hacia los personajes y la tensión que se extrae
de cada detalle: los bandos enfrentados, ritualmente colocados a ambos lados
del puente; la asimismo citada despedida, repleta de incógnitas y miedos, entre
Donovan y Abel; el “suspense” que se crea alrededor de Joe Murphy (Jesse
Plemons), un joven piloto que tiene que identificar visualmente a Powers antes
de consumar el intercambio; la espera de una crucial llamada telefónica,
advirtiendo de la liberación en paralelo de Pryor en Checkpoint Charlie…
Clásicos de Hollywood, o considerados como tales, como John Ford, Raoul Walsh o
William A. Wellman, no hubiesen desdeñado tener una secuencia así en sus
filmografías.
Una vez consumado el intercambio de
Powers por Abel y la liberación de Pryor, Donovan regresa a los Estados Unidos,
y a su casa, en otra secuencia asimismo muy “clásica” (en el mejor sentido de
la expresión), y magistralmente resuelta: el protagonista se presenta en el
porche de su casa; allí le recibe su esposa Mary (Amy Ryan); Donovan, que ha
prometido guardar silencio sobre su misión secreta en Berlín (le dijo a Mary
que estaría en Londres), nada le dice al respecto, limitándose a entregarle un
pequeño encargo que ella le hizo antes de partir; luego, Mary ve por televisión
la noticia de la liberación de Francis Gary Powers…, y que en la misma ha
estado involucrado el abogado norteamericano James Donovan; pero cuando,
emocionada, sube al dormitorio para felicitar a su marido…, se lo encuentra
tumbado boca abajo sobre la cama, vestido, y profundamente dormido, agotado por
el esfuerzo de esos últimos días.
Hay en El puente de los espías un momento que ha sido duramente criticado,
me consta (y lo respeto, por descontado), pero que a nivel particular me parece
bellísimo y, contrariamente a lo que se ha dicho, en absoluto obvio. Al poco de
llegar a Berlín, Donovan toma el metro para viajar al extremo oriental de la
ciudad; en un momento dado, el tren viaja fuera del túnel y sobre un tramo
elevado que cruza sobre el recién construido Muro; en ese instante, por la
ventana, Donovan y otros pasajeros son testigos impotentes del asesinato de un
pequeño grupo de personas que, aprovechando la oscuridad de la noche, intentan
saltar el Muro, siendo ametralladas a sangre fría por la espalda. La secuencia
“criticada” a la que me refiero viene más adelante: de regreso a los Estados
Unidos, Donovan viaja en metro por Nueva York, y como ocurriera en Berlín, en
un momento dado el tren viaja por el exterior en un tramo elevado; sentado
junto a la ventana, el protagonista mira la calle y sonríe, satisfecho de verse
de nuevo reincorporado a la vida cotidiana tras su terrible aventura; de
pronto, ve a unos niños saltando la valla de un jardín, y es entonces cuando la
expresión de Donovan se torna sombría: el recuerdo de otro obstáculo, aquel no
inofensivo, y de otros jóvenes, que no sobrevivieron, le asalta por mediación
de ese sencillo, poético, genial recordatorio visual.
Desde que rodara La lista de Schindler, el interés de Spielberg por retratar páginas
de la historia ha sido notorio, tal y como ha demostrado en otros momentos de
su carrera. En este sentido, puede verse e interpretarse El puente de los espías como una enésima variante de ese interés por los relatos de o con trasfondo histórico, muy presentes en su
carrera: El Imperio del Sol, Amistad, Salvar al soldado Ryan, Munich,
Lincoln, e incluso, en clave jocosa…,
1941. Pero, aún siendo una buena
película, La lista de Schindler no me
parece de lo mejor de su autor: se nota demasiado que era un film “diseñado”
para conseguir esa reputación-de-cineasta-serio que siempre anduvo buscando, por
más que a mi entender nunca la necesitara: suponiendo, claro está, que exista eso que algunos llaman “cineastas serios” (sic), Spielberg para mí siempre lo ha sido, y
sobradamente. Su cine siempre ha hablado por sí mismo, y sigue haciéndolo. El puente de los espías
me parece uno de sus títulos más perfectos y compactos de estos
últimos años, y una de sus obras maestras junto con Tiburón, Encuentros en la
tercera fase, En busca del arca
perdida, E.T., el extraterrestre,
El Imperio del Sol, A.I. Inteligencia Artificial y Minority Report.