jueves, 29 de octubre de 2009

“LA CAJA KOVAK” – “SI LA COSA FUNCIONA” – “EL IMAGINARIO DEL DOCTOR PARNASSUS”


La caja Kovak (2006), de Daniel Monzón.- Recientemente he recuperado, vía DVD, esta película de Daniel Monzón que hasta ahora no había tenido interés en ver: en su momento, reseñé para Dirigido por… su primera película, El corazón del guerrero (1999), que aún reconociendo que era una aportación insólita al cine español contemporáneo no me animó lo suficiente como para ir a ver su segundo largometraje, El robo más grande jamás contado (2002); y, cuando se estrenó La caja Kovak, me dejé influir en exceso por algunos “palos” de crítica que recibió, lo cual, unido a mi antipatía generalizada hacia las producciones financiadas por Julio Fernández –y quede claro que hablo en estrictos términos de valoración artística—, me animó a dejarla pasar de largo. Un error que ahora he tratado de enmendar recuperándola de cara a afrontar el próximo estreno de la nueva propuesta de Monzón, Celda 211 (2009), de la cual todo el mundo que la ha visto cuenta maravillas.

Lo cierto es que, contra todo pronóstico, me lo he pasado francamente bien viendo La caja Kovak, hasta el punto de arrepentirme de no haberla visto en el año de su estreno porque por lo menos hubiese tenido una película española decente que votar en el ranking crítico que publica anualmente Fotogramas (no recuerdo ahora mismo qué voté en el 2006 y, con franqueza, tanto me da). Y es que La caja Kovak reúne todo aquello que, particularmente, suelo echar de menos cada vez que veo un film español de género: una intriga muy entretenida y un trabajo de realización más que correcto y, en ciertos instantes, casi brillante. La trama, urdida por Monzón y Jorge Guerricaechevarría, “engancha”, como suele decirse popularmente: está construida con solidez y desarrollada con destreza, por más que, bien avanzada la proyección, acaso sea el guión lo más endeble de la película, habida cuenta de que hay tantas pistas, tantos cabos sueltos, tantas situaciones cogidas por los pelos, que la intriga y, con ella, el propio film, pierden consistencia, transformándose en una especie de juego de malabares que, cierto es, Monzón sabe sostener más que correctamente con la cámara, pero que acaba oliendo inevitablemente a artificial en exceso, por más que dicho artificio también sea una parte intrínseca del relato (todo, en realidad, es un montaje dentro de un montaje); además, por más que lo intenta (y que, en determinados instantes, lo consigue), el realizador no termina de tener la gracia de un Brian De Palma, cuya presencia flota sutilmente en diversos momentos del relato.

A pesar de ello, y a pesar incluso del gratuito golpe de efecto con que se abre la película, y que hace temer lo peor –esa escena de pesadilla en el avión, en la cual el protagonista masculino, David Norton (Timothy Hutton), cree ver a un pasajero conectado a su ordenador portátil mediante un cordón umbilical (¿un homenaje a David Cronenberg?), y que se remata con el típico “susto” tonto acompañado de un golpe de música—, hay suficientes cosas en La caja Kovak que hacen de ella un título muy agradable de ver, dentro de sus limitaciones. Está, por un lado, el buen hacer de los actores, empezando por el siempre sobrio y ajustadamente expresivo Timothy Hutton, y por Lucía Jiménez, una actriz atractiva y más que voluntariosa que merecería mejor suerte de la que tiene (ella era de lo poco salvable de la aburridísima Silencio roto, Montxo Armendáriz, 2001). Está presente, asimismo, el recurso a ciertos “trucos” narrativos que, a pesar de su carácter de tales, se insertan con elegancia y sin hacerlos demasiado ostentosos; por ejemplo: el momento en que un admirador de David le da el “cambiazo” a la pluma estilográfica con la cual le ha autografiado una de sus novelas. Hay, asimismo, detalles que acreditan la presencia de un director con sensibilidad: así, ese plano de David en el aeropuerto, situado a la izquierda del encuadre, desolado por la misteriosa, inesperada muerte por suicidio de su prometida (Georgia Mackenzie) y a punto de tomar un avión de regreso a los Estados Unidos, mientras que a la derecha del encuadre una joven pareja no para de besarse, mortificando así inocentemente al protagonista. También hay momentos en los cuales Monzón se esfuerza para que la mente del espectador “trabaje” mediante asociaciones de imágenes: véase la escena de David y Silvia (Jiménez) en la plaza, en la cual el primero anima a la segunda a que intente recordar el aspecto físico del hombre que intentó agredirla en la habitación del hotel, haciéndole observar la apariencia de los transeúntes (y un detalle, el hombre que toca el violín, despertará en Silvia el recuerdo de la música que, secuencias atrás, la impulsó en contra de su voluntad a intentar quitarse la vida). Las escenas de acción y los instantes de suspense están, en general, bien rodados: la elipsis que precede al descubrimiento por parte de David del suicidio de su prometida arrojándose por el balcón; el plano picado de Silvia en la ducha, construido de tal manera que, a la izquierda del encuadre (y dejando al margen el me imagino que irresistible impulso cinéfilo de Monzón de hacer un “plano Hitchcock”), vemos cómo empieza a sonar el teléfono móvil de la chica, que tan decisivo será a continuación; ese bonito plano, poco después del anterior, que desciende en grúa desde la ventana de la habitación de Silvia a la terraza de la cafetería del hotel sobre la cual, poco después, la muchacha se arrojará desnuda; la eficaz escena del inducido ataque de histeria de Silvia en el interior del taxi, que la lleva a golpearse frenéticamente contra el cristal que la separa del conductor y, poco después, a estar a punto de morir atropellada en la carretera; la atractiva, por más que rebuscada (o quizá, precisamente, por eso mismo), secuencia culminante en las cuevas… La caja Kovak no se merecía, en definitiva, el escaso aprecio, incluso desprecio (y entono aquí mi propio mea culpa), del cual gozó cuando se estrenó, y puede que la llegada de Celda 211 sirva para reconsiderarla como se merece.


Si la cosa funciona (Whatever Works, 2009), de Woody Allen.- Ante la nueva película de Woody Allen no han tardado en formarse dos posturas: una, la que afirma que ya era hora que su autor regresara a los ambientes neoyorquinos que-tan-bien-conoce, lo cual ha redundado en beneficio de una propuesta de mayor calidad que la de sus cuatro anteriores y controvertidas incursiones en escenarios londinenses y barceloneses; y otra, que insinúa que este simbólico regreso de Allen a sus ambientes “habituales” ha traído consigo una reiteración de ideas y temas ya explotados con anterioridad en sus films rodados en Nueva York. En resumen, que nunca llueve al gusto de todos. La primera opinión me parece tan imbécil, y disculpen la franqueza, que ni siquiera vale la pena replicarla. En cuanto a la segunda, más razonable aun estando parcialmente relacionada con la primera, merece ser matizada.

