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No
tengo constancia de que el vigésimo tercer día del décimo primer mes del año, o
sea, el 23 de noviembre, tenga algún significado especial dentro del calendario
satánico, pero esa es la fecha que se invoca en Los ritos satánicos de
Drácula (The Satanic Rites of Dracula, 1973), final del “ciclo Drácula” de
la productora británica Hammer Films, para justificar el diabólico plan que el
conde vampiro (Christopher Lee) ha urdido en esta ocasión: el lanzamiento de un
virus creado artificialmente, y que no es sino una versión corregida y
aumentada de la peste negra del medievo, con la finalidad de destruir toda vida
humana sobre la faz de la Tierra, aunque eso suponga, indirectamente, la
destrucción del propio Drácula y su ejército de vampiros, que no tendrán
víctimas de cuya sangre alimentarse. Como apunta en un determinado momento de
la función Lorrimer Van Helsing (Peter Cushing): “Quizás, en el fondo de su
subconsciente, es lo que realmente desea. Poner fin a todo”. A pesar de la
“mala fama” (no del todo injustificada) que arrastra esta película, planteada
casi a modo de secuela del peor film que Hammer produjera en torno al mítico
personaje creado por Bram Stoker, Drácula 73 (Dracula A.D. 1972, 1972),
ambas realizadas por el mismo y discreto realizador, Alan Gibson, Los ritos
satánicos de Drácula maneja, como mínimo, ideas sugestivas. Entre ellas,
como ya he indicado, que el plan de Drácula tenga connotaciones apocalípticas,
de manera que, en la medianoche del 22 al 23 de noviembre (lo que en el film se
describe como “el Sabbath de los no muertos”), el conde vampiro lleve a cabo
una especie de misa negra que pondrá en marcha el Armagedón. Contrariamente a
lo que suele afirmarse (y a pesar de que, por lo general, sus resultados se
consideran superiores a los de Drácula 73), Los ritos satánicos de
Drácula atesora ideas respetables y algunos buenos momentos que la hacen,
como mínimo, estimable.
En
los títulos de crédito del principio, la sombra de Drácula va creciendo
lentamente hasta extenderse por completo sobre diversas imágenes
características de la ciudad de Londres. La imagen no es gratuita, dado que
parte de la trama gira alrededor de la sospecha de que Drácula ha adoptado la
identidad de un especulador inmobiliario llamado D.D. Denham, lo cual no deja
de tener su ironía: el auténtico vampiro pasa desapercibido haciéndose
pasar por un “vampiro” de las altas finanzas con tal de alcanzar sus objetivos.
Asimismo, el tono inicial es el propio de un relato policíaco en vez del de uno
de terror, a pesar de las imágenes de la misa satánica oficiada por la sacerdotisa
oriental Chin Yang (Barbara Yu Ling) en la cual una chica desnuda (Mia Martin),
aparentemente, es ofrecida como sacrificio humano a Satanás. En esas
primeras escenas asistimos, en paralelo a la celebración de esa eucaristía
blasfema, a la huida, de la misma mansión donde se está celebrando dicho ritual,
de un tal Hanson (Maurice O’Connell), agente del servicio secreto que se
hallaba prisionero y que logra escapar usando sus últimas fuerzas (ha sido
golpeado y torturado casi hasta las puertas de la muerte). La siguiente
secuencia hace gala de una notable tonalidad cruel: el malherido Hanson es
interrogado por sus superiores, el coronel Matthews (Richard Vernon) y el
agente Peter Torrence (William Franklyn), quienes se empeñan en hacerle hablar
hasta que, finalmente, muere; el chasquido del apagado del magnetofón en el
cual se ha grabado su declaración certifica sonoramente su defunción; su
cadáver, se dice, será enterrado anónimamente, en un sepelio que se pagará con
donativos de compañeros de su departamento (sic). Pero, antes de morir, Hanson
ha detallado –y Alan Gibson lo visualiza mediante flashbacks– la misa
satánica, en el curso de la cual Chin Yang mata un gallo, derrama su sangre en
una copa de oro, y luego dicha sangre sobre el ombligo de la chica tumbada
sobre el altar; los asistentes a la ceremonia mojan un dedo en esa sangre y
dibujan una cruz invertida sobre sus frentes; luego, Chin Yang apuñala a la
muchacha…, la cual, a continuación, resucita, al mismo tiempo que su herida,
mortal de necesidad, cicatriza por sí sola, anticipando así la naturaleza
vampírica de la chica.
