A pesar de que el fenómeno conocido como blaxploitation (o blacksplotation) cuenta con precedentes como Black Angels (Laurence Merrick, 1970), Ahora me llaman señor Tibbs (They Call Me Mister Tibbs!, 1970, Gordon Douglas) –secuela de la oscarizada En el calor de la noche (In the Heat of the Night, 1967, Norman Jewinson) nuevamente protagonizada por Sidney Poitier, quien repetiría en El inspector Tibbs contra la Organización (The Organization, 1971, Don Medford)–, o Algodón en Harlem (Cotton Comes to Harlemn, 1970, Ossie Davis) –a partir de la famosa novela homónima de Chester Himes–, la eclosión del blaxploitation no se produjo hasta el año siguiente, a raíz del extraordinario éxito comercial de Las noches rojas de Harlem (Shaft, 1971, Gordon Parks), primeras andanzas del inspector de policía negro John Shaft, interpretado por Richard Roundtree, la cual dio pie a dos secuelas –Shaft vuelve a Harlem (Shaft’s Big Score!, 1972, Parks) y Shaft en África (Shaft in Africa, 1973, John Guillermin)– y a una serie de televisión –Shaft (ídem, 1973-1974)–, amén de consolidar un subgénero de cine-de-negros-y-para-negros, en virtud del cual la población afroamericana se convirtió en el público potencial de una extensa serie de producciones de medio-bajo presupuesto, pero económicamente muy rentables, diseñadas a su medida y dotadas de unas características muy específicas: la apología de la negritud, como consecuencia de los movimientos por los derechos civiles liderados en la década de los sesenta por Martin Luther King y Malcolm X; la reivindicación de la belleza de la raza negra, inspirada en el famoso lema “black is beautiful”; la potenciación de héroes y heroínas negros, enfrentados en muchas ocasiones a malvados poderes “blancos”; o el empleo de la música pop de compositores afroamericanos tan famosos como Isaac Hayes, ganador de un Óscar por el célebre tema musical de Las noches rojas de Harlem.
Por más que el grueso del blaxploitation solía inscribirse dentro de los márgenes del policíaco, al avispado productor Samuel Z. Arkoff (1918-2001) –de raza blanca–, dueño de la productora de Serie B American Internacional Pictures (AIP), responsable de producir y distribuir muchas famosas películas de Roger Corman, se le ocurrió la posibilidad de rodar una producción blaxploitation de terror. El resultado sería Blacula (1972) –una contracción de las palabras “black” (negro) y Drácula–, estrenada en España como Drácula negro, la cual presenta al primer vampiro de raza negra de la historia del cine. A partir de un guion firmado por Joan Torres y Raymond Koenig –este libreto y el de su secuela, ¡Grita, Blácula, grita!, fueron sus únicos trabajos para el cine–, Drácula negro se planteó como una producción modesta incluso para los parámetros de la Serie B estadounidense de la época (500.000 dólares), pero tanto esta como su continuación se beneficiaron de la labor y presencia de su excelente actor protagonista: William Marshall (1924-2003), reputado intérprete afroamericano de 1,96 metros de estatura que se había ganado su prestigio sobre todo en el teatro (su Otelo está considerado uno de los mejores del siglo XX), tarea que alternó con papeles de carácter en televisión y cine (Demetrius y los gladiadores, El estrangulador de Boston, Alerta: misiles). Fue gracias a las exigencias de Marshall, quien estaba dispuesto a hacer el papel solo si su personaje era retratado con un mínimo de dignidad, lo que provocó que el tratamiento inicial, que convertía a Blácula en un vampiro afroamericano llamado Andrew Brown, pasase a ser Mamuwalde, un príncipe africano transformado en no-muerto por el mismísimo conde Drácula (Charles Macaulay): el toque “antiblancos” típico del blaxploitation.
William Crain, realizador de breve trayectoria principalmente televisiva, se hizo cargo de la dirección de Drácula negro, cuyo rodaje tuvo lugar entre el 31 de enero y marzo de 1972 en Los Ángeles y sus alrededores (Watts, Playa del Rey). La trama saquea de nuevo la idea del vampiro que busca a la reencarnación de su antiguo amor perdido, en el caso de Mamuwalde/ Blácula su esposa, la princesa africana Luva, ahora revivida en la joven angelina Tina (encarnadas ambas por Vonetta McGee). El resultado, cinematográficamente hablando, es bastante mediocre, por culpa sobre todo de la plana realización de Crain, quien no quiere o no puede desprenderse de la pátina de cine policíaco característico de la mayor parte del blaxploitation del momento. La mejor escena es, sin duda, la más fantastique: la lenta resurrección en la morgue, a medida que se va “descongelando”, de una mujer taxista (Ketty Lester) convertida en vampiresa por Blácula. Pese a todo, no faltan apuntes curiosos y/ o coyunturales que animan esporádicamente la función y la hacen divertida: por ejemplo, la presencia de hasta ¡cinco! canciones pop típicamente afroamericanas en su banda sonora (la partitura fue compuesta por Gene Page y contiene interpretaciones de grupos como The Hues Corporation, quienes aparecen en el film, y 21st Century Ltd.); o las socarronas connotaciones moralistas de la escena en la que Blácula ataca a sus dos primeras víctimas en Los Ángeles recién salido de su ataúd: una pareja gay, formada por un hombre blanco y otro negro, a los que se “castiga” así por su osadía a la hora de mantener tamaña relación.