Creo que en Si la cosa funciona se nota que, como se ha dicho estos días hasta la saciedad, nos hallamos ante un guión que Allen había escrito hacía ya muchos años y que tenía guardado en su cajón porque había algo en él que no acababa de satisfacerle. Una vez vista la película, ello resulta comprensible: el film hace gala de una primera mitad magnífica, sobre todo en lo que se refiere al dibujo de la relación entre el maduro intelectual Boris Yellnikoff (Larry David) y la joven y rústica sureña Melody (Evan Rachel Wood), seguida de una segunda mitad no mala pero sí un poco decepcionante, habida cuenta de que la incorporación de nuevos personajes no enriquece ni mucho menos lo propuesto en aquella primera mitad y termina provocando incluso que la película concluya, demasiado mansamente, con un final feliz no por irónico menos forzado y, sobre todo, menos sarcástico de lo que se pretende, lo cual es una auténtica pena habida cuenta los jugosos apuntes que lo han precedido.

Pero vayamos por partes. La primera mitad del film, insisto, me parece la mejor, no sólo porque presenta, con ferocidad y contundencia, a un personaje –Boris— cuya idiosincrasia llama la atención en estos tiempos de mediocre corrección política, sino porque además lo hace de una manera bastante imaginativa. En cuanto a lo primero, el carácter del personaje, sorprende agradablemente la presencia en pantalla de alguien que, si bien (y está muy claro) es una versión corregida y aumentada de la prototípica figura encarnada por el propio director en sus películas (Allen, huelga decirlo, es un actor de un único personaje), tiene el valor de decir lo que piensa –y, lo que es más importante, de pensar lo que dice, se esté de acuerdo o no—, y de expresarlo de manera directa, clara y cruda. Llama la atención, asimismo, la interpelación directa que Allen lleva a cabo hacia el espectador por medio de este personaje, haciendo que Boris hable directamente a la cámara y se dirija al público; un artificio nada nuevo en el cine de Allen, cierto –recuérdese La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985)—, pero que el realizador tiene la inteligencia de poner en evidencia mediante un divertido juego meta-fílmico: los personajes que acompañan a Boris cuando habla con el público permanecen ajenos a ese diálogo entre el protagonista y el espectador, de tal manera que incluso le preguntan con quién demonios está hablando…

El dibujo de la relación entre Boris y Melody se encuentra, como digo, entre lo más logrado del film: y no sólo, por más que también cuente, gracias a la magnífica interpretación que de ambos realizan Larry David y Evan Rachel Wood (ahora mismo, una de las mejores actrices jóvenes del cine estadounidense), como por el divertido contraste entre el intelectual gruñón, amargado con el mundo y resentido con la vida que es Boris (en una actitud que ya le condujo, explica, a un primer intento de suicidio), y la incultura ingenua, pueblerina y genuinamente conservadora de la cual hace gala la dulce Melody, sino también, y sobre todo, por lo que todas sus escenas juntos tienen de agudo retrato de dos polos opuestos y aparentemente irreconciliables en torno a los cuales parece girar buena parte del mundo actual (lo cual desmiente, dicho sea de paso, que Allen haya perdido de vista la sociedad en la que vive, tal y como se han atrevido a insinuar algunos). Me refiero, en suma, a la oposición generacional entre cultura e incultura que se da entre una generación de personas crecidas a la sombra de una educación que era lo único que podía garantizarles su libertad y desarrollo como individuos y como seres humanos, y otra que ha nacido más libre que la anterior y crecido con el convencimiento de que la cultura y el conocimiento ya no son imprescindibles para vivir plenamente.

Todo esto, excelente en sí mismo considerado, llena con agudeza e inteligencia los aproximadamente primeros 45 minutos de proyección, los cuales a continuación dan paso a una serie de nuevos personajes que, a mi entender, no contribuyen a enriquecer aquel discurso sobre el choque generacional, estropeándolo incluso con salidas de tono excesivamente convencionales. Me explico: está muy bien que la incorporación al relato de los progenitores de Melody, primero su madre, Marietta (Patricia Clarkson), y luego su padre, John (Ed Begley Jr.), venga a “animarlo” de cara a dar pie a nuevas invectivas por parte de Boris contra el conservadurismo más rancio y retrógrado de los Estados Unidos, perfecta aunque un tanto esquemáticamente representado por esos dos personajes (y sin perjuicio, una vez más, de la calidad de sus intérpretes: Ed Begley Jr. y, en particular, una extraordinaria Patricia Clarkson). Lo que ocurre es que el contraste, primero entre Boris y Marietta, y luego entre Boris y John, no hace otra cosa que volver a subrayar las diferencias no ya culturales sino incluso vitales entre los norteamericanos sureños y los cultos y refinados neoyorquinos; y se insiste tanto en ello, que dicho contraste deviene excesivamente simplón, hasta el punto de que la oda de las cualidades de la, cierto, maravillosa ciudad de Nueva York roza el “ombliguismo”. Quizá por ello el propio Allen, acaso consciente de que, a fin de cuentas, está realizando una mera caricatura, resuelve la evolución de los personajes de Marietta y John en base a un par de irónicos golpes de efecto, cuya condición de tales queda asimismo destacada por su recurso a las elipsis narrativas y la voz en off: la reprimida Marietta acabará convertida en una fotógrafa que expone en las mejores galerías de arte fotográfico de Nueva York y conviviendo a la vez con dos hombres, y el no menos ultraconservador John sacará a relucir su latente homosexualidad y terminará formando pareja con un gay recientemente abandonado por su amante al que conoce por casualidad en un bar. Como chistes son buenos, pero tan sólo son eso: chistes. También resulta demasiado tópico que, como era de prever casi desde el principio de la proyección, Melody termine arrinconando su amor por Boris en beneficio de un hombre más joven, apuesto y, sobre todo, intelectualmente a su nivel (Randy: Henry Cavill); y, finalmente, resulta excesivamente forzada la secuencia que cierra la película, con todos los personajes reunidos para celebrar la entrada del Año Nuevo con sus nuevas y respectivas parejas (incluida una para el gruñón Boris), a modo de reflejo sarcástico de las paradojas de la existencia, del sinsentido de una vida, la de los seres humanos, que se encuentra en manos del azar y la suerte. Vuelvo a insistir: Si la cosa funciona no es un mal film; tiene, incluso, momentos espléndidos; pero, sencillamente, no da lo que inicialmente promete, irregularidad que no tiene absolutamente nada de raro en la carrera de un realizador que lleva cuarenta años ofreciendo prácticamente una película al año, por más que todavía haya quien se empeñe en ver en Woody Allen a alguien tocado bajo el signo de la infalibilidad.


El imaginario del doctor Parnassus (The Imaginarium of Doctor Parnassus, 2009), de Terry Gilliam.- Me resulta muy chocante que, gracias a esta película, mucha gente parezca haber “descubierto” no ya a Terry Gilliam, sino, lo más increíble, el sentido mismo de su cine. Que El imaginario del doctor Parnassus es un canto a la fantasía, una oda a la imaginación más febril y desbordada, una contundente réplica a la mediocridad de la así llamada “realidad”, resulta una apreciación exacta de lo que el film propone. La sorpresa, a mi entender, reside en que parece que con esta película Gilliam ha reconciliado con su cine a muchos que hacía años que le habían vuelto la espalda (me refiero, claro está, a gente de la cual puedo hablar con propiedad y conocimiento de causa: críticos de cine españoles), viendo en este film una serie de virtudes (las cuales, ojo, las tiene: es un parecer que comparto) que, no obstante, no tienen absolutamente nada de novedoso en el seno de la carrera de su realizador: el triunfo de la fantasía sobre la realidad es exactamente lo mismo que viene pregonando Gilliam desde el inicio de su carrera como director de cine.

