Han pasado muchos años desde que escribí en el libro que publiqué junto con el amigo Antonio José Navarro, Frankenstein. El mito de la vida artificial (Nuer Ediciones. Madrid, 2000), sobre la que a nuestro entender era, en ese momento, la más famosa aportación del cine nacional al acervo cultural del mito de Frankenstein, por más que dudásemos de la pertinencia de su inclusión en el estudio del tema y, sobre todo, que también nos pareciera –o, por lo menos, me lo parecía a mí, dado que fui yo quien escribió ese comentario– un título bastante por debajo de lo que suele decirse de él. Me refería –y me refiero– a la idolatrada, inflada y magnificada El espíritu de la colmena (1973), película que pasa por ser una de las mejores, si no la mejor, de toda la historia del cine hecho en España, que ya es decir, cuando lo cierto es que, sin pretender en absoluto afirmar que se trata de un film exento de interés, me resulta una obra cuyos méritos han sido a todas luces exagerados.
Por otro lado –añadíamos–, tampoco se pretendía “jugar a la contra” arremetiendo contra un film que ha acabado convirtiéndose, no sin cierta razón, en una especie de tótem de la cultura nacional, ni se tenía la estúpida intención de “hacernos notar” (ya eran demasiados, decía entonces, los que practican ese juego, y ya son incontables e incontrolables, digo hoy, los que lo practican por sistema), pues tan solo pretendía puntualizar una serie de apreciaciones personales. La primera y más urgente, que El espíritu de la colmena no me parecía –ni me sigue pareciendo– una auténtica “película de Frankenstein”, y que su inclusión en nuestro libro obedecía más al peso de una determinada tradición al respecto que a sus cualidades intrínsecamente “frankensteinianas”, que son más bien pocas. En segundo lugar, que si bien es cierto que el film de Erice contiene, por descontado, bellas imágenes y buenos momentos de puesta en escena, no lo es menos que también está lleno de escenas puramente decorativas, a tono con sus, desde luego, loables pretensiones artísticas, pero que en demasiadas ocasiones se traducen en una película que parece más fruto de una pose elitista que el resultado de una sincera búsqueda de la belleza.
El espíritu de la colmena es, mal que pese, un film lleno de momentos que parecen pensados única y exclusivamente para demostrar el, por otro lado, excelente buen gusto del que siempre ha hecho gala su director a la hora de elegir un encuadre, iluminarlo y fotografiarlo, pero sin que haya tras esos hermosos planos nada más que la intención de aparentar una determinada y, a todas luces, artificiosa sensación de “densidad”, “espesor” y “profundidad psicológica”. Véanse, sin ir más lejos, sus aproximadamente veinte primeros minutos, que ilustran en montaje paralelo el quehacer de Fernando (Fernando Fernán-Gómez) en los panales de abejas, el momento en que su esposa Teresa (Teresa Gimpera) escribe una carta y sale en bicicleta para echarla al correo y, de paso, acercarse a la estación ferroviaria del pueblo, mientras las dos hijas de la pareja, Ana (Ana Torrent) e Isabel (Isabel Tellería), asisten a la proyección de El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1932, James Whale) en el cine del pueblo: la secuencia es tan larga –o se hace larga– y, sobre todo, lo es tan innecesariamente, que se pierde por completo la noción del tiempo y no aporta nada sobre la relación entre los personajes: es el fruto de una mirada contemplativa, que se deleita antes con el formalismo externo de las imágenes que con el contenido interno de las mismas. Idéntica impresión suscita el encuadre que cierra, precisamente, la citada secuencia: ese plano general de la casa de la familia protagonista, que Erice mantiene fijo para que veamos cómo regresan a ella las dos niñas, excitadas por la visión de la película de James Whale, y de qué “preciosa” manera se encadena la imagen diurna de la vivienda con una imagen nocturna de la misma; el plano general de la escuela que, en vez de mostrar la entrada de las niñas en clase una sola vez, lo suficiente como para que nos demos cuenta, va haciendo “bonitos” encadenados –cuatro, en concreto– para irnos enseñando, artísticamente, cómo entran las chiquillas por grupos…;
…el plano general del campo amarillento que Ana e Isabel atraviesan para acercarse al corral, en el cual se recurre nuevamente a unos “artísticos” planos encadenados para mostrarnos el avance de las niñas por esa pradera…;
…la secuencia en la que Isabel se finge muerta para asustar a Ana, asimismo tan increíblemente alargada que incluso va en detrimento de la reacción natural y lógica de las niñas, cosa rara viniendo de alguien que, como Erice, siempre se ha mostrado un airado defensor del realismo…;
…el feo plano congelado y tomado con teleobjetivo que estropea, precisamente, una sugerente idea: la de las niñas saltando sobre la hoguera, a modo de ritual de iniciación a la madurez…;
…el momento en que, tras descubrir que el soldado fugitivo (Juan Margallo) al que ha estado ocultando ha desaparecido, Ana huye de su padre y se pierde en el bosque: es completamente inverosímil que a Fernando se le pueda escapar la niña de esa manera, pues podría alcanzarla fácilmente dando cuatro zancadas; o la escena en la que Teresa quema esa carta que ya nunca enviará, a la espera de que encuentren a Ana: resulta ridículo que la madre esté tan impávida y aparentemente tranquila mientras aguarda noticias sobre la desaparición de su hija; la inexpresividad de Teresa Gimpera, “gran animal cinematográfico”, tampoco ayuda.
