Translate

viernes, 31 de marzo de 2023

La (re)posesión de Regan: “EXORCISTA II: EL HEREJE”, de JOHN BOORMAN

 


Exorcista II: El hereje
(Exorcist II: The Heretic, 1977) es la primera de las cuatro secuelas para el cine que hasta la fecha ha conocido la famosísima película de William Friedkin El exorcista (The Exorcist, 1973) (1). Las otras son la muy mediocre El exorcista III (The Exorcist III, 1990), realizada por el mismo autor de la novela y el guion del film original, William Peter Blatty; la fallida El exorcista: El comienzo (Exorcist: The Beginning, 2004, Renny Harlin); y la curiosa aunque irregular Dominion: Prequel to the Exorcist (2005), de Paul Schrader, producida antes pero comercializada después de la de Harlin, y editada en formato doméstico como El exorcista: El comienzo – La versión prohibida (sic). A pesar del extraordinario éxito comercial de El exorcista, ni Friedkin ni Blatty tenían el menor interés en participar en una secuela. De entrada, no les atraía la idea que barajaba Warner Bros., productora del original. Según el coproductor de lo que luego sería Exorcista II: El hereje, Richard Lederer: “lo que básicamente queríamos hacer con la secuela era volver a hacer la primera película… Tener la figura central, un sacerdote que investiga lo ocurrido entrevistando a todos los involucrados en el exorcismo, para a continuación dar salida a material de archivo no utilizado, ángulos no incluidos de la primera película a partir de un refrito de bajo presupuesto (unos 3 millones de dólares) de “El exorcista”, un enfoque más bien cínico para hacer películas, lo admito, pero ese fue el comienzo”. Un planteamiento tan poco atractivo provocaba el rechazo de Linda Blair, intérprete de la joven poseída Regan, y Ellen Burstyn, que encarnaba a su madre, quienes se negaban a repetir sus papeles bajo esas condiciones.



El proyecto dio un giro a partir del momento en que el dramaturgo William Goodhart escribió un primer guion basado en las teorías de Pierre Teillard de Chardin, el jesuita paleontólogo y arqueólogo que, dicen, inspiró a Blatty el personaje del exorcista, el padre Merrin. Dicho texto llamó la atención de Boorman, quien explicaba que otro ejecutivo de Warner, John Calley, ya le había propuesto en su día dirigir El exorcista, pero “le dije: “Mira, tengo hijas, no quiero hacer una película sobre la tortura de un niño”, que es como yo veo el film original. Pero luego leí un tratamiento de tres páginas para una secuela escrito por William Goodhart, que me dejó intrigado porque giraba alrededor de la bondad. Lo vi entonces como una oportunidad para filmar una respuesta a la primera película”. Una vez Boorman y Linda Blair, a la que también le gustaba el nuevo tratamiento, aceptaron intervenir, la producción de Exorcista II: El hereje se puso en marcha, con un presupuesto inicial de 9 millones de dólares, considerablemente alto para los cánones de la época, que terminaría alcanzando la desorbitante cifra de 14 millones de dólares, siendo la película más cara realizada por Warner hasta la fecha. Una de las exigencias de Blair fue la de no volver a aplicarse el famoso maquillaje creado por Dick Smith, de ahí que las escenas de la Regan demoníaca de esta secuela corrieran a cargo de una especialista, con la voz de la actriz Karen Knapp. Por su parte, la pertinaz negativa de Burstyn a reaparecer en la secuela obligaron a potenciar el personaje de su ayudante, Sharon, de nuevo encarnada por Kitty Winn. Max Von Sydow accedió a reaparecer, brevemente, como el padre Merrin, si bien lo hizo a regañadientes dado, según él, el impacto negativo del éxito del primer film. 
Durante el rodaje, Boorman y su colaborador Rospo Pallenberg reescribieron por completo el guion. Convirtieron al teórico héroe de la función, el padre Dyer (personaje también presente en la primera película), en otro sacerdote, el padre Lamont, dada la negativa del padre William O’Malley a repetirlo. Richard Burton se haría con el papel del padre Lamont tras considerarse a Jon Voight –quien había trabajado con Boorman en Defensa (Deliverance, 1973)–, David Carradine, Jack Nicholson y Christopher Walken. A otro personaje, el Dr. Gene Tuskin, que debían interpretar o Chris Sarandon o George Segal, se le cambió el sexo, convirtiéndolo en la Dra. Tuskin, interpretándolo Louise Fletcher tras barajarse los nombres de Ann-Margret y Jane Fonda. Según Blair, tantos cambios estropearon el proyecto inicial: “era un muy buen guion al principio. Luego, cuando todo el mundo lo reescribió hasta cinco veces, se quedó en nada”. Quizá no le faltaba razón, aunque la actriz no contribuyó a la buena marcha del rodaje, con sus problemas de adicción a las drogas y su impuntualidad a la hora de presentarse en el plató a trabajar. A ello hubo que sumar los habituales problemas con el alcohol de Richard Burton; la fiebre del valle de San Joaquín (una infección respiratoria por hongos) que contrajo Boorman, obligando a detener la filmación durante todo un mes; y el elevado nivel de la producción, repleta de costosos efectos especiales (en particular, los relativos a las plagas de langosta), y de espectaculares decorados de ambientación africana erigidos en los estudios de la Warner en Burbank. En el momento de su estreno en los Estados Unidos, que tuvo lugar el 17 de junio de 1977, la decepción de la crítica, y en particular del público, fue mayúscula, hasta el punto de que todavía hoy se considera Exorcista II: El hereje la peor secuela de la historia del cine, por más que, contrariamente a lo que se ha dicho, su funcionamiento en la taquilla, si bien flojo, no fue tan malo: 30 millones de dólares de la época en salas norteamericanas. Friedkin explicó con regocijo que varios ejecutivos de Warner asistieron a un preestreno del film; al cabo de diez minutos, alguien del público les reconoció, se puso de pie y gritó: “¡Los culpables de este pedazo de mierda se encuentran en esta sala!”; una docena de espectadores se echaron sobre ellos, obligándoles a salir por patas…