En este punto, uno no puede menos que preguntarse (y, vuelvo a insistir, con independencia del interés de esta película en sí misma considerada): ¿qué tiene El imaginario del doctor Parnassus que no tuvieran La bestia del reino (Jabberwocky, 1977), Los héroes del tiempo (Time Bandits, 1981), Brazil (ídem, 1984), Las aventuras del Barón Munchausen (The Adventures of Baron Munchausen, 1988), El rey pescador (The Fisher King, 1991), Doce monos (Twelve Monkeys, 1995), Miedo y asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1997), El secreto de los hermanos Grimm (The Grimm Brothers, 2005) o Tideland (ídem, 2005)? ¿La presencia estelar del malogrado y, como siempre, excelente Heath Ledger en su trabajo póstumo para el cine? ¿Que, en esta ocasión, el discurso sobre el contraste entre fantasía y realidad esté quizá más marcado que en otras ocasiones? ¿El arrojo demostrado por el cineasta estadounidense para completar un film que partía de un hándicap aparentemente irresoluble, la muerte de su principal protagonista antes de terminar el rodaje, y haciéndolo además por medio de una solución tan lógica a la vez que fantasiosa: que otros tres actores –Johnny Depp, Jude Law, Colin Farrell— completaran las escenas que Ledger ya no pudo hacer mediante el ardid de que su personaje, Tony, cambie de aspecto físico cada vez que atraviesa el espejo mágico del doctor Parnassus (Christopher Plummer), cual Alicia de Lewis Carroll (lo cual resulta, asimismo, coherente con el planteamiento general de la película: acudir a la fantasía y la imaginación para resolver un problema planteado por la cruda realidad)? ¿O es una manera de “premiar” a Gilliam por sus esfuerzos hercúleos para llevar a cabo ese famoso proyecto frustrado sobre Don Quijote que, según parece, va a acometer de nuevo, o para resolver como ha resuelto El imaginario del doctor Parnassus lejos de las injerencias de Hollywood (este nuevo film es una coproducción británico-canadiense), gracias a todo lo cual ha adquirido por fin el estatus de autor-maldito-e-incomprendido (y, por tanto, “defendible”)?

Vuelvo a insistir en que el resultado final de El imaginario del doctor Parnassus es bueno, a ratos espléndido, pero que en puridad de conceptos no ofrece nada que no hubiésemos visto antes en la filmografía de su director. Es casi como si todas sus anteriores películas no contaran, o contaran poco, lo cual sigue asombrándome habida cuenta de que aquéllas ya atesoran muchas de las mejores ideas de su último film: no ya el consabido contraste fantasía-realidad, sino también la parodia de esa misma realidad a la luz de la fantasía (y que da pie a momentos humorísticos que retoman gozosamente el estilo de comicidad practicada por Gilliam con sus viejos colegas de los Monty Python: ahí está el hilarante número musical de los bobbys con minifalda y medias negras, cantando una canción que anima a inscribirse en las filas de la policía inglesa “si te gusta la violencia…”); el cariño puesto en los personajes marginados, tan presente como en El rey pescador y Tideland; un personaje femenino “fuerte” bajo su belleza y/o apariencia de fragilidad, tal es el caso de Valentina (Lily Cole), la hija del doctor Parnassus, heredera de las heroínas encarnadas por Kim Griest en Brazil, una jovencísima Sarah Polley en Las aventuras del Barón Munchausen, Lena Headey en El secreto de los hermanos Grimm o la pequeña Jodelle Ferland en Tideland; y el barroquismo en la composición de los encuadres, de tal manera que la mayoría de los planos, en particular los tomados en interiores, están rodados con el foco muy cerrado, de tal manera que los actores guardan una relación con el decorado y los enseres que los recubren de una manera casi física, claustrofóbica; lo cual, a su vez, busca contrastar con la no menos recargada escenografía de los planos generales, tanto da que sean los que se desarrollan en escenarios, digamos, “realistas” (aquí, las calles de un Londres contemporáneo que todavía conservan su sabor victoriano), como sobre todo aquellos que transcurren en los mundos de fantasía que se encuentran al otro lado del espejo de Parnassus.

No falta, como siempre en Gilliam, la invocación a Federico Fellini: el arranque mismo de la película, con la llegada e instalación del espectáculo del doctor Parnassus (el Imaginario) cerca de un pub londinense lleno de clientes borrachos, que parece evocar la célebre Strada felliniana (¿no hay en las notas musicales de este principio, compuestas por Mychael y Jeff Danna, ciertos ecos de Nino Rota?); incluso cierto espíritu melancólico, muy presente en el cine de Gilliam, que asimismo evoca en parte las maneras fellinianas, y no me refiero únicamente a la presencia de elementos circenses y/o faranduleros, sino también a lo que se refiere al dibujo de ciertos personajes: el peso del pasado que se cierne, como una losa, sobre el personaje del doctor Parnassus (por más que, a diferencia de Fellini, ese pasado sea decididamente fantasioso: Parnassus es un anciano milenario e inmortal como consecuencia de un pacto con el diablo, encarnado aquí bajo la forma humana de un tal Mr. Nick: Tom Waits); el deseo de Valentina de dejar de trabajar en el Imaginario de su padre y vivir su propia vida (unida al hecho, palpable, de la explosión natural de su feminidad: Valentina está a punto de cumplir dieciséis años y su padre la obliga a seguir afirmando que tan sólo tiene doce); el amor no correspondido que siente su compañero de farándula, Anton (Andrew Garfield), hacia Valentina; la concepción misma de los mundos de fantasía que están más allá del espejo de Parnassus, y que vienen a ser una versión exacerbada, ensoñadora en algunos casos, pesadillesca en otros, de los deseos, anhelos secretos y frustraciones (todos ellos, mediocres) de las personas que traspasan el umbral del espejo: el borracho que va a parar a un río de botellas de licor vacías, el niño que juega a destruir las maravillas que se ofrecen ante sus ojos con su consola de videojuegos, la dama que bajo su apariencia de “respetabilidad” da rienda suelta a sus fantasías eróticas con moteles y gondoleros… El imaginario del doctor Parnassus es una buena película, pero no me parece ni de lejos la culminación del cine de Terry Gilliam, por más que se haya convertido en algo así como el buque insignia de su reconocimiento entre sectores de opinión hasta ahora escépticos ante su talento.

