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viernes, 24 de febrero de 2023

“DIRIGIDO POR…” marzo 2023, a la venta



La primera entrega de un espectacular dosier en dos partes dedicado a Douglas Sirk es el principal tema de portada del n.º 537 de DIRIGIDO POR…, número que se completa con reseñas de las nuevas películas de Mia Hansen-Løve, Sam Mendes –ambos entrevistados, además de Arnaud Desplechin–, Ulrich Seidl y Alice Diop, y artículos In Memoriam dedicados a Agustí Villaronga y Eugenio Martín.



Mi contribución a este número se circunscribe a un par de textos: un comentario del últimamente muy reivindicado film de Chantal Akerman Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975), para la sección Streaming/TV, y otro de The Colossus of New York (Eugene Lourie, 1958), para Cinema Bis.



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lunes, 20 de febrero de 2023

Iniciación al vampirismo: “SED”, de ROD HARDY



Qué película más curiosa esta producción australiana de finales de los setenta, que exhibe un aceptable nivel de producción y cuenta con la presencia en su reparto de un par de figuras de cierto empaque internacional en la época de su realización –el británico David Hemmings y el norteamericano Henry Silva–, de cara a una mejor salida comercial más allá del mercado cinematográfico de Australia. Sed (Thirst, 1979) es una rareza muy poco vista desde su estreno en cines en España y su posterior edición en formato DVD, la cual vale la pena recuperar, dadas sus singulares y atípicas características. Fue realizada por el asimismo australiano Rod Hardy, director que ha dedicado la mayor parte de su carrera a la televisión de su país y la estadounidense; dentro de dicha producción televisiva destaca su exótica adaptación de las 20.000 leguas de viaje submarino de Jules Verne realizada en 1997, con Michael Caine interpretando a un despótico capitán Nemo, que especulaba con la posibilidad de que la novela de Verne estuviese basada en una historia real.



Sed
propone una suerte de revisión contemporánea del mito del vampiro, potenciando y poniendo en primer término del relato un componente inherente a dicha mitología ya desde los primeros tiempos de la literatura sobre vampiros. Me refiero al hecho de que los personajes de bebedores de sangre suelen ser nobles, aristócratas, hacendados o gente perteneciente a las clases pudientes, mientras que la mayoría de sus víctimas son todo lo contrario, esto es, personas pertenecientes a la plebe. De este modo, Sed está planteada bajo la forma de una digresión sobre el vampirismo que pone el acento en la metáfora de la diferencia (y la lucha) de clases sociales que es en parte inherente al mito. Aquí los vampiros no son seres sobrenaturales que durante el día duermen en ataúdes para refugiarse de la luz solar y que, al caer la noche, se alzan de sus sepulturas para alimentarse con la sangre de los vivos, sino una secta secreta formada por hombres y mujeres adinerados que beben sangre humana como expresión definitiva de su hegemonía sobre los no privilegiados. En el sentido literal de la expresión, los ricos son vampiros que chupan la sangre de los pobres, los primeros viven a costa de las vidas de los segundos, y ni siquiera lo hacen movidos por el instinto de supervivencia, sino por el puro placer egoísta y hedonista de someter y aprovecharse de los que están “por debajo” de ellos: el vampirismo, aquí, es una forma de poder. La idea es sugestiva y, si cabe, tanto o más fantástica que la posibilidad de la existencia de los vampiros sobrenaturales que todos conocemos, y la película de Rod Hardy lo expone de manera irregular pero, a pesar de ello, con cierta convicción, por más que, como luego veremos, el film acaba incurriendo en alguna que otra contradicción ante su incapacidad de librarse por completo del peso de la tradición temática y sobre todo visual aportada por la ingente cantidad de literatura y cine de vampiros que lo preceden.



Pero vayamos por partes. La descripción de este modelo de sociedad de vampiros privilegiados y explotadores viene proporcionada a partir de un hilo narrativo concreto, servido de manera un tanto convencional pero eficiente por el guionista John Pickney, el cual, siguiendo un procedimiento muy habitual del cine de género norteamericano –la descripción de un mundo por medio de la introducción a la fuerza en el mismo de un personaje que se convierte, de este modo, en el soporte del espectador, quien va descubriendo sus entresijos a medida que lo hace el personaje que sirve así de guía–, presenta el modo de vida de los vampiros “ricos” a través de la odisea particular de una persona ajena a todo ese horror. Ella es Kate Davis (Chantal Contouri), una joven que es secuestrada por la secta a fin de someterla a un insólito experimento, otra de las mayores curiosidades que depara este film: nada menos que convertirla en… ¡vampiresa! La idea acaba siendo atractiva de tan descabellada, y lo cierto es que, contra todo pronóstico, la película la expone con una cierta sobriedad. En primer lugar, la razón por la cual Kate ha sido elegida para disfrutar del dudoso honor de formar parte de ese club de selectos vampiros consiste en que ella es una descendiente directa de la tristemente célebre Erszebeth Bathory, “la condesa sangrienta”, aquí llamada Elizabeth Bathory, la cual, cómo no, fue uno de los primeros y más ilustres miembros de la secta; a mayor ahondamiento, un viejo grabado de la condesa revela que sus facciones son idénticas a las de su descendiente Kate. En segundo lugar, el delirante proceso de conversión de Kate en bebedora de sangre pasa a través de una sofisticada infraestructura, de tal manera que la granja a donde ha ido conducida la protagonista no es sino una especie de criadero de sangre para los vampiros, los cuales tienen a su disposición un generoso arsenal de hombres y mujeres jóvenes a los cuales van extrayendo la sangre mediante un ingenio sistema de “ordeñado” en cadena y depositándola en tanques especiales donde se conserva a punto para su consumo. Finalmente, Kate es convencida de que, en el fondo, tiene emociones de vampiro por mediación de un complejo tratamiento a base de sugestión y progresivas ingestiones de sangre.