Hay un aspecto meritorio en esta secuela de El exorcista: teniendo en cuenta que el propósito de Boorman era lograr una película absolutamente diferente de la original, hay que decir que lo consiguió por completo, para lo bueno y para lo malo. No cabe la menor duda que el factor primordial no ya del fracaso comercial que cosechó Exorcista II: El hereje en el momento de su estreno (lo cual es meramente circunstancial), sino del rechazo que todavía hoy inspira entre los fans de la franquicia creada por Friedkin y Blatty, reside en el hecho –reconocido por el propio Boorman en unas declaraciones hechas en 2005– de que “todo se reduce a las expectativas del público. La película que hice yo la vi como una réplica a la fealdad y la oscuridad de “El exorcista”. (…) Viéndolo en retrospectiva, al público les negué lo que querían ver y se cabrearon con ello; y con razón, pues yo sabía que no les daba lo que querían, lo cual fue una elección muy tonta”.



Boorman, guionista no acreditado de Exorcista II: El hereje junto al también director de segunda unidad Rospo Pallenberg, reescribió el argumento de Goodhart y lo llevó a su terreno, con resultados, sobre el papel, harto curiosos, pero, en la práctica, tremendamente fallidos. Pese a todo, la “mala fama” de este film es algo exagerada, pues no faltan en él algunos apuntes de interés, además del hecho de apartarse radicalmente del estilo fantásticamente realista (o realísticamente fantástico) impreso por Friedkin en El exorcista, para apostar en cambio por una tonalidad abiertamente fantastique. Cabe anotar en el haber de Exorcista II: El hereje la fuerza onírica de algunos pasajes, caso de la secuencia del primer paseo sonámbulo de la poseída Regan por la elevada terraza de su apartamento en Nueva York; o los bonitos travellings aéreos y movimientos de cámara “voladores” que recorren los paisajes y las estrechas calles y desfiladeros rocosos de Etiopía. Más allá de estos y otros apuntes formales no exentos de belleza –la fotografía de William A. Fraker; los efectos especiales de Albert Whitlock; el tratamiento de la escenografía, que contrasta la acristalada azotea del apartamento de Chris y la clínica de la Dra. Tuskin con los áridos decorados africanos–, el film fracasa en uno de sus aspectos primordiales, la crisis de fe que lleva al padre Lamont a asumir la defensa de Regan contra el diablo (a pesar de los ímprobos esfuerzos de Richard Burton con tal de darle algo de “carne” al personaje), y desemboca en un clímax ridículo y mal contado, en el que Regan, el padre Lamont, la Dra. Tuskin y Sharon hacen frente al Maligno en la misma vivienda de Georgetown donde transcurría la película de Friedkin. La equivocada partitura de Ennio Morricone redondea el desastre.



