martes, 24 de marzo de 2015

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de ABRIL 2015, a la venta



La película más espectacular del mes, y anticipado pistoletazo de salida de la temporada cinematográfica veraniega made in Hollywood, Vengadores: La era de Ultrón (Avengers: Age of Ultron, 2015), de Joss Whedon, es el film de portada del núm. 356 de Imágenes de Actualidad. Su extenso reportaje se complementa con el artículo de Tonio L. Alarcón Marvel del futuro, destinado a repasar las futuras producciones de los Marvel Studios para cine y televisión que ya están en proceso de preparación y/o rodaje.


Este número también incluye extensos reportajes de Fast & Furious 7 (Furious 7, 2015), de James Wan (a quien dedicaré un estudio en el próximo número de “Dirigido por…”); La serie Divergente: Insurgente (The Divergent Series: Insurgent, 2015), de Robert Schwentke; La pirámide (The Pyramid, 2014), de Grégory Levasseur; El maestro del agua (The Water Diviner, 2014), de y con Russell Crowe; La oveja Shaun: La película (Shaun the Sheep Movie, 2015), de Mark Burton y Richard Starzak; Mortdecai (ídem, 2015), de David Koepp; The Guest (ídem, 2014), de Adam Wingard; El capital humano (Il capitale umano, 2013), de Paolo Virzì; Aguas tranquilas (Futatsume no mado, 2014), de Naomi Kawase (la cual también será objeto de un estudio en el próximo número de “Dirigido por…”); y Una noche para sobrevivir (Run All Night, 2015), de Jaume Collet-Serra, que se complementa con un retrato de uno de sus protagonistas masculinos, Joel Kinnaman. También se incluye una extensa entrevista con el actor y realizador Kenneth Branagh, con motivo del próximo estreno de su más reciente propuesta tras las cámaras, Cenicienta (Cinderella, 2015); y los avances de Operación U.N.C.L.E. (The Man from U.N.C.L.E., 2015), de Guy Ritchie, e Insidious: Capítulo 3 (Insidious: Chapter 3, 2015), de Leigh Whannell, dentro de la sección Primeras Fotos.


Destacamos este mes la incorporación a la revista de la nueva sección Series TV, donde se da cuenta de la emisión en España de las nuevas temporadas de títulos tan conocidos como Juego de tronos, Mad Men y Outlander. Esta sección se añade a las habituales de Noticias; Stars; Primera Imagen; Ranking; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Gran Vía y Se rueda, de Boquerini; Zona Sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Además…; Críticas; Videojuegos, de Marc Roig; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.


El estreno de Fast & Furious 7 me ha dado pie a incluir este mes en la sección Cult Movie precisamente el título iniciador de esta franquicia, The Fast and the Furious (A todo gas) (The Fast and the Furious, 2001), de Rob Cohen: “Es una tarea fácil destrozar una película de las características de “The Fast and the Furious (A todo gas)” por lo que tiene de descarado producto cinematográfico para consumo de adolescentes: una banda sonora cargada de canciones pop; una orgiástica exhibición de relucientes coches tuneados (todos parecen recién salidos del túnel de lavado); un lote de “tías buenas” enseñando el ombligo; etc., etc. En resumen, es el típico film que la crítica, digamos, seria (o que se considera como tal), se acostumbra a cargar sin más dilación y, sobre todo, sin mayores reflexiones. No vamos a llevar la contraria aquí afirmando lo contrario, es decir, que la película de Rob Cohen es una obra maestra ignorada que conviene reivindicar a toda costa y colocarla en el elevado panteón que se merece, etc., etc. Pero entrándonos en ella en sí misma considerada, y recordando que cualquier película, incluso la más aparentemente inocua y/o inofensiva, es una hija de su tiempo, desde este punto de vista el film de Cohen ni es tan despreciable ni está por completo desprovisto de interés fílmico”.


Las dos películas de las cuales he escrito comentarios en la sección de críticas me han deparado sendas sorpresas inesperadas; en primer lugar, y contra todo pronóstico, la para mí muy, muy decepcionante Puro vicio (Inherent Vice, 2014), del habitualmente excelente (pero aquí no) Paul Thomas Anderson…;


…y de la más que simpática Samba (ídem, 2014), de Eric Toledano y Olivier Nakache, de la cual a priori no me esperaba nada bueno.



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miércoles, 18 de marzo de 2015

Hijos de James Bond y Harry Palmer: “KINGSMAN: SERVICIO SECRETO”, de MATTHEW VAUGHN



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] El arranque de Kingsman: Servicio secreto (Kingsman: The Secret Service, 2014) es bonito, hay que reconocerlo: un travellíng frontal parte de la imagen de un par de musulmanes que, de repente, son acribillados sin contemplaciones, avanza hacia una fortaleza situada en un rincón de Oriente Medio y entra por una de las ventanas del edificio, situando al espectador en la no menos violenta escena que está teniendo lugar en la estancia donde la cámara se ha introducido, y que involucra a los agentes secretos británicos Harry Hart (Colin Firth) y Lee (Jonno Davies): este último morirá durante el interrogatorio de un terrorista (Adrian Quinton) en el cual está participando junto con sus compañeros, cubriendo con su propio cuerpo el impacto del explosivo que el terrorista detona con la intención de inmolarse junto a sus captores. El realizador británico Matthew Vaughn demuestra, y no solo en esta primera secuencia, que es un director que sabe filmar: tiene sentido de la imagen y de sus posibilidades expresivas, y sus encuadres están planificados con gusto, algo que se percibe tanto en su mejor película hasta la fecha —X-Men: Primera generación (X-Men: First Class, 2011)—, como en la peor —Kick-Ass: Listo para machacar (Kick-Ass, 2010)—, o en las que se encuentran en un término medio —Layer Cake (Crimen organizado) (Layer Cake, 2004), Stardust (ídem, 2007)— dentro de la trayectoria profesional tras las cámaras de este hasta hace poco productor conocido únicamente por sus trabajos con Guy Ritchie.


