Réquiem por un campeón (Requiem for a Heavywight, 1962), debut en el cine del
neoyorquino Ralph Nelson (1916-1987), es una nueva versión del mismo guion de
Rod Serling, el célebre creador de series como Dimensión desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964) o Galería nocturna (Night Gallery, 1969-1973),
que el propio Nelson ya había realizado para televisión: Requiem for a Heavyweight (1956), perteneciente a la serie Playhouse 90 (1956-1959), y
protagonizada por Jack Palance, Keenan Wynn, Kim Hunter y Ed Wynn. Anotemos, a
título de curiosidad, la existencia de otra versión televisiva para la BBC de ese mismo guion,
asimismo titulada Requiem for a
Heavyweight (1957), dirigida por Alvin Rakoff y en cuyo reparto hallamos
nada menos que a unos, por aquel entonces, desconocidos Sean Connery y Michael
Caine.
Réquiem por un campeón podría inscribirse, fácilmente, entre las más duras visiones
del mundo del boxeo que haya proporcionado el cine norteamericano a lo largo de
su historia, en la línea, pongamos por caso, de El ídolo de barro (Champion, 1949) o Más dura será la caída (The Harder They Fall, 1956), ambas de Mark
Robson; es decir, dentro de lo que suele conocerse como “películas anti boxeo”.
No faltan razones para ello, y más teniendo en cuenta que esa mirada sombría hacia
este deporte está mostrada, de manera tan brillante como contundente, nada más
empezar el film: nos hallamos en los tensos minutos finales de lo que se conoce
como “una velada pugilística”, y Nelson nos sumerge en medio de ella mediante
una vibrante utilización de la cámara subjetiva, colocando al espectador en el
punto de vista de un púgil que se está llevando una monumental paliza a manos
nada menos que de Cassius Clay (quien se interpreta a sí mismo), y para
desesperación de los dos hombres que le acompañan, su mánager, Maish Rennick (Jackie
Gleason), y su entrenador, Army (Mickey Rooney); el combate termina con el KO del
boxeador cuyas andanzas seguimos en cámara subjetiva (el KO es la manera
“técnica”, elegante, de decir que a alguien le han partido la cara hasta
dejarle al borde o sumergido en la pérdida de conocimiento); el entrenador
ayuda a su púgil a regresar al vestuario mientras, por el camino, el público le
abuchea, reprochándole su derrota (y, en el fondo, que no les haya proporcionado
un poco más de “espectáculo”: el KO se ha producido en el séptimo asalto);
cuando el boxeador pasa por delante de un espejo, vemos entonces su rostro: el
del actor que lo interpreta, Anthony Quinn, y el del personaje, Louis “Montaña”
Rivera, convertido en una especie de masa tumefacta y sangrante.
Sin embargo, hay que matizar que,
antes de esa excelente exhibición de cámara subjetiva, Réquiem por un campeón se ha iniciado poco antes con otro
movimiento de cámara, no menos virtuoso, y en contrapartida más elegante: un travelling lateral que recorre la barra
de un bar y nos muestra a un grupo de hombres sentados ante ella, todos ellos
mirando el combate de boxeo entre “Montaña” y Cassius Clay que se está
emitiendo por televisión: en los rostros de esos hombres, algunos de ellos ya
maduros, advertimos las facciones gastadas, esculpidas a golpes, todavía con
cicatrices, que delatan su condición de exboxeadores; efectivamente, más
avanzado el relato, sabremos que el local donde se hallan es un tugurio al cual
suelen acudir púgiles retirados, la mayoría de ellos para ahogar en alcohol su
condición de parias de la sociedad: de personas las cuales, una vez pasado su
efímero momento de gloria, han desaparecido por completo de la atención
pública. Ni que decir tiene que este travelling
descriptivo sobre los exboxeadores no es sino una presentación del futuro que
le espera al púgil al cual le van a romper la cara en la secuencia en cámara
subjetiva que va a venir a continuación. Y, por descontado, luego veremos a
“Montaña” Rivera engrosando el cupo de boxeadores retirados y alcoholizados que
llenan ese agujero para “juguetes rotos”.
A pesar de que Réquiem por un campeón puede verse como una feroz diatriba contra
el boxeo, o por lo menos como un ataque frontal y sin concesiones contra una de
sus peores facetas, la que nadie quiere ver dado su carácter desagradable y
carente de glamour, la relativa al
negro futuro que les espera a esos hombres que, en la mayoría de las ocasiones,
no saben hacer otra cosa que boxear, este excelente film de Ralph Nelson –acaso
su mejor película– no es tan solo una “película anti boxeo”. Es, también, un
espléndido melodrama sobre el fracaso que hubiese hecho las delicias de un John
Huston –quien ya abordó un tema parecido en su posterior Fat City (Ciudad dorada) (Fat City, 1972)–, y cuyo poderoso estudio
de personajes, situaciones y ambientes elevan el interés de la propuesta por
encima, incluso, de ese apasionado discurso anti boxeo, para erigirla en una
pieza romántica y trágica hasta la exasperación.