“BETTE DAVIS: RETRATO DE UNA LOBA”, YA A LA VENTA

Por fin ha salido a la venta el libro Bette Davis: retrato de una loba, una aproximación que podríamos denominar “bio-filmográfica” a la figura de esta célebre estrella del cine clásico norteamericano que he escrito en colaboración con Antonio José Navarro y que publica Babel Books, inaugurando así una nueva serie de libros de cine dentro de su colección Siglo XXI. Como somos conscientes de que sobre Bette Davis se han escrito ya muchos libros, algunos de ellos recientemente publicados en España con motivo del centenario del nacimiento de la actriz, efeméride que tuvo lugar el año pasado, Navarro y yo nos hemos esforzado en darle otro aire a un trabajo de estas características, prefiriendo ahondar en su carrera cinematográfica (y también televisiva, muy abundante) y centrándonos sobre todo en las vicisitudes de producción y principales características de las películas que “la loba” Davis interpretó, sin por ello rehuir numerosos aspectos biográficos de su vida personal, que también se encuentran profusamente apuntados. De este modo, Bette Davis: retrato de una loba es por encima de cualquier otra consideración un libro “de cine” y “sobre cine”, que toma a la figura de la célebre protagonista de Amarga victoria, La loba, La extraña pasajera, Eva al desnudo, ¿Qué fue de Baby Jane? o A merced del odio para realizar una amplia panorámica sobre el cine norteamericano desde la década de los treinta y hasta mediados de los ochenta, época que todavía llegó a registrar los postreros trabajos para la gran y pequeña pantalla de esta actriz poderosa y grandilocuente, ganadora de dos Oscar, egocéntrica y discutida como pocas, sin la cual no podría escribirse una parte importante de la historia de Hollywood.

miércoles, 21 de octubre de 2009

REVISITANDO A DARIO ARGENTO: “SUSPIRIA” Y “PHENOMENA” (SEGUNDA PARTE)

Probablemente haya muchas razones por las cuales Phenomena sea un film de Dario Argento menos apreciado que Suspiria, y que van más allá del hecho de que este último posea una pátina de “clásico” de la cual el otro carece (reflejo de esa postura a veces, no siempre, mezcla de nostalgia y de comodidad, en virtud de la cual se prefieren los títulos más antiguos, ergo “consagrados”, de un realizador en detrimento de los más modernos, sobre todo si estos últimos son tan poco estimulantes como los que ha firmado Argento de un tiempo a esta parte). Como digo, habrá muchas razones para ello, pero aquí voy a apuntar una en particular: que Phenomena carece de la llamativa estética de Suspiria, o de otras obras con las cuales esta última mantiene determinada relación de orden visual y de cercanía en el tiempo de su realización y que precisamente también se cuentan entre las más reputadas de su carrera, Rojo oscuro (Profondo rosso, 1975) e Inferno (ídem, 1980). Al contrario que Suspiria, Phenomena no es una película bella y (presuntamente) elegante, sino fea y más bien abrupta, por más que afloren esporádicamente en su superficie algunas soluciones de cierto refinamiento. Pero en cualquier caso la verdad es que ambos títulos están muy emparentados entre sí.

Suspiria, recordemos, giraba básicamente en torno a la odisea de Suzy, una estudiante de danza norteamericana internada en una misteriosa escuela alemana que resultaba ser el refugio de una bruja. Phenomena tiene una trama hasta cierto punto similar, dado que se centra en esta ocasión en una chica estadounidense de 14 años, Jennifer (Jennifer Connelly), asimismo interna en un colegio para chicas, aquí de nacionalidad suiza, aunque en esta ocasión no se presta tanta atención al ambiente de ese lugar. Si la protagonista de Suspiria era bailarina, Jennifer no hace gala de ninguna cualidad artística relevante pero de un modo u otro también guarda relación con el mundo del arte dado que su padre es, se dice, un famoso actor de cine que tiene que trabajar durante un año en las Filipinas (apurando mucho, el hecho de que el padre de Jennifer trabaje en un arte que se basa en conceptos como representación, fingimiento y mentira da pie, en cierto sentido, a “justificar” que el personaje de la chica sea aquí alguien que
, como luego se verá, hace gala de unas facultades paranormales superiores, mucho más irreales y “fantásticas”, que la sensibilidad hacia lo sobrenatural de Suzy en Suspiria). Jennifer es todavía más joven que Suzy, prácticamente una niña, con lo cual en esta ocasión el proceso de madurez de la protagonista de Phenomena subraya todavía más la indemnidad e indefensión de la muchacha y lo que de radical entrada en el mundo de los adultos, vía una experiencia aterradora, supondrá para ella todo lo que sucede en el film; Argento acentúa, si cabe, el componente virginal de Jennifer mostrándola a menudo vestida de blanco y con calcetines cortos de ese mismo color; sobre todo en el último tercio del relato, la chica verá cómo su ropa blanca, y con ella su inocencia, es literalmente ultrajada a base de barro y putrefacción.

Phenomena reincide en la alusión a la tradición del cuento de hadas, y repite el uso de la voz en off para presentar a la protagonista: “Y así, Jennifer llegó a Suiza procedente del Nuevo Mundo para pasar su primera e inolvidable noche en el Colegio Ricardo Wagner (sic) para señoritas”, que al contrario que en Suspiria no se oye durante los títulos de crédito sino más adelante, después de que se haya producido una primera situación de tensión (un primer asesinato) y la presentación del personaje de Jennifer, justo cuando el coche que la lleva desde el aeropuerto se detiene en la puerta del internado. Por otro lado, de creer lo que explica Salvador Bernabé en su libro sobre Argento, y no hay razón para no hacerlo, Argento eligió a Jennifer Connelly para el papel protagonista, tras haberla visto en su primera película, Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984, Sergio Leone), por su parecido físico con la Blancanieves de Walt Disney. Sigue apuntando Bernabé, en este mismo sentido, que diversos episodios de las aterradoras aventuras de Jennifer en Phenomena estarían inspirados en otras tantas peripecias de Blancanieves, de tal manera que la secuencia de la odisea nocturna de una sonámbula Jennifer en el bosque vendría a ser un equivalente del momento en que Blancanieves es llevada a otro bosque para matarla, y la escena en la cual Jennifer está a punto de morir por culpa de la pastilla que le ha dado Mrs. Bruckner (Daria Nicolodi) equivaldría a la de la famosa manzana envenenada de la madrastra bruja (al hilo de esta argumentación, añadiría por mi parte que las escenas en las cuales Jennifer demuestra que los insectos no sólo no le hacen daño, sino que incluso acuden en su ayuda cuando los necesita, vendrían a ser una revisión, pasada por el filtro de lo sobrenatural y de cierta perversión, de las escenas en las cuales los animales del bosque ayudan a Blancanieves a limpiar o a perseguir a la madrastra).