No es el único elemento de interés de Kingsman: Servicio secreto, al menos a priori. Basado en un reputado cómic que no he leído, con guión de Mark Millar —el mismo autor del relato gráfico que dio pie a Kick-Ass: Listo para machacar y su secuela (que preferí dejar correr)— y el gran dibujante Dave Gibbons —el de Watchmen—, el film viene a ser un irónico replanteamiento de la franquicia cinematográfica británica por excelencia (aparte, claro está, la de Harry Potter): la del agente secreto con licencia para matar creado por Ian Fleming James Bond 007, por más que no falte en la película un guiño, cómo no, a otra franquicia made in the UK más efímera pero muy significativa: la de Harry Palmer, basada a su vez en las novelas de Len Deighton, y que, como digo, aquí se evoca por la vía directa mediante la incorporación en el reparto de su excelente protagonista, Michael Caine, en el papel de Arthur, director de la organización de agentes secretos ingleses conocidos como los Kingsman (o Kingsmen). Por tanto, y desde el exclusivo punto de vista de sus planteamientos teóricos y/o temáticos, Kingsman: Servicio secreto arroja sobre el género de los agentes secretos a la inglesa una curiosa mirada “actualizada” —que no moderna, pues su planteamiento, aparentemente renovador, acaba siendo a la hora de la verdad de lo más conservador y tradicional—, como demuestra el acento que se pone en el origen proletario del joven héroe de la función, Gary “Eggsy” Unwin (Taron Egerton). Podríamos decir que Kingsman: Servicio secreto sería el resultado de imaginar una película de espionaje “bondiana” protagonizada por el joven antihéroe marginado de cualquier film social a lo Ken Loach. Pese a todo, esta idea es más válida como chiste que como sátira supuestamente aguda; además, la supuesta gracia de semejante ocurrencia se desvanece tan pronto como sabemos que “Eggsy” es hijo del Kingsman heroicamente muerto en la secuencia inicial de la película, con lo cual podemos pensar que las apariencias engañan y que, a pesar de su apariencia de vulgar chico de la calle, el protagonista “lleva en la sangre” la clase y la distinción de su progenitor; y, más tarde, la ocurrencia queda completamente anulada cuando, al término de su adiestramiento, “Eggsy” adopta la ropa, las gafas y las maneras de su mentor, el elegante agente Harry Hart. De este modo, lo que se ha dicho de que Kingsman: Servicio secreto es una especie de reivindicación de la dignidad de las clases obreras acaba siendo en el fondo una (otra) jocosa sátira del arribismo, tan tradicional dentro de la literatura y el cine británicos de todas las épocas, con “Eggsy” sintiéndose finalmente muy cómodo en su nuevo papel de refinado funcionario del gobierno a punto de darles una buena lección a los pelagatos de la clase social a la que hasta poco él mismo pertenecía, como subraya la secuencia final en el pub, que se anuncia como una mimética reconstrucción de la protagonizada en ese mismo escenario por Harry Hart.


No es la única idea con posibilidades que la película estropea a base de ligereza mal entendida y peor desarrollada. Está, también, la concepción de los Kingsman como herederos de los antiguos caballeros de la Mesa Redonda, que se percibe, de manera muy obvia, en los nombres de los agentes: Harry Hart recibe el apodo de Galahad, otro de los Kingsman se hace llamar Lancelot (Jack Davenport), un tercero responde al nombre de Merlín (Mark Strong), y su jefe, al de Arthur/Arturo. Pero la idea tampoco da más de sí, y solo sirve para subrayar algo asimismo muy evidente, que los Kingsman son los últimos y anacrónicos representantes de unas viejas tradiciones británicas ya muy lejanas en el tiempo, y para dar pie a una (otra) sangrante ironía: Arthur acaba descubriéndose como un traidor que también se ha vendido al villano del relato —sobre el que luego hablaremos—, y acabará muriendo a manos del joven “Eggsy” cuando intentaba envenenarlo; el sarcasmo reside, en esta ocasión, en ver a quien fuera Harry Palmer en el pasado mordiendo el polvo ante un representante de las nuevas generaciones que vienen a ocupar el trono, ahora vacío, del rey Arturo.


