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miércoles, 25 de junio de 2025

“DRÁCULA”: La conexión SABERHAGEN-HART-COPPOLA



Aunque el escritor norteamericano Fred Saberhagen (1930-2007) es conocido, sobre todo, por su producción literaria dentro de la ciencia ficción –entre la cual destaca la serie de novelas y cuentos de la saga Berserker (1967-1992; en España fue publicada por Ediciones B)–, también lo es por sus novelas de terror, entre ellas las dedicadas al personaje de Drácula, sobre el cual escribió diez libros. Los dos más conocidos entre nosotros son los que he tenido ocasión de leer: La voz de Drácula (The Dracula Tape, 1975) y Sherlock Holmes-Drácula: El encuentro (The Holmes-Dracula File, 1978), ambos editados en España por Timun Mas en 1991 y 1992, siendo los restantes An Old Friend of the Family (1979), Thorn (1980), Dominion (1982), A Matter of Taste (1990), A Question of Time (1992), Seance for a Vampire (1994), A Sharpness on the Neck (1996) y A Coldness in the Blood (2002); salvo error del que suscribe, ninguno de estos ocho está publicado entre nosotros. A ellos hay que añadir una novelización de la película de Francis Ford Coppola Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992), escrita en colaboración con el guionista del film, James V. Hart, a partir del guion de este último, y publicada en España en 1993 por Plaza & Janés (1). A falta de conocer por mí mismo todos los libros de Saberhagen sobre Drácula, resulta evidente, tras la lectura de La voz de Drácula y, algo menos, de Sherlock Holmes-Drácula: El encuentro, que Hart tomó algunas ideas de estas dos novelas de Saberhagen para su libreto para la película de Coppola. 



La voz de Drácula
es una interesante y, a ratos, divertida relectura del Drácula de Stoker, de la cual se erige en un irónico contrapunto. Como bien saben los lectores de Drácula, Stoker construyó su magnífica novela a base de diarios y cartas escritos en primera persona por los principales personajes del libro, dándoles voz a todos ellos excepto a aquél en torno al cual gira la trama: el conde Drácula. Como apuntara José María Latorre, “es, sin ninguna duda, el personaje más consistente de la novela, y también el más atractivo, en cuanto es el único que existe más allá de los vulgares límites cotidianos. En “Drácula” existen, sin coexistir, dos mundos: el realista de la Inglaterra decimonónica y el irreal, esotérico, de un vampiro transilvánico que muere cada amanecer y resucita cada atardecer para amenazar el orden de aquél. La fuerza –inmensa fuerza– de la narración estriba en que el conde Drácula se presenta siempre al lector a través de la mirada de los otros: en sus cartas, diarios y apuntes de viaje; casi como una proyección de sus miedos y fantasmas interiores(2).



Para los admiradores de la novela de Stoker, la lectura de La voz de Drácula puede ser una fuente de regocijo, puesto que Saberhagen sigue, paso por paso, la trama de Drácula pero narrándola en primera persona desde el punto de vista exclusivo del conde, quien utiliza una grabadora para testimoniar la historia que todos conocemos, o creíamos conocer, ahora exclusivamente bajo su perspectiva. De este modo, descubrimos que el auténtico propósito de Drácula no era el de extender la plaga del vampirismo más allá de su castillo en Transilvania propagándola en primer lugar por el Reino Unido, sino, por el contrario, demostrar a la humanidad de una vez por todas que vampiros y humanos pueden convivir, teniendo en cuenta que los primeros no necesitan forzosamente la sangre humana para alimentarse, pudiendo hacerlo con la de los animales. De hecho, cuando se presenta en su castillo para tramitar la compra de la abadía de Carfax, la intención de Drácula no es asustar a Jonathan Harker y vampirizarle, sino introducirle de manera paulatina en el conocimiento del modo de vida de los vampiros de cara a conseguir un aliado que defienda su causa. Si el experimento fracasa es porque Harker, además de ser un cobarde redomado, es alguien demasiado influenciado por todo lo que ha leído u oído de malo sobre los no-muertos y se niega a escuchar las explicaciones de Drácula.