A medida que avanza el relato, que Rod Hardy resuelve siempre con suma corrección y una elogiable contención, sobre todo a la vista de tan demencial planteamiento, el film va perdiendo su condición de fría digresión que, hasta cierto punto, la emparienta con cierto cine de ciencia ficción filosófico-especulativo característico de los años sesenta y setenta –no cuesta encontrar en la ambientación de decorados y en el tono “clínico” de las primeras secuencias ecos de títulos como Fahrenheit 451 (François Truffaut) o del sombrío cine de ciencia ficción norteamericano en la línea de Cuando el destino nos alcance (Richard Fleischer) o El último hombre… vivo (Boris Sagal)–, para acabar abrazando diversas convenciones del cine gótico. Es entonces cuando, un tanto contradictoriamente como ya he apuntado, surgen algunos de los mejores momentos de la función; es decir, cuando la película da la espalda a la parafernalia “seudocientífica” y “seudosiquiátrica” que pretende justificar la transformación de la protagonista en adicta a beber sangre, y se adentra con decisión en los elementos más “clásicos” del mito del vampiro, es cuando sube enteros: señalo la primera secuencia del film, en la cual vemos la reacción de pánico de Kate al despertarse… dentro de un ataúd; en particular, una lograda secuencia onírica en la cual Kate es encerrada en una habitación de la granja que se va cayendo a pedazos (en lo que no cuesta ver un símbolo del propio desmoronamiento mental de la protagonista); los momentos en los que la secta se reúne frente a un altar para que un elegido se enfunde unos colmillos de vampiro de metal y beba la sangre de una víctima indefensa, los cuales evocan no por casualidad la estética de la Hammer; la escena en la cual Kate, incapaz de resistir el impulso de beber sangre, se coloca sus colmillos postizos y ataca a una mecanógrafa… Esta es la singularidad y, a la vez, la paradoja de un film de vampiros que, hecho con la pretensión de subvertir la tradición, mejora notablemente cuando al final se abraza a ella.

lunes, 13 de febrero de 2023

Vivir y morir en Irlanda: “EL VIENTO QUE AGITA LA CEBADA”, de KEN LOACH



Quienes me conocen saben de sobras mi escasa estima hacia el cine que practica el británico Ken Loach. Dado mi interés progresivamente decreciente ante cada nuevo film suyo, pueden imaginarse con qué ánimos fui a ver en su momento El viento que agita la cebada (The Wind That Shakes the Barley, 2006), teniendo en cuenta además que las películas “bendecidas” con la Palma de Oro del Festival de Cannes, como esta, tampoco me suscitan de entrada ningún entusiasmo particular, sobre todo si se conoce un poco lo que es el “cine de festival” y el funcionamiento interno de un certamen internacional de estas características. Pues bien, mayor fue mi sorpresa al encontrarme no solo con que El viento que agita la cebada me parece la mejor película de Loach desde, por lo menos, Agenda oculta (Hidden Agenda, 1990), sino también porque el film permanece fiel a todo aquello que, en sus líneas generales, suele caracterizar a su cine: la militancia política, el énfasis puesto en la temática de denuncia, y en lo que se refiere a sus películas de ambientación, digamos, histórica, un tratamiento dramatizado de acontecimientos reales en el cual lo simbólico predomina sobre lo psicológico, en este caso la ya en el momento de su estreno muy comentada utilización de dos personajes de hermanos al principio unidos y luego divididos por las contradicciones de la lucha del IRA contra la dominación británica de Irlanda. La construcción de la película responde a la forma habitual de Loach de elaborar el armazón narrativo de sus ficciones, pero aquí todo está mejor dosificado y más meditado que de costumbre y, milagrosamente, además bien planificado y rodado, cualidades que acaban haciendo desaparecer la que, hasta la fecha, era la característica más nefasta de su cine: su demagogia. Puede que ello se deba a que, en esta ocasión, el guionista Paul Laverty también parece más entonado de lo habitual, quizá porque era difícil hacerlo peor que en La canción de Carla (Carla’s Song, 1996), Mi nombre es Joe (My Name Is Joe, 1998), Pan y rosas (Bread and Roses, 2000) y Solo un beso (Ae Fond Kiss, 2004), estas dos últimas particularmente insoportables. 