El
tono policíaco y terrorífico continúan entremezclándose en las siguientes
secuencias: el coronel Matthews y el agente Torrence llaman al inspector
Murray, de Scotland Yard –a cargo de Michael Coles: personaje y actor ya
aparecían en Drácula 73–, el cual, a la vista de una serie de extrañas
evidencias –Hanson tomó fotografías de cinco hombres que asistían a las misas
negras, pero el quinto, misteriosamente, no aparece retratado–, recomienda
solicitar la ayuda de Lorrimer Van Helsing. Ni que decir tiene que este último
sospechará de inmediato de la presencia de Drácula tras todo esto, sobre todo a
partir de esa fotografía en la cual, también aparentemente, no aparece
nadie: los vampiros no pueden ser captados por una cámara fotográfica. Van
Helsing visita en su domicilio a uno de los cuatro hombres identificados por
Hanson: el profesor y premio Nobel de química Julian Keely (Freddie Jones),
viejo compañero de Van Helsing en la universidad; la tensa conversación que se
produce entre ambos –bien sostenida por la labor de los dos magníficos actores–
desemboca en el descubrimiento de que Keeley ha fabricado un virus mortífero;
Van Helsing pierde el conocimiento, como consecuencia del disparo de uno de los
sicarios de Drácula que le roza la frente; y, al recobrarlo, descubre el cadáver
de Keeley, ahorcado. El punto culminante de esta combinación de tonos
policíaco/ terror se produce en la crucial secuencia –la mejor del film– de la
conversación de Van Helsing con D.D. Denham: este último recibe al primero en
su despacho, donde tiene una lámpara enfocada directamente hacia su
interlocutor que impide verle con claridad, hasta que Van Helsing confirma sus
sospechas de que Denham no es otro sino Drácula (Christopher Lee se permite aquí
un alarde interpretativo, hablando con un tono diferente de voz mientras finge
ser Denham y pasando a usar su propia voz tan pronto como se revela su
verdadera identidad).
Es
una pena que, a pesar de estos y otros pequeños aciertos, la torpeza de Alan
Gibson se imponga, estropeando algunas escenas de buen planteamiento. Pienso,
por ejemplo, en la primera aparición de Drácula, vampirizando a Jane (Valerie
Van Ost), la secretaria del coronel Matthews que ha sido secuestrada –sin que
quede claro el porqué, todo hay que decirlo– por los sicarios motorizados a las órdenes de Drácula: Alan Gibson “respeta
la tradición”, preludiando la presencia de Drácula mediante golpes en la
ventana o en la puerta de la habitación donde Jane se halla recluida;
Christopher Lee ejecuta sobre la actriz su elegante coreografía
erótico-mortífera, pero el realizador cede a la tentación de insertar primeros
planos de los ojos de Drácula y de Jane de una manera demasiado evidente. Otro
tanto puede afirmarse del momento en que Jessica, la nieta de Van Helsing –aquí
Joanna Lumley: en Drácula 73 corría a cargo de Stephanie Beacham–, es
acorralada por las mujeres vampiro (entre ellas, la ya vampirizada Jane) que
Drácula oculta en el sótano de su mansión, o la posterior secuencia, muy
similar, en la que el inspector Murray tiene que hacer frente a esas mismas
vampiresas, a las que elimina –en una novedad bastante burda con respecto a la
tradición del cine de vampiros– usando el agua pura que brota del sistema
antiincendios: tanto en una como en otra secuencia, la falta de vigor del
director las malogra.
El
film remonta enteros en sus escenas finales: la improvisada misa negra en la
que Drácula intenta convertir a Jessica en su nueva “novia”, malograda por el
incendio provocado por el inspector Murray en su lucha contra otro de los
sicarios del conde vampiro; y el momento en que Drácula es retenido por los
matorrales repletos de afilados espinos –en referencia, se nos dice, a la
corona de espinas que llevó Jesucristo–, antes de que su corazón sea atravesado
por una estaca de madera por Van Helsing. Pese a todo, resulta evidente que Los
ritos satánicos de Drácula, a pesar de sus simpáticos resultados, es una
película que se encuentra –por dotación presupuestaria y por planteamiento
argumental– por debajo de sus ambiciones: reducir un relato apocalíptico, con
Drácula proyectando el Sabbath de los no muertos que destruirá a la humanidad
entera, para luego limitarse a mostrarlo rodeado de un pequeño, muy pequeño
ejército de matones con chalecos de forro lanudo, motos y armas de fuego con
silenciador, resulta a todas luces decepcionante.