A lo largo del relato, el conde da la vuelta a todos los acontecimientos narrados por Stoker: sin ánimo de ser exhaustivo, niega que les entregara un bebé a las vampiresas que viven con él en su castillo (en realidad, lo que les dio fue… un cerdito, percepción que Harker pasó por alto, reflejándolo equivocadamente en sus cartas a Mina); que asesinara a la tripulación del Deméter cuando navegó hasta Inglaterra; que fuera el responsable de la muerte de Lucy, a la que vampirizó, precisamente, para evitarle una muerte segura por culpa de las continuas transfusiones de sangre ordenadas por Abraham Van Helsing, llevadas a cabo en una época en la cual no se tenían en cuenta para nada los grupos sanguíneos; que Mina y él se enamoraron de verdad; y que, en su pelea final al pie de su castillo contra Van Helsing y su séquito –Harker, Jack Seward, Arthur Holmwood/Lord Godalming, Quincy Morris–, sencillamente, no murió…, ¡sino que hizo creer a todos que había sido destruido transformándose rápidamente en niebla!



En el film de Coppola, la idea de mostrar a Drácula (Gary Oldman) enamorado de Mina Murray/Mina Harker (Winona Ryder), porque ésta es la reencarnación de Elisabeta (Ryder again), su amada esposa en la época en la que todavía era Vlad III el Empalador y aún no se había transformado en vampiro –personaje el de Elisabeta que, por cierto, nunca había existido hasta su incorporación a la película de Coppola, ni históricamente ni en la ficción (3)–, y convertir la relación entre Drácula y Mina en una love story, ya había sido apuntada, antes que por Saberhagen, por el realizador William Crain en la producción blaxploitation Drácula negro (Blacula, 1972) (4); por tanto, antes de que lo hiciera Paul Naschy en la pintoresca El gran amor del conde Drácula (Javier Aguirre, 1973); no obstante, el tema del monstruo enamorado de la reencarnación de un viejo amor también se hallaba presente en la estupenda versión de Karl Freund de La momia (The Mummy, 1932). Pero no es menos cierto que Saberhagen apunta esta idea en La voz de Drácula, tanto si fuera de cosecha propia como si pudiera estar inspirada por el cine. Es más: profundiza en la love story entre Drácula y Mina, hasta el punto de que esta última es mostrada como alguien sinceramente enamorada del conde y deseosa de que la convierta en vampiresa para poder permanecer a su lado eternamente, cosa que si al final no se produce es como consecuencia de haberse quedado embarazada, se supone, de su marido, Jonathan Harker, con el que está recién casada y por el cual todavía siente un profundo afecto, a pesar de su devoción por su amante vampiro.



Pese a esa evidente influencia del trabajo de Saberhagen sobre el de Hart, el Drácula que retrata el primero, al menos, en La voz de Drácula y en Sherlock Holmes-Drácula: El encuentro, no es tan meloso como el presentado por Coppola. Asimismo, el retrato que ofrece la película de Van Helsing (Anthony Hopkins), Harker (Keanu Reeves), Seward (Richard E. Grant), Holmwood (Cary Elwes) y Morris (Bill Campbell) es sumamente antipático, algo que también está presente en la primera de sus dos novelas repetidamente citadas y, en parte, en la segunda, que se atreve incluso a convertir a Seward y Holmwood en los villanos de la trama. En La voz de Drácula, Van Helsing es presentado como un fanático religioso e intransigente, muy distinto del brillante hombre de ciencia abierto a lo paranormal retratado por Stoker. Harker, ya lo he mencionado, es para Saberhagen un cobarde, y Seward, Holmwood y Morris, poco menos que imbéciles, algo bastante patente en el film en lo que atañe a Seward (recuérdese la penosa escena de su tropezón) y Holmwood (ayudado, en no poca medida, por la pésima interpretación de Cary Elwes, tan mal actor como siempre).



Sherlock Holmes-Drácula: El encuentro
, menos lograda que La voz de Drácula pero aun así sumamente agradable de leer, hace gala de una astuta construcción narrativa, consistente en alternar en esta ocasión el relato en primera persona del Dr. Watson, narrando un misterioso asunto que implicó a Sherlock Holmes nada menos que con el mismísimo conde Drácula, con una segunda narración en primera persona de un personaje amnésico que hasta bien avanzado el libro no se confirma que se trata del conde, aunque en más de un momento se insinúa. La idea más audaz, aunque quizá poco desarrollada pese a su atractivo, es la sugerencia de que Drácula y Holmes son ¡parientes lejanos!; sobre todo, en base al singular parecido físico entre ambos. Pero reaparece, si bien brevemente, el personaje de Mina, la cual sigue enamorada de Drácula y le ofrece su ayuda. Visto lo visto, no resulta de extrañar que el paralelismo entre las ideas desarrolladas por Saberhagen en sus novelas y por Hart en su libreto para la película de Coppola fuera tan estrecho que, al final, ambos escritores colaboraran en la elaboración de la novelización del film, en lo que puede verse un acto de reconocimiento de Hart de las ideas aportadas por Saberhagen o inspiradas en sus obras y su peso específico en una película que, como es bien sabido a estas alturas, pese a titularse Drácula de Bram Stoker, tiene de la novela original poco más que el título y la estructura.