El arranque es típico de Loach: en un rincón de la Irlanda rural durante la década de los veinte del siglo pasado, unos hombres terminan de jugar un pacífico partido de fútbol y son reprimidos por un pelotón de soldados británicos, quienes no contentos con preguntarles con malos modos su identidad la emprenden a golpes con el más joven del grupo, que se niega a contestarles en inglés y lo hace en gaélico, hasta acabar con él. Esta secuencia, y la que se produce poco después, marca la toma de conciencia de uno de los protagonistas del relato, Damien (Cillian Murphy), quien más tarde, al ir a subir a un tren, presencia un nuevo y desagradable episodio de represión: otro pelotón de ingleses pretende subir al ferrocarril, pese a la prohibición legal de que viajen militares en trenes civiles, y para mostrar su contrariedad golpean al jefe de estación que les ha advertido y al maquinista del ferrocarril, Dan (Liam Cunningham), cuando intenta defender al primero. Pero, al menos en esta ocasión, Loach sabe dibujar esa toma de conciencia, que conducirá a Damien (y, con él, a Dan) a alistarse en el IRA, y mostrar todo ello, asimismo, de manera cinematográfica. Por ejemplo, en la primera secuencia, la muerte del chico no es presenciada directamente por Damien, sino que se produce fuera de campo (los soldados ingleses le asesinan dentro de la casa mientras sus ocupantes, familiares y amigos son retenidos fuera a punta de fusil); pero luego, en la secuencia en la estación, Damien presencia en vivo esa violencia, que le impide tomar el tren y le hace recapacitar sobre su decisión inicial de no seguir a sus amigos en el camino del IRA: le implica de manera directa y personal. Esta toma de conciencia, además de estar mostrada, como digo, de manera convincente, aporta asimismo duros apuntes sobre el dilema moral del individuo ante la violencia: mientras la misma no estaba cerca de él, Damien se ha mantenido al margen del conflicto que está destrozando a su país por culpa de la dominación británica; pero cuando esa violencia tiene lugar delante suyo, y le mancha de dolor y de sangre, aquella hace brotar en él un sentimiento de venganza, y por tanto, una “necesidad” casi física, visceral, de responder a la misma con más violencia. O lo que es casi lo mismo, la actitud moral de Damien frente a la brutalidad de los ingleses varía por completo al sentirse personalmente implicado en ella.



Asimismo, al contrario de lo que viene siendo habitual en Loach, el feroz sentimiento antibritánico que jalona el primer tercio del relato va dejando paso a un profundo escepticismo, de manera que al final las actividades de los irlandeses en general y del IRA en particular son presentadas con un barniz no menos amargo. Las contradicciones van apareciendo a lo largo de una narración cuya delimitación inicial entre amigos y enemigos, entre bandos enfrentados e irreconciliables, deja paso a una notable ambigüedad. Loach sabe relacionar y equiparar, con su trabajo tras la cámara, la violencia del represor inglés con la del activista radical que cree estar convencido de que lucha por la libertad, pero que en el fondo lo hace por sus propios y egoístas intereses. Ello queda muy bien expresado en secuencias tan afortunadas como la de la tortura del hermano de Damien y líder del grupo del IRA local Teddy (Padraic Delaney), en la que los gritos de dolor de este último se superponen a los cánticos irlandeses (en realidad, gritos de miedo) de sus compañeros encerrados en una celda cercana; o en la resolución de otros instantes violentos, como la (ejemplar) secuencia de la ejecución del muchacho que, bajo la presión de su amo inglés, ha acabado denunciando a los del IRA y por ese único momento de debilidad ahora debe morir, ejecutado, a manos de Damien; o la de la emboscada al convoy militar británico, convertida en una matanza indiscriminada de ingleses a los que prácticamente no se les da la menor opción a defenderse. Hasta otra secuencia típica de Loach, el momento en que Damien, Teddy, Dan y otros componentes del IRA se reúnen en un despacho para discutir la conveniencia de seguir la lucha armada o aceptar el tratado de paz alcanzado con el gobierno inglés por Michael Collins (El viento que agita la cebada puede verse, también, como un complemento de la película sobre Collins realizada en 1996 por Neil Jordan: como una mirada desde la perspectiva de los combatientes anónimos del IRA); dicha secuencia está excelentemente resuelta: la misma recuerda mucho otra de Tierra y libertad (Land and Freedom, 1995), solo que todo lo que en esta última era pura demagogia aquí es un nada despreciable ensayo sobre los intereses privados que se agitan bajo la teóricamente más noble y justa de las luchas políticas.


Recordando a JOHN FRANKENHEIMER (y II): “CONTRA EL MURO”



Hacia mediados de la década de 1990, John Frankenheimer protagonizó una especie de simbólico retorno a sus orígenes profesionales haciéndose cargo de una serie de producciones para la televisión. Es posible que ello fuera como consecuencia de la floja o en algunos casos nula recepción comercial y crítica de la producción cinematográfica que desarrolló durante los ochenta y primeros noventa, dentro de la cual se hallan títulos tan interesantes como El reto del samurái (The Challenge, 1982), El pacto de Berlín (The Holcroft Covenant, 1985) y sobre todo Tiro mortal (Dead Bang, 1989), junto con otros nada desdeñables como 52 vive o muere (52 Pick-Up, 1986) o La cuarta guerra (The Fourth War, 1990). También puede deberse, pura y simplemente, a que el cine comercial norteamericano hacía tiempo que había dado la espalda a Frankenheimer y a otros veteranos, fueran o no de la “generación de la televisión”, que ya no estaban “en la onda”, y que el firmante de Siete días de mayo prefiriera volver a trabajar en la “pequeña pantalla” con más libertad y/ o menos presiones de cara a satisfacer exigencias comerciales. Sea como fuere, en esta, más que nueva, renovada etapa televisiva, Frankenheimer realizó telefilms y miniseries como Against the Wall, estrenado entre nosotros en formatos domésticos con el título de Contra el muro y fechado en 1994 (si bien en sus créditos figura como realizado en 1993), The Burning Season (1994), Andersonville (1996) y George Wallace (1997); pocos años después, cuando reanudó su actividad en el cine e incluso vivió un primer conato de revalorización en vida sobre todo gracias a Ronin (ídem, 1998), Frankenheimer cerraría su filmografía con un postrero trabajo para la televisión, Path to War (2002), editado entre nosotros en DVD como Camino a la guerra