A pesar, vuelvo a insistir, de que Phenomena carece de la belleza estética de Suspiria; y a pesar, incluso, de que contiene momentos de gran fealdad, hay algo en esta película que, hasta cierto punto, me inspira mayor simpatía que Suspiria (o que Rojo oscuro, otro film que adolece de muchos de los defectos de esta última: fragmentos de gran refinamiento visual se mezclan con muchos, demasiados instantes que parecen resueltos con brocha gorda; no voy a pronunciarme aquí y ahora sobre Inferno, dado que hace muchos años que no he vuelto a verla y el recuerdo que guardo de ella es demasiado borroso). Me refiero a que Phenomena es, con todos sus defectos, una película más equilibrada y mucho menos desigual en intenciones y resultados que Suspiria; hasta considero que sus escenas de asesinato son más concisas, menos “numerito”, que las de Suspiria, un film que a mi entender pretendía estar iluminado bajo la luz negra de Thomas de Quincey pero sin conseguir que el crimen acabara siendo una de las bellas artes; en cambio, Phenomena se me antoja más compacta y coherente en su conjunto, por más que sus ambiciones artísticas y sus pretensiones estéticas estén siempre por debajo de las de Suspiria, pero el resultado final es, respecto a esta última, más eficaz.

La primera secuencia de Phenomena, el asesinato de una joven turista danesa (Fiore Argento) a la cual el autocar en el cual viajaba ha dejado abandonada en un bello rincón de las montañas suizas, logra crear inquietud jugando con la violación de una de las reglas no escritas del cine de terror, la noche y la oscuridad, haciendo que buena parte de la secuencia se desarrolle a la luz del día y en un paisaje idílico: una idea que Argento ya había ensayado en el film que precede a Phenomena en su filmografía, el horrible Tenebrae (ídem, 1982), sólo que aquí está más conseguida. El hermoso entorno campestre filmado con grandes planos generales, combinado con los andares titubeantes de la chica que se ha extraviado en ellos, sugiere una rara turbulencia; posteriormente, cuando la joven entra en la cabaña para pedir ayuda, la oscuridad del interior de la misma y ciertos detalles de construcción de la secuencia (esos insertos de las cadenas ceñidas a la pared, acompañadas de guturales gruñidos en off, que van siendo tironeadas hasta ser arrancadas por “alguien” o “algo”…) remiten al terror más tradicional; pero, tras una primera y afortunada manifestación de lo maligno –expresada en uno de esos detalles sádicos que tanto gustan al realizador romano: la chica corre hacia una ventana cerrada y la golpea para pedir ayuda: en ese preciso instante, unas tijeras se hunden en el dorso de su mano y la dejan momentáneamente “clavada” a esa ventana—, la visualización del terror vuelve a producirse a la luz del día: la joven logra huir de la cabaña y corre por un sendero que conduce cerca de unas cataratas, seguida en cámara subjetiva por ese “algo” o “alguien” que la agrede y que termina con su vida a cuchilladas. La secuencia es algo tosca, pero funciona.

Otro aspecto que me llama la atención de Phenomena reside en la insistencia en la presencia de animales y de qué manera ello tiene su íntima relación con el substrato del relato y la evolución del personaje de la protagonista (de la misma manera que, salvando las distancias, mediante otro planteamiento, en Suspiria los elementos fotográficos y escenográficos ayudaban a dibujar el estado de ánimo de su protagonista, tal y como comenté en la entrada dedicada a este film). En este sentido, la elección de Jennifer Connelly para encarnar a la heroína del relato, con su aire no sólo “a lo” Blancanieves, como ya hemos visto, sino también de “niña bien”, resulta adecuada; por encima, incluso, de que la todavía muy joven actriz estuviese un poco verde como intérprete, si bien en este caso esa frescura, esa inocencia, esa belleza aparentemente intocada juegan a favor de uno de los aspectos que definen al personaje de Jennifer: su pureza. Desde su primera aparición, ya en el coche que la lleva del aeropuerto al colegio Ricardo Wagner, queda claro que, tal y como ella misma explica con absoluta naturalidad, los insectos nunca le hacen daño: durante el trayecto, juguetea tranquilamente con una abeja que recorre su brazo y su mano dejando que ella la acaricie y sin picarla. De hecho, en todo momento se tiene la sensación de que Jennifer es capaz de salir indemne de la situación más peligrosa, lo cual va creando alrededor de ella una especie de aureola sobrenatural: en su primera noche en el internado, se levanta en sueños (más tarde explicará que suele sufrir crisis de sonambulismo) y lleva a cabo un arriesgado paseo por la cornisa del edificio; lo único que la saca de su ensoñación es, precisamente, la aterradora visión de un asesinato: otra mujer joven es matada sin miramientos y con un arma blanca frente a una ventana del mismo internado justo cuando la protagonista pasea por delante de ella: la visión del rostro ensangrentado de la nueva víctima del asesino despierta a Jennifer, que se tambalea y cae de la cornisa…, pero, increíblemente, ¡no se hace el menor daño! (la larga chaqueta que lleva puesta se engancha en el agujero que se abre en la cornisa y por el cual se precipita, amortiguando su caída; es más: un momento antes vemos a Jennifer pisar con sus pies descalzos los cristales de la ventana que el asesino ha roto golpeándolos brutal y sádicamente con la cabeza de su víctima, imagen ésta muy recurrente en el cine de Argento, y a pesar de ello en ningún momento advertimos que haya en los pies de Jennifer el menor rasguño). A renglón seguido, Jennifer es recogida por un par de chicos que viajan en un descapotable y que luego, desaprensivamente, la abandonan en medio del bosque, echándola a rodar por una ladera; a pesar de eso, Jennifer no se hace herida alguna… No será la última vez que la heroína de Phenomena haga gala de esa cualidad para salir bien librada de los peores apuros: en el clímax del relato, como ya hemos apuntado líneas atrás, logrará sobrevivir por muy poco a la pastilla envenenada que le suministra Mrs. Bruckner a base de hacer notables esfuerzos por vomitarla; y, más tarde, salvará la vida tras pasar por pruebas tan duras como verse sumergida en una repugnante fosa séptica repleta de cadáveres putrefactos, escapar de los colmillos del monstruoso hijo deforme de Mrs. Bruckner, saltar de una lancha en llamas antes de que estalle y sortear bajo el agua la mancha de gasolina inflamada que cubre parte de las aguas del lago. Como apunta con acierto Salvador Bernabé: “El dramatismo ritual se completa con una doble inmersión acuática: un pozo lleno de aguas fecales y restos de cadáveres en el vientre de la casa, y el lago en el que Jennifer se sumerge para huir del monstruo, y del que renacerá debidamente convertida en mujer”.