La versión de Drácula de Bram Stoker de Saberhagen y Hart no es exactamente una novelización de la película, a la que no obstante sigue con cierta fidelidad, sino más bien una relectura del film, dándole una forma lo más novelizada posible, hasta el punto de que el libro acaba estando más cerca del original de Stoker que de las tesis de Hart, muy amigo de proporcionar una lectura freudiana a sus guiones. Si, en su guion para Hook (El capitán Garfio) (Hook, 1991, Steven Spielberg), nos mostraba a un Peter Pan (Robin Williams) adulto que, en el fondo, deseaba ser padre, y en su libreto para Contact (ídem, 1997, Robert Zemeckis) (5), a partir de la más que simpática novela de Carl Sagan, convertía el interés de contactar con vida extraterrestre de su protagonista, Ellie Arroway (Jodie Foster), en un anhelo por recuperar a su padre muerto (David Morse), su guion para Drácula de Bram Stoker es una demostración de que, en el fondo, el vampiro no es un ser malvado, sino un romántico enamorado que tan solo quiere recuperar a su difunta esposa tras haber conocido a Mina, la reencarnación de aquélla.



Contra todo pronóstico (hablo por mí), la novelización de Saberhagen y Hart es mucho más agradable de leer de lo esperado, hasta el punto de que me atrevería a afirmar que es superior al film, mejorando algunos de los puntos más débiles de este último. Por ejemplo, retoma el prólogo medieval ideado por Hart –y que, a juzgar por los primeros tráileres, parece ser que ha recuperado tal cual Luc Besson en su recentísima versión de Drácula (yo ya estoy temblando…)–, pero le da más consistencia: la muerte por suicido de Elisabeta (Elizabeth, en el libro), y la profanación del altar como paso previo a la transformación de Vlad en vampiro, están más desarrollados, por más que lo ideal hubiese sido su supresión. Aunque, al contrario que la de Stoker, la novela de Saberhagen-Hart está escrita en tercera persona, recupera puntualmente los relatos en primera persona de algunos personajes –sobre todo, de Harker, pero también, por ejemplo, del desdichado capitán del Deméter–, aun sin perder nunca de vista a Stoker (algo que, como ya hemos visto, Saberhagen había ensayado en La voz de Drácula). La aparición de las tres novias de Drácula es más sugerente en este libro que en la película. Otro aspecto del film que la novela mejora notablemente es la incoherente aparición de un Drácula transformado en hombre lobo que, recién desembarcado del Deméter en una noche de tormenta, irrumpe en el jardín de la familia Westenra y viola a una Lucy sedienta de sexo ante la mirada aterrorizada de Mina…, y sin que, al día siguiente, ninguna de las dos hable de lo ocurrido, como si tal cosa fuese lo más normal del mundo… Sencillamente, Saberhagen omite ese penoso episodio con elegancia. Por cierto, hablando de los Westenra, el libro recupera de la obra de Stoker a la madre de Lucy, la Sra. Westenra, completamente inexistente en la lectura de Coppola.  