Contra el muro
parte de un guion firmado por Ron Hutchinson, guionista y dramaturgo que volvería a trabajar con Frankenheimer en su controvertida versión de La isla del Dr. Moreau (The Island of Dr. Moreau, 1996), y se inspira –al igual que los siguientes trabajos del director para la pequeña pantalla– en dramáticos hechos reales: los sucesos que rodearon el motín de internos de la prisión de Attica, Nueva York, en el año 1971, el cual se saldó con casi cuarenta muertos, diez de ellos guardias del centro penitenciario, y ochenta heridos. Contra el muro contó, según rezan sus títulos de créditos, con el asesoramiento de Michael Smith, personaje real interpretado en el telefilm de Frankenheimer por Kyle MacLachlan, el cual es junto con el personaje –ignoro si real o no– de Bishop, o Jamaal según la denominación musulmana bajo la cual él mismo desea ser conocido, y encarnado a su vez por Samuel L. Jackson, los dos principales protagonistas de un relato, empero, con un fuerte componente coral.



Una serie de imágenes documentales –los asesinatos de Bobby Kennedy y Martin Luther King, las manifestaciones contra la política hostil de la administración de Richard Nixon en el tema de la guerra de Vietnam…– sitúan al espectador en un contexto histórico muy preciso, y particularmente turbulento, de la historia de los Estados Unidos del siglo XX. Tras este prólogo, Frankenheimer pasa al escenario de una barbería donde está sentado un joven melenudo, de espaldas a la cámara, esperando ser atendido por el peluquero; la notable extensión de su melena nos hace pensar de inmediato que se trata de uno de los jóvenes contestatarios de estética hippie tan característicos de la Norteamérica de la época; pero quien está a punto de cortarse el cabello –en lo que puede verse una especie de simbólica castración: de sometimiento de su rebeldía– es Michael Smith. La razón de ese corte de pelo no es otra que la necesidad, impuesta por la sociedad de prácticamente todas las épocas, de “sentar la cabeza”, la cual ha acabado atrapando en sus redes a Smith: su mujer, Sharon (Anne Heche), está embarazada, y sus problemas económicos le han forzado a aceptar un trabajo como guardia de seguridad en el penal de Attica, la misma prisión donde, durante veinticinco años, trabajó su padre, Hal (Harry Dean Stanton), antes de abrir el bar que ahora regenta; por tanto, cortarse el cabello para trabajar como funcionario en un centro penitenciario equivale, dicho de una manera coloquial, a “pasar por el aro”: a aceptar el imperio del establishment.



Hemos mencionado que en Contra el muro hay otro coprotagonista o, si se prefiere, otro personaje relevante en el desarrollo de la trama, el ya citado de Bishop, alias Jamaal. Este último, al contrario que Smith, es un delincuente, alguien en principio antitético del joven y novato guardia, por más que el desarrollo del relato insista, y nos confirme, que hay entre ellos más puntos en común de lo que parece a simple vista. No por casualidad, en una secuencia magníficamente filmada y desarrollada sobre la base de un montaje en paralelo que solo puede calificarse como ejemplar, vemos por un lado a Smith en su primer día de trabajo en Attica y la entrada (en realidad, el regreso) a la misma prisión de Jamaal junto a otro grupo de nuevos presos; asimismo, mientras Smith recibe las primeras instrucciones sobre el funcionamiento de la prisión y el papel que los guardias cumplen en ella, Jamaal y sus compañeros de infortunio son también instruidos por el guardia de mayor rango, Weisbad (Frederic Forrest), alguien que por el mero hecho de tener una graduación superior entre los de su profesión se cree con derecho a tratar con superioridad, arrogancia y sin ningún tipo de miramientos a unos hombres que, con independencia de su peligrosidad y la gravedad de los delitos que les han conducido a ser encarcelados, para Weisbad no son más que “animales”. Yendo más lejos, el paralelismo establecido entre Smith y los guardias y Jamaal y los demás internos está reforzado en una línea de diálogo en la cual se afirma que, en el fondo, en realidad todos ellos están allí encerrados, con la única diferencia de que los guardias tienen pase de pernocta…  



