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lunes, 20 de febrero de 2023

Iniciación al vampirismo: “SED”, de ROD HARDY



Qué película más curiosa esta producción australiana de finales de los setenta, que exhibe un aceptable nivel de producción y cuenta con la presencia en su reparto de un par de figuras de cierto empaque internacional en la época de su realización –el británico David Hemmings y el norteamericano Henry Silva–, de cara a una mejor salida comercial más allá del mercado cinematográfico de Australia. Sed (Thirst, 1979) es una rareza muy poco vista desde su estreno en cines en España y su posterior edición en formato DVD, la cual vale la pena recuperar, dadas sus singulares y atípicas características. Fue realizada por el asimismo australiano Rod Hardy, director que ha dedicado la mayor parte de su carrera a la televisión de su país y la estadounidense; dentro de dicha producción televisiva destaca su exótica adaptación de las 20.000 leguas de viaje submarino de Jules Verne realizada en 1997, con Michael Caine interpretando a un despótico capitán Nemo, que especulaba con la posibilidad de que la novela de Verne estuviese basada en una historia real.



Sed
propone una suerte de revisión contemporánea del mito del vampiro, potenciando y poniendo en primer término del relato un componente inherente a dicha mitología ya desde los primeros tiempos de la literatura sobre vampiros. Me refiero al hecho de que los personajes de bebedores de sangre suelen ser nobles, aristócratas, hacendados o gente perteneciente a las clases pudientes, mientras que la mayoría de sus víctimas son todo lo contrario, esto es, personas pertenecientes a la plebe. De este modo, Sed está planteada bajo la forma de una digresión sobre el vampirismo que pone el acento en la metáfora de la diferencia (y la lucha) de clases sociales que es en parte inherente al mito. Aquí los vampiros no son seres sobrenaturales que durante el día duermen en ataúdes para refugiarse de la luz solar y que, al caer la noche, se alzan de sus sepulturas para alimentarse con la sangre de los vivos, sino una secta secreta formada por hombres y mujeres adinerados que beben sangre humana como expresión definitiva de su hegemonía sobre los no privilegiados. En el sentido literal de la expresión, los ricos son vampiros que chupan la sangre de los pobres, los primeros viven a costa de las vidas de los segundos, y ni siquiera lo hacen movidos por el instinto de supervivencia, sino por el puro placer egoísta y hedonista de someter y aprovecharse de los que están “por debajo” de ellos: el vampirismo, aquí, es una forma de poder. La idea es sugestiva y, si cabe, tanto o más fantástica que la posibilidad de la existencia de los vampiros sobrenaturales que todos conocemos, y la película de Rod Hardy lo expone de manera irregular pero, a pesar de ello, con cierta convicción, por más que, como luego veremos, el film acaba incurriendo en alguna que otra contradicción ante su incapacidad de librarse por completo del peso de la tradición temática y sobre todo visual aportada por la ingente cantidad de literatura y cine de vampiros que lo preceden.



Pero vayamos por partes. La descripción de este modelo de sociedad de vampiros privilegiados y explotadores viene proporcionada a partir de un hilo narrativo concreto, servido de manera un tanto convencional pero eficiente por el guionista John Pickney, el cual, siguiendo un procedimiento muy habitual del cine de género norteamericano –la descripción de un mundo por medio de la introducción a la fuerza en el mismo de un personaje que se convierte, de este modo, en el soporte del espectador, quien va descubriendo sus entresijos a medida que lo hace el personaje que sirve así de guía–, presenta el modo de vida de los vampiros “ricos” a través de la odisea particular de una persona ajena a todo ese horror. Ella es Kate Davis (Chantal Contouri), una joven que es secuestrada por la secta a fin de someterla a un insólito experimento, otra de las mayores curiosidades que depara este film: nada menos que convertirla en… ¡vampiresa! La idea acaba siendo atractiva de tan descabellada, y lo cierto es que, contra todo pronóstico, la película la expone con una cierta sobriedad. En primer lugar, la razón por la cual Kate ha sido elegida para disfrutar del dudoso honor de formar parte de ese club de selectos vampiros consiste en que ella es una descendiente directa de la tristemente célebre Erszebeth Bathory, “la condesa sangrienta”, aquí llamada Elizabeth Bathory, la cual, cómo no, fue uno de los primeros y más ilustres miembros de la secta; a mayor ahondamiento, un viejo grabado de la condesa revela que sus facciones son idénticas a las de su descendiente Kate. En segundo lugar, el delirante proceso de conversión de Kate en bebedora de sangre pasa a través de una sofisticada infraestructura, de tal manera que la granja a donde ha ido conducida la protagonista no es sino una especie de criadero de sangre para los vampiros, los cuales tienen a su disposición un generoso arsenal de hombres y mujeres jóvenes a los cuales van extrayendo la sangre mediante un ingenio sistema de “ordeñado” en cadena y depositándola en tanques especiales donde se conserva a punto para su consumo. Finalmente, Kate es convencida de que, en el fondo, tiene emociones de vampiro por mediación de un complejo tratamiento a base de sugestión y progresivas ingestiones de sangre.



A medida que avanza el relato, que Rod Hardy resuelve siempre con suma corrección y una elogiable contención, sobre todo a la vista de tan demencial planteamiento, el film va perdiendo su condición de fría digresión que, hasta cierto punto, la emparienta con cierto cine de ciencia ficción filosófico-especulativo característico de los años sesenta y setenta –no cuesta encontrar en la ambientación de decorados y en el tono “clínico” de las primeras secuencias ecos de títulos como Fahrenheit 451 (François Truffaut) o del sombrío cine de ciencia ficción norteamericano en la línea de Cuando el destino nos alcance (Richard Fleischer) o El último hombre… vivo (Boris Sagal)–, para acabar abrazando diversas convenciones del cine gótico. Es entonces cuando, un tanto contradictoriamente como ya he apuntado, surgen algunos de los mejores momentos de la función; es decir, cuando la película da la espalda a la parafernalia “seudocientífica” y “seudosiquiátrica” que pretende justificar la transformación de la protagonista en adicta a beber sangre, y se adentra con decisión en los elementos más “clásicos” del mito del vampiro, es cuando sube enteros: señalo la primera secuencia del film, en la cual vemos la reacción de pánico de Kate al despertarse… dentro de un ataúd; en particular, una lograda secuencia onírica en la cual Kate es encerrada en una habitación de la granja que se va cayendo a pedazos (en lo que no cuesta ver un símbolo del propio desmoronamiento mental de la protagonista); los momentos en los que la secta se reúne frente a un altar para que un elegido se enfunde unos colmillos de vampiro de metal y beba la sangre de una víctima indefensa, los cuales evocan no por casualidad la estética de la Hammer; la escena en la cual Kate, incapaz de resistir el impulso de beber sangre, se coloca sus colmillos postizos y ataca a una mecanógrafa… Esta es la singularidad y, a la vez, la paradoja de un film de vampiros que, hecho con la pretensión de subvertir la tradición, mejora notablemente cuando al final se abraza a ella.

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