(1)
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2015/07/terror-vs-realismo-el-exorcista-de.html

lunes, 27 de marzo de 2023

Susanne/ Doris/ Susanne: “SUEÑOS”, de INGMAR BERGMAN



Severo crítico de su obra, Ingmar Bergman se mostraba muy duro con Sueños (Kvinnodröm, 1955): “Inmediatamente después de “Una lección de amor” [En lektion i kärlek, 1954] hago “Sueños” para la Sandrews. Le había prometido una comedia a Rune Waidekranz, ya que “Noche de circo” [Gycklarnas afton, 1953 –(1)–] había sido un estrepitoso fracaso. En un plano muy superficial, “Sueños” son dos variaciones más sobre el tema de “Noche de circo”. Pero ahora Harriet [Andersson] y yo habíamos roto nuestra relación. Los dos estábamos bastante tristes. La tristeza oprime la película. Es verdad que en esta hay un encadenamiento interesante entre dos historias que llevan la una a la otra. Pero “Sueños” está gravemente herida por nuestras depresiones y no logra alzar el vuelo” (Bergman en Los archivos personales de Ingmar Bergman. Paul Duncan y Bengt Wanselius, Taschen, 2008). Tremenda opinión, además de ser a mi entender muy injusta, pero también muy característica de un cineasta que, al contrario que tantos y tantos imbéciles pagados de sí mismos, siempre miró sin piedad su propia obra, en una actitud de eterno insatisfecho ante los méritos propios que por regla general suele ser patrimonio de los verdaderos artistas.



Apreciaciones del propio Bergman aparte, no le falta razón cuando afirma que Sueños viene a ser una relativa variante de lo planteado no solo en Noche de circo, sino también en otras de sus películas de esa década –Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1953), Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens leende, 1955), en parte En el umbral de la vida (Nära livet, 1958)–, sobre el dolor que se deriva de las relaciones amorosas. La diferencia con respecto a Noche de circo reside en que, en Sueños, son sobre todo los personajes femeninos los que sufren las penas y humillaciones del sentimiento amoroso, y más concretamente dos: Susanne (Eva Dahlbeck), la editora de una revista de moda, y Doris (Harriet Andersson), una joven modelo que trabaja para la anterior. Ambas coinciden en la primera secuencia, la de la sesión de fotos, de una densidad poco común: Susanne supervisa la realización del reportaje gráfico de una nueva colección de ropa, para la cual Doris posa junto con otras chicas; Susanne demuestra una actitud rígida, mientras que la desenfadada Doris aprovecha las pausas en la sesión fotográfica para verse en el camerino con su novio Palle (Sven Lindberg); pero la atención se centra sobre todo en Susanne, cuyo tormento interior va en aumento a medida que el lugar se va cargando de “electricidad” con el contrapunto del obeso dueño de la revista (Benkt-Ake Benktsson) que con sus dedos repiquetea insistentemente sobre la mesa.



Susanne viaja a Estocolmo para completar el reportaje con una serie de tomas en exteriores, y se lleva consigo a Doris. Pero el auténtico propósito de la primera no es otro que el de volver a ver, ni que sea por última vez, a su amante, un hombre casado llamado Henrik Lobelius (Ulf Palme). Mientras tanto, Doris llega tarde a la sesión de fotos en la calle, provocando la ira de Susanne, quien la despide. Llorosa y desamparada, Doris deambula por la ciudad hasta que se tropieza con Otto Sönderby (Gunnar Björnstrand), un anciano caballero que le compra ropa y joyas, y la invita a merendar, aparentemente con el único propósito de recrearse nostálgicamente en la belleza de la muchacha. Contrariamente a lo que sería lo usual, narrar en montaje paralelo y simultáneamente las peripecias de ambas mujeres, Sueños se detiene primero en la historia de Doris y el caballero Sönderby, y solo cuando esta ha concluido remata a continuación la de Susanne y su amor imposible hacia Henrik. Expresado con propiedad, ambas son historias de “amores imposibles”, en cuanto la relación amorosa de Susanne y Henrik termina amargamente, e igualmente lo hace la platónica de Doris y Sönderby, marcada no solo por la diferencia de edad entre ambos personajes como, principalmente, por las que hay entre sus caracteres y circunstancias vitales: Sönderby busca “revivir” en Doris a su esposa muerta, mientras que Doris es una joven superficial que todavía es incapaz de entender la profunda naturaleza del amor del viudo por esa mujer a la que todavía llora, y en cierto sentido, “honra” –antes, incluso, de que lo planteara Hitchcock en De entre los muertos / Vértigo (Vertigo, 1958)– mediante su simbólica reencarnación en otra fémina.