Rodada en medio
de tres de sus mejores trabajos con Jerry Lewis –¿Qué me importa el dinero? (It’s Only Money, 1962) y, sobre todo,
las extraordinarias Lío en los grandes
almacenes (Who’s Minding the Store, 1963) y Caso clínico en la clínica (The Disorderly Orderly, 1964)–, Solo contra el hampa (The Man from the
Diners’ Club, 1963) es una relativa rareza dentro de la carrera del realizador
Frank Tashlin, sobre todo desde la perspectiva del momento en que la dirigió.
De entrada, y al contrario que sus films con Lewis, solos o con el añadido de
Dean Martin –a los citados habría que sumar Artists
and Models (1955), Loco por Anita
(Hollywood or Bust, 1956), Yo soy el
padre y la madre (Rock-a-Bye Baby, 1958), Tú, Kimi y yo (The Geisha Boy, 1958) y El ceniciento (Cinderfella, 1960)–, Solo contra el hampa no está realizada bajo el paraguas financiero
de Paramount, sino que se trata de una producción Columbia. Además, y con la
excepción de ¿Qué me importa el dinero?,
no está rodada en color, sino en blanco y negro, una elección estética que, en
el caso de Solo contra el hampa, se
revela harto coherente, habida cuenta tanto su carácter de (ligera) parodia del
cine negro como, sobre todo, la tendencia habitual de Tashlin a hacer
referencias cinéfilas (¡hoy se le consideraría, también, un cineasta
posmoderno!). Por ejemplo, en Solo contra
el hampa ese gusto suyo por el guiño cinematográfico se percibe claramente
en esa fugaz imagen del actor Everett Sloane desplazándose con un par de
muletas…, y evocando así, de paso, su famoso personaje en La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947), de Orson
Welles. Apuntar, como curiosidad, que uno de los guionistas de Solo contra el hampa es nada menos que William
Peter Blatty, el futuro autor de la novela que daría pie a la popularísima El exorcista (The Exorcist, 1973), de
William Friedkin; su libreto para esta película de Tashlin fue su primer
trabajo como guionista, y no fue ni mucho menos su última incursión en la
comedia, como demuestran, sobre todo, sus trabajos posteriores para Blake
Edwards, como El nuevo caso del inspector
Clouseau (A Shot in the Dark, 1964), ¿Qué
hiciste en la guerra, papi? (What
Did You Do in the War, Daddy?, 1966) o Darling
Lili (ídem, 1970).
Un segundo rasgo
fundamental de Solo contra el hampa
reside en el hecho de que, a pesar de tratarse de una comedia protagonizada por
Danny Kaye, en todo momento transmite la sensación de hallarnos en presencia de
un vehículo para Lewis, quien en algunas de sus películas como director –El terror de las chicas (The Ladies Man,
1961), Las joyas de la familia (The
Family Jewells, 1965), La otra cara del
gángster (The Big Mouth, 1967)–, o solo como actor –Delicado delincuente (The Delicate Delinquent, 1957), de Don
McGuire– ya había jugado a contrastar su personaje habitual, “el bobo”, con el
mundo del crimen. Sin embargo, en Solo
contra el hampa “el bobo” corre a cargo de Kaye, quien interpreta aquí a
Ernest Klenk, un empleado de la empresa Diners’ Club que, para no perder su
empleo, intenta enmendar un gravísimo error laboral: el haber aprobado una
tarjeta de crédito a favor de un famoso mafioso buscado por la policía: “Foots”
Pulardos (Telly Savalas). Lo cierto es que, aun siendo un personaje que podría haber
asumido perfectamente Lewis, el Klenk de Solo
contra el hampa le debe mucho a la personalidad de Kaye, por más que el
actor resultara aquí algo mayor (rondaba los 50 años) para encarnar a un
timorato que teme perder su empleo porque eso arruinaría sus inminentes planes
de boda con una compañera de trabajo de la que se ha enamorado, Lucy (Martha
Hyer). No por casualidad, Solo contra el
hampa fue el último trabajo cinematográfico de Kaye como protagonista en un
papel cómico: su siguiente película sería, seis años después, La loca de Chaillot (The Madwoman of
Chaillot, 1969), de Bryan Forbes, donde desempeña un papel secundario y, por
añadidura, de corte dramático.