En líneas generales, y para no alargarnos, la novelización o, mejor dicho, novela de Saberhagen y Hart sigue la trama tanto de Stoker como la visualizada en la película, pero sin caer en ninguno de los histrionismos de esta última. El libro se ahorra las filigranas puramente visuales de Coppola en materia, por ejemplo, de planos encadenados –el “ojo” de la pluma de un pavo real que se encadena con el túnel de un tren, por tan solo citar uno–, y, como digo, pasa por encima de todos sus excesos: no está aquí la (tonta) escena en el castillo de Drácula en la que el vampiro se alza de su sarcófago cual Nosferatu de Murnau, reforzada con el efecto sonoro de un grito para “dar miedo” (sic); ni esa pincelada lésbica –Mina y Lucy se besan en la boca bajo la lluvia mientras, en paralelo, el Deméter avanza hacia las costas de Inglaterra–, que ni viene a cuento ni conduce a ningún lado; ni el plano onírico de la sangre que estalla, salpicando las paredes del dormitorio de Lucy, en la escena en la que Drácula la vampiriza definitivamente; ni el grito que profiere Van Helsing tras haber decapitado a las vampiresas y arrojado sus cabezas al abismo; ni los chillidos “a lo Núria Espert” de Mina –que en su momento comentara, divertido, José María Latorre–, mientras contempla, a lo lejos, al equipo de Van Helsing persiguiendo a caballo al séquito de gitanos que transporta el ataúd de Drácula casi llegando al pie de su castillo; ni, curiosamente, la decapitación del vampiro a manos de Mina: la joven le atraviesa el corazón con una espada pero no le corta la cabeza, ¿dejando una puerta entreabierta para una continuación? La novela, por cierto, también se ahorra las lágrimas: aquí Drácula no llora ni cuando ve por primera vez el retrato de Mina/Elisabeta/Elizabeth en el camafeo que Harker lleva consigo, ni cuando la muchacha le escribe que su historia de amor es imposible y se despide de él por carta, camino de su reencuentro con Harker en el continente para casarse con él. El tono es mucho menos melifluo que el del film, por más que no termine de desprenderse por completo de los defectos de este último, incapaz de volar mucho más allá de lo que le permiten sus límites como novelización que forma parte del merchandising de la película.

 

(1) La mayoría de los datos de este párrafo están tomados de la página en inglés de Wikipedia dedicada a Fred Saberhagen (https://en.wikipedia.org/wiki/Fred_Saberhagen) y de la página web del mismo autor (https://www.berserker.com/).

(2) LATORRE, José María. El cine fantástico. Libros Dirigido, Serie Mayor n.º 5. Publicaciones Fabregat. Barcelona, 1987, págs. 77-78.

(3) Las esposas de Vlad III fueron dos: una hija ilegítima de Juan Hunyadi (probablemente) y Justina Szilágyi. Sin ir más lejos, véase la página española de Wikipedia dedicada a Vlad el Empalador: https://es.wikipedia.org/wiki/Vlad_el_Empalador  

(4) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2023/03/el-principe-de-las-tinieblas-africano.html

(5) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2011/05/el-padre-muerto-contact-de-robert.html?zx=982e438928fdf7ba

sábado, 21 de junio de 2025

“DIRIGIDO POR…”, julio-agosto 2025, a la venta



El inminente estreno de la nueva versión de Superman (ídem, 2025, James Gunn) es la excusa perfecta para dedicarle un extenso dosier en dos partes al Hombre de Acero, recorriendo su itinerario en cómics, cartoon, seriales, series de televisión y largometrajes para el cine. Este n.º 563 de DIRIGIDO POR… se completa con un artículo sobre el 50 aniversario de “Tiburón”, reseñas de los últimos trabajos de Hong Sang-soo, Wes Anderson y Oliver Laxe, y una crónica de Cannes 2025, entre muchos otros contenidos.



Mi contribución mensual consiste, en primer lugar, en un análisis de Superman Returns: El regreso (Superman Returns, 2006), subvalorada aportación de Bryan Singer que me parece mucho más interesante de lo que se dijo en su momento.



Mis aportaciones también incluyen las críticas de Lilo y Stitch (Lilo & Stitch, 2025, Dean Fleischer Camp), Leer “Lolita” en Teherán (Reading Lolita in Tehran, 2024, Eran Riklis) y Cómo entrenar a tu dragón (How To Train Your Dragon, 2025, Dean DeBlois), además del comentario para la sección Streaming/TV de la sexta y última temporada de El cuento de la criada (The Handmaid’s Tale, 2017-2025).



Anunciar, finalmente, que para el número de septiembre DIRIGIDO POR… tiene previsto poner en marcha un dosier Orígenes del cine negro, que analizará la transformación del género policíaco norteamericano en film noir propiamente dicho, dentro del período comprendido entre finales de la década de 1920 y toda la de 1930.