A medida que avanza, Kingsman: Servicio secreto va acumulando ironía tras ironía tomando como base de inspiración la iconografía visual de los films de James Bond. Nada de eso sería reprochable si no fuera porque, aparte de ser nuevamente una (otra) facilidad, tampoco se saca suficiente provecho de la misma. Incluso cuando hay momentos en los que parece que, efectivamente, la película es o pretende ser una mirada cruel y maliciosa sobre el “universo 007”, a la hora de la verdad se echa atrás con cobardía, de cara a conseguir una nueva sorpresa, o peor aún, un nuevo chiste, según los casos. Ello resulta patente en cuatro secuencias muy relevantes. La primera tiene lugar en el dormitorio donde duermen “Eggsy” y otros jóvenes, entre ellos dos chicas, que han sido reclutados para formar parte del proceso de selección de los Kingsman; de repente, el dormitorio se llena completamente de agua, y los candidatos deberán valerse de su ingenio para sobrevivir a esa encerrona mortal, demostrando su capacidad para reaccionar ante situaciones de peligro de muerte; “Eggsy” salva su vida y la de sus compañeros, pero una de las muchachas (aparentemente) perece ahogada. En la segunda secuencia, los candidatos saltan en paracaídas, y en pleno salto, Merlín les advierte por radio que uno de ellos no tiene paracaídas, con lo cual todos tienen que trabajar en equipo para salvar al compañero indefenso de una muerte cierta. En la tercera secuencia, “Eggsy” recobra el conocimiento atado a una vía del metro, y viéndose en la tesitura de tener que elegir entre o revelar quiénes son los Kingsman, o bien callar y dejarse morir para conservar el secreto. Y, en la cuarta y última secuencia a la que me refiero, “Eggsy” y Roxy (Sophie Cookson), ambos finalistas, tienen que pasar la prueba final de la cual saldrá el único seleccionado para ser un Kingsman, la cual consiste en… disparar al perrito que cada candidato ha elegido como mascota a la que cuidar durante su entrenamiento.


Lo que, por tanto, en apariencia se presenta como el dibujo de una organización secreta que es capaz de dejar que una chica se ahogue durante una prueba de acceso, que uno de los candidatos a formar parte de sus filas pueda morir estrellándose contra el suelo al lanzarle al vacío sin paracaídas, que el metro les arrolle para que demuestren que son capaces de no revelar la existencia de los Kingsman, o de obligarles a meterle una bala en la cabeza al indefenso animal con el que se han encariñado mientras entrenaban, se queda al final en nada. Ni la muchacha realmente se ha ahogado, ni nadie saltó al vacío sin paracaídas, ni el metro tampoco arrolló a nadie, ni la pistola entregada para matar al perro estaba cargada con balas de verdad. Es decir, que toda la carga malévola inherente al retrato de una organización aparentemente capaz de tanta dureza y crueldad se queda en un mero simulacro. Dejando aparte si eso tiene o no gracia (particularmente creo que tiene muy poca), esos golpes de efecto vienen a resumir lo que Kingsman: Servicio secreto es: un relato de acción de mentirijillas. Puede alegarse, por descontado, que esa era precisamente la intención: la de desmitificar las películas de agentes secretos a lo James Bond mediante una tramposa manipulación de sus convenciones. De acuerdo, pero el método empleado se convierte en un arma de doble filo: a partir del momento en que la temible organización secreta de los Kingsman deja de ser “temible” tan pronto vemos que se sustenta, como digo, sobre mentirijillas, por elaboradas que estas sean, el film entero se desploma bajo el efecto de esa invitación a no tomárselo en serio.


De acuerdo, también, con que el propósito de Matthew Vaughn, guionista junto a Jane Goldman, pudiera ser ese: convertir Kingsman: Servicio secreto en un regocijante saqueo de convenciones “bondianas” bajo el prisma del humor. El problema es que ni ese expolio resulta particularmente imaginativo, y su sentido del humor es de segunda fila. Lo más penoso en este último caso es lo que atañe a la descripción del villano de la función, un tal Richmond Valentine (Samuel L. Jackson) que tiene un diabólico plan para reducir la población mundial mediante la propagación de un virus que provoca un masivo ataque de locura asesina entre los infectados. Hay un momento en que, en un quiebro meta-fílmico, Valentine conversa con Harry Hart sobre las películas de James Bond, y el segundo le dice al primero que siempre ha considerado que aquellas estaban a la altura de sus villanos. Kingsman: Servicio secreto también está a la altura de su villano, pero para mal: a pesar de que Samuel L. Jackson es un excelente actor, su Richmond Valentine, con su ceceo al hablar (un chiste fácil), su aprensión a la sangre (otro), su afición a ofrecer a sus invitados hamburguesas industriales (otro más), y que, siguiendo la tradición “bondiana”, se hace acompañar por una secuaz “especial” —Gazelle (Sofia Boutella)— que, en vez de pies, tiene dos afiladas espadas capaces de partir a alguien en dos (¡qué risa!), es un villano que no puede causar inquietud alguna: tan solo un discreto aburrimiento.


Puede que toda esa ligereza sea la que, en última instancia, justifica que el film se adentre con desparpajo y, dirán, sin prejuicios (sin sentido del ridículo, diría más bien yo) en una serie de alegres excesos, convirtiendo sus secuencias de acción en un puro delirio visual al servicio de lo gratuito. Ya lo he dicho al principio: Vaughn sabe filmar, pero eso no significa que lo que filma sea brillante; aparatoso y eficaz, todo lo más. Los momentos más recordables son, casi me atrevería a decir que forzosamente, en primer lugar esa sanguinaria secuencia en la que, como consecuencia del virus propagado por Valentine, Harry Hart y los feligreses asistentes a misa en una iglesia norteamericana ultra-ortodoxa se enzarzan en una orgía de asesinatos; Vaughn la resuelve en base a planos-secuencia o planos de larga duración siguiendo coreográficamente la matanza pero el resultado, por más que vistoso, es asimismo cansino: a Vaughn le cuesta soltar su juguete y la secuencia, a base de alargarla tanto, pierde buena parte de su efectividad y termina por aburrir. A ella hay que añadir el pirotécnico festival de explosiones de cabezas dentro del cubil secreto de Valentine, que convierte una idea sanguinolenta a lo La furia (The Fury, 1978, Brian de Palma) o Scanners (ídem, 1981, David Cronenberg) en una suerte de falla valenciana de decapitaciones filmadas con colorines. Con franqueza: prefiero, con todos sus defectos, la peor película Bond. Por lo menos, estas no van de estériles productos “desmitificadores” para listillos.   

