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lunes, 29 de mayo de 2023

A la sombra de “Moby Dick”: “ORCA, LA BALLENA ASESINA”, de MICHAEL ANDERSON



No cuesta nada ver en Orca, la ballena asesina (Orca, 1977, Michael Anderson) una consecuencia directa del estruendoso éxito, dos años antes, de Tiburón (Jaws), a pesar de que el proyecto se puso en marcha en 1975, el mismo año del estreno del film de Steven Spielberg, después de que el productor italiano Luciano Vincenzoni telefoneara en plena noche a su amigo Dino de Laurentiis para proponerle la idea. No está claro si la película nació espontáneamente porque Vincenzoni acababa de ver Tiburón, o porque había tenido acceso a la novela Orca, escrita por Arthur Herzog, también conocido como Arthur Herzog III. Herzog es asimismo autor de la novela El enjambre (1974), la cual daría pie a la homónima superproducción catastrofista producida y dirigida por Irvin Allen en 1978 (1), si bien Orca no llegaría a las librerías hasta 1977, coincidiendo con el estreno de la película (ese mismo año conoció edición española a cargo de Atlántida, dentro de su colección Libro Elegido, bajo el mismo título español del film). De Laurentiis, que en aquellos momentos barruntaba la posibilidad de hacer una secuela de su King Kong (ídem, 1976, John Guillermin) –que no llevaría a cabo hasta muchos años después, y, visto el resultado, King Kong 2 (King Kong Lives!, 1986, Guillermin), más le hubiese valido dejarlo correr…–, se decantó por Orca, la ballena asesina.



Con un presupuesto, bastante elevado para la época, de 6 millones de dólares, el film sería una coproducción entre Estados Unidos (donde por aquel entonces De Laurentiis tenía fijado su cuartel general), Italia y Holanda. Vincenzoni escribió el guion junto con Sergio Donati y un no acreditado Robert Towne, y el rodaje tuvo lugar en exteriores de Terranova y Labrador, en el noreste de Canadá, y en la localidad de Petty Harbour-Maddox Cove, a 15 kilómetros de la capital de la provincia, San Juan de Terranova. Otras localizaciones fueron los parques acuáticos californianos Marineland of the Pacific y Six Flags Discovery Kingdom. Aunque se utilizaron dos orcas reales, llamadas Yaka y Nepo, las escenas peligrosas corrieron a cargo de animatronics creados por Alex Weldon, cuya utilización provocó protestas de grupos de defensa de los derechos de los animales, quienes consideraban que las orcas artificiales confundían a las auténticas. La filmación se completó en la calurosa Malta, donde el decorador Mario Garbuglia construyó un ingenioso decorado flotante que simulaba ser el helado océano polar de Labrador. Estrenada en los EE.UU. el 22 de julio de 1977, Orca, la ballena asesina no fue un gran éxito comercial –aunque, a pesar de todo, hizo unos también para la época dignos 14 millones de dólares–, pero devino muy pronto una película de culto.



Orca, la ballena asesina
se recuerda como una de las más estimables “consecuencias” del éxito de Tiburón, mal que le pesara a su actor protagonista, el excelente y malogrado Richard Harris, que se ponía furioso cada vez que alguien comparaba la película dirigida por Michael Anderson con el éxito de Spielberg. No le faltaba razón, dado que el film de Anderson tiene un planteamiento y una resolución muy diferentes, y además, está recorrido por un aliento trágico que contribuye a dotarlo de cierta consistencia y espesor dramáticos. La trama gira alrededor del capitán Nolan (Harris), un pescador irlandés que mata accidentalmente a una orca hembra embarazada cuando pretendía capturar con vida al macho, desatando la ira vengativa de este último. El relato está recorrido por el fatalismo: muy a su pesar, Nolan comprende y comparte el dolor del animal por la pérdida de su compañera embarazada porque él también perdió a su esposa encinta por culpa de un conductor borracho. Finalmente, la orca atrae a Nolan y a su barco hacia una zona helada al norte de Labrador, donde el animal y el hombre tendrán su duelo final. No hace falta ser un lince para ver en esta trama ecos del Moby Dick de Herman Melville, ya presentes en Tiburón pero aquí mucho más acentuados.