Puede verse Contra el muro como una especie de anticipo de la por lo demás interesante Celda 211 (2009), de Daniel Monzón, en lo que se refiere a la presentación de un vigilante novato, aquí Smith, que de repente y sin comerlo ni beberlo se ve teniendo que hacer frente a un pavoroso motín de reclusos. Pero si Celda 211 es una buena película, Contra el muro es en cambio un film magnífico, a ratos extraordinario. Lo que hace grande a esta película de Frankenheimer, tanto da que estuviese hecha para televisión porque su densidad e intensidad compiten con la de cualquier producción para el cine, reside en su manera directa, cruda y sin cortapisas de mirar a los personajes y de plantear las situaciones, de tal manera que las diferencias preestablecidas entre guardias y reclusos no tardan en diluirse con rapidez, en beneficio de un retrato sin concesiones de la condición humana. Bien es verdad que el discurso, rico y sugerente, de este excelente (tele)film se sostiene en gran medida por el atractivo contraste que se produce entre los ya mencionados personajes de Smith y Jamaal; el primero, un joven horrorizado por la dureza del sistema penitenciario, que trata a los internos peor que a bestias, hacinándolos y prácticamente sin darles la más mínima oportunidad de sentirse seres humanos dignos; el segundo, un hombre que en cierto sentido ha abrazado la religión musulmana como símbolo de su actitud de protesta contra todo lo que sea “blanco” (religión “blanca”, policía “blanca”, sistema de justicia “blanco”, sociedad “blanca”…), convirtiéndose en una suerte de activista a la vez político y religioso en defensa de los derechos de los reclusos. Lo más atractivo del contraste entre ambos personajes consiste en que, lejos de ponerse de acuerdo, se produce entre ellos un rico intercambio de actitudes, de formas de entender la vida, que acaba estableciendo entre ambos un vínculo, si no de amistad, como mínimo sí de respeto: de mutuo reconocimiento. Una vez desatado el motín de los reclusos, y después de que estos se hayan apoderado de la prisión y retengan como rehenes a varios guardias, entre ellos Smith, este se niega a colaborar con sus captores porque no quiere participar en ese chantaje, del mismo modo que, antes del motín, le hemos visto llevar de mala gana e incluso resistirse a las prácticas crueles que los guardias ejercitan indiscriminadamente sobre los presos: la actitud de Smith es una resistencia pasiva tras la cual se solapa una rotunda negativa a aceptar ni la crueldad de los guardias ni las ansias de venganza de los presos. Por otra parte, y en cierto sentido, tanto Smith como Jamaal son parias de la sociedad, el primero dentro de los márgenes de la ley y el segundo fuera, pero los dos comparten su descontento ante una situación cruel e injusta. De ahí que, en el momento crucial del relato –el violento asalto final de las fuerzas del orden que pone un sangriento punto final al motín–, ambos compartan una suerte de camaradería que les lleva a prometerse mutuamente de que, en el caso de que uno muera, el otro hablará con la familia del fallecido.



Todo ello está contado por Frankenheimer con una puesta en escena no menos dura y “violenta”, en consonancia con el tono del relato, de tal manera que la elección de los encuadres parece determinada en todo momento de cara a conseguir una lograda atmósfera de crispación, de tensión soterrada y siempre a un paso de estallar. Si bien merecen una mención obligada las grandes set-pieces del film, como puedan ser las secuencias del motín y la ya mencionada del asalto definitivo a la prisión, espléndidamente rodadas, lo más meritorio acaba siendo la fuerza de gestos y miradas, y de qué manera unos y otras contribuyen a ir dibujando un variado paisaje de puntos de vista: el plano largo, casi un plano-secuencia, que recoge el momento en el cual Weisbad amenaza a los presos recién llegados con las duras normas que tienen que seguir, construido de tal manera que, en el extremo derecho del mismo, Jamaal hace frente al guardia poniendo en cuestión el absurdo de esa reglamentación; la escena en la que un guardia veterano le explica a  Smith, a quien Weisbad le ha encargado conducir a un grupo de presos a las duchas, que para dirigirse a ellos basta con que dé uno o dos golpes con su porra para que le obedezcan; ese instante en el que, aprovechando el caos del motín, el vengativo Chaka (Clarence Williams III) se encarga de liquidar a cuchilladas a un “chivato”; el momento en el cual, aprovechando que ha sido obligado por Jamaal a hablar ante las cámaras de televisión para conmover a la opinión pública, Smith lleva a cabo un improvisado alegato de denuncia de las pésimas condiciones de vida de los presos; el angustioso plano subjetivo desde el punto de vista de Jess (Peter Murnik), uno de los agentes que llevan a cabo el asalto final a la cárcel, expresión de la confusión reinante en una matanza que deriva en la muerte accidental de algunos guardias retenidos como rehenes bajo los disparos de los mismos hombres que venían a rescatarles.               



sábado, 11 de febrero de 2023

Recordando a JOHN FRANKENHEIMER (I): “EL HOMBRE DE KIEV”



Realizada por John Frankenheimer entre uno de sus peores y más olvidables trabajos hollywoodenses, Grand Prix (ídem, 1966), y una de sus películas más personales, Los temerarios del aire (The Gypsy Moths, 1969), la tonalidad de El hombre de Kiev (The Fixer, 1968) se encuentra, quizá por eso mismo, a medio camino entre la producción de Hollywood con pretensiones y el relato intimista; mas, por fortuna, esta película escrita por Dalton Trumbo a partir de una novela de Bernard Malamud, atesora tanto lo mejor y más positivo de la producción hollywoodense (amplio despliegue de medios, cierto, pero puestos al servicio de la historia) como, a un nivel más personal, lo mejor del Frankenheimer más intenso, dando por resultado uno de sus trabajos más interesantes de la década de los sesenta.



A falta de conocer la novela de Malamud, El hombre de Kiev hace gala de una energía y contundencia narrativa que se halla presente en otros títulos de Frankenheimer tendentes, como este, a lo discursivo, como puedan ser El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, 1962), Plan diabólico (Seconds, 1966) o Domingo negro (Black Sunday, 1977), por citar las más relevantes en este sentido. Pero, si bien El mensajero del miedo y Domingo negro son, a mi entender, películas excesivamente afectadas por su necesidad de dejar bien claro el discurso que proponen (de ahí que siempre me hayan parecido algo sobrevaloradas, por más que no les falten adeptos, sobre todo a El mensajero del miedo), y dejando aparte Plan diabólico, en la cual el carácter enfático y experimental de la planificación se corresponde perfectamente con el carácter discursivo y abstracto de su argumento, en El hombre de Kiev hay un extraño pero armonioso equilibrio entre el discurso propiamente dicho (la denuncia de la persecución de los judíos en los últimos días de la Rusia zarista) y el énfasis que se pone en la exposición de ese discurso; puede hablarse, en este último sentido, de cierto efectismo en la planificación, pero que casa bien con el trasfondo crítico del relato, con su tono a ratos grotesco: El hombre de Kiev  es, en este mismo sentido, una mirada grotesca sobre una situación grotesca: una mirada formalmente “deformada” –como pudiera serlo la de Plan diabólico– sobre un mundo, asimismo, deforme. La diferencia respecto a otros films de Frankenheimer no menos enfáticos y discursivos reside en la coherencia de la puesta en escena y el magnífico resultado de la misma, en la cual tiene un gran peso específico la dirección de actores, todos espléndidos.