Sea como fuere,
el personaje protagonista de Solo contra
el hampa encaja perfectamente en el tipo de humor de Frank Tashlin, un
cineasta acaso no lo suficientemente bien valorado todavía como su categoría
artística se merecería, a pesar de hallarnos, en esta ocasión, ante uno de sus
trabajos menos conseguidos, por más que sea muy representativo de su estilo. Lo
mejor de Solo contra el hampa lo
hallamos en sus primeras secuencias, realmente desternillantes, y en su clímax
final, asimismo muy divertido, a pesar de que venga a ser una especie de ensayo
o de precedente de la persecución automovilística que el propio Tashlin
perfeccionaría en su inmediatamente posterior Lío en los grandes almacenes. Lo afirmado no significa que los
fragmentos que se encuentran en medio de ese principio y ese final no sean
buenos, pero el interés decae ostensiblemente salvo en puntuales ocasiones, y
en sus líneas generales palidece en comparación con la brillantez del arranque
y el desparpajo de la conclusión. El comienzo, como digo, es excelente y está
lleno de ingenio y ocurrencias tan divertidas como las escenas en las que, cada
vez que alguien abre la puerta de la habitación insonorizada donde está el
enorme ordenador (o “computadora”, como se decía entonces) con las fichas de
papel de los clientes del Diners’ Club, el estruendoso sonido electrónico que
brota de ese recinto pone de los nervios a Klenk, convirtiéndole en un amasijo
de espasmos y tics (más adelante, el personaje aclara que esa reacción
es el resultado de unos hechos de su pasado); o, en particular, la magnífica
secuencia de la “lucha” de Klenk contra ese mismo ordenador, y que culmina,
como era de prever, en una auténtica lluvia de fichas por toda la habitación,
precedida por una hilarante situación entre Klenk, la máquina y la corbata que
se le ha quedado enganchada en ella, y que se remata con un excelente gag
sonoro: el grito de la encargada del ordenador (que ha estado trabajando seis
semanas para poner en orden las fichas), y el sonido de su cuerpo al
desplomarse como consecuencia de un desmayo, tras comprobar por sí misma el
estropicio provocado por el torpón de Klenk. El final, ya lo he avanzado, no es
menos divertido: arranca con una dinámica persecución de los matones de “Foots”
en pos de Klenk por las diversas dependencias del gimnasio propiedad del
gánster (un local llamado El Templo del Sudor –sic–, cuyo lema es: “Su pérdida [de peso] es nuestra ganancia” –otro sic–),
durante la cual el protagonista se vale ingeniosamente de los utensilios y
máquinas de la instalación deportiva para hacer frente con donaire a los
delincuentes que intenta matarle, y culmina en una persecución automovilística
no menos delirante, en la cual también se ve involucrado el jefe de Klenk (el
Sr. Martindale: el citado Everett Sloane) y el mismísimo “Foots”, huyendo de la
policía en bicicleta (sic).
Solo contra el hampa está, igualmente,
recorrida por ese sentido del humor tan característico de Tashlin que hallaba
su inspiración en el cartoon:
recordemos que este cineasta inició su trayectoria profesional en el cine
trabajando en diversas producciones de dibujos animados para los hermanos
Fleischer, Disney y Warner Bros. Eso se percibe en detalles tales como, por
ejemplo, que el gánster “Foots” (“Pies”) tenga el pie izquierdo más largo que
el derecho: precisamente ese detalle físico es el que permite identificarle en
todas las fichas policiales, y el hecho de que Klenk comparta esa misma
particularidad le hace el candidato perfecto para… ocupar el lugar de “Foots”
en el incendio que tiene planeado provocar en su propio gimnasio, a fin de
fingir su muerte y evadirse así de la acción de la justicia. Otras
reminiscencias del cartoon podemos
hallarlas, asimismo, en lo que atañe a la caracterización de los personajes
secundarios, y en particular, en determinadas escenas cómicas y gags, tal es el
caso de las escenas “de enredo” que se producen cuando Klenk huye del
apartamento de Sugar Pye (Cara Williams), la borrachina amante de “Foots”,
usando el montacargas para asistir rápidamente a un ensayo de su boda con Lucy;
o la que tiene lugar en medio de una fiesta pletórica de pseudo-poetas beatniks (entre los cuales hallamos, por
cierto, a un jovencísimo Harry Dean Stanton); las escenas que ilustran los
(desastrosos) movimientos del “bobo” Klenk en su primer día de trabajo en el
gimnasio de “Foots”, donde ha conseguido empleo fingiendo ser preparador físico;
o ese momento en que, persiguiendo a Klenk por ese mismo gimnasio, George
(George Kennedy), el fornido guardaespaldas de “Foots”, es aplastado entre una
puerta y la pared, dejando en esta última un hueco con su silueta, exactamente
igual que si fuera un personaje animado de cualquiera de los cartoons de Warner cuando se arrean un
mamporro.