La melancólica partitura de Ennio Morricone contribuye a acentuar esa atmósfera de tragedia. El tema principal de la banda sonora, muy bello, suena en la primera e idílica secuencia, en la cual vemos a la pareja de orcas dando saltos fuera del agua, una estampa de felicidad acaso ingenua pero efectiva e, incluso, dramáticamente interesante, dado que predispone al espectador a ponerse inicialmente del lado de las “ballenas asesinas”, es decir, de las teóricas “villanas” del relato. En dicha secuencia, Michael Anderson inserta planos desde el punto de vista subjetivo de las orcas, forzando al mismo tiempo una identificación por parte del espectador e insinuando, ya de paso, la humanización de estos animales. En una de las primeras secuencias, puramente didáctica, la bióloga marina Rachel Bedford (Charlotte Rampling) imparte una conferencia en la universidad donde pone de relieve no tanto la peligrosidad de las “ballenas asesinas” como, sobre todo, sus características humanas: el tamaño de su cerebro es proporcionalmente más grande que el de los seres humanos, llegándose a afirmar que, en determinados aspectos, atesoran una inteligencia superior; además, los fetos de orca tienen un inquietante parecido con los fetos humanos, compartiendo incluso la característica de poseer cinco dedos en cada una de sus manos antes de que éstas se transformen definitivamente en aletas.



No es casual, en este sentido, que abunden las actitudes humanas en el comportamiento de las orcas. La que, al principio del relato, salva a Rachel y a su ayudante Ken (Robert Carradine) del ataque de un tiburón blanco adopta, en cierto sentido, una actitud “protectora”. Cuando Nolan y su tripulación emprenden la arriesgada operación de captura de una orca macho viva con la intención de venderla a un parque acuático, el resultado acaba siendo catastrófico e, incluso, melodramático: Nolan dispara un arpón equipado con un potente narcótico contra el macho, pero falla el tiro; el arpón roza la aleta dorsal del macho, dejándole una característica cicatriz que a partir de ese momento le identificará del resto de sus congéneres, y se clava en la hembra, hiriéndola gravemente; esta última profiere unos gritos de dolor y miedo que parecen humanos, aterrorizando a Nolan y a su tripulación. Pero lo peor está por llegar: la hembra, resistiéndose a su captura…, intenta suicidarse, infligiéndose graves heridas con la hélice en marcha del barco de Nolan; una vez izada a bordo colgando de la cola, del cuerpo de la hembra brota el feto abortado de su cría, que Nolan arroja con repugnancia al mar, no sin que antes el macho haya proferido unos gritos que se dirían de furia y desesperación. La orca macho iniciará su venganza arrastrando el cadáver de su hembra hasta la playa, a modo de siniestro recordatorio para Nolan. Luego, hará gala de una astucia impropia de un animal: primero, diezmando uno por uno a la tripulación de Nolan (en cierto sentido, sus “cómplices”): el viejo Novak (Keenan Wynn), Paul (Peter Hooten) y su novia Annie (Bo Derek) –la única que, además de Rachel, sobrevivirá a la orca, si bien horriblemente mutilada–, así como el esquimal Umilak (Will Sampson) y el ayudante de Rachel, Ken, estos últimos por haberse atrevido a unirse a Nolan en su expedición de venganza contra el cetáceo. Asimismo, la orca sabotea los barcos de los otros pescadores del pueblo pero respeta el de Nolan, a fin de forzar a este último a que salga a alta mar a su encuentro. Incluso hay un momento en que provoca un incendio en el muelle que hace saltar por los aires unos depósitos de combustible. Más tarde, vemos cómo la orca hace señas con su aleta y su cola para que Nolan le persiga con su barco y conducirle hasta el lugar donde se producirá su enfrentamiento final.