No deja de resultar chocante que David Lean fuera uno de los cineastas más admirados por Frankenheimer porque El hombre de Kiev parece, a ratos, el reverso sórdido y siniestro de la romántica y melodramática Doctor Zhivago (ídem, 1965); es curioso, asimismo, que la música de ambas películas corra a cargo de Maurice Jarre, quien en El hombre de Kiev desarrolló –probablemente para no repetirse, pero también de conformidad con el planteamiento, más duro y agresivo, de Frankenheimer– una partitura extraña, que se encuentra en las antípodas de su célebre trabajo para Lean sobre la Rusia prerrevolucionaria. Yakov Bok (Alan Bates, en una de sus mejores interpretaciones, si no la mejor), el protagonista de El hombre de Kiev, es un judío humilde que vivirá una peripecia trágicamente paradójica como consecuencia de una condición étnica, la suya, que precisamente él desprecia por circunstancias personales y convicciones particulares: nada más empezar el film, vemos a Yakov afeitándose su barba y, sobre todo, recortando los tradicionales rizos que los varones judíos llevan a ambos lados de su rostro. La actitud inicial del personaje es resultado de un desengaño amoroso: hace tiempo que se separó de su esposa Raisl (Carol White) porque esta última, creía él, no podía tener hijos. Solitario y taciturno, Yakov malvive como puede haciendo pequeñas reparaciones de carpintería y reformas caseras, hasta que un raro golpe de suerte dará un giro a su situación.



En una noche helada, salva de morir sobre la nieve a un viejo borracho, Lebedev (Hugh Griffith), quien resulta ser un rico hombre de negocios el cual, agradecido por su gesto, le da empleo, primero en su propia casa, y luego como contable puesto al frente de su negocio. La situación de Yakov se complica porque, rasurado y con el corte de pelo, disimula su condición de judío a ojos de alguien como Lebedev, que forma parte del adinerado sector gentil de la población rusa que ha fomentado el odio hacia los judíos; pero Lebedev vive con su hija, una joven coja aunque no exenta de atractivo llamada Zinaida (Elizabeth Hartman), la cual se encapricha de Yakov, hasta el punto de ofrecerle pasar la noche en su dormitorio; Yakov, desnudo, tiene que intentar disimular como mejor puede su pene circuncidado, que le delataría, mas a la hora de la verdad se echa atrás en su decisión y frustra el deseo sexual de Zinaida. Las consecuencias no se harán esperar: Zinaida acusa a Yakov de haberla violado; por si fuera poco, aparece asesinado un niño gentil –uno de los dos chiquillos a los cuales días atrás Yakov echó del negocio de Lebedev porque hacían travesuras–, y el protagonista también es acusado de ese crimen. Y aquí empezará su calvario: Yakov será encerrado sin haber sido acusado formalmente de esos delitos, y en espera de su juicio será sometido durante tres años a un brutal régimen penitenciario a base de torturas, golpes, hambre y frío, con tal de hacerle confesar los crímenes que no ha cometido.



El hombre de Kiev
es una tragedia en virtud de la cual un hombre olvidado por el mundo, un don nadie sin oficio ni beneficio, alguien que ha llegado al extremo de renunciar a su propia identidad como judío para conseguir que le dejen en paz –en una de las primeras secuencias, Yakov tiene que huir de una brutal carga a caballo de cosacos que arrasan el barrio judío de la ciudad–, se ve obligado a reafirmarse como judío, y por ende como ser humano, para conseguir hacer frente a la adversidad. No es casual que el personaje se declare lector de Spinoza, filósofo que precisamente creía en el determinismo (toda vida humana está condicionada por un determinado destino), pero que al mismo tiempo consideraba que el ser humano era libre cuando aceptaba ese determinismo: la idea de que, se haga lo que se haga, el destino ya está escrito, pero esto último no impide hacer lo que se quiera (una idea que, dicho sea de paso, se encuentra también en algunas películas de David Lean: recuérdese, sin ir más lejos, al sabio hindú interpretado por Alec Guinness en Pasaje a la India / A Passage to India, 1984). De este modo, Yakov hace gala de una gran franqueza y honestidad a la hora de hacer frente a sus represores: niega los delitos que se le imputan porque no ve razón alguna para no hacerlo (ni siquiera aunque ello pudiera, en parte, facilitarle las cosas en la cárcel); sabe que en realidad está encerrado por el hecho de ser judío y con independencia de que las evidencias criminales en su contra sean débiles o puramente circunstanciales, pero no acepta el absurdo de dicho razonamiento porque carece de toda lógica, porque no es más que brutalidad irracional pura y simple. No es de extrañar que, por eso mismo, se gane las simpatías y el afecto de un personaje que, en principio, se encuentra en las antípodas de él, el juez Bibikov (un no menos magnífico Dirk Bogarde), y ello va incluso más allá del hecho de que este último también sea lector de Spinoza: Bibikov es un hombre racional, equitativo y lúcido que ve que no hay realmente prueba alguna capaz de enervar la presunción de inocencia de Yakov.