 


Números atrasados en edición digital: https://publicaciones.dirigidopor.es

Pedidos libros, números atrasados en formato papel y suscripciones: suscripciones@dirigidopor.com

Facebook: www.facebook.com/#!/dirigidopor

Redacción: redaccion@dirigidopor.com

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miércoles, 11 de junio de 2025

El primer papa ruso: “LAS SANDALIAS DEL PESCADOR”, de MICHAEL ANDERSON

 


Por más que hoy en día está muy olvidado, en su momento el escritor australiano Morris West (1916-1999) fue uno de los más populares fabricantes de best-sellers del mundo gracias, sobre todo, al éxito de dos novelas de temática eclesiástica: El abogado del diablo (1959) y Las sandalias del pescador (1963), ambas llevadas al cine. Otros títulos suyos de renombre editados en España fueron La salamandra (1973), también adaptada a la pantalla, Arlequín (1974), El navegante (1976), Los bufones de Dios (1981) y el ensayo Escándalo en la asamblea (1971). Las sandalias del pescador (The Shoes of the Fisherman, 1968), producción Metro-Goldwyn-Mayer dirigida por el británico Michael Anderson en sustitución del inicialmente previsto y también británico Anthony Asquith (quien al parecer dejó mucho trabajo preparatorio y puede que llegara a rodar alguna escena), sigue siendo la más conocida adaptación cinematográfica de una novela de West, por más que cuando se estrenó fue un fracaso comercial.



Las sandalias del pescador
sigue las pautas de un estilo de película hollywoodense característico del cine norteamericano de alto presupuesto de la década de 1960, en virtud de las cuales “una gran novela” (ergo, una novela superventas) tenía que convertirse, forzosamente, en “una gran película” (ergo, una película a la altura de la fama del libro que le servía de inspiración), equiparando popularidad literaria con espectacularidad cinematográfica. Se nota, y mucho, que, a pesar del carácter más bien intimista de la trama, la misma está revestida con un formato de gran aparato fílmico destinado a hacer de ella la-más-grande-jamás-filmada. Está rodada en formato panorámico 2.20: 1 (70 mm) y 2.35: 1, lo cual contribuye a la “grandeza” visual, estrictamente formal, del film. Las primeras escenas, la presentación del personaje protagonista, el arzobispo Kiril Pavlovich Lakota (Anthony Quinn), en el campo de prisioneros siberiano donde, se nos dice, ha pasado los últimos veinte años de su existencia, marcan a fuego ese carácter de superproducción. La amplitud de los encuadres en tomas muy abiertas, y la gran cantidad de figurantes que llenan estas imágenes (a finales de la década de 1960 no existían las escenas de masas a base de CGI), nos indican que nos hallamos ante una película “importante”, o que al menos pretende serlo. Idéntica sensación de “importancia” la proporcionan las posteriores escenas de la entrevista del arzobispo Kiril con su excarcelero, el ahora primer ministro de la Unión Soviética Piotr Ilych Kamenev (Laurence Olivier), en el enorme despacho de este último, quien informa a Kiril que va a ser liberado tras años de represión de sus ideas, más religiosas que políticas, y enviado a la Ciudad del Vaticano; o, por descontado, la secuencia “musical” de la llegada de Kiril a Roma (gran partitura del siempre genial Alex North), que incluye todas las estampas “turísticas” de rigor, del Coliseo a la plaza de San Pedro.



Pero, pese a la presencia de esas escenas propias de un gran espectáculo, lo que prima en Las sandalias del pescador es el intimismo. Recién llegado al Vaticano, Kiril tiene una entrevista con el papa (John Gielgud) y es nombrado cardenal. También tiene la ocasión de conocer a otros dos religiosos vaticanos que vienen a simbolizar, respectivamente, las facciones más progresistas y conservadoras de la Iglesia católica: el joven padre David Telemond (Oskar Werner), un religioso sobre el cual penden las sombras de una muerte inminente (sufre una enfermedad incurable que no tardará en acabar con su vida, como así ocurre) y de la sospecha de ser un blasfemo (afirma creer en un “Dios cósmico” creador del universo que vendría a ser una fusión entre el Dios nacido de la fe y el “Dios” nacido de la ciencia); y el veterano cardenal Leone (Leo McKern), un religioso que, por el contrario, se mantiene fiel a la ortodoxia católica y ve en las ideas del padre Telemond una vulneración de toda la doctrina. La trama da un giro fundamental a raíz de la muerte del viejo papa y la constitución del cónclave de cardenales de todo el mundo, reunidos en la Capilla Sixtina, con la finalidad de elegir al cardenal que tendrá el honor de calzarse las sandalias del apóstol Pedro el pescador, es decir, de ser el nuevo pontífice. Contra todo pronóstico, el elegido es Kiril, quien, sin pretenderlo (no ha presentado su candidatura), ha convencido a la mayoría de cardenales de que es el candidato idóneo gracias a la sencillez de su temperamento y su carácter lúcido: Kiril afirma que ningún hombre merece ser papa porque nadie atesora una bondad perfecta; por ejemplo, él mismo –confiesa–, en cierta ocasión, cometió un robo: cogió un pan para alimentar con sus migas a un prisionero del campo de Siberia encerrado en aislamiento; y, en otra, estuvo a punto de matar a un hombre: un guardián que golpeaba sin piedad a otro prisionero que era incapaz de ponerse en pie portando sobre sus hombros una pesada carga. Esa humildad, esa humanidad, inclina la balanza en su favor y, contra todo pronóstico, es elegido papa, cargo que él acepta.