domingo, 15 de marzo de 2015

Un tejano en Iraq: “EL FRANCOTIRADOR”, de CLINT EASTWOOD



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] La primera secuencia de El francotirador (American Sniper, 2014) puede verse como una especie de adelanto de algo que la película desarrollará más adelante: su personaje protagonista, el soldado miembro de los SEAL Chris Kyle (Bradley Cooper), se encuentra apostado sobre el tejado de una vivienda iraquí junto a su compañero de armas Winston (Kyle Gallner) y vigilando la calle a través de la mirilla telescópica de su rifle; de pronto, algo capta su atención: una mujer y un niño iraquíes salen a la calle justo en el momento en que una patrulla norteamericana está avanzando con precaución al otro extremo de esa misma calle; Chris repara en un detalle que despierta su alarma: la mujer, dice, no mueve los brazos al andar, lo cual sugiere que esconde algo debajo de la ropa; cierto: lo que lleva es una granada en forma de cilindro, que entrega subrepticiamente al niño, quien rápidamente se aleja de la mujer, echando a correr hacia los soldados con esa granada en las manos… Chris sabe que la mujer y el niño están intentando atentar contra sus compañeros, y también sabe que debe abatir a los dos primeros para salvarles la vida a los segundos. Clint Eastwood, director, crea alrededor de este momento de tensión un “suspense” a base de planos de la mirilla telescópica desde el punto de vista subjetivo de Chris, combinados con encuadres más abiertos detallándonos la geografía de la escena y primeros planos del dedo de Chris a punto de jalar el gatillo de su arma. Este último momento coincide con un brusco paso de montaje, en virtud del cual retrocedemos en el tiempo y “saltamos” a un plano de un joven Chris Kyle (Cole Konis), abriendo fuego con su escopeta de caza contra un ciervo, acompañado de su padre, Wayne (Ben Reed): ambos están cazando en un bosque de la localidad tejana de donde son oriundos.


Ese paso de montaje introduce al espectador en el pasado del protagonista, proporcionando una serie de primeros apuntes sobre su perfil psicológico, el cual se remonta a su misma infancia: el pequeño Chris recibe los primeros consejos de su padre en materia de armas de fuego (el ciervo al que acaba de abatir es su primera pieza de caza); a continuación, una serie de cortas y sintéticas escenas cuya sequedad acaba siendo una de las características de este film nos presentan a: 1) Chris yendo a misa con sus padres y su hermano menor Jeff (Luke Sunshine), momento que el primero aprovecha para robar una pequeña biblia de bolsillo del banquillo de la iglesia, la misma que a partir de entonces siempre llevará consigo; 2) Chris defendiendo a Jeff de la agresión física de un compañero de escuela mayor que este último; y 3) la escena en la que los Kyle comen alrededor de la mesa y Wayne, dándose cuenta del puñetazo en el ojo que luce Jeff, alecciona a sus hijos diciéndoles que en el mundo tan solo hay tres clases de personas: las ovejas, que sufren los abusos de los demás sin rechistar (refiriéndose, claro está, a Jeff); los lobos, que gustan de abusar de las ovejas; y los perros pastores, que defienden a estas últimas de los lobos. Es evidente que la asociación entre la secuencia inicial en Iraq y la retrospectiva sobre la infancia de Chris Kyle sugiere que este ha asumido las enseñanzas de su padre, y en consecuencia, su rol de perro pastor; o dicho de otro modo, que Chris está convencido, en virtud de sus creencias políticas/religiosas/personales, que es un perro pastor destinado a proteger a las ovejas de los lobos, por más que estas últimas pueden presentarse bajo la inocente apariencia de una mujer y un niño. No por casualidad, más adelante el relato retoma esa secuencia inicial y la completa: Chris mata al niño que se acercaba demasiado a la patrulla de soldados norteamericanos con la granada, y a continuación mata a la mujer cuando esta última corre hacia el cadáver del niño, recupera la granada e intenta completar la acción contra sus enemigos…