He mencionado que El hombre de Kiev peca en determinados instantes de cierto énfasis. De creer lo que afirman algunas fuentes, las cuales dicen que Dalton Trumbo escribió el guion del film en tan solo cuatro días (sic), ello explicaría siquiera en parte el que esta película sea tan directa y contundente, como si hubiera en ella una necesidad urgente de explicar lo que explica; y ello justificaría hasta cierto punto que sea un film a ratos tan abrupto y algo efectista, como contagiado de esa misma urgencia. Pero ello acaba importando relativamente poco en el conjunto del relato, y lo compensa con grandes dosis de fuerza dramática. Frankenheimer demuestra que sabía rodar con el mismo ímpetu una escena de acción que un diálogo: los que hay aquí, excelentes, transmiten una convicción difícil de resistir, reforzada, como digo, por la gran labor de los actores. Está particularmente conseguido el primer tercio de la narración, el que transcurre en la vivienda de Lebedev, y en particular todo lo relativo al intento de seducción de Yakov por parte de Zinaida, quizás una de las secuencias más logradas de la carrera del realizador norteamericano. Llama la atención, asimismo, que la ironía grotesca pero excelentemente dosificada de ese primer tercio dé paso, en un interesante y arriesgado giro tonal, a los fragmentos, como de pesadilla, que ilustran la estancia de Yakov en prisión. Si bien es verdad que hay determinados instantes en los cuales ese carácter “pesadillesco” quizás se subraya en exceso –las escenas en las cuales, en su delirio, Yakov cree que su celda se “agiganta” o “empequeñece” hasta aplastarlo–, no es menos cierto en que hay otros que, por el contrario, rozan lo extraordinario: en particular, esa secuencia en la cual Yakov “sale” o “cree salir” de su celda (el carcelero ha dejado, misteriosamente, la puerta abierta) y descubre, en una celda próxima a la suya y con la puerta también abierta, el cuerpo sin vida de Bibikov, ahorcado. Todo ello no resulta obstáculo para que en esta película a la vez lúcida y “comprometida”, en el mejor y menos dogmático sentido de esta última expresión, tenga asimismo cabida un fragmento de gran lirismo: la secuencia en la cual Yakov recibe la visita de su antigua esposa Raisl, quien le revela que ha tenido hijos con otro hombre (por tanto, no era ella la estéril) y viene a pedirle que firme los papeles de divorcio para poder casarse con el padre de sus hijos, en uno de los momentos más cálidamente humanos del cine de su director.       


viernes, 10 de febrero de 2023

El Gigante Verde, según ANG LEE: “HULK”



Puede haber muchas razones para que un director con prestigio de “arte y ensayo” como el taiwanés Ang Lee acabara aceptando un proyecto de las características de Hulk (ídem, 2003), como suele decirse “en las antípodas” de sus películas anteriores, tanto las rodadas en Asia –El banquete de bodas (Xi yan, 1993), Comer, beber, amar (Yin shi nan nu, 1994)– o las producidas con dinero norteamericano –Sentido y sensibilidad (Sense and Sensibility, 1995), La tormenta de hielo (The Ice Storm, 1997), Cabalga con el diablo (Ride with the Devil, 1999)–, como las que en términos de financiación se encuentran a medio camino entre ambas cinematografías –Tigre y Dragón (Wo hu cang long, 2000), Deseo, peligro (Se, jie, 2007)–, aunque personalmente me da lo mismo si lo hizo porque era un trabajo muy bien pagado (lo cual me merece el mayor de los respetos) o porque veía en el proyecto ciertas posibilidades de expresión personal, la opción más fiable a la vista del resultado del film.



Es posible que Hulk no sea la mejor de las adaptaciones al cine de héroes súper-poderosos del cómic de estos últimos años, pero desde luego que está lejos, muy lejos de merecer las feroces acusaciones de mediocridad con las que fue tildada en el momento de su estreno. Doy por sentado que quienes así lo creen deben hacerlo en base a buenas razones relativas a la puesta en imágenes de la película de Lee, de la misma manera que son estas últimas las que para mí hacen tan interesante este film, y no sus teóricas virtudes como adaptación del personaje de los cómics Marvel creado por el guionista y editor Stan Lee y el excelente dibujante Jack Kirby; un personaje que incluso me parece más atractivo en la versión propuesta aquí por Ang Lee en complicidad con los guionistas John Turman, Michael France y James Schamus, como es bien sabido colaborador habitual de muchos de los últimos trabajos de Ang Lee y autor, asimismo, del argumento original. Siempre he pensado que el personaje de Hulk (o La Masa, tal y como era conocido en las primeras ediciones españolas) carecía de un relieve específico, más allá de la espectacularidad de sus acciones, que lo hacían menos interesante que otras figuras del así llamado universo Marvel, como sin ir más lejos Spiderman (con sus problemas cotidianos para cuidar de su tía May, para estudiar, para lavarse y coserse el traje de Hombre Araña cuando se le ensucia o se le rompe, etc.), Dare-Devil (y su sentido esquizofrénico de la justicia, que le lleva a trabajar como abogado de día y a enfundarse su traje de vengador enmascarado por la noche) o incluso el arquetípico Capitán América (un superhéroe que se viste con los colores de la bandera de los Estados Unidos y que al mismo tiempo es consciente de que su “gran nación” no es tan perfecta como a él le gustaría).



Cierto es que el tono oscuro y sombrío que Ang Lee utiliza para describir el proceso que acaba transformando al científico Bruce Banner (Eric Bana) en el gigantesco coloso verde Hulk, y que acerca la película al terreno del cine de terror, ya fue anticipado por Tim Burton en sus dos films sobre Batman, y también se encontraba presente, en parte, en la primera película de Bryan Singer en torno a los X-Men, mas las intenciones de Ang Lee son muy distintas. Hulk no pretende marcar distancias con el cómic original mediante la evocación preciosista de un universo gótico con raíces en el expresionismo cinematográfico (opción Burton). Tampoco busca crear, aun en el contexto fantasioso de un relato de superhéroes, un determinado realismo que ponga el acento en los aspectos cotidianos de sus asombrosos personajes (opción practicada Singer tanto en sus trabajos sobre los X-Men como en su intimista, elegante y subvalorado Superman Returns, ídem, 2006). Por el contrario, en Hulk, Ang Lee abraza con firmeza la estética gráfica del original mediante una arriesgada puesta en imágenes que busca en todo momento encontrar un singular equilibrio entre el lenguaje del cómic y el lenguaje cinematográfico.



También es cierto que no era la primera vez que un film intentaba adoptar la estética gráfica de la historieta a fin de estrechar lazos entre ambos medios artísticos: podemos recordar, sin ir muy lejos, la versión de Batman rodada en 1966 por Leslie H. Martinson, nacida a modo de secuela cinematográfica de la serie de televisión homónima protagonizada por Adam West y Burt Ward; o la floja pero curiosa película de George A. Romero con guion de Stephen King Creepshow (ídem, 1982), surgida como imitación/ homenaje de los sanguinarios cómics E.C. que, posteriormente, conocería una excelente adaptación gráfica a cargo del gran dibujante estadounidense Berni Wrightson. Pero creo que ningún intento de ese estilo ha sido tan logrado como el llevado a cabo por Ang Lee. Desde este punto de vista, Hulk ofrece uno de los experimentos con el montaje más atractivos de estos últimos tiempos, y solo por eso ya merecería una atención mayor que la que se le viene dispensando desde el momento de su estreno. Basta con apuntar al respecto la brillantez de las primeras secuencias, que describen el nacimiento e infancia de Bruce Banner, con el asesinato de su madre a manos del padre como telón de fondo, en las cuales la rápida y continua asociación de imágenes y escenas mediante encadenados y sobreimpresiones expresa muy bien el estado febril del personaje de David Banner (Nick Nolte), ese padre homicida que cual moderno Dr. Frankenstein luego reaparecerá en la vida de su hijo, cuando este ya es adulto, para intentar robarle su material genético (en la que posiblemente sea una de las visiones más duras y amargas contra la figura paterna que se hayan visto en el contexto de una superproducción de Hollywood). Otro tanto puede afirmarse de las posteriores escenas en el laboratorio donde trabaja Bruce, en las cuales la misma técnica narrativa visualiza excelentemente el conflicto interior del protagonista, quien tan solo recuerda pedazos de su traumática infancia y cuya vida, en consecuencia, también se desarrolla “a pedazos”: de una forma fragmentada. Hay apuntes magníficos en este sentido, como la partición de la pantalla en tres encuadres que relacionan/ enfrentan a Bruce con su amada Betty (Jennifer Connelly) y con Glenn Talbot (Josh Lucas), por más que este último personaje sea lo peor, lo único prescindible de la función. Asimismo llama la atención la manera como Ang Lee, empleando ese mismo montaje “fragmentado”, minimiza en aras del intimismo momentos de gran espectáculo (cf. el traslado de Bruce al laboratorio del desierto metido en un contenedor que transporta un helicóptero). Precisamente las abundantes secuencias de acción de la segunda parte del relato, y que se producen a partir de la huida de Bruce/ Hulk del laboratorio militar que desencadena su implacable persecución por el ejército, las cuales se revelan “necesarias” en el contexto de producto hollywoodense destinado a recaudar mucho dinero, resultan paradójicamente lo más convencional de un film, por lo demás, muy poco rutinario, aún tratándose de secuencias bien rodadas y mejor dosificadas.



Más allá de esa experimentación con el montaje, que acompaña el desarrollo del relato pero sin imponerse nunca sobre el mismo, la película también brilla a gran altura en otros instantes. Pienso por un lado en lo escasamente convencionales que resultan aspectos como la descripción de la frustrada relación amorosa y sin aparente posibilidad de reanudación entre Bruce y Betty, o el abierto discurso sobre el parricidio que alberga –por encima de sus alardes de efectos visuales, algo envejecidos, hay que reconocerlo– la pelea final entre Bruce/ Hulk y su padre, algo insólito dado su carácter de producción, se supone, “para toda la familia” (y que no hace sino reforzar el discurso antipaterno que hemos apuntado líneas arriba). Señalo, finalmente, la fuerza fantastique de momentos tan poderosos como la reaparición del envejecido David Banner en el laboratorio donde trabaja Bruce haciéndose pasar por encargado de la limpieza; el tono terrorífico que domina la primera transformación de Bruce en Hulk, la posterior pelea del gigante verde con los perros mutantes enviados contra Betty por David Banner o la manifestación de los poderes de este último (la imagen de su mano adoptando la fisonomía del frío metal donde se apoya es realmente inquietante); y la carga trágica del diálogo entre Bruce y su padre encadenados en el hangar y que precede a su pelea final, notable por la crudeza de su blanca, casi hiriente iluminación, y por la excelente labor de Eric Bana y Nick Nolte, quienes demuestran que un film “de superhéroes” no tiene por qué estar reñido con una gran performance.