Mal que pese, asimismo, a quienes ven en ella la quintaesencia de la poesía cinematográfica, la narrativa de El espíritu de la colmena tampoco me parece particularmente sofisticada; antes al contrario, roza lo obvio con más frecuencia de la que suele pregonarse. Un ejemplo: el oficial de la guardia civil (Estanis González) inspecciona las pertenencias del soldado fugitivo que ha muerto en un enfrentamiento a tiros con la benemérita / primer plano de la mano del oficial sosteniendo un reloj de bolsillo que pertenece a Fernando; Fernando es convocado por la guardia civil, para que aclare si el reloj efectivamente es el suyo: en plano general, con el cadáver del soldado cubierto por una manta y en primer término del encuadre, el oficial de la guardia civil le enseña el reloj; dado que hemos visto secuencias atrás dicho reloj en manos de Fernando, y luego en las del soldado, el primer plano del mismo en la mano del guardia civil era (es) completamente innecesario.
Todo ello no es óbice para que la película atesore excelentes ideas, entre las que nos interesaban a Navarro y a mí cuando escribimos el libro la cita deliberada del film de Whale y, sobre todo, la del icono sobre el mito creado por la Universal, como contrapunto simbólico del conflicto dramático que se dirime en el fondo de El espíritu de la colmena. Erice marca bien dicho propósito metafórico con los rótulos que abren la película (“Érase una vez” y “En un lugar de la meseta castellana hacia 1940”), y a continuación recrea con habilidad la visión de un mundo cerrado y opresivo, simbolizado a su vez por los panales que cuida Fernando y su asociación visual con las ya célebres vidrieras en forma de colmena que decoran las ventanas de su casa.
También es hábil la referencia indirecta a la Criatura del doctor Frankenstein a través de “Don José”, esa figura de cartón que emplea la maestra del pueblo (Laly Soldevila) para enseñar anatomía.
Destaca, asimismo, el empleo de la imagen del tren como expresión del deseo de liberación y fuga de los personajes: el que Teresa ve pasar por el pueblo, aquél en marcha del que salta el soldado republicano fugado, o el que las niñas oyen acercarse con la oreja pegada a la vía férrea: es notable aquí que Erice mantenga el plano general de Ana e Isabel viendo pasar el tren y no ceda a la tentación de insertar el consabido contraplano del transporte alejándose; de este modo, la imagen resulta más poderosa porque expresa mejor la sensación de inmovilidad de la vida del pueblo y la avidez oculta, y siempre frustrada, de marcharse del mismo.
La profunda impresión que El doctor Frankenstein causa en las dos hermanas es utilizada por Erice como vehículo para describir el proceso de incipiente madurez de las pequeñas, dejando bien claro al mismo tiempo las notables diferencias entre ambas niñas. No es lo mismo el carácter, más duro, de Isabel, que el temperamento sensible e imaginativo de Ana: mientras que la primera va mostrándose progresivamente más cruel (véase ese momento magnífico, de lo mejor que haya hecho nunca Erice, en el que Isabel intenta estrangular al gato, y cómo luego se maquilla los labios con la sangre que el animal le ha hecho en el dedo de un zarpazo al defenderse), Ana va abriendo sus emociones, ingenuamente, al mundo de lo sensitivo: los pasos (del padre) que suenan, siniestramente, mientras las dos niñas conversan en la cama sobre el Monstruo de Frankenstein; Ana mirando al interior de ese pozo que a ella se le antoja tan misterioso, o comparando su propio pie con la huella marcada por un adulto en la tierra; el rastro de sangre que, a modo de prefiguración del fin de la virginidad, de la inocencia, mancha el lugar donde se ocultaba el soldado abatido por la guardia civil; el primer plano de la niña, al final del film, llevando a cabo su invocación mágica (“Soy Ana”), mientras suena en off, de nuevo, el paso del tren.
No deja de resultar curiosa la visualización de la crucial escena imaginaria en la que Ana se encuentra con la Criatura (José Villasante): el reflejo del rostro de la niña en el agua, cuyas ondulaciones dejan paso al del Monstruo con el que, inconscientemente, la pequeña se identifica; el travelling subjetivo acercándose a la espalda de Ana; el plano, copiado de la película de Whale, de la Criatura arrodillándose con la niña en la orilla del río. En resumidas cuentas, Erice recurre aquí a las convenciones más tradicionales del cine fantástico y, en consecuencia, termina traicionando su impostura a favor de un supuesto (y mal entendido) realismo.
Siento discrepar profundamente
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