La ideología ha perseguido a Clint Eastwood y su cine desde los inicios de su carrera: las sospechas sobre su contenido reaccionario ya arrancaron con su primer largometraje como realizador, Escalofrío en la noche (Play “Misty” for Me, 1971), considerada por muchos un precedente directo de ese bodrio sin paliativos llamado Atracción fatal (Fatal Attraction, 1987, Adrian Lyne), y volvieron a ser motivo de cierta controversia con motivo del estreno de El sargento de hierro (Heartbreak Ridge, 1986); y, por más que Eastwood parecía haber demostrado con creces su repulsa hacia la guerra con su magistral díptico de Iwo Jima —Banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers, 2006) y Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2006)—, la polémica ideológica ha vuelto a reverdecer a raíz de El francotirador y su retrato directo y descarnado de un patriota que mata iraquíes (aunque sean mujeres y niños) porque está convencido de que con su acción salva las vidas de sus compatriotas. Algo que no deja de resultar sorprendente, habida cuenta de que, con los años que han transcurrido, y teniendo en cuenta lo mucho que se ha escrito sobre el cine del autor de Sin perdón (Unforgiven, 1992), todavía haya quien se mire con lupa la ideología de sus películas en detrimento de sus cualidades cinematográficas, y que en base a ello se establezcan peyorativas comparaciones, temática mediante, con otras aproximaciones fílmicas a la guerra de Iraq, a mi entender muy mediocres: los dos films de Kathryn Bigelow En tierra hostil (The Hurt Locker, 2008) (1) y La noche más oscura (Zero Dark Thirty, 2012) (2). Por no hablar de tonterías como esa, tan difundida (y lo que es peor: asumida incondicionalmente sin cuestionársela ni por un momento), de que Eastwood no revisa los guiones sobre los que trabaja, lo cual, a mi entender, no es sino un retrógrado retroceso a la anticuada idea de que una película vale lo que su guión (¡¿el cine tiene más de un siglo de historia y todavía seguimos así?!), pero que a pesar de ello ha tenido mucho éxito a la hora de valorar las más recientes propuestas de Eastwood tras las cámaras, tanto da que se trate de títulos magníficos como Gran Torino (ídem, 2008) (3) o el insultantemente menospreciado Jersey Boys (ídem, 2014), como de una obra maestra como Más allá de la vida (Hereafter, 2010) (4), o de películas menos conseguidas, cierto, caso de Invictus (ídem, 2009) (5) y J. Edgar (ídem, 2011) (6), pero ni mucho menos tan fallidas ni despreciables como se atrevieron (y se atreven) a afirmar los componentes de esa renovada (que no nueva) generación de detractores viejos de espíritu. Al hilo de esto último, soy consciente de que quizá se trate de un problema generacional, o pura y simplemente, una cuestión de sintonía personal que daría pie a abrir un (otro) debate (inútil) en torno a la “vieja” y la “nueva” crítica de cine, sobre todo la que de un tiempo a esta parte se dedica, con fruición freudiana, a “matar a los padres” (no solo Eastwood; también David Cronenberg, Tim Burton, Peter Jackson, Bryan Singer y algún otro) para asegurar el triunfo de los “hijos” (cf. Matthew Vaughn: de Kingsman: Servicio secreto ya hablaremos otro día).


No comprendo las acusaciones contra Clint Eastwood en general y contra El francotirador en particular tildándolos de fascistas, derechistas, reaccionarios y similares, las cuales, de tan repetitivas, suenan a lo que son: a viejas, y de “viejos” (a pesar de que, por desgracia, muchas hayan sido pronunciadas por personas jóvenes, lo cual es preocupante: con sinceridad, me pregunto si saben lo que es un fascista o un reaccionario de verdad). Pero, sea como fuere, lo cierto es que, con El francotirador, Eastwood parece haber “tocado hueso”, dado que se ha atrevido a hacer algo que muchos consideran políticamente (y, también, cinematográficamente) muy “incorrecto”: narrar la historia de un patriota desde el punto de vista de ese patriota y respetándolo como tal, pero sin que eso suponga, ni mucho menos, ni una exaltación ni tampoco una crítica de su conducta y pensamiento. Eastwood no juzga: muestra. Y lo hace de una forma excepcionalmente inteligente, de manera que cada espectador pueda sacar sus propias conclusiones. Se ha dicho, también, que El francotirador es el retrato de un héroe made in USA. Puede que sea así, pero no es solo eso: es, también, un retrato hecho desde la proximidad, pero sin eludir sus aspectos más discutibles, ergo, humanos. En El francotirador se dice que Chris Kyle era un héroe porque los demás decían de él que lo era, pero Eastwood no le presenta como una figura heroica, incluso le muestra confundido, incómodo y más bien molesto por el hecho de que los demás vean así, entre otras razones porque Chris sabe que, en el fondo, no es ese héroe que ven sus compañeros de armas o —en un apunte extraordinario— ese veterano de guerra mutilado que le da las gracias por haberle salvado la vida en combate haciéndole el saludo militar. Porque Chris —y, con él, Eastwood— sabe la verdad: que debe su fama a su talento mortífero para abatir enemigos a distancia, tanto da que sean hombres como (ya lo hemos visto) mujeres y niños, y a nada más; y, por más que Chris se repite a menudo que lo hace para salvar las vidas de muchos soldados norteamericanos, cada vez que lo dice suena a una especie de “mantra” que se tiene que repetir constantemente para no perder la razón…