Esta indemnidad casi a prueba de bombas de Jennifer (como la de Suzy en Suspiria), completamente inverosímil, resulta en Phenomena “verosímil” si se tiene en cuenta el estrecho vínculo mágico o sobrenatural que existe entre ella y los insectos, lo cual da pie a algunos de los mejores apuntes e ideas de la película. En una de las escenas en las cuales Jennifer visita al entomólogo McGregor (Donald Pleasence), este último se asombra ante el hecho de que los numerosos especímenes de insectos y arañas que están dentro de las pequeñas jaulas de cristal que adornan su laboratorio se alborotan ante la presencia de la chica; incluso hay un momento en el cual Jennifer acaricia en presencia de McGregor un insecto de peligrosa picadura con el convencimiento de que a ella no le hará ningún daño, tal y como así ocurre; McGregor le explica que, aparentemente, hay algo en Jennifer que excita incluso sexualmente a los insectos… Asimismo, y dentro de este orden de cosas, tampoco es casual que la chica se haga amiga de McGregor en base a dos buenas razones: su condición de experto en insectos y, además, de hombre viejo y paralítico, esto es, sexualmente impotente y, para ella, inofensivo: físicamente incapaz de manchar su pureza. Más adelante, las compañeras de internado de Jennifer se burlan cruelmente de ella por el mero hecho de ser la hija de un actor famoso, y la joven se deshace del acoso de las chicas convocando mágicamente una nube de insectos que cubre, amenazadora, el internado, mediante la siguiente invocación: “Os amo… Os amo a todos…”. Una similar masa de insectos voladores salvará la vida de Jennifer precipitándose sobre el niño-monstruo, como si fueran conscientes de que su “reina” se encuentra en peligro.

La protagonista tiene un vínculo con los insectos que, desde luego, va más allá de la mera simpatía: en una de sus noches de sonambulismo, una luciérnaga conducirá misteriosamente a Jennifer a través de unos matorrales, proporcionándole la pista que le servirá a McGregor para urdir un plan para descubrir al asesino: un guante repleto de pequeños gusanos que, explica el entomólogo, tan sólo se encuentran en los cadáveres. A modo de mcguffin hitchcockiano no exento de ingenio, McGregor idea que Jennifer se lleve consigo un insecto que sólo se alimenta de cadáveres humanos (“el gran necrófago”), lo deje libre por el campo y lo siga… En este sentido, Jennifer vendría a ser ella misma una especie de “insecto humano”, dado que reúne en su persona una serie de características propias de estos animales, esto es, su resistencia a todo tipo de adversidades y su capacidad para entablar con ellos una especie de conversaciones silenciosas o cuasi telepáticas. Sus peripecias acaban siendo, a la postre, más “animalescas” que humanas, habida cuenta de que la joven habrá de recurrir antes a sus instintos primarios y a sus dotes para la supervivencia que a su inteligencia humana o a “educación civilizada”; se verá, en resumidas cuentas, forzada a seguir insectos que le señalan el camino, a pisar cristales con los pies desnudos, a tocar gusanos, a atravesar el bosque, a vomitar un veneno en medio de grandes convulsiones, a chapotear como un escarabajo pelotero en medio de la inmundicia, a correr para librarse del acoso del niño-monstruo, a huir del fuego como un conejo y a bucear como un pez con tal de salvar la vida. Paradójicamente, la actitud, digamos, más “humana” aparecerá en la figura de la chimpancé de McGregor, amaestrada para obedecer las órdenes de su paralítico amo, y que al final acabará imitando la conducta de los seres humanos para salvar in extremis a Jennifer y, de paso, vengarse de Mrs. Bruckner, la asesina de McGregor, empleando un arma asimismo muy “civilizada”: una navaja de afeitar (antes hemos visto a McGregor reprochándole a la chimpancé que haya empuñado un afilado bisturí, acaso un primer indicio de la inclinación del animal hacia las armas blancas, ergo, a comportarse de una forma excesivamente “humana”).

Es una pena que, como en muchas otras ocasiones, Argento sea el primero en estropearse a sí mismo porque, frente a este caudal de interesante ideas, Phenomena se desequilibra notablemente por culpa de algunos notorios defectos. Pienso, sobre todo, en la execrable utilización de música heavy metal en diversos momentos del relato, tan abusiva que hace echar de menos los excesos de los Goblin para Suspiria, por más que quizá haya en ello la búsqueda de un determinado efecto de extrañamiento… Y si bien, curiosamente, las escenas de asesinatos no son de las peores de su director, antes al contrario (a la ya mencionada de la turista danesa del principio hay que añadir la de McGregor: el momento en el cual el anciano entomólogo descubre la figura siniestra de su asesino en la oscuridad iluminándolo con su pequeño láser resulta muy turbadora), hay instantes de Phenomena en los cuales, además de desequilibrios de guion –toda la trama secundaria centrada en la investigación policial del inspector Geiger (Patrick Bauchau) tiene muy poca relevancia—, aflora el peor efectismo del realizador: así, ciertos detalles truculentos del clímax del relato (el inspector Geiger se rompe un pulgar para poder quitarse las esposas); en particular, la torpe orgía de sangre, a base de acumular un golpe de efecto tras otro, que caracteriza la secuencia final (llegada de Jennifer a la orilla del lago / aparición de Morris, el abogado de su padre / decapitación de Morris a manos de Mrs. Bruckner / degollación de Mrs. Bruckner a manos de la chimpancé de McGregor). Tampoco convencen demasiado algunas fugas oníricas, breves pero metidas con calzador, tales como diversos insertos que ilustran las pesadillas de Jennifer, o ese extraño plano subjetivo con la foto quemada de la escena en la que la muchacha recupera el conocimiento en brazos de los chicos del descapotable que la recogen tras haberse caído de la cornisa. (Nota bene: aconsejo, si se quiere ver esta película en DVD, hacerlo en la copia editada por Manga Films, que no he tenido ocasión de ver pero que, por deficiente que pueda ser, seguro que no será peor que la copia editada por la firma OK Records que tuve la desgracia de echarme a los ojos).

domingo, 18 de octubre de 2009

REVISITANDO A DARIO ARGENTO: “SUSPIRIA” Y “PHENOMENA” (PRIMERA PARTE)

Es verdad que, con el paso del tiempo, acabas apreciando a algunos realizadores que antaño no te gustaban, y a la inversa, también es normal encontrarse con películas o cineastas que en el pasado despertaron tu entusiasmo o cuanto menos tu interés y que, revisados en la actualidad, ya no te resultan tan atractivos. Entre los directores del primer grupo cuyo interés, por así decirlo, me ha “subido” a medida que he ido revisando sus films, hoy he querido traer a colación a un realizador italiano con el cual todavía mantengo una especie de relación amor-odio. Me refiero a Dario Argento, cuya obra en sus líneas generales nunca me ha gustado, por más que no tenga el menor problema a la hora de reconocer su impronta y su personalidad. Sus films son de los que suelen reconocerse, como suele decirse, al primer golpe de vista. Otro punto a su favor: es un realizador con una concepción estética del cine; para Argento, las películas tienen que “parecer películas”, y ello es así porque cada film es un universo propio, que empieza y termina en sí mismo considerado; un mundo en el cual es Argento quien dicta unas reglas que nacen de su imaginación, de su fantasía, lo cual da pie a ficciones muy estilizadas y para nada realistas, en las cuales, por el contrario, se nota el empeño de Argento con tal de crear una especie de “realidad alternativa”. Desde este punto de vista, aprecio –y estimo— el esfuerzo constante de Argento como creador de formas: su voluntad de organizar, mediante ampulosos movimientos de cámara, recargados efectos fotográficos y delirantes recursos escenográficos, un universo fantástico. El problema, único pero importante, dado que en mi opinión es lo que condiciona mi valoración global sobre su cine, reside en que, aún siendo un hombre que demuestra tener buenas ideas, no sabe plasmarlas en pantalla adecuadamente; dicho de otro modo: sus films suelen ser un rosario de buenas intenciones, cinematográficamente hablando, que a la postre acaban dando pie a películas artificiales y artificiosas, bien planteadas pero mal resueltas, originales y al mismo tiempo frustrantes, porque suelen partir de planteamientos atractivos y construirse alrededor de no pocas ideas brillantes, pero que a la vez se hunden por culpa de una mala, en ocasiones pésima ejecución.