A pesar de la excesivamente mecánica y funcional puesta en escena de Anderson, hay momentos en que la misma queda compensada por esos detalles, ya apuntados, de tonalidad fantastique. Hay una combinación de bonitos planos marinos y submarinos de la orca macho empujando el cadáver de su hembra, escoltados, además, por otras orcas, en lo que puede verse una especie de cortejo “fúnebre”. Rachel y Umilak advierten a Nolan de la inteligencia de las orcas y de que tienen desarrollado el sentido de la venganza contra los seres humanos que les han hecho daño, la una apelando a la ciencia, el otro a las leyendas y tradiciones de su pueblo. Una noche, la orca se aparece, amenazadora, ante Nolan, quien se encuentra en la orilla al lado de un pequeño faro cuya luz rojiza confiere una tonalidad “infernal” a ese encuentro. Un primer plano del ojo de la orca muestra a Nolan reflejándose en la pupila del animal, y más adelante es la orca la que aparece reflejada en un primer plano del ojo de Nolan.  



Hay, asimismo, buenos momentos de acción. El ataque de la orca a un enorme tiburón blanco sería retomado en Tiburón 2 (Jaws 2, 1978, Jeannot Szwarc), pero invirtiendo la situación: si en esta última es el cetáceo quien perecerá entre las fauces del escualo, en Orca, la ballena asesina sucede justo lo contrario. Son notables algunos momentos espectaculares como el ya mencionado hundimiento de los barcos pesqueros, que la orca embiste con su cabeza provocando vías de agua que los manda a pique. O la ya citada secuencia del incendio nocturno del muelle por parte del animal, un momento argumentalmente inverosímil pero dramáticamente efectivo, en cuanto refuerza cierto trasfondo fantástico asimismo presente en el film acentuando los rasgos humanos, o cuanto menos humanizados, con los que es presentado: resulta difícil de creer (por no decir imposible) que una orca sea capaz de provocar ese fuego intencionadamente, pero la posibilidad de que así sea, y que luego veamos a la orca saltando fuera del agua, tal y como la hemos visto al principio junto con su compañera, manifestando una especie de alegría por estar llevando a cabo su venganza, potencia ese soterrado trasfondo fantástico que recorre buena parte del relato. Pero si hay una escena particularmente cruel es la del ataque de la orca a Annie. La muchacha tiene una pierna completamente escayolada, como consecuencia de una lesión que se ha producido durante uno de los ataques de la orca contra el barco de Nolan; el animal golpea la estructura de madera que sostiene la cabaña frente al mar donde se encuentra la chica, haciendo que se incline sobre el agua y que Annie, inexorablemente, vaya resbalando hasta ponerse al alcance de las temibles mandíbulas de la orca, pese a los esfuerzos de Nolan  y Paul por impedirlo: una rápida dentellada, y la pierna escayolada de la joven termina en las fauces del animal, dejando a Annie mutilada.



Es una pena que, aun siendo una película de lo más estimable, a la vista de lo que hemos explicado, el film no termine de estar conseguido por culpa de la pobreza de la cual hace gala, subrepticiamente, la puesta en imágenes. Hay momentos en los cuales los ataques de la orca están resueltos exactamente igual, mediante el rápido inserto de un plano del animal saltando fuera del agua para abalanzarse sobre su presa, acompañado del efecto sonoro del chillido de la bestia hecho con la finalidad de “asustar”, haciéndose repetitivos. El recurso a la narración en off del personaje de Rachel transmite la sensación de que ha sido insertada para cubrir determinados agujeros narrativos y, en consecuencia, de que posiblemente falten escenas, algo que se hace patente en la parte final del relato. Como ya he mencionado, Rachel, Ken y Umilak se unen a la expedición de pesca de la orca que Nolan y Paul emprenden tras la mutilación de Annie, sin que se vean demasiado claros los motivos por los cuales lo hacen. Se insinúa un conato de love story entre Nolan y Rachel, muy bien expresado y matizado por Harris y Rampling, pero que tampoco va más allá, lo cual resulta de agradecer, pues creo que no aportaría a la película nada sustancial. Asimismo no se entiende demasiado la reacción de Umilak, personaje inicialmente presentado como alguien espiritual y reflexivo (aunque sea haciendo honor al tópico del “indígena sabio”, todo hay que decirlo), pero que al final empuña un rifle e intenta convencer a la fuerza a Nolan de que deben regresar a puerto.