Kiril, que desea ser investido con su propio nombre, Kiril I, es el primer papa ruso de la historia, algo que hoy en día puede no tener tanta relevancia pero que, cuando Morris West publicó su novela y cuando la Metro estrenó esta película, con la Guerra Fría en uno de sus momentos de apogeo, era toda una provocación. Desde este punto de vista, Las sandalias del pescador es un film geopolítico, o puede verse así. Sobre todo, a partir del momento en que la trama insinúa la nada despreciable posibilidad del estallido de la Tercera Guerra Mundial: China, gobernada por el régimen comunista del presidente Peng (Burt Kwouk), está sufriendo las consecuencias de un año de malas cosechas y la amenaza de una hambruna que puede acabar con las vidas de nada menos que 700 millones de personas; si eso no se soluciona, con tal de subsistir China emprenderá una agresiva política militar expansiva que se extenderá a los países de su alrededor, y por ende, al mundo entero. Uno de los puntos culminantes del relato consiste, precisamente, en una entrevista entre el presidente Kamenev y el presidente Peng convocada por Kiril, destinada a limar asperezas e intentar hallar una solución pacífica al conflicto. Solución –muy idealista y, todo hay que decirlo, bastante inverosímil, por más que bienintencionada– que se produce en la –de nuevo– “importante” secuencia final de la coronación del protagonista como papa Kiril I, quien en su primer discurso como sumo pontífice ofrece su tiara papal y todo el tesoro del Vaticano como primer gesto para paliar la hambruna de la población china, con la esperanza de que el resto de los países participen y se evite así la guerra nuclear.



Por más que no se trate de una película con una puesta en imágenes particularmente inventiva, Las sandalias del pescador es un film sólido, agradable de ver, de buen ritmo pese a su larga duración (162 minutos), que se beneficia de la gran labor de un extraordinario elenco de intérpretes: a los ya citados líneas atrás hay que añadir a Vittorio De Sica como el cardenal Rinaldi, aunque si alguien consigue llamar la atención es un absolutamente genial Leo McKern, quien no por casualidad tiene a su cargo dos de las mejores y más emotivas escenas: aquélla en la que, a solas con Kiril, le confiesa los celos que sufrió cuando éste fue elegido Pontífice por encima de él, pero ahora se arrepiente de haber tenido ese ataque de celosía tras haber comprobado por sí mismo la bondad y sinceridad de Kiril; y aquélla otra en la que anima a Kiril (“¡Tú eres Pedro! ¡Tú eres el pescador!”) cuando el protagonista ve flaquear su decisión de asumir el papado como consecuencia de la presión externa de diversos cardenales que siguen sin verle con buenos ojos. Los actores, como digo, contribuyen sobremanera a escenas como la reunión del padre Telemond con el Santo Oficio, donde expone brillantemente sus ideas sobre el Dios cósmico; o la secuencia en la que, recién nombrado papa, Kiril sale de noche a escondidas del Vaticano y se mezcla con el bullicio de Roma, asistiendo incluso a un moribundo judío confortándole con una oración en hebreo: Oskar Werner y Anthony Quinn están inmejorables. Lo peor, lo más innecesario, reside en el personaje del periodista norteamericano George Faber (David Janssen) y todo lo relacionado con su infidelidad a su esposa, Ruth (Barbara Jefford), lo cual no tiene el menor interés: se nota, tal y como está planteado, que la única función del personaje de Faber consiste en proporcionarle al espectador –en formato de reportaje televisivo– una minuciosa explicación de los preparativos del funeral del anterior papa y de la celebración del cónclave del cual saldrá elegido el nuevo sumo pontífice.