Recientemente he vuelto a revisar un par de famosos títulos de Argento. El primero es Suspiria (ídem, 1977), una de sus obras más reputadas, y de la cual se está preparando en estos instantes un remake, protagonizado por Natalie Portman (adjunto cartel); el segundo, Phenomena (ídem, 1985), menos prestigiosa, si bien no le faltan valedores, sobre todo en virtud de qué versión se haya visto de ella (si no me equivoco, el montaje íntegro, de alrededor de 115 ó 116 minutos, es el que actualmente corre por nuestro país editado en DVD, pero en el momento de su estreno circularon por todo el mundo montajes más cortos). La revisión de ambas me ha reafirmado en mi opinión sobre su autor como alguien con buenas ideas desaprovechadas, lo cual a la vez es una pena (las dos películas están pletóricas de sugerencias) como algo sumamente irritante (en particular, cuando se comprueba de qué forma tan lamentable el propio Argento a veces se destroza a sí mismo).

Pero, con todas las pegas que se le pueden poner, tengo que reconocer que hay en Suspiria algo realmente digno de mención, y no es otra cosa que su imaginativa escenografía, en particular de qué modo la misma tiene un peso específico en el dibujo de la protagonista femenina y en la entraña del relato, hasta el punto de que puede hablarse, con escaso margen de error, de una película en la cual hay una arquitectura del horror, o si se prefiere, un triunfo del decorado en cuanto vehículo de expresión de una atmósfera fantástica muy específica. En este sentido, el arranque es muy bello: la protagonista, Suzy (la estupenda Jessica Harper), llega de noche al aeropuerto procedente de Nueva York; un aeropuerto que retoma la idea, si bien resolviéndola de otra manera, con otro estilo, de la llegada de Toby Dammit (Terence Stamp) a Roma en el magistral sketch homónimo de Federico Fellini para Historias extraordinarias (Tre passi nel delirio, 1968), por más que ambos coincidan además en la utilización de la cámara subjetiva. En el caso de Argento, el virtuosismo de la secuencia se consigue por medio de un inteligente montaje en paralelo que alterna planos desde el punto de vista subjetivo de Suzy, caminando hacia la salida del recinto, con planos generales del mismo escenario, en los cuales se alterna, dependiendo del punto de vista, la repetitiva melodía compuesta por el propio Argento con los Goblin, como advirtiendo ya de entrada que buena parte del relato va a girar en torno a la transformación de un decorado cotidiano (ahora el aeropuerto, luego la escuela de baile) en un escenario fantástico, y ello en virtud del punto de vista que arroje sobre ese decorado la protagonista femenina; en este mismo sentido, la brillante imagen de la ráfaga de viento que agita los ropajes de Suzy apenas franquea el umbral del aeropuerto a través de la puerta automática –tomada, asimismo, de Fellini; ambos realizadores coinciden, también, en el recurso gráfico o en off sonoro del viento como creador de atmósferas— se convierte en una especie de anticipo de una de las ideas que irá flotando paulatinamente a lo largo del relato: la indemnidad de Suzy, de tal manera que todo lo que le ocurrirá a continuación estará lleno, como ahora veremos, de sutiles referencias a la sexualidad y a la inminente pérdida de la virginidad de la joven, en un proceso que empieza, precisamente, con esa ráfaga de viento que parece que intenta arrancarle la ropa.

Resulta obligatorio detenerse en este punto y hacer mención de una teoría que suele aflorar, no sin razón, casi cada vez que se aborda un comentario de Suspiria (así lo apunta, con acierto, Salvador Bernabé en su libro Dario Argento o la alquimia del miedo; Glénat, 2001, colección Biblioteca del Dr. Vértigo núm. 24): lo que este film tiene de versión, en formato de cine de terror, de los cuentos de hadas, o si se prefiere, de perversión de las convenciones de este tipo de relatos, minimizando sus componentes moralizantes en beneficio de una potenciación de los contenidos terroríficos que les son inherentes. Ya durante los mismos títulos de crédito iniciales, hay una clara referencia a la tradición occidental del cuento de hadas mediante una voz en off equivalente al clásico “érase una vez…” que nos explica cómo “Suzy Banyon decidió perfeccionar sus estudios de ballet en la más famosa escuela europea de danza, la célebre academia de Friburgo. Partió un día a las nueve de la mañana del aeropuerto de Nueva York y llegó a Alemania a las diez y cinco, hora local”. La ingenua Suzy es, en este mismo sentido, una especie de mujer-niña –muy frecuente, por otra parte, en el cine de Argento— sometida a un proceso de madurez que pasa por la vía de su inmersión total en un universo terrorífico que debe atravesar a modo de prueba iniciática. Una prueba consistente aquí en la estancia en una academia de baile que parece diseñada en otro mundo, y sobre la cual flota otra clara referencia literaria: la novela gótica, bajo la forma en este caso de una gran mansión donde la heroína vive mil y un peligros hasta conseguir desentrañar el misterio que, como suele ser tradicional en este tipo de relatos, se esconde detrás de una puerta secreta: el cubil donde vive la bruja Helena Marcos.

Desde este punto de vista, la evolución del personaje de Suzy tiene su constante contrapunto en elementos escenográficos, bien sean algunos (pocos) escenarios naturales, o bien los sofisticados decorados del exterior e interior de la escuela; resulta fundamental al respecto la colaboración del director de fotografía Luciano Tovoli y del decorador Giuseppe Bassan, quienes contribuyen decisivamente a la atmósfera del film. La primera noche, camino de la escuela en el taxi, Suzy ve a través del cristal de la ventanilla un bosque denso y oscuro que parece salido, asimismo, de un cuento de hadas. Hay un evidente contraste entre la llegada de la protagonista a la puerta de la escuela, en plena tormenta y siendo rechazada del lugar, lo cual la obliga a pernoctar en un hotel, y su nueva y definitiva llegada al día siguiente, bajo un sol luminoso que no hace más que realzar la extraña arquitectura de la fachada de la escuela, la cual casi parece un edificio de otro planeta salido de una película de ciencia ficción. En el ínterin, hemos presenciado el asesinato de dos muchachas: una de ellas, Pat (Susan Javocili), que salía corriendo de la escuela a la vez que Suzy desistía de entrar en la misma y tomaba de nuevo el taxi, y la otra una amiga de Pat, en cuya habitación se ha refugiado la primera. De este modo, la segunda llegada de Suzy a la escuela en esa mañana soleada resulta irónica, habida cuenta de que en ese momento el espectador ya es consciente de los peligros que acechan tras esos elegantes muros.