 


(1) Véase mi crítica de este film en DIRIGIDO POR…, n.º 501 (julio-agosto 2019): http://elcineseguntfv.blogspot.com/2019/07/dirigido-por-julio-agosto-2019-la-venta.html 

viernes, 26 de mayo de 2023

“DIRIGIDO POR…” junio 2023, a la venta



DIRIGIDO POR…
, n.º 540, dedica su portada a su contenido más espectacular: un dosier dedicado a la saga Indiana Jones, con motivo del próximo estreno de Indiana Jones y el Dial del Destino (Indiana Jones and the Dial of Destiny, 2023, James Mangold), en el cual el lector hallará un artículo sobre los precedentes de la serie, amplias antologías de los cinco largometrajes para el cine que la componen, un perfil de James Mangold, una parada en la serie de televisión Las aventuras del joven Indiana Jones, un artículo sobre las imitaciones de la saga, una extensa e interesante conversación entre Steven Spielberg y John Williams comentando sus 50 años de colaboración, y un análisis sobre la música de la saga. Otros contenidos destacados en portada giran alrededor de cineastas como Paul Schrader, Lou Ye y David Wagner.



Contribuyo al dosier Indiana Jones con una antología dedicada a la primera entrega de la saga, la espléndida En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981, Steven Spielberg).



También firmo un par de críticas para la sección homónima de las primeras páginas: Y todos arderán (David Hebrero 2021) y Las Cícladas. Escapada de amigas (Les Cyclades, 2022, Marc Fitoussi).



Y, para la sección Streaming/TV, el comentario de Peter Pan & Wendy (ídem, 2023, David Lowery).



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sábado, 20 de mayo de 2023

…Y el conde aterrizó en el siglo XX: “DRÁCULA 73”, de ALAN GIBSON



Tanto David Pirie, en su fundamental El vampiro en el cine (The Vampire Cinema, 1977; primera edición española: Centropress, S.L. Madrid, 1977), como Denis Meikle, en su no menos espléndido A History of Horrors. The Rise and Fall of the House of Hammer (The Scarecrow Press, Inc. Lanham, Md., & London, 1996), coinciden al considerar que tras el origen del proyecto de Drácula 73 (Dracula A.D. 1972, 1972, Alan Gibson) se encontraba el deseo de la productora británica Hammer Films de finiquitar lo que podríamos denominar el período clásico de su “serie Drácula” (1) –la formada por las memorables Drácula (Dracula, 1958, Terence Fisher), Las novias de Drácula (The Brides of Dracula, 1960, Fisher) y Drácula, príncipe de las tinieblas (Dracula, Prince of Darkness, 1966, Fisher), y las más irregulares, pero interesantes, Drácula vuelve de la tumba (Dracula Has Risen from the Grave, 1968, Freddie Francis), El poder de la sangre de Drácula (Taste the Blood of Dracula, 1970, Peter Sasdy) y Las cicatrices de Drácula (Scars of Dracula, 1970, Roy Ward Baker –2–)–, planteándose una adaptación de las andanzas del personaje creado por Bram Stoker situándola en la época contemporánea. Pirie y Meikle también están de acuerdo que tras la decisión de Hammer se encontraba el deseo de conseguir un éxito como el que había tenido en los Estados Unidos una producción modesta pero efectiva que mostraba con cierta habilidad las andanzas de un vampiro aristocrático estilo Drácula en la Norteamérica del siglo XX: Count Yorga, Vampire (Robert “Bob” Kelljan, 1970). Una idea con posibilidades que, sigue diciendo Pirie (y coincido con él), empezó a ir mal ya desde su mismo título, en inglés Dracula A.D. 1972, destinado desde el principio a quedarse muy pronto anticuado. De hecho, entre nosotros se tituló Drácula 73 precisamente por eso: porque se estrenó en el año 1973 en cines españoles (ocurrió lo mismo en Francia), anticipándose así a lo que pasaría de nuevo, muchos años más tarde, con otra película “draculesca”: Drácula 2001 (Dracula 2000, 2000, Patrick Lussier) (3).