El éxito comercial de Drácula negro –se estrenó en los Estados Unidos el 25 de agosto de 1972, recaudando más de un millón de dólares solo en cines norteamericanos, y fue una de las poquísimas producciones blaxploitation que llegaron a cines españoles– no solo propició una inmediata secuela, Scream Blacula Scream (1973), inédita en España, pero editada en formato doméstico como ¡Grita, Blácula, grita! (Drácula negro II). También dio pie a otras producciones blaxploitation de temática terrorífica, como Blackenstein (William A. Levey, 1973), asimismo conocida como Black Frankenstein (la versión “negra” de Frankenstein, o el moderno Prometeo, de Mary W. Shelley); Abby (William Girdler, 1974), lectura en clave blaxploitation de El exorcista (The Exorcist, 1973, William Friedkin), que también cuenta con William Marshall en su reparto, encarnando a un obispo; o Dr. Black, Mr. Hyde (1976), variante blaxploitation de El extraño caso del Dr. Jekyll y el Sr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, realizada por el mismo director de Drácula negro, William Crain, en la que un bondadoso médico afroamericano, el Dr. Henry Pride (Bernie Casey), se transforma en el malvado, blanco, Mr. Hyde.
¡Grita, Blácula, grita! era una producción tan modesta como Drácula negro. Se rodó en Atlanta, Georgia, en febrero de 1973, estrenándose en los Estados Unidos el 27 de junio de ese mismo año y si bien sus ganancias fueron equivalentes a las de la primera entrega –un millón de dólares–, AIP no se animó a hacer más continuaciones. William Marshall repitió su personaje, aunque la novedad más llamativa de su reparto fue la incorporación al mismo de la musa femenina del blaxploitation por excelencia, Pam Grier (n. 1949), encarnando a Lisa, una hechicera vudú a la que Mamuwalde/ Blácula pide ayuda para que acabe con la maldición de su vida eterna. Por esas fechas, Grier se convertiría en la principal estrella femenina del blaxploitation gracias a Black Mama, White Mama (Eddie Romero, 1973) y a tres películas a las órdenes de Jack Hill, The Big Doll House (1971), Coffy (1973) y Foxy Brown (1974).
Pese a sus defectos, que los tiene en abundancia, ¡Grita, Blácula, grita! es bastante superior a Drácula negro, y, sobre todo, no depende tanto del género policíaco, decantándose mucho más por el relato fantástico que la película anterior. Lo más probable es que ello se deba a la presencia tras las cámaras del realizador Robert (Bob) Kelljan (1930-1982), quien antes de firmar estas nuevas aventuras de Blácula había dirigido un curioso díptico que proponía una singular modernización made in USA de la figura del vampiro clásico: el formado por Count Yorga, Vampire (1970) y The Return of Count Yorga (1971). En cualquier caso, ¡Grita, Blácula, grita! se entretiene mucho menos en los vericuetos detectivescos dedicados a rastrear la presencia de Blácula en la América negra moderna, y lo hace mucho más en la consecución de una determinada atmósfera bizarra. Contribuye a ello el hecho de que la trama tenga al vudú como telón de fondo: al principio, Willis (Richard Lawson) resucita a Blácula mediante un ritual realizado sobre los huesos del vampiro, destruido por propia voluntad por la luz solar al final de Drácula negro; las escenas de la resurrección de Blácula, así como las diversas de “vampirización” que tienen lugar en la lujosa mansión de Willis, muy a lo Hammer Films (escalera de subida al piso superior incluida), son muy góticas; y el clímax, en el que Lisa destruye a Blácula usando un muñeco vudú al que apuñala con una flecha, resulta convincente. Puede que David Pirie exagere un poco cuando afirma, en su famoso libro El vampiro en el cine, que la escena en la que Blácula da su merecido a un par de proxenetas es un anticipo de Taxi Driver (ídem, 1976, Martin Scorsese), pero lo cierto es que ¡Grita, Blácula, grita! es un exponente más que curioso del blaxploitation de terror, si no el que más.
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