La monumentalidad del interior de la escuela efectúa nuevos contrastes con la aparente fragilidad y timidez de Suzy. No es de extrañar, en este sentido, que Suzy congenie con otra alumna llamada Sara (Stefania Casini), y que tenga con ella una conversación en una habitación de blancos muebles y paredes adornados con sutiles pinceladas de negro, como sugiriendo a la vez un ambiente como de centro médico (en cierto sentido, la academia es, como acabaremos descubriendo al final, la “clínica particular” donde reposa la anciana bruja Helena Marcos), pero decorado con salpicaduras de estética goth. De hecho, a partir de ese momento, cada nuevo cambio de decorado supondrá para Suzy una experiencia negativa y progresivamente terrorífica: un paseo por un pasillo desconocido, que concluye con la extraña escena en la cual la criada de la escuela ciega a la protagonista con el resplandor del cuchillo de plata que está limpiando; la sala de baile, cuyas clases supervisa la rígida Miss Tanner (Alida Valli), y en las cuales una debilitada Suzy se verá obligada a bailar al compás marcado por la profesora junto a los demás alumnos, sufriendo como consecuencia de ello un desmayo; su propio dormitorio, del cual empezarán a caer del techo unos repugnantes gusanos, procedentes de una partida de alimentos podridos situada en el altillo que está justo encima de los cuartos de las chicas; el dormitorio improvisado para las jóvenes en el salón, separado por grandes sábanas colgadas y que, al apagarse las luces, queda parcialmente iluminado por una irreal luz roja, propiciando así un siniestro juego de sombras realzado por la respiración gutural, monstruosa, inhumana, de alguien que duerme…; la escena en la que Suzy y Sara nadan en la piscina, momento que aprovechan para hacerse confidencias en voz baja sobre los extraños fenómenos de la escuela; las breves secuencias, fuera de la escuela y de nuevo bajo una luminosa luz solar, en las cuales Suzy se entrevista con Frank Mandel (Udo Kier) y el profesor Milius (Rudolf Schundler), los cuales le explican la historia del origen de la escuela y la leyenda de la bruja Helena Marcos; y, naturalmente, el clímax del relato: el simbólico descenso de Suzy a los infiernos por mediación de su inmersión en las estancias secretas de la escuela, para enfrentarse a sus miedos y terminar matando a la bruja.

Todo ello contribuye sobremanera a enriquecer, en un sentido u otro, el retrato de la protagonista. La luz cegadora del objeto plateado que está limpiando la criada puede entenderse como una expresión visual de esa experiencia “cegadora”, iluminadora, que está suponiendo para la inexperta Suzy su primera salida al extranjero por sí sola. Esa clase de baile que concluye tan desastrosamente vendría a ser una metáfora del choque que sufre la joven Suzy en ese primer enfrentamiento con la agitación del mundo y de la vida: ese verse obligada a bailar al son de los demás, y que incluye un desmayo (figura muy característica, por cierto, de la literatura gótica) y una simbólica desfloración: la sangre que brota de la nariz y la boca de la protagonista. El episodio de los gusanos puede interpretarse como otra metáfora sobre la podredumbre del mundo que se agazapa incluso tras la más sofisticada de las apariencias. El rojo chillón del dormitorio improvisado de las chicas, formado por sábanas tras las cuales se intuyen formas siniestras, confiere una morbosidad especial a una escena en teoría “inofensiva”: un ambiente como de club nocturno, realzado por el tono confidencial de las charlas en voz baja de las chicas (en torno a las cuales parece flotar asimismo una sugerida atmósfera lésbica, ya apuntada la primera vez que Suzy tiene que compartir con sus compañeras un vestuario abarrotado de chicas). La escena de la conversación de Suzy y Sara en la piscina guarda ecos de la célebre secuencia en idéntico decorado de La mujer pantera (Cat People, 1942), de Jacques Tourneur: los planos generales progresivamente cerrados en semipicado sobre las dos jóvenes, flotando en el agua, tienen similar tono amenazador, en consonancia con la idea de que “algo” o “alguien” las está espiando (el agua, por cierto, y como también apunta Salvador Bernabé en su obra citada, es un elemento recurrente en el cine de Argento). En cambio, aquellas escenas a la luz del día de los encuentros de la protagonista fuera de la escuela con los dos hombres que la “iluminan” sobre lo que está ocurriendo tienen, coherentemente, un tono cotidiano, casi vulgar. No es de extrañar, pues, que la función llegue a su clímax en virtud, asimismo, de elementos escenográficos: la flor grabada en la pared y que, una vez girada, deja al descubierto la puerta secreta con la cual se accede al cubil de la hechicera; o la resolución misma de la destrucción de esta última a manos de Suzy: la muchacha la apuñala en la oscuridad porque, aún sin verla, “sabe” que está en un punto preciso del decorado: la cama.

La escenografía también hace acto de presencia en Suspiria en diversos momentos que no están contemplados desde el punto de vista de Suzy, algunos de ellos los peores del film, y a mi entender los que impiden que la película, aún interesante, sea esa obra maestra que defienden los exégetas del director. En particular, como casi siempre en Argento, la resolución de los asesinatos es lo que pone en evidencia el lado más grotesco de su autor; particularmente, siempre me ha resultado paradójico que la fama de Argento se sostenga en gran medida en sus secuencias de asesinato, que a mí siempre me han parecido lo más endeble del realizador. Con la excepción del asesinato del pianista ciego de la escuela Daniel (Flavio Bucci) bajo las fauces de su propio perro lazarillo, una secuencia hábilmente construida que juega excelentemente con el espacio y la profundidad de campo para sugerir la presencia de una invisible fuerza maligna (la muerte de Daniel tiene lugar en una enorme plaza solitaria que tiene algo de escenario operístico; los travellings alrededor del ciego o el movimiento de cámara aéreo que se le aproxima en vuelo rasante tienen una notable fuerza onírica), los de Pat y su amiga y el de Sara nunca han terminado de convencerme: el de las dos primeras, por culpa de su pomposa resolución (la larguísima expectación que se crea en el dormitorio donde está Pat en virtud de una ventana abierta y una cortina movida por el viento; el ridículo plano del rostro de la chica aplastado contra el cristal de la ventana, que produce un efecto más risible que terrorífico; algo parecido ocurre con el supuestamente melodramático travelling final que cierra la secuencia, y que va de los pies empapados en sangre de la ahorcada y apuñalada Pat al cadáver de su amiga acribillada por los cristales que han caído del techo: más que miedo, da risa…); y el de Sara, por rebuscado: la secuencia de su acoso dura tanto, que incluso ideas atractivas, de puro delirantes, como la de la habitación repleta de alambre a la cual va a parar la desdichada muchacha, pierden fuerza a base de insistir en ella. Sé que la línea que separa lo sublime de lo grotesco es muy tenue y habrá quien no lo aprecie así. Argento es un esteta y busca mostrar estéticamente el crimen, pero la mayoría de sus intentos han sido hasta la fecha baldíos, sobre todo en sus últimas y muy penosas propuestas.

(Continuará…)