¿A qué puede deberse esta construcción del relato? Peter Cowie tiene su propia teoría al respecto: “Los dos episodios protagonizados por Susanne y Doris encajan entre sí, de tal modo que “Confesión de pecadores” [nota: otro de los títulos por los cuales también es conocida Sueños] se presenta como una suerte de doble fuga. La película empieza y culmina en el mismo entorno: un salón de moda. Los anhelos de ambas mujeres, sus “sueños”, han sido brutalmente aniquilados. Doris regresa junto a su novio estudiante, y Susanne permanece sola, tras rechazar la sugerencia de Henrik de pasar un fin de semana ilícito en Oslo” (Los archivos personales de Ingmar Bergman, op. cit. infra). Yendo un poco más lejos, puede verse en la mencionada construcción dramática del relato –esa alternancia entre Susanne/ Doris/ Susanne– una determinada lógica, de tal manera que la focalización más intensa del interés de lo narrado pasa primero por Susanne, ejemplo de mujer madura y fuerte, para luego pasar a Doris, ejemplo de mujer frágil e inmadura, de tal manera que Doris vendría a ser una especie de proyección de la juventud de Susanne, la cual, una vez vivido su propio y personal proceso de maduración –la culminación de su extraña historia de amor platónico con Sönderby–, deja paso nuevamente a Susanne viviendo, en su caso, una relación sentimental con un hombre casado que tiene algo de terminal: de punto final.



En cualquier caso, y si como afirmaba el propio Bergman, una parte del interés de Sueños se encuentra en esa singular construcción y las sugerentes posibilidades interpretativas que se derivan de la misma, lo mejor reside, en última instancia, en la belleza de la realización, que es la que confiere toda su fuerza a ese entramado. Aparte de la repetidamente mencionada primera secuencia de la sesión de fotos, la película contiene otros fragmentos no menos prodigiosos a nivel estrictamente visual, tal es el caso de la extraordinaria secuencia del viaje nocturno en tren a Estocolmo, en el cual una serie de planos de detalle de la maquinaria, las ruedas, los raíles y las cortinas mecidas por el viento en el interior del vagón de pasajeros se convierten, casi mágicamente, en una gráfica representación del tormento emocional de Susanne; las bellísimas escenas de Doris y Sönderby en la tienda de ropa, la joyería, la pastelería, el parque de atracciones, y finalmente la casa del anciano, concebidas todas y cada una de ellas a modo de hermoso y delicado ballet sentimental y sensitivo, espléndidamente reforzado además por la viveza de la interpretación de Harriet Andersson y la excepcional sutilidad de Gunnar Björnstrand, uno de los mejores actores de la historia del cine; o el magnífico clímax entre Susanne, Henrik y la esposa de este último, la Sra. Lobelius (Inga Landgré), quien le demuestra a Susanne que su marido jamás huirá con ella porque es incapaz de librarse del vínculo que se ha creado entre ellos tras años y años de convivencia. Como muchas grandes películas de Ingmar Bergman, Sueños es una aguda digresión sobre los estragos del paso del tiempo en las personas. Eso explica que, como suele ser habitual en muchos de sus films, la pista de sonido esté en más de un momento dominada por el tictac casi obsesivo de los relojes, banda sonora característica del cine del autor de Persona (ídem, 1966) como, por ejemplo, lo era el silbido del viento en las películas de Federico Fellini.

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2018/06/centenario-de-ingmar-bergman-1-noche-de.html 

sábado, 25 de marzo de 2023

Demonios de la mente: “LA FURIA”, de BRIAN DE PALMA



En el excelente libro-entrevista que le dedicaron Samuel Blumenfeld y Laurent Vachaud, Brian de Palma por Brian de Palma (Alba Editorial, 2003), el realizador afirmaba no haber leído la novela de John Farris en la cual se basa La furia (The Fury, 1978), originalmente publicada en los Estados Unidos en 1976 y adaptada al cine por su mismo autor –existe una edición española de la misma a cargo de Grijalbo (1979)–, y que el guion llegó a sus manos poco después del éxito de Carrie (ídem, 1976). El resultado sería una película que, pese a contar con un presupuesto superior al de aquélla, se saldó con un resultado comercial inferior. No obstante, y contrariamente a lo que suele afirmarse, parece ser que, sin ser en absoluto un gran éxito de taquilla, el film tampoco fue, ni mucho menos, un fracaso: costó 7,5 millones de dólares, una cifra considerablemente elevada para los parámetros hollywoodenses de la época, pero acabó recaudando 24 millones, más del doble de lo que había costado, y por tanto, dentro de esos mismos parámetros mercantiles de Hollywood, dio beneficios. Sea como fuere, no es la primera vez que un título de Brian de Palma ha necesitado del paso del tiempo para ser colocado en el elevado pedestal que se merece: había ocurrido antes con Fascinación (Obsession, 1976), volvería a ocurrir con Impacto (Blow Out, 1981) (1) y El precio del poder (Scarface, 1983), y hoy en día todavía no se ha consumado en el caso de Femme Fatale (ídem, 2002), una de las películas más bellas del siglo XXI. La furia pertenece a este grupo de obras ignoradas o poco consideradas, y a pesar de ello bien merecería figurar entre las más logradas de su autor. 