¿Es un héroe alguien que, como hemos intuido en la primera secuencia, al final es capaz de matar a una mujer y un niño, para luego justificarlo con el cínico argumento del cumplimiento-del-deber? ¿O que, más adelante, cuando vuelve a encontrarse en una tesitura similar —otro niño iraquí empuña un bazooka armado y, por un momento, parece que va a descargarlo contra los soldados que han invadido su país—, duda sobre qué tiene que hacer, consciente de que, caso de ser necesario, será capaz de matar otro niño cumpliendo con ese mismo deber? ¿Alguien que, desde su infancia, le gusta salir de caza, y disfruta derramando sangre? ¿Que siempre lleva consigo una biblia (robada)? ¿Que resuelve la infidelidad de su primera novia echando violentamente a esta y su amante? ¿Que seduce a la que será su esposa, Taya (Sienna Miller), tras emborracharla hasta hacerla vomitar? ¿Que, a sus 30 años, y usando como excusa su patriotismo, acepta someterse al durísimo adiestramiento de los SEAL, acaso tentado por la posibilidad de practicar “la caza más peligrosa” tal y como la bautizara Richard Connell, es decir, la del hombre, tras ver por televisión las consecuencias de los atentados terroristas contra intereses estadounidenses? ¿Que, una vez en Iraq, es capaz de dejar al margen su propia seguridad desde su plataforma privilegiada como francotirador y, de nuevo con la excusa de ayudar a sus compañeros, pero quizá impulsado por esa misma sed de sangre, se une a una patrulla que busca enemigos entrando casa por casa? ¿Que, cada vez que regresa a su casa de permiso, no tarda en ceder al impulso de regresar al frente iraquí (¡participa hasta en cuatro movilizaciones!), abandonando a su esposa y a sus hijos, pero alegando siempre que lo hace en defensa de su país y de esos seres queridos, y con el sonido de los disparos resonando en su cabeza día y noche? ¿Y que solo parece encontrar la paz el día que consigue, por fin, liquidar a su único enemigo a su altura —otro francotirador, que está del lado de los islamistas, al que llaman Mustafá (Sammy Sheik)—, regresando a sus amados Estados Unidos (donde, por cierto, acabará asesinado a manos de uno de esos veteranos de guerra que juró proteger gracias a su puntería mortífera)? Si El francotirador es el retrato de un héroe, ¡menudo héroe!


Precisamente lo que tanto parece molestar de una propuesta como El francotirador, su franqueza a la hora de mostrar el retrato de un patriota desde su perspectiva patriótica, es precisamente su mayor acierto. Porque el hecho de que Eastwood se mire con respeto a Chris Kyle y su ideología (y puede que incluso comparta esta última) no significa que no sea capaz de expresar que, además o aparte de eso, El francotirador es, también, la tragedia de un hombre que solo encuentra sentido a su vida cuando hace aquello que sabe hacer mejor que nada: matar. En este sentido, la capacidad de reflexión de esta película —lo digo ya— magistral, merecedora de una recepción crítica muy superior a la que se ha dispensado, al menos entre nosotros, me parece apabullante. Por ejemplo, y recordando de nuevo la dramática situación con la que se abre el film, más tarde vemos a Chris junto a un compañero soldado en un barracón y cómo le comenta lo duro que le ha sido el tener que matar a una mujer y a un niño; Eastwood “corta” aquí, y luego volvemos a ver a Chris desempeñando, con su habitual eficacia, su papel de francotirador, sin que esas muertes hayan dejado una mella aparente en el protagonista. ¿Podemos entender, en virtud de ese corte de montaje, que a Eastwood no le interesa ahondar en esta terrible cuestión (el matar o no matar a una mujer y a un niño en defensa de la patria)? ¿O más bien es al protagonista al que no le interesa seguir pensando en algo tan delicado, y prefiere pasar página y seguir adelante con su “trabajo” como si tal cosa? No olvidemos que, en cine, muchas veces lo que no se explica, lo que tan solo se sugiere entre líneas/entre planos, es tanto o más importante que lo que se dice en voz alta.


No es el único ejemplo. En una de sus estancias en su hogar en los Estados Unidos, vemos a Chris sentado en el sofá de su casa y mirando fijamente un televisor apagado…, mientras oímos en off el sonido de disparos y detonaciones de armas de fuego, que en realidad brotan de la mente del protagonista. La idea, estrictamente hablando, no es nueva: el televisor apagado parece sacado de la extraordinaria película de Douglas Sirk Solo el cielo lo sabe (All That Heaven Allows, 1955), y concretamente de ese gran momento en que Jane Wyman intuye su silueta oscura reflejada en la pantalla del televisor que acaban de regalarle sus hijos para que olvide al hombre más joven que ella del cual se ha enamorado. Puede que Eastwood no pensara en Sirk, pero la recuperación, consciente o inconsciente, de esta idea sirve para recordarnos el soterrado componente trágico que aflora, subrepticiamente, en la superficie aparentemente serena, en el fondo turbia y turbulenta, de El francotirador: Chris mira ese televisor apagado con la misma intensidad con la que miró esos otros televisores encendidos que emitían reportajes sobre los atentados islámicos, pero en este punto del relato el protagonista ya no necesita imágenes para alimentar su obsesión por “la caza más peligrosa”.


Otro gran momento que, asimismo, evoca un film muy diferente, es la mencionada secuencia en la que un joven veterano de la guerra de Iraq se encuentra con Chris en una tienda y le da las gracias por haberle salvado la vida. El veterano se sube la pernera de su pantalón y le enseña la pierna ortopédica que reemplaza a la suya, perdida en combate. Ese instante parece, a simple vista, una especie de reverso irónico de una escena parecida de otra película que, en su momento, desató una polémica ideológica no muy alejada de la reavivada ahora por El francotirador. Me refiero al estupendo e irónico film de Paul Verhoeven Starship Troopers (Las brigadas del espacio) (Starship Troopers, 1997), y más concretamente a esa escena en la que un sargento reclutador afirma, con orgullo: “El ejército hizo de mí el hombre que soy ahora”…, comentario al que le sigue el descubrimiento de que el sargento en cuestión ha perdido ambas piernas. Lo que en el cínico Verhoeven no es sino una burla dolorosa y sangrante hacia la estupidez de la guerra y de la así llamada vida militar, en Eastwood da pie a una paradójica situación: Chris se siente incómodo ante el agradecimiento que le dispensa el joven veterano. Más adelante, de regreso a la vida civil, prestará su compañía desinteresada a un puñado de veteranos mutilados, acaso considerándolo otra manera de ayudar a los suyos en tiempos de paz; eso sí, lo que hace cuando está con ellos es… ¡enseñarles a disparar!