Con el apoyo inestimable de la gran
fotografía en blanco y negro de Arthur J. Ornitz y del formidable trabajo
interpretativo de Anthony Quinn, Jackie Gleason, Julie Harris y, sobre todo,
Mickey Rooney (quien lleva a cabo aquí un complejo y sutilísimo recital de intensos
silencios y expresivas miradas en segundo término), Nelson construye Réquiem por un campeón con encuadres de
una áspera sobriedad y de gran claridad expositiva, que contrastan
deliberadamente con los movimientos de cámara con los que ha abierto el relato
y que hemos comentado al principio de estas líneas. Si ese primer travelling sobre los púgiles retirados y
bebiendo tiene un siniestro carácter elegíaco, y el movimiento abrupto de la
cámara subjetiva hace gala, por el contrario, de su carácter turbulento, el
resto del film sorprende, como digo, por su sobriedad narrativa, por más que no
falten en ella, como no podía ser de otro modo, momentos de gran intensidad.
Llama la atención el poderoso dibujo de la relación de necesidad y dependencia
que existe entre los principales personajes: “Montaña” Rivera necesita a Maish,
al que idolatra, para que le consiga combates, y Maish necesita a su vez a
“Montaña” para ganar dinero; Army es consciente de que Maish se está
aprovechando de “Montaña”, al que lleva explotando diecisiete años, y aunque le
asquea su conducta sigue a su lado porque siente afecto por “Montaña” y teme
dejarle solo con el mánager; en el curso de lo que se conoce como entrevista de
trabajo (¿hace falta que añada que es una de las más sofisticadas técnicas de
humillación y degradación del ser humano ideadas por la sociedad
contemporánea?), “Montaña” conoce a la mujer que se encarga de tramitar su
solicitud de empleo, Grace Miller (Julie Harris), una solterona que, aún sin
reconocerlo explícitamente (ni falta que hace: Julie Harris lo expresa
implícitamente), ve en “Montaña” esa última oportunidad de compañía antes de
que la edad la catalogue entre las personas “no deseables”; incluso, en otro
ámbito más tenebroso, hasta la mafiosa Ma Greeny (Madame Spivy) necesita a
ratas como Maish, que le deben dinero y le proporcionan hombres para
explotarlos en degradantes espectáculos de pressing
catch como los que monta su socio Perelli (Stanley Adams); hasta “Montaña”,
incapaz de seguir boxeando como consecuencia de una grave lesión en su cabeza,
abandonado por Grace, manipulado por Maish, forzado por las circunstancias y
ante un lloroso Army que ha hecho cuanto ha estado en su mano para ayudarle, acabará
aceptando participar en una de esas bochornosas farsas de lucha libre, en uno
de los finales más ásperos que haya proporcionado nunca el cine “de” o “sobre” el
mundo del boxeo.
El mérito de Réquiem por un campeón, desde luego no pequeño, consiste en que esas relaciones de dependencia de los personajes están dibujadas de tal manera que, a medida que evolucionan, van revelando paulatinamente los matices ocultos de aquéllos. Resulta admirable, en este sentido, la secuencia en la cual Maish se ve acorralado por los matones de Ma Greeny, quien le reclama el dinero que ha perdido apostando a favor de “Montaña” en el combate que acaba de perder contra Clay: Maish es rodeado por los sicarios en el mismo ring donde su púgil acaba de ser vencido, y allí recibe a puñetazos “un aviso” que, sutilmente, Nelson visualiza fuera de campo, de manera que crea un agudo contraste (uno más) entre la violencia institucionalmente aceptada por la sociedad (el boxeo) y la violencia que, de forma secreta, es la que realmente “mueve” los bajos fondos de esa misma sociedad. No menos formidable resulta la gran secuencia en la cual “Montaña” recibe la visita sorpresa de Grace en el bar de los boxeadores, al cual ha acudido para anunciarle que, esa misma noche, tendrá una entrevista con alguien que puede ofrecerle un digno empleo como entrenador de niños en un campamento de verano; en el curso de esta secuencia, se produce un momento de gran fuerza dramática cuando, sentados en un reservado, “Montaña” se entusiasma en exceso cuando le narra a Grace uno de sus viejos combates, hasta el punto de casi asustar a la mujer: es un excelente apunte sobre el carácter de ambos personajes y de las dificultades de su hipotética historia de amor, que Nelson sabe expresar, asimismo sutilmente, mediante el juego escénico dentro del encuadre del espejo situado a espaldas de Grace, sugiriendo de este modo “la doblez” de ambos: que en “Montaña” hay, en efecto, un fondo de bondad e ingenuidad que es el que atrae a la solitaria Grace, pero también uno de brutalidad y excesos con el alcohol; y que buena parte de la atracción que Grace siente por “Montaña” reside en un deseo sexual insatisfecho y un ideal amoroso que tan solo existe en su imaginación: el posterior reencuentro de ambos en el apartamento de “Montaña”, y el conato sexual fallido que se produce allí, es muy significativo.
Ralph Nelson y Anthony Quinn.