La furia es uno de los films de De Palma que concita fácilmente uno de los debates que suelen darse en torno a su cine: la distancia aparentemente insalvable que existe entre la solidez de los guiones de los que parte y la exuberancia con que los pone en escena, o dicho de otra manera, la eterna discusión entre el (supuesto) carácter endeble de sus tramas y la espectacularidad de su planificación, con lo cual se viene a decir que nuestro realizador poco más o menos “malgasta” su talento visual en historias que tienen poca “sustancia”. Eso, a mi entender, es igual a decir que, en cine, lo que se cuenta está por encima del cómo se cuenta, cuando precisamente es todo lo contrario: que en cine, en arte, la belleza de la forma es lo que realza y confiere toda su fuerza y su sentido a un fondo que, en teoría, puede ser poca cosa en sí mismo considerado, pero su paso por el cedazo de lo artístico lo hace crecer: lo transforma en arte. Así pues, para críticos-de-guion La furia vendría a ser una mezcla de thriller de espionaje y cine de terror, variante temática “poderes telequinéticos”, en torno a una organización gubernamental (secreta, of course) que recluta a la fuerza a jóvenes dotados de inmensos poderes mentales para sus departamentos armamentísticos (probablemente, pues tampoco se aclara). Téngase en cuenta que, en el momento del estreno de La furia, películas como Los tres días del Cóndor (Three Days of the Condor, 1975), de Sydney Pollack, o dos de los mejores trabajos del hoy excesivamente olvidado Alan J. Pakula, El último testigo (The Parallax View, 1974) y Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, 1976), y un escándalo tan sonado como el Watergate (reconstruido, en parte, en el film de Pakula mencionado en último lugar), todavía estaban muy frescos en el inconsciente colectivo. Puede que eso transmitiera la percepción errónea de que La furia era otra película en esa línea o similar, olvidándose que a De Palma no suele interesarle la trascendencia, e incluso en las ocasiones en las que se ha puesto, como suele (estúpidamente) decirse, más “serio”, como en Corazones de hierro (Casualties of War, 1989), La hoguera de las vanidades (The Bonfire of the Vanities, 1990) (2), Atrapado por su pasado (Carlito’s Way, 1993) o Redacted (ídem, 2007), pongamos por caso, la personalidad habitual del cineasta casi siempre se deja ver cada vez que se ha salido por la tangente de lo formal: el asesinato de la chica vietnamita en el puente, en Corazones de hierro, el plano-secuencia que abre La hoguera de las vanidades, la persecución en la Grand Central Station de Atrapado por su pasado, el uso de las cámaras digitales en Redacted



La furia
rebosa creatividad a raudales: cada secuencia contiene un elemento u otro de puesta en escena que multiplica la capacidad de sugerencia de las mismas, confiriéndoles una dimensión en el borde mismo de lo onírico. Como explicaba De Palma en el citado libro-entrevista de Blumenfeld y Vachaud: “la película era una incursión en un mundo científico con el que siempre me he sentido vinculado. Pero le di a la historia el tratamiento de una historia de género y me esforcé en que fuera lo más fantástica posible. Era un ejercicio de estilo; no sentía la necesidad de transmitir ningún mensaje en particular”. Los ejemplos son cuantiosos. En la primera secuencia, la que tiene lugar en una playa mediterránea, se produce la presentación de los personajes del agente secreto Peter Sandza (Kirk Douglas), su hijo de 17 años Robin (Andrew Stevens) y el amigo y colega del primero Ben Childress (John Cassavetes), y que culmina con un (falso) ataque terrorista palestino en el curso del cual Peter descubre la traición de Childress: todo ha sido una artimaña de este último para eliminarle y secuestrar a Robin. Peter y Robin acaban de salir del mar, donde han estado nadando. Aparentemente sin venir a cuento (esto ocurre mucho en el cine de De Palma), el realizador inserta un plano general muy abierto combinado con un ligero zoom en retroceso que va “ensanchando” la imagen. Más tarde, Peter y Robin beben vino en una mesa junto a la playa, conversación que De Palma recoge en un plano medio combinado con un lento travelling semicircular de izquierda a derecha del encuadre, tomado de tal manera que el mar acaba quedando a modo de telón de fondo de la charla de los personajes. Esos dos planos que acabamos de describir eran (son) una sutil advertencia de lo que va a ocurrir poco después: cuando un tirador con metralleta empieza a disparar sobre la gente que está en la playa, intentando asesinar a Peter. Descubrimos así que ese plano general no era sino el punto de vista de ese tirador, dominando el escenario donde va a perpetrar la matanza desde un promontorio elevado (a mayor ahondamiento, el zoom de ese plano está justificado dramáticamente en virtud de otro detalle: al lado del tirador hay otro terrorista que está filmando la masacre con una cámara de pequeño formato). Percibimos, asimismo, que ese plano de Peter y Robin hablando nos estaba advirtiendo de que iba a pasar “algo” (el movimiento de la cámara confiere un carácter “no-natural” a una escena, en principio, “natural”), y que parte de ese “algo” estaba relacionado con el mar a espaldas de los personajes: por allí atacarán otros dos terroristas armados, a bordo de una lancha neumática, la misma en la cual Peter intentará huir del tiroteo.




