Una de las más sorprendentes asociaciones entre productoras dispares de la historia del cine fantástico es la que se dio a mediados de la década de 1970 entre la británica Hammer Films y la china Shaw Brothers de Hong Kong (en esta época todavía colonia inglesa), cuando ambos estudios coprodujeron dos películas: Kung fu contra los 7 vampiros de oro (The Legend of the 7 Golden Vampires, 1974) y Shatter (1974; a.k.a. Call Him Mr. Shatter), este último un thriller policíaco protagonizado por Stuart Whitman y Peter Cushing y dirigido por Michael Carreras, quien sustituyó al frente del rodaje al realizador Monte Hellman, y conocido en España como Acorralado en Hong Kong. Respecto a Kung fu contra los 7 vampiros de oro, parece ser que la idea de mezclar una trama de terror gótico con el género de las artes marciales partió de los despachos de Hammer, la cual en un primer momento intentó poner en pie la producción con el apoyo de la productora Avco-Embassy, algo que fue imposible como consecuencia del veto de Warner Bros., la cual acababa de cosechar un enorme éxito con la famosísima película póstuma de Bruce Lee Operación Dragón (Enter the Dragon, 1973, Robert Clouse). Rápidamente, Hammer consideró que lo mejor era asociarse con la Shaw Brothers, mítico estudio especializado en el cine de artes marciales fundado en 1925 por los hermanos Runje, Runme y Runde Shaw, que alcanzaría su cénit gracias a la gestión de Runme con su hermano menor Run Run Shaw.
El proyecto era crear una nueva entrega de la serie Drácula de la Hammer, iniciada en Drácula (Dracula, 1958, Terence Fisher), con Christopher Lee encarnando de nuevo al conde vampiro creado por Bram Stoker y Peter Cushing repitiendo por enésima vez su papel de Van Helsing, pero combinándolo con artes marciales. La idea inicial se frustró cuando Lee rechazó el proyecto tras leerse el guion, siendo sustituido por John Forbes-Robertson, quien precisamente había sido considerado para protagonizar Las cicatrices de Drácula (Scars of Dracula, 1970), hasta que Lee aceptó a última hora. Una anécdota frecuentemente mencionada afirma que una de las razones, si no la principal, por la cual Christopher Lee interpretó tantas veces –siete– al conde Drácula para la Hammer (y dejando aparte sus prestaciones para Steno, Jerry Lewis, Jesús Franco y Edouard Molinaro), era porque, cada vez que se le ofrecía una nueva entrega de la saga del vampiro, Lee exigía un sustancioso incremento de salario, convencido de que, de este modo, acabarían diciéndole que no. Pero, para su sorpresa, y no sin cierta resistencia, en Hammer siempre acababan diciéndole que sí al aumento exigido, con lo cual el actor se sentía éticamente “obligado” a hacer cada nuevo film.
La realización de Kung fu contra los 7 vampiros de oro fue encomendada a un veterano de Hammer, Roy Ward Baker –director, sin ir más lejos, de Las cicatrices de Drácula–, quien reemplazó in extremis a Gordon Hessler, si bien en materia de artes marciales Baker contó con la inestimable ayuda del más reputado realizador especialista en la materia de la época, Chang Cheh, por más que este no recibiera crédito por ello. No hay que desdeñar el hecho de que en el reparto del film figuren numerosas estrellas del cine de artes marciales de Hong Kong, caso de David Chiang, Han Chen Wang, Szu Shih, Shen Chan o Chia Yung Liu. Según Baker, él rodó la mayor parte de la película, usando en contra de su voluntad el formato panorámico –el cual fue una exigencia de los Shaw–, y dejó todas las escenas de artes marciales a cargo de la segunda unidad comandada por Chang Cheh. No falta quien afirma que el director de La furia del tigre amarillo (Xin du bi dao, 1971) añadió más escenas de lucha con la connivencia de los hermanos Shaw para alargar la versión del film que se estrenaría en China y que, según dichas fuentes, sería de 110 minutos, frente a la versión de 89 minutos que todos conocemos. Sea como fuere, el resultado, contra todo pronóstico, fue mejor de lo previsible, dado que Kung fu contra los 7 vampiros de oro funciona bien como atípico relato de vampiros y como eficaz “película de kung fu”.