Una de las pocas cosas buenas de Drácula 73 reside en su primera secuencia, que, si bien no exenta de defectos –empezando por una pomposa voz en off, que por suerte dura poco, y que nos sitúa en la última y definitiva batalla entre el conde Drácula (Christopher Lee) y Van Helsing (Peter Cushing), aquí rebautizado como Lawrence Van Helsing; y, sobre todo, la enfática puesta en escena de Alan Gibson, el gran lastre de todo el film–, resulta cuanto menos atractiva. El vampiro y su eterno rival luchan a brazo partido sobre el techo de una calesa que corre sin conductor tirada por un par de caballos desbocados, atravesando a toda velocidad el londinense Hyde Park en el año 1872. La calesa acaba estrellándose, con tan mala fortuna que una de las ruedas se rompe, hundiendo uno de sus radios rotos en el pecho del vampiro, circunstancia que un Van Helsing igualmente herido de muerte aprovecha para, con sus últimas fuerzas, rematar a Drácula. La escena de la rueda roza el ridículo pero, claro, la interpretan Christopher Lee y Peter Cushing, quienes milagrosamente la salvan a fuerza de convicción. Pero un joven caballero (Christopher Neame) ha sido testigo de este acontecimiento; recoge las cenizas en las cuales se ha convertido un destruido Drácula y el anillo de su dedo meñique; más adelante, asistimos al entierro de Lawrence Van Helsing, que tiene lugar en el cementerio que rodea la iglesia de St. Bartolph; sin que nadie le vea, y paralelamente al sepelio de Van Helsing, ese mismo joven caballero entierra, subrepticiamente, una parte de las cenizas de Drácula en otro rincón del camposanto de la iglesia; una idea bonita, por más que la planificación de Gibson, pródiga en zooms y reencuadres con teleobjetivo tan típicos del momento de su realización, casi la estropea por completo. La cámara efectúa una panorámica hacia el cielo y, por corte de montaje, pasamos a la imagen del vuelo de un moderno avión de pasajeros. Entran los títulos de crédito: primero aparece “Dracula”, y luego, “A.D. 1972”. Han pasado cien años. Incluso la partitura musical, obra de Michael Vickers, cuya sonoridad inicial casi consigue hacernos pensar en James Bernard, deja paso, apenas entra en pantalla el plano del avión, a una partitura jazzística más propia del cine policíaco de la década de 1970 que de un film de terror. De hecho, como pronto veremos, Drácula 73 tiene más de procedural que de película de horror.



Tras ese arranque aceptable y más o menos prometedor en sus líneas generales, la primera secuencia de Drácula 73 es, sencillamente, detestable. Nos hallamos en un lujoso apartamento de Londres. Un grupo de rock, a cargo de los auténticos Stoneground, actúa en el salón de dicha vivienda. Se produce aquí un grotesco, caricaturesco y absurdo contraste entre los anfitriones, una serie de atildados hombres y mujeres maduros de clase alta y vestidos con ropas elegantes que miran con caras de asco y estúpida estupefacción a los “melenudos” que actúan y, sobre todo, a los jóvenes que al parecer se han colado en la fiesta y que, con sus indumentarias hippies y actitudes provocativas –una chica baila descalza sobre el piano, una pareja hace el amor debajo de una mesa, etc., etc.–, “molestan” a los ricachones. La vulgaridad de la puesta en imágenes –encuadres cámara en mano haciendo primeros planos de los miembros de Stoneground mientras cantan, feas panorámicas hacia los adinerados anfitriones embobados por tanta “osadía”– contribuye a que la secuencia se haga larga, muy larga. Solo un detalle mantiene el interés: el líder del grupo de chicos y chicas, Johnny, es idéntico al joven caballero a quien hemos visto recoger y enterrar las cenizas de Drácula, y el hecho de que lo interprete el mismo actor –Christoper Neame– contribuye a que pensemos, como luego se confirmará, que Johnny es descendiente del caballero.