El francotirador es, en suma, el retrato de un hombre en guerra consigo mismo. En consecuencia, todas las (magníficas) secuencias bélicas adoptan siempre la perspectiva subjetiva del protagonista, dotándolas de este modo de una gran carga moral. Un gran ejemplo lo hallamos en una secuencia que me parece una de las más aterradoras vistas últimamente en una pantalla de cine: aquel momento en que Chris y sus compañeros intentan emboscar a un líder islamista al que apodan “El Carnicero” (Mido Hamada) justo en el instante en que se encuentra intimidando al iraquí que sabe que le ha “vendido” a los americanos…, mediante un contundente procedimiento: la tortura y asesinato de su hijo con un taladro, hiriéndole primero en una pierna y luego en la cabeza. La repugnancia de la barbarie cometida por “El Carnicero” corre pareja a la impotencia de Chris, quien se ve incapaz de detener esa crueldad, insinuándose así que el protagonista pierde eficacia como matarife cuando abandona su posición de francotirador y participa en el combate a ras de suelo. No resulta casual, en este sentido, que el “talento” de Chris funcione mejor en situaciones que le permiten poner en práctica su mayor habilidad: su capacidad de observación. Me refiero, en este caso, a la excelente secuencia en la que Chris y sus compañeros se refugian en la casa de una familia iraquí, y el cabeza de familia, a pesar de la presencia de los invasores en su propio hogar, les invita a cenar, cumpliendo con los rigores de su religión. El carácter distendido del momento se rompe a partir del momento en que Chris repara en un detalle: el codo izquierdo del padre de familia iraquí está enrojecido, como si lo hubiese apoyado con fuerza contra el suelo (como si lo hubiese apoyado para sostener un arma); Chris inspecciona el piso, y efectivamente, descubre que el hombre esconde armas en un falso suelo disimulado bajo una alfombra.


Resulta asimismo admirable la resolución del último combate sobre suelo iraquí en el que Chris interviene. El protagonista y sus compañeros están apostados en el tejado de un edificio; Chris sospecha de la presencia del francotirador Mustafá en el techo de una vivienda de los alrededores; sus superiores le advierten de que no abra fuego, pues un solo disparo bastará para delatar su posición, y hay muchos enemigos rondando por la zona. Pero Chris desobedece la orden, y en consecuencia, se desata el caos. El protagonista consigue abatir a Mustafá, efectuando un prodigioso disparo a dos kilómetros de distancia, y en el último momento él y sus compañeros consiguen salir de la encerrona (en la que se encuentran inmersos por culpa del propio Chris) gracias a la llegada a última hora de refuerzos. En un momento de modélica construcción, vemos cómo una gigantesca tormenta de arena se abate sobre el lugar, dificultando el combate de Chris y sus compañeros contra sus enemigos y el rescate in extremis de los primeros. Pero lo relevante de esta secuencia, bellísima, es que, justo a partir del momento en que Chris abate a Mustafá, podemos afirmar que la guerra ya ha terminado para él. En consecuencia, todo a su alrededor deja de tener los contornos claros, precisos, transparentes, que siempre han tenido para él; la tormenta de arena convierte el mundo a su alrededor en un universo turbio, cegador e impreciso donde ya nada tiene sentido… A mayor ahondamiento, el ataque enemigo y la tormenta de arena se mezclan con una desesperada llamada telefónica de Taya, embarazada y a punto de dar a luz, a modo de simbólica representación del “nacimiento” del nuevo Chris, el que ha dejado atrás sus demonios y se ha dado cuenta de que ya es el momento de volver para siempre a casa.


Tampoco cuesta ver en el enfrentamiento, tanto físico como simbólico, entre Chris y Mustafá una variante del discurso pronunciado en una de las más famosas películas de Eastwood-actor: Harry el sucio (Dirty Harry, 1971), el magnífico thriller de Don Siegel también frecuentemente tildado, ay, de “fascista”. Si este último era, en esencia, la descripción de la lucha de un cazador de hombres —el inspector Harry Callahan (Eastwood)— contra otro cazador de seres humanos —el asesino en serie Escorpión (Andy Robinson)—, El francotirador retoma en parte ese discurso, convirtiendo a Mustafá no tanto en una némesis como, sobre todo, en un nuevo reflejo o complemento del perfil psicológico del protagonista del relato. Con pinceladas breves pero sensibles, Eastwood nos muestra a Mustafá en su casa, donde vemos que, al igual que Chris, es un hombre con una familia a la que ama y que le ama; también vemos una foto en la pared de su casa que confirma una información verbal que previamente se nos ha suministrado sobre el personaje: que participó en unos Juegos Olímpicos en la categoría de tiro con fusil. Acaso podemos pensar que, del mismo modo que Chris satisface su callada sed de sangre primero cazando animales y luego enemigos de América, Mustafá ha hecho otro tanto canalizando inicialmente su violencia a través una práctica deportiva socialmente aceptable. También sorprende, en un cineasta “clásico” como Eastwood, o considerado como tal, la inserción de ese plano que visualiza, mediante un efecto digital, el vuelo a cámara lenta de la bala disparada por Chris que acabará con la vida de Mustafá, pero que expresa muy bien lo que ese disparo tiene de fin de un ciclo personal para el protagonista; a veces, Eastwood es más moderno que muchos modernos.