Su primera secuencia-prólogo, que antecede a los títulos de crédito, hace de esa mezcla de géneros su principal atractivo. Un rótulo nos indica que nos hallamos en Transilvania en 1804. Vemos a un monje, de espaldas a la cámara, ascendiendo lenta y pesadamente por el bosque. Baker planifica la escena manteniendo cierto “suspense” alrededor de la identidad del monje, hasta que, por medio de un rápido travelling óptico, que se corresponde con el punto de vista de un pastor, descubrimos el rostro del monje, que no es otro que el de Kah (Shen Chan). El pastor huye, aterrorizado ante la inesperada presencia de un hombre oriental por esos parajes. El monje es una anomalía, una rareza, algo exótico perteneciente a una cultura lejana. Además, viene a cumplir una extraña misión: se dirige nada menos que al castillo de Drácula (John Forbes-Robertson), porque tiene que hablar con él… La entrevista del monje y el vampiro tiene lugar en un atractivo decorado gótico iluminado con llamativos colores, mérito del decorador Johnson Tsao y de alguno de los dos directores de fotografía que colaboraron en el film, Roy Ford y John Wilcox. Un curioso detalle cinéfilo: Drácula se incorpora de su sarcófago exactamente igual que el nosferatu de Murnau, algo que nunca hizo Lee en sus performances para Hammer. Otro, bonito, de puesta en imágenes: en un mismo encuadre, vemos a Kah, de espaldas a la cámara, y, en frente suyo, a Drácula, deslizándose en plano medio hacia el monje, rodado de tal manera que tenemos la sensación de que el vampiro no toca con los pies en el suelo.
La secuencia-prólogo concluye de modo inesperado: el monje Kah, líder humano de los siete vampiros de oro, legendarios guerreros no muertos que son el terror de una apartada zona rural en China, suplica a Drácula que le ayude a reinstaurar el reino de tinieblas de aquéllos; pero Drácula, que nunca hace favores, tiene otra idea: decidido a “cambiar de aires”, se apodera mágicamente del cuerpo de Kah y, de este modo, abandona Transilvania, dispuesto a capitanear a los siete vampiros de oro. El guion, escrito por Don Houghton –firmante del libreto de la desastrosa Drácula 73 (Dracula A.D. 1972, Alan Gibson) (1) y de la algo más apreciable Los ritos satánicos de Drácula (The Satanic Rites of Dracula, 1973, Gibson) (2)–, no es, precisamente, un dechado de virtudes, pero la premisa que la sostiene tiene cierta gracia. La acción da un salto temporal de cien años: China, 1904. Allí se encuentra el profesor Lawrence Van Helsing (Peter Cushing, of course) –el mismo que moría luchando contra el conde al principio de Drácula 73… en 1872: hacía tiempo ya que Hammer no se preocupaba, como antaño, en cuidar las cronologías–, impartiendo una conferencia sobre el vampirismo en la Universidad de Chungking, y viaja acompañado de su hijo Leyland (Robin Stewart). Entre el público asistente hay una persona particularmente interesada en la conferencia y en el conferenciante: Hsi Ching (David Chiang, el protagonista de la citada La furia del tigre amarillo), quien le propone a Van Helsing que le ayude, con su erudición sobre los no muertos, en una “misión imposible” que guarda ciertos ecos del planteamiento de Los siete samuráis/Los siete magníficos (Shichinin no samurai, 1954, Akira Kurosawa/The Magnificent Seven, 1960, John Sturges): viajar a una lejana aldea, cuyos habitantes sufren el acoso constante de los vampiros de oro –antes siete, ahora seis–, bajo la dirección de Kah/Drácula, y ayudarles a acabar de una vez por todas con la maldición.
Precisamente la conferencia de Van Helsing ha girado en torno a los no muertos en general y a los siete vampiros de oro en particular, explicando por qué ahora son media docena. Ello da pie a un bonito flashback –uno de los mejores fragmentos del film, casi una pequeña película autónoma en el interior de la mayor– que visualiza la historia, relatada por Van Helsing, de un granjero –el abuelo de Hsi Ching– que vio morir a su esposa e hijo a manos de los vampiros de oro, y, sin nada más que perder en esta vida, se dirigió al cubil de los no muertos con la intención de acabar con ellos. No lo consiguió, y murió en el empeño, no sin antes destruir a uno de los vampiros de oro, demostrando de este modo que es posible acabar con ellos. Son bellos los planos de la aldea de noche, con sus habitantes encerrándose en sus casas al paso de los vampiros a caballo, y el solitario granjero recorriendo sus calles. Serena belleza que contrasta, a continuación, con las crudas escenas que transcurren en la pagoda que sirve de refugio a Kah/Drácula y sus secuaces vampiros: el diseño exterior del edificio recuerda poderosamente al célebre templo de Shaolin, icono de las artes marciales en general y del cine de este género en particular; en cambio, el interior es una especie de “cámara de los horrores” donde los no muertos beben la sangre de mujeres semidesnudas –huelga decir que, con motivo de su estreno en la España posfranquista (9 de febrero de 1976), todos esos “planos de tetas” fueron amputados por la todavía vigente censura–, las cuales son desangradas para llenar una caldera de sangre hirviendo situada en el centro de la estancia.
Las escenas que combinan acción y horror se encuentran entre lo más atractivo de la función: en un lejano texto escrito para Dirigido por…, José María Latorre escribía que los momentos que mostraban las cabalgatas de los vampiros de oro y el avance de sus guerreros zombi eran “una lección para el inepto Amando de Ossorio” (una de esas afirmaciones que, seguro, molestarán a más de un miembro del fandom). Sea como fuere, escenas como las apariciones de los muertos vivientes, brotando del subsuelo del cementerio en los alrededores de la pagoda o del interior de jarras funerarias, o las de los vampiros de oro cuando atacan a la expedición de Van Helsing en la cueva donde pasan la noche, tan sencillas como eficaces –los no muertos aparecen desde detrás de unas columnas de piedra tras las cuales antes los hemos visto transformados en murciélagos–, compensan el planteamiento ingenuo de la propuesta, donde no falta la llamada final a la tradición de los vampiros cinematográficos: en la pagoda, Van Helsing exige a Drácula que abandone la apariencia física de Kah y se presente con su verdadero aspecto, para enfrentarse de nuevo –y por última vez– contra él, con el resultado por todos esperado: la enésima destrucción de un empalado conde, seguida de su descomposición visualizada a base de encadenados y a los sones del gran James Bernard, quien recupera los característicos acordes tenebrosos que urdió a las órdenes de Terence Fisher en 1958. Incluso Peter Cushing realiza un auto-guiño, repitiendo ese gesto característico –Van Helsing llevándose la mano al cuello tras haber sobrevivido a la pelea contra Drácula– que ya hiciera en la obra maestra de Fisher dieciséis años antes.
(1) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2023/05/y-el-conde-aterrizo-en-el-siglo-xx.html
Desde luego, después de lo pobres que resultaron las dos entregas de Drácula ambientadas en la actualidad, "Los 7 vampiros de oro" es toda una mejora. No termina de parecerme tan buena como dice alguna de las críticas que he leído, me parece que a la hora de reivindicarla se pasan de frenada. Lo digo poeqPero desde luego es divertida y muy agradable. Lástima que Chistopher Lee no quisiera volver a hacer de Drácula, pero la presencia de Cushing lo compensa con creces.
ResponderEliminarVaya, he enviado por error mi comentario sin terminarlo del todo. Iba a decir que la película también tiene sus defectos. Sin ir más lejos, se nota demasiado que la fórmula kung-fu + vampiros no es más que un cálculo comercial. Unos años antes o unos después no habría tenido ningún sentido. Y la precipitación con que están narradas algunas cosas, como la muerte de Hsi Ching y Vanessa, para mí al menos delata que el presupuesto debía andar muy ajustado.
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