Los lazos de sangre tienen cierta importancia en el desarrollo del film: como acabamos de apuntar, Johnny desciende de ese misterioso caballero; en el grupo de jóvenes está Jessica Van Helsing (Stephanie Beacham), nieta de Lorrimer Van Helsing (de nuevo Cushing), el cual es, a su vez, descendiente de ese Lawrence Van Helsing que destruyó a Drácula en Hyde Park a costa de su propia vida, y cuyo retrato al óleo luce, orgulloso, en la biblioteca de Lorrimer… cerca de un siniestro dibujo del rostro demoníaco de Drácula que –no por casualidad– también se encuentra en el apartamento de Johnny. Pero la cuestión de la consanguinidad entre estos personajes no tiene más valor que el anecdótico, más allá de un detalle tan tonto como que el apellido de Johnny sea Alucard, que no es sino un anagrama del nombre de Drácula leído al revés, y que ya salía en Son of Dracula (Robert Siodmak, 1943) y –si no recuerdo mal, pues hace muchos años que no he vuelto a verla– en Santo y el tesoro de Drácula (René Cardona, 1969).



Johnny propone a su pandilla hacer algo “excitante”: una misa negra en la iglesia no bendecida de St. Bartolph, ahora abandonada y en estado de ruina. El detalle de que el centro para el culto no esté bendecido es importante, como bien recordarán quienes hayan visto El poder de la sangre de Drácula, en la cual la decoración religiosa de una iglesia favorece la enésima destrucción del conde vampiro, y de la cual Drácula 73 copia la idea de la misa negra para resucitar a Drácula. Johnny oficia dicha misa blasfema, invocando los nombres de una serie de demonios (entre ellos, Drácula) al servicio del Diablo, y ofreciendo un ritual sazonado con su propia sangre escanciada en un cáliz, mezclada con las cenizas de Drácula y luego generosamente derramada sobre el escote de Laura (Caroline Munro), una chica de la pandilla que se ha ofrecido voluntaria y con entusiasmo al ritual ante la negativa de Jessica de participar en él. La secuencia, aunque tan tosca como el resto del film, resulta cuanto menos efectiva, y atesora, como mínimo, una imagen memorable: el suelo del cementerio donde hace un siglo se enterró una parte de las cenizas de Drácula empieza a moverse, a “respirar”, a medida que avanza la misa negra, anunciando la inminente resurrección del conde.



El problema es que, tras su enésimo retorno de entre los muertos, Drácula no se mueve de la iglesia, y, tras haber empezado a saciar un siglo de sed de sangre atrasada con la de Laura –cuyo cadáver desangrado es descubierto por dos niños que han entrado en los lindes de la iglesia mientras jugaban–, se limita a ordenarle a Johnny que le traiga nuevas víctimas, entre ellas Gaynor (Marsha A. Hunt), otra chica de la misma pandilla, y sobre todo a Jessica, consciente –nunca sabemos cómo– de que la muchacha pertenece a la familia Van Helsing. Como muy bien vuelve a señalar Pirie, “los realizadores de Drácula 73 ni siquiera se plantearon el problema básico de cualquier Drácula moderno, que consiste en relacionar al vampiro con la sociedad contemporánea. (…) Drácula aparece en Londres desde el primer momento, pero resulta absolutamente evidente que este furioso y anacrónico caballero sería completamente incapaz de poner un pie fuera de la iglesia sin atraer la atención de la ciudad entera”. En cierto sentido, esta paradoja –la presentación de un personaje tan formidable como Drácula inserto en un escenario contemporáneo…, por el cual, aparentemente, parece incapaz de moverse– viene a ser una simbólica representación de los problemas de coherencia del propio film: sus responsables resucitan espectacularmente al conde… pero luego no saben qué hacer con él y se ven incapaces de sacarle partido más allá de los viejos muros de esa vetusta iglesia, la cual sigue siendo el escenario “natural” de un vampiro de más de 500 años de edad. Por tanto, lo que podría haber sido, sobre el papel, una atractiva digresión sobre nuestra sociedad desde el insólito punto de vista de una criatura sobrenatural ajena a ella, deviene un simple policíaco con vampiro al fondo a partir del momento en que Lorrimer Van Helsing es consultado por un inspector de policía llamado –otro pequeño guiño a Stoker– Murray (Michael Coles, quien repetiría su personaje en Los ritos satánicos de Drácula, The Satanic Rites of Dracula, 1973, Alan Gibson –4–). Sospechando que Drácula ha resucitado en base a todos los indicios existentes –las víctimas desangradas, la iglesia no bendecida, el momento en que Lorrimer descubre a Jessica hojeando un manual sobre las misas negras–, la acción pasa a centrarse en las pesquisas de Lorrimer con tal de localizar a Drácula y destruirle antes de que vampirice a su nieta, mientras el conde, efectivamente, no pone un pie fuera de la iglesia, lo cual resulta bastante decepcionante.