El final de El francotirador, lejos de ser “feliz”, me parece de lo más sombrío. Chris regresa a casa y parece haber encontrado esa paz que nunca ha sabido degustar lejos del campo de batalla, al lado de su mujer e hijos. Pero el relato llega a su conclusión precedido por un momento de inquietud: Chris sube a una camioneta en compañía de un veterano de guerra (Vincent Selhorst-Jones) con el que ha quedado para ir al campo de tiro a practicar; Taya observa a su marido y a ese desconocido desde la puerta de su casa; Eastwood introduce, como digo, un apunte inquietante de puesta en escena por medio de un sencillo plano/contraplano de Taya mirando a Chris y al veterano, y fundiendo a continuación la pantalla, para dejar paso a la inserción de un rótulo que nos informa de que Chris Kyle falleció asesinado a manos de ese mismo veterano con el que había ido a tirar… El film se cierra con una serie de solemnes imágenes documentales de las manifestaciones populares que tuvieron lugar al paso del cortejo fúnebre de Chris Kyle, protagonizadas por docenas de personas que, espontáneamente, salieron de sus casas y quisieron rendirle un último homenaje a “su héroe”; un final que, en cierto sentido, evoca los tristes planos funerarios que cierran Bird (ídem, 1988), otro biopic de Eastwood en torno a otro héroe nacional de los Estados Unidos de turbulenta existencia. Parafraseando al amigo Antonio José Navarro en la que, en mi opinión, es la mejor definición que conozco sobre Nacido el 4 de Julio (Born on the Fourth of July, 1989, Oliver Stone), otra película estadounidense polémica en virtud de su pretendido “patriotismo made in USA”, El francotirador es una (otra) reflexión sobre la tragedia de ser americano.    


(6) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/03/monstruos-de-rostro-humano-la-dama-de.html

sábado, 7 de marzo de 2015

“DIRIGIDO POR…”, MARZO 2015, ya a la venta



Dirigido por… alcanza su número 453 exhibiendo en portada una espectacular imagen de El precio del poder (Scarface, 1983) que anuncia la segunda y última parte del dossier dedicado a Brian de Palma, compuesta a su vez por tres artículos: Sexo, mentiras y cintas de audio. El “thriller” según Brian de Palma, escrito por Tonio L. Alarcón; Adaptaciones de ficciones televisivas clásicas. Transgredir el modelo, obra de Quim Casas; y El cine negro. Brío, fulgor y ambición, elaborado por Ramon Freixas y Joan Bassa.


Otros contenidos destacados de este número son las extensas reseñas dedicadas a: Puro vicio (Inherent Vice, 2014), escrita por Israel Paredes Badía, y que se complementa con una entrevista con el director de este film, Paul Thomas Anderson; Maps to the Stars (ídem, 2014), de David Cronenberg; Negociador (2015), de Borja Cobeaga, elaborada por Quim Casas, quien también firma la crítica de Pasolini (ídem, 2014), que se complementa a su vez con una entrevista con el realizador Abel Ferrara; Calabria (Anime nere, 2014), de Francesco Munzi, que firma Joaquín Torán; Cenicienta (Cinderella, 2015), de Kenneth Branagh, que comenta Ángel Sala; y The Humbling (ídem, 2014), de Barry Levinson, analizada por Israel Paredes Badía, y que parece ser que puede llegar a nuestras pantallas con el nada original título de… La sombra del actor.


El número también atesora una extensa crónica del Festival de Berlín 2015, rubricada por Ángel Sala; los comentarios de Fedora (ídem, 1978), de Billy Wilder, y Huracán (When Tomorrow Comes, 1939), de John M. Stahl, respectivamente firmados por Israel Paredes Badía y Juan Carlos Vizcaíno Martínez, para la sección Flashback; el artículo que ha escrito Joaquín Torán sobre Patrick Modiano en el cine, o el anclaje de la memoria, dentro de la sección Perfil; los comentarios de las series Agente Carter (Agent Carter, 2015- ), primera temporada, y las temporadas primera y segunda de La caza (The Fall, 2013- ), que han escrito Nicolás Ruiz y Quim Casas respectivamente para la sección Televisión; otra sección, Home Cinema, compuesta por comentarios de otras novedades en formato doméstico escritos por Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Quim Casas, Antonio José Navarro y Héctor G. Barnés; la sección Banda Sonora, de Joan Padrol; y el comentario que ha escrito Rafel Miret de Aplauso (Applause, 1929), de Rouben Mamoulian, para En busca del cine perdido.


Este mes contribuye a este número de Dirigido por…, en primer lugar, con la extensa reseña del nuevo y excelente film de David Cronenberg, Maps to the Stars…;


…y las críticas de, primero, otra interesante película, la cual sospecho ha pasado más desapercibida de lo que se merecía: Alma salvaje (Wild, 2014), de Jean-Marc Vallée…,


Timbuktu (ídem, 2014), de Abderrahmane Sissako, esta más bien poquita cosa…,


…y la popular Cincuenta sombras de Grey (Fifty Shades of Grey, 2015), de Sam Taylor-Johnson, que podría resumirse (con perdón de Shakespeare) con aquello del mucho ruido y de las pocas nueces.


También escribo un comentario para la sección Home Cinema: el del film de Michael Mann Ladrón (Thief, 1981).


Y, dentro de la sección Travelling, otro genéricamente titulado Pablo Llorca, francotirador del cine español, donde hablo de sus dos más recientes producciones, el documental País de todo a 100 (2014) y la película de ficción El gran salto adelante (2014).



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