La acción da un salto temporal de un año. La cámara se sitúa ahora en una concurrida playa norteamericana, descendiendo en grúa hasta situarse, en plano medio combinado con travelling frontal, a espaldas de dos chicas en bikini, Gillian (Amy Irving) y su amiga del instituto La Rue (Melody Thomas). Nos hallamos ante otro plano que, en principio, también parece que tan solo se limita a mostrar algo de manera directa (la conversación mientras pasean de las jóvenes), pero que al mismo tiempo muestra otra cosa de manera indirecta: la vigilancia a la que Gillian es sometida por un extraño sujeto, Raymond Dunwoodie –William Finley, el protagonista de El fantasma del Paraíso (Phantom of the Paradise, 1974)–, quien asoma por un extremo del encuadre y se pone a seguir a ambas chicas, para luego informar por teléfono a Childress del paradero de Gillian.



Más adelante, después de que Gillian haya sido internada en la clínica Paragon, bajo la dirección del Dr. Jim McKeever (Charles Durning), De Palma repite un encuadre –el plano medio combinado con travelling semicircular de izquierda a derecha– prácticamente idéntico al que ha utilizado para mostrar la conversación entre Peter y Robin en la playa, pero ahora para enseñar la distendida charla de Gillian y una amiga que ha hecho en la clínica, Hester (Carrie Snodgress), mientras comen helado: la similitud de los encuadres establece así una sutil relación entre los personajes de Peter, Robin, Gillian y Hester, la cual no tiene nada de gratuito: Hester es la amante de Peter y su contacto en la clínica; Gillian está obsesionada con encontrar a Robin, quien a veces se le aparece en los flashes “telequinéticos” que sufre cada vez que pone a prueba sus poderes mentales; Peter quiere conseguir que Gillian le ayude a encontrar a Robin; y Robin, aún sin conocerla, intuye en Gillian la presencia de otra persona “como él”.



Por si esto no fuera suficientemente atractivo, lo que le confiere a La furia todo su interés reside, como siempre en De Palma, es la admirable textura de un relato que acaba avanzando a golpe de intensidad visual. Resulta muy sugerente la manera como el realizador construye determinados encuadres jugando con las imágenes en primer y segundo término, tal es el caso de los que muestran el experimento llevado a cabo por la Dra. Lindstrom (Carol Rossen), la ayudante del Dr. McKeever en la clínica Paragon, con las alumnas del instituto en el que estudia Gillian (entre las cuales, por cierto, puede verse a una jovencísima Daryl Hannah en su primer trabajo para el cine). Primero Hester y luego Gillian hacen funcionar un tren en miniatura con el mero impulso de sus ondas cerebrales, si bien cuando lo hace esta última el juguete circula a más velocidad que nunca. De Palma planifica la secuencia construyendo planos que combinan el tren de juguete en primer término del encuadre y los primeros planos de Hester y Gillian en segundo término, insinuando así la existencia de dos realidades en una, la empírica (el juguete) y la mental (Hester y, sobre todo, Gillian), y creando un paroxismo que culmina con Gillian haciendo “descarrilar” la miniatura tras haber visto breves y sangrientos flashes –un flash-forward– de la (futura) muerte de otra mujer, la Dra. Susan Charles (Fiona Lewis), a manos de Robin.



Los movimientos de cámara y la elección de los encuadres están en todo momento al servicio de la acción y de esa capacidad de sugerencia. Véanse, por ejemplo, los “barridos” de la cámara, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda de la imagen, en la escena de la intrusión de Peter en la casa donde se oculta de sus perseguidores, los cuales proponen una “ruptura” de la realidad cotidiana de los ocupantes de la vivienda propiciada por la irrupción del protagonista en la misma. El plano picado en el despacho del Dr. McKeever que, por mediación de un lento reencuadre, acaba centrando la imagen en la mano del médico, sangrando como consecuencia del contacto físico y mental con Gillian (en una imagen que sugiere la pequeñez e impotencia del personaje para contener la avalancha de acontecimientos paranormales que se le vienen encima). El plano en contrapicado, con la cámara colocada debajo de la mesa de cristal donde vemos desplomarse a la Dra. Lindstrom, víctima del mortífero contacto mental con Gillian (en una imagen cuyo carácter “retorcido” sugiere, ahora, la monstruosidad agazapada en el interior de la joven y aparentemente inocente muchacha). Los movimientos de la cámara que siguen las acciones de Hester, Gillian y la cocinera de la clínica Paragon momentos antes de que la primera provoque una distracción para facilitar la huida de la segunda, acordada por ambas la noche anterior: se va creando de este modo una tensión, progresivamente acumulada, sin necesidad de cambiar de plano, uniendo acción y reacción, la idea y la ejecución de la misma. Incluso cuando lo convencional amenaza con hacer acto de aparición, tal es el caso de la consabida persecución automovilística, De Palma la resuelve, revistiéndola de misterio y atmósfera, mediante el empleo dramático de la niebla y la escasa visibilidad que la acompaña como fuente propiciatoria de sorpresas.



Lo que muchos recuerdan de La furia son, con justicia, sus momentos más “fuertes”. Ese brillante instante en el que, como ya hemos apuntado, al coger casualmente la mano del Dr. McKeever, Gillian rememora la estancia de Robin en la clínica Paragon: De Palma resuelve la visualización de esa “imagen mental” con un plano medio de Gillian, en el centro del encuadre y en primer término, combinado con la secuencia de un pasado intento de fuga de Robin de esa clínica proyectada en segundo término a modo de pantalla de retroproyección. Recordemos, por cierto, que cuando la Dra. Lindstrom le ha pedido a Gillian que pruebe a mover el tren de juguete con la mente, las instrucciones que le ha dado consistían en que se imaginara que estaba sola en un cine y que delante de ella había una gran pantalla donde “proyectar” sus pensamientos. Se establece, de este modo, una bella asociación entre cine e imaginación, imagen “soñada” e imagen “cinematográfica”.



A ello podemos añadir el ya mencionado momento de la huida de Gillian de la clínica con la ayuda de Hester y el apoyo de Peter, que da pie a una hermosa secuencia callejera en cámara lenta, donde el empleo del ralentí, la dosificación del sonido –los disparos, los coches estrellándose, la rotura de cristales– y la potenciación de la música –una formidable partitura trágica y “hitchcockiana” de John Williams, quien dos años antes había firmado la excelente banda sonora del último Hitchcock, la todavía tan vergonzosa e injustamente menospreciada Family Plot (La trama) (Family Plot, 1976)–, confiere a este privilegiado momento una cualidad indescriptiblemente poética. La secuencia que tiene lugar cuando un enfurecido Robin, celoso porque cree que su amante Susan está flirteando con un par de hombres a sus espaldas, provoca con sus poderes mentales el aparatoso accidente de una atracción de feria; a mayor ahondamiento, las víctimas de la “furia” de Robin no son sino árabes vestidos con sus trajes tradicionales, lo cual guarda una íntima relación con los terroristas del ataque en la playa, y por ende, con los turbulentos sentimientos de Robin, quien asocia así una decepción emocional (la “muerte” de su padre, pues ignora que sigue vivo) con otra (la supuesta infidelidad de Susan).



El clímax del relato en la mansión donde Childress mantiene escondido a Robin, en el que destaca la muy cruel escena del asesinato de Susan a manos del celoso psíquico: Robin suspende a la mujer en el aire con sus poderes mentales y le provoca una hemorragia, haciéndola girar sobre sí misma hasta que se desangra, rociando con su sangre las paredes y el mobiliario de la habitación…



El atmosférico encuentro entre Peter y su hijo, con este último convertido en un ser demoníaco que pende del techo cual Anticristo.



Y la sangrienta escena final entre Childress y Gillian, que culmina con la destrucción del primero a manos de la segunda, en un claro precedente del film de David Cronenberg Scanners (ídem, 1981). Aunque en el repetidamente citado libro-entrevista de Blumenfeld y Vachaud De Palma negaba en primera instancia que –como sí ocurría en Carrie–, los poderes de la protagonista femenina de La furia estén vinculados al descubrimiento de su sexualidad, a continuación matizaba que “la última escena puede recordar una escena sexual: se oyen unos jadeos, con la explosión del cuerpo de Childress es evidente que Gillian nota algo así como un orgasmo”; analogía que puede interpretarse como la definitiva pérdida de la inocencia por parte de la virginal Gillian.   



Mal que pese a quienes siguen afirmando que De Palma no sabe crear personajes consistentes (el mismo sambenito que ha perseguido a otro gran estilista de la imagen de su generación, Steven Spielberg), La furia presenta un atractivo cuadro humano marcado por el fatalismo. Fatalista resulta la obsesión de Peter por encontrar a su hijo, siendo consciente de que se trata de una misión a vida o muerte. Resulta significativa esa ya mencionada secuencia en la que, huyendo de sus perseguidores, Peter se refugia en una vivienda particular donde, con la ayuda de una anciana (Eleanor Merriam) y a despecho del hijo y la nuera de esta última, se disfraza de anciano embetunándose el cabello de blanco y poniéndose una falsa barriga. Es una forma de insinuar que el personaje está llegando, en cierto modo, “al final” de su camino, ergo, de su vida. Gillian es, igualmente, una de las heroínas más atormentadas del cine de De Palma: una joven a la que aterrorizan sus propios poderes mentales, con los cuales es capaz en un momento dado de leer el pensamiento de los demás –escena en la que descubre que su impertinente compañera de escuela, Cheryl (Hilary Thompson), está embarazada–, pero también de causarles dolor: el uso de sus facultades provoca hemorragias nasales, en los oídos o la reapertura de viejas cicatrices o hasta la muerte de las personas a las que “enfoca”. Robin fue brutalmente arrancado del lado de su padre, y aislado e incomunicado del mundo ha acabado convirtiéndose en un “monstruo” duro y egoísta, incapaz de controlar sus emociones más primarias. Llama la atención su relación con Susan, su cuidadora y su amante, su “madre” (la biológica murió tiempo atrás) y a la vez su esclava (sometida a sus caprichos, su ira y sus cada vez más poderosos y peligrosos poderes psíquicos). Ni siquiera Childress, el “villano” de la función, se libra del dolor: Peter le destrozó un brazo a balazos, inutilizándoselo de por vida. Además, se percibe en su actitud una especie de deseo de paternidad no satisfecho: en la secuencia del atentado en la playa, mira con envidia la felicidad y buena relación paterno-filial existente entre Peter y Robin; y, en la secuencia final, intenta convertirse melifluamente en el nuevo “padre” de Gillian, una joven, asimismo, carente de figura paterna y crecida a la sombra de una madre distanciada y que no la comprende (Katharine: Joyce Easton).



A despecho de quienes siguen negándole el pan y la sal a De Palma en materia de dibujo de personajes, señalar asimismo la densidad de momentos como ese en el cual se describe la soledad del Dr. McKeever, quien, desbordado por los acontecimientos, prefiere beber bourbon a la luz de la chimenea que atender la insinuación de compañía íntima de la Dra. Lindstrom. O aquél en que, viajando en la parte trasera de un autocar tras haber rescatado a Gillian de la clínica, Peter da rienda suelta a su pena por la muerte de Hester entre lágrimas y tragos de alcohol. La furia es una de las películas más sombrías de su autor, y ello se deriva en no poca medida de ese carácter melancólico y a veces desesperado con que están dibujados los personajes y las relaciones de dependencia que se dan entre ellos. Peter se aprovecha de Hester para tener acceso a Gillian, del mismo modo que Childress pretende aprovecharse primero de los poderes mentales de Robin y luego de los de Gillian en su propio beneficio, al igual que Robin acaba aprovechándose de la debilidad de Susan a medida que aumenta su control mental sobre ella. Pero ninguno conseguirá cumplir con sus propósitos. Peter logra rescatar a Gillian, pero a costa de la vida de Hester. Luego, con la ayuda de Gillian localizará por fin a Robin…, pero para verse obligado a matarlo tan pronto advierte que se ha convertido en un ser maligno y peligroso, y ya sin razón alguna para seguir viviendo, se suicidará. Por otro lado, Susan cree tener controlado a Robin, y acabará pagando también con la vida su falsa percepción. Gillian quiere ayudar a Peter a localizar el paradero secreto de Robin porque cree que hallará en este último a alguien como ella que comprenderá su malestar interior. Y Childress cometerá su último gran error al creer que será capaz de controlar a la vengativa Gillian, la cual, sin que el primero lo sepa, ha recibido todos los poderes mentales que Robin le transmitió con su último suspiro, aumentando exponencialmente los suyos propios, y convirtiéndola en un nuevo “monstruo” incontenible… La furia es un relato de perdedores.

 


(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2018/11/anatomia-de-un-asesinato-impacto-de.html

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2020/06/problemas-con-la-gran-novela-americana.html