Johnny pide a Drácula que le vampirice –ergo, le haga inmortal–, cosa a la cual el conde accede. Una vez transformado, Johnny hace frente a Lorrimer, quien se ha presentado en su apartamento siguiendo una pista –pegote de guion– que le ha proporcionado Anna (Janet Key), otra chica de la pandilla, tras habérsela encontrado por casualidad. Don Houghton, responsable del libreto, estaría más afortunado en sus guiones para la mencionada Los ritos satánicos de Drácula y la memorable Kung Fú contra los siete vampiros de oro (The Legend of the Seven Golden Vampires, 1974, Roy Ward Baker [y Chang Cheh, no acreditado]). La secuencia de la pelea en el apartamento de Johnny, aunque tan tosca como el resto del film, atesora alguna idea aprovechable: el momento en que Lorrimer rechaza los ataques del joven vampiro aprovechando los reflejos de luz solar que le lanza usando un espejo de mano; o el plano en contrapicado de Johnny bajo la blanca luz del sol que entra a raudales por el techo acristalado de su cuarto de baño. Menos convincente resulta la idea de que Johnny muera por la acción combinada de la luz solar, y además, sumergido en una bañera llena de agua limpia, la cual –se dice– también aniquila a los no muertos.



Tal y como ya ocurría en la secuencia del principio, el final de Drácula 73 se sostiene en no poca medida sobre la solidez interpretativa de Lee y Cushing, dado que la secuencia de su pelea es, en sus líneas generales, nuevamente decepcionante. Asoman a la palestra algunos apuntes de interés. Drácula afirma, arrogante, que cómo cree Lorrimer que va a poder derrotarle a él, que ha tenido naciones bajo su mando (una vaga referencia al teórico origen histórico del vampiro y su relación con la figura del célebre Vlad Tepes el Empalador). Hay, asimismo, una elipsis que tiene cierta gracia: Lorrimer consigue clavarle un cuchillo de plata a Drácula en el vientre (antes hemos oído explicar a Lorrimer que la plata no acaba con los vampiros, pero les repele); el conde se precipita desde un piso de altura, malherido; Lorrimer baja corriendo las escaleras…, dándose de bruces con Jessica, la cual, hipnotizada por el conde, tiene en sus manos el cuchillo, extraído del cuerpo del vampiro, y a su lado, a un recuperado Drácula, sonriendo cínicamente y dispuesto a seguir peleando. Pero la destrucción de Drácula vuelve a ser un alarde de torpeza narrativa: el momento en que el conde se precipita dentro de un agujero abierto en el cementerio, clavándose una de las estacas que sobresalen del fondo del mismo, lo cual ayuda a Lorrimer a rematarle, clavándole la punta de una pala, es bastante más ridículo que lo de la rueda de la primera secuencia. No les falta razón a quienes consideran Drácula 73 el peor film sobre el personaje rodado por Hammer Films, hasta el punto de que, por comparación, y a pesar de sus abundantes defectos, la siguiente entrega de la serie y punto final de la misma, Los ritos satánicos de Drácula, sale muy favorecida. 

 

(1) A riesgo de caer en la inmodestia, recomiendo mi artículo Drácula en la Hammer, publicado en DIRIGIDO POR…, n.º 256 (1997), dentro del dosier 100 años de Drácula.

(2) Véase mi reseña de Las cicatrices de Drácula en DIRIGIDO POR…, n.º 501, julio-agosto 2019, sección Home Cinema: https://www.dirigidopor.es/2019/07/02/las-cicatrices-dracula/ + https://elcineseguntfv.blogspot.com/2019/07/dirigido-por-julio-agosto-2019-la-venta.html

(3) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2023/02/el-apostol-caido-dracula-2001-de.html

(4) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2022/01/el-sabbath-de-los-no-muertos-los-ritos.html 




"Drácula 73" a ojos de un niño: