[NOTA PREVIA: Aunque doy por sentado que el argumento de esta película es
sobradamente conocido, advierto que en el presente texto se revelan importantes
detalles sobre su trama.] No es ningún secreto a estas alturas que uno de
los caballos de batalla más frecuentes a la hora de abordar un análisis de El exorcista (The Exorcist, 1973) reside
en el carácter extremadamente realista del film de William Friedkin, a pesar de
estar lleno de elementos fantásticos. Tampoco han faltado quienes, por el
contrario, valoran esta película en función precisamente de cómo su tono
fantástico acaba imponiéndose sobre el realismo de su planteamiento. Ambas
opciones me parecen válidas, habida cuenta de que el film, tal y como lo
conocemos, es decir, en el montaje que se estrenó en cines en 1973 y el así
llamado “montaje del director” con metraje ampliado que se estrenó en 2000, da
pábulo a ambas teorías, la realista y la fantástica.
Para unos, El exorcista es la película de un escéptico, Friedkin, que se mira
desde la fría distancia de un no creyente lo que para él no es sino una
retahíla de barbaridades sobre una niña de 12 años (Regan: Linda Blair) que
cree estar poseída por el diablo, o mejor dicho, sobre una serie de personas de
su entorno que así lo creen —su madre (Chris: Ellen Burstyn), un sacerdote en
plena crisis de fe (el padre Karras: Jason Miller), y el viejo exorcista
convocado para supuestamente liberarla del Maligno (el padre Merrin: Max Von
Sydow)—, pues en puridad de conceptos la pequeña jamás llega a decir que el
demonio está en su interior. Para otros, en cambio, sería la fehaciente
demostración de que en nuestro mundo y nuestra sociedad, se supone, modernos,
científicos y tecnificados, lo sobrenatural tiene perfecta cabida, creamos o no
en ello. Desde luego que estamos hablando en términos muy generales, pues en
cualquier caso antes deberíamos preguntarnos qué entendemos por realismo o
realista, y qué por fantástico o sobrenatural, y a renglón seguido, qué son
esos conceptos aplicados al cine.
El exorcista
oscila tonal y narrativamente en torno a ese continuo contraste entre terror y
realismo, con resultados ambiguos y para nada concluyentes, si bien es verdad
que en el montaje estrenado en cines en 1973 el tono realista terminaba
dominando sobre el fantástico de forma más acentuada que en el montaje
estrenado en 2000, donde la adición de una serie de famosas secuencias cortadas
en el momento de su primer estreno, no por casualidad en su mayoría de tipo fantástico,
convertían/ convierten la propuesta de Friedkin en algo mucho más ambiguo. Basta
con ver, por ejemplo, el principio del montaje del año 2000, consistente en un
par de planos que preceden a los títulos de crédito: en el primero, vemos un
plano general nocturno de la casa situada en Georgetown, Washington, donde como
luego sabremos viven Chris y Regan, el cual se combina con un movimiento
lateral de la cámara en grúa hacia la derecha del encuadre, mostrándonos la
tranquilidad de la calle por la cual pasea, abrazada, una pareja; el segundo
plano al que me refiero consiste en un primer plano de la estatua de la Virgen María (la misma que,
posteriormente, aparecerá profanada) ocupando el lado derecho del encuadre, y
al fondo, desenfocado, el recinto de la iglesia, también de Georgetown, donde
dicha figura se encuentra erigida. De este modo, la película muestra desde sus
primeros minutos ese contraste entre lo real (la calle) y lo sobrenatural (la
estatua dedicada a la santa), algo que Friedkin prefirió desechar en 1973
porque le parecía (no sin razón) excesivamente obvio.
El “auténtico” arranque de El exorcista tiene lugar, como en la
novela de William Peter Blatty en la que se basa fielmente convertida en guión
cinematográfico por su autor, en la localidad iraquí de Nínive, al norte del
país. Allí se encuentra el padre Merrin, participando en una expedición
arqueológica. El tono de estas primeras secuencias en Iraq, fotografiadas de
manera “ardiente” y a diferencia de las del resto del film por Billy Williams
(la foto principal de la película está firmada por Owen Roizman), hacen gala de
un abrupto realismo donde se hace patente uno de los principales méritos de la
puesta en escena del film, si no el principal: el empleo del sonido. Es en este
“prólogo iraquí” donde la confluencia entre realismo y terror resulta más
patente: a priori, no sucede nada en ellas que pueda considerarse como de corte
sobrenatural, pero desprenden una constante (y lograda) sensación de inquietud;
inquietud que, de nuevo, casa con la ambigüedad de las intenciones de Friedkin,
pues a fin de cuentas algo inquietante no tiene por qué ser necesariamente algo irreal o
inexplicable.
Friedkin filma con abrupto sentido
documental las escenas en Iraq pero, al mismo tiempo, cuestiona o parece cuestionar
ese realismo por medio de la utilización del sonido. Por ejemplo, el repicar de
los picos y palas de los hombres que trabajan en la excavación arqueológica, o
sobre todo el tintineo de las herramientas de otros tres que trabajan en una
forja (uno de ellos, tuerto, dirige una rara mirada a Merrin); tintineo que, no
por casualidad, volveremos a oír ligeramente de fondo, ya bien avanzado el
film, en la escena (resuelta en un único plano) en la cual Merrin, de espaldas
a la cámara y subiendo una colina, recibe en Boston un telegrama convocándole
para que efectúe el exorcismo de Regan. El sonido crea una inmediata asociación
entre la presente escena y el prólogo iraquí que las siguientes imágenes no
hacen sino reforzar: el plano de Merrin recibiendo el telegrama se encadena con
un gran primer plano del rostro demoníaco de la poseída Regan, y a
continuación, con un nuevo encadenado en plano general nocturno de la calle
donde la niña vive con su madre y del taxi que deja al anciano exorcista en la
puerta de su vivienda.
Como digo, en teoría no vemos nada
abiertamente sobrenatural en estas escenas iraquíes, pero en las mismas se termina
sugiriendo esa presencia “invisible” a pesar de todo ese realismo ambiental: el
hallazgo de una pequeña estatua que figura ser la cabeza de un ser demoníaco;
el momento en que el reloj de pared colgado en el despacho de un amigo de
Merrin detiene el movimiento de su péndulo; la escena en la que un carromato,
donde viaja una anciana iraquí, está a punto de atropellar a Merrin; la famosa secuencia
en la que Merrin vuelve a la excavación y se encara con la estatua de un
demonio iraquí (Pazuzu), mientras un par de perros se enzarzan en una salvaje
pelea… Nada de lo que describo es, en sí mismo considerado, sobrenatural: ni el
hallazgo de la estatuilla, ni el péndulo del reloj que se detiene, ni el
intento accidental de atropello, ni los perros peleándose, ni la estatua de
Pazuzu.
Pero lo que confiere una aureola
extraña a todo ello, malsana incluso, reside en el tono impreso por la
planificación y el empleo narrativo/obsesivo de la pista sonora: los golpes de
picos y palas de los trabajadores superponiéndose a la imagen de la estatuilla;
el sonido del tictac, enmudeciendo al detenerse el péndulo; el del carromato,
unido a la imagen sombría de la impasible anciana; los gruñidos de los perros y
el silbido de la arena del desierto mezclados sobre el plano general que
enfrenta a los dos viejos enemigos, el demonio y el exorcista. Es una pena que,
en esta y en alguna otra ocasión, Friedkin estropee un poco esta tensa atmósfera
por un exceso de énfasis en la planificación, tal es el caso del lento zoom que se aproxima al rostro de la
estatua del demonio Pazuzu, un tic característico del cine de la época, por
otro lado.
No me extraña, vuelvo a insistir, que
en 1973 Friedkin considerara innecesariamente
fantásticas las famosas escenas que fueron recuperadas en el montaje de
2000, pues rompían demasiado con el tono realista que quiso que fuera el
prioritario. Tono realista, por otro lado, inherente a su manera de entender el
cine —cf. Los chicos de la banda (The
Boys in the Band, 1970), Contra el
imperio de la droga (The French Connection, 1971), Carga maldita (Sorcerer, 1977), A
la caza (Cruising, 1980), Vivir y
morir en Los Ángeles (To Live and Die in L.A., 1985), Desbocado (Rampage, 1987), Killer
Joe (ídem, 2011)—, y sin que eso suponga, ni mucho menos, que no haya en
todas ellas una cierta, e “irreal”, estilización: en cine, incluso el más
“realista” de los estilos implica, forzosamente, una manipulación de la
auténtica realidad, o si se prefiere, de la realidad cotidiana: implica, me
atrevería a decir que necesariamente,
la “intromisión” de un estilo. De ahí, por tanto, que en el montaje de 1973
Friedkin prefiriera eliminar de El
exorcista no ya las escenas más impactantes desde una perspectiva fantastique —la escena en la que Chris
vuelve a su casa y las luces se encienden y apagan como consecuencia de una
tormenta (y en la que, a modo de flash,
se intuye fugazmente el pálido rostro demoníaco que también se aparece en las
pesadillas de Karras en torno a su difunta madre); y sobre todo, el célebre
momento en que la poseída Regan baja las escaleras como si fuera una especie de
“araña humana”—…,
… sino incluso aquéllas de carácter
aparentemente más “cotidiano” pero que, de un modo u otro, insisten en
contrastar lo real con lo fantástico: la asimismo recuperada escena en la que
Chris habla con el Dr. Klein (Barton Heyman), y este le dice que, mientras
examinaba a Regan, ella le ha dicho obscenidades (entre ellas, “aleja tus manos de mi maldito coño”), lo
cual introduce una primera anomalía en la conducta habitualmente dulce de la
niña; o aquélla, cerca del final, en la que Chris le da la medalla de Karras al
padre Dyer (el, en la vida real, reverendo William O’Malley), y este se la
devuelve, rogándole que la conserve, lo cual introduce (indirectamente) un
elemento sobrenatural: el carácter sagrado de la medalla: la creencia en Dios, y
por tanto, la creencia en el diablo.
¿Qué impulsó a Friedkin a imprimirle,
por tanto, ese tono realista, o cuanto menos escéptico, a este relato
eminentemente fantástico? Puede interpretarse, como hace poco ha hecho Jesús
Palacios en su libro Hollywood maldito,
que lo que Friedkin pretendió fue seguir una corriente de cine de terror de
planteamiento realista y supuestamente basado-en-hechos-reales (en este caso, el
supuesto caso real de exorcismo que, dicen, inspiró la novela de Blatty), en la
línea de lo practicado por Roman Polanski en otra famosa película de temática
demoníaca, La semilla del diablo
(Rosemary’s Baby, 1968), por más que esta última no se basaba en absoluto en
hechos reales sino en el libro homónimo de Ira Levin, pero que también partía
de la construcción de una base tonal fuertemente cotidiana. Asimismo, como ya
hemos apuntado, se ha dicho que Friedkin quería explicar un relato de miedo
desde la perspectiva realista, empírica,
del escéptico.
De ahí que la textura de la
fotografía, y sobre todo (y perdón por la insistencia), el uso del sonido,
acentúen esa “cotidianeidad”: los ruidos en el ático de la vivienda de Chris,
que ella interpreta (lógicamente: cotidianamente)
como provocados por ratones; el sonido del avión que impide que Chris pueda oír
lo que el padre Karras le está comentando a otro sacerdote; el ruido atronador
de las máquinas médicas que analizan a Regan; el telefonazo que asusta a
Karras, absorto como está en la audición de las grabaciones de la poseída Regan
hablando lo que parece ser una lengua muerta (signo, se dice, de posesión
diabólica)… Como en las escenas que transcurren en Iraq, no hay nada
explícitamente sobrenatural en los momentos que acabamos de explicar: los
ruidos del ático pueden ser, efectivamente, de ratones (aunque ninguna de las
ratoneras que coloca el mayordomo de Chris por expreso deseo de ella llegan a
capturar a roedor alguno); el sonido del avión es algo cotidiano, como lo son
los ruidos de las máquinas médicas o el sonido del teléfono. Pero la ambigüedad
sigue siendo la nota dominante: ¿hay ratones en el ático, o hay algo más? ¿El
sonido del avión ahogando las palabras del padre Karras no resulta inquietante?
¿No es el de las máquinas médicas una gráfica expresión del dolor de la niña
ante el calvario que está sufriendo? ¿O el de ese teléfono, una expresión del
miedo que se está apoderando paulatinamente de Karras, aun sabiendo que la
supuesta “lengua muerta” que habla Regan no es sino inglés pronunciado al
revés? Lo fascinante de El exorcista
es que todo parece muy claro, y al mismo tiempo nada lo es, sin que por ello el
relato parezca confuso o incoherente.
Una de las lecturas más atractivas
que ofrece El exorcista (y ello no es
tanto mérito del film como de la novela de Blatty en la que se inspira y que,
como decía, el escritor adaptó con notable fidelidad) reside en su posible
interpretación como experiencia
eminentemente subjetiva de sus personajes. Por ejemplo, del padre Merrin.
Al principio, le vemos trabajando en una excavación en Iraq; también le vemos como
a un hombre anciano y cansado al que, en un momento dado, y acaso como
consecuencia de los “signos demoníacos” que ve o cree ver a su alrededor (el hallazgo de la estatuilla, la
misteriosa detención del péndulo del reloj), descubrimos tomándose una
medicación, síntoma indicativo de su mala salud y premonición del sobreesfuerzo
que acabará con su vida en su enfrentamiento con el diablo. Resulta
significativo que, tras llegar a la casa de Chris y antes incluso de ver a la
niña poseída, Karras informa a Merrin de que, si quiere, puede enseñarle el
expediente del caso, y luego le comenta de que, en su opinión, hay dos o tres
personalidades ocultas dentro de la pequeña; pero Merrin se niega a ver el
expediente y le replica a Karras, tajante, que “solo hay uno”; por tanto, puede verse en ello no tanto una muestra
de la determinación y el conocimiento del personaje de Merrin sobre la
naturaleza satánica de su adversario, como un ejemplo de su propia cerrazón y
estrechez de miras: Merrin cree, ya de entrada, en la existencia del diablo, y
no necesita que ni Karras ni nadie se lo asevere. A mayor ahondamiento, esa
famosa escena en la que Merrin ve (o, de nuevo, cree ver) al demonio Pazuzu
manifestándose al lado de la poseída Regan está planificada desde el punto de
vista del personaje de Merrin: ¿él, y solo él, ve esa aparición sobrenatural, o
todo está en la mente de un sacerdote viejo, enfermo y al borde de la muerte?
Algo muy parecido puede decirse del
conflicto del padre Karras, un sacerdote católico versado en psiquiatría que,
tras la muerte de su madre (Vasiliki Maliaros), de la cual se dice que fue
hallada muerta en su miserable apartamento de los suburbios dos días después de
su fallecimiento, sufre una crisis de fe, acentuada por el remordimiento y el
sentimiento de culpabilidad que le atormenta por no haber estado al lado de su
progenitora en el momento de su muerte. Karras sufre una pesadilla, en la cual
ve a su madre en la boca del metro, llamándole con la misma expresión de
reproche con que le recibió cuando fue a parar temporalmente a un centro
psiquiátrico, y en dicha pesadilla se inserta, brevemente, el blanco rostro del
demonio. Se establece de este modo una relación (acaso excesivamente subrayada
por ese inserto “demoníaco”) entre el deseo de Karras de ayudar a Chris y Regan
con la purgación de ese sentimiento de culpa que arrastra como consecuencia de la
muerte de su madre. No es casualidad, en este sentido, que el demonio que posee
a Regan intente atormentar a Karras adoptando la forma física o la voz de su
madre. ¿Karras ayuda a Chris y a Regan por altruismo, o en realidad se está
ayudando a sí mismo a superar su propia pérdida y a perdonarse a sí mismo?
En cuanto a Chris y Regan, madre e
hija, sus conflictos se encuentran estrechamente relacionados entre sí por un
hecho que flota en diversos momentos a lo largo del relato: la ausencia del
esposo y padre, respectivamente, de las protagonistas femeninas.
Todo parece indicar que Chris y el
padre de Regan están divorciados, y este último se encuentra viajando (“por Europa”, se dice). En un momento de
la película, vemos a Chris discutiendo por teléfono con el padre de la niña, en
un plano general combinado con un lento zoom
en retroceso que va abriendo la imagen hasta detenerse en Regan, quien se
encuentra escondida detrás de una pared y escuchando los reproches que su madre
dirige hacia su padre. Chris trabaja como actriz de cine; es, incluso, una
figura famosa: ocupa junto a Regan la portada de la revista Photoplay, e incluso el cinéfilo
teniente de policía Kinderman (Lee J. Cobb) le pide, tímidamente, un autógrafo…
Pero eso no le impide estar sola, muy sola. No hay ningún otro hombre en su
vida, y hasta cuando las cosas se ponen muy feas para ella y Regan, se niega a
avisar al padre de la niña.
Una niña a un paso de la
adolescencia, lo cual explica que, en un primer momento, los médicos vean en la
conducta anómala de Regan una manifestación extrema de los cambios que va a
sufrir su cuerpo con la entrada en la madurez. Resulta significativa esa
escena, aparentemente “inofensiva” pero, en el fondo, repleta de alusiones a la
sexualidad, en la cual la todavía no poseída Regan le explica a su madre que ha
visto un caballo gris muy bonito en el parque, que su jinete le ha dejado montarlo un rato, y que quiere que su
madre le compre uno tan pronto como pueda. Luego veremos a Regan enseñándole a
su madre el tablero ouija con el que juega en el sótano, y con el cual, dice,
ha invocado a un “amigo imaginario” que, tampoco por casualidad, es una figura masculina: “el capitán Howdy”.
Más adelante, la niña empieza a exhibir,
de manera paulatina, una conducta violenta y hostil que se vehicula a través
del sexo y la genitalidad: la escena en la que se orina encima y delante de los
invitados en casa de Chris…;
… su lenguaje soez, siempre haciendo
alusiones al sexo (“que te den por el
culo”, “tu madre está en el infierno
lamiendo coños”…); el momento en que ataca al psiquiatra que intenta
hipnotizarla… atenazándole los genitales…;
… la famosa escena en la que se viola
a sí misma con un crucifijo, gritando: “¡Deja
que Jesús te folle!”.
Hay un momento en que abofetea
violentamente a su madre, a la que luego vemos acudiendo a una cita con Karras
llevando unas enormes gafas de sol para disimular el moratón de su mejilla,
exactamente igual que si fuera una mujer maltratada. En cierto sentido, la
ausencia de sexo en la vida de Chris tiene su turbulento contrapunto en la
conducta, pletórica de connotaciones sexuales, de lo que hasta pocas semanas
antes no era más que una niña inocente.
Evidentemente, no hay explicación
racional alguna a hechos físicamente imposibles como que la cama o los muebles
de la habitación de la niña salten o se muevan por sí solos, o que la poseída
Regan sea capaz de levitar en el aire, o de girar su cabeza sin partirse
el cuello, o de manifestar una fuerza física muy superior a la de una niña de
su edad: recuérdese que, tal y como sospecha el teniente Kinderman, Burke
Dennings (Jack McGowran), el director de la película que Chris está
protagonizando, fue asesinado también girándole el cuello y luego su
cadáver fue arrojado, desde la ventana de la habitación de Regan, por las
escaleras que conducen a una calle de nivel inferior: las mismas por las cuales
se precipitará Karras para quitarse la vida y asegurar la salvación de Regan. El exorcista soslaya cualquier
explicación “racional” (a pesar, no obstante, de estar llena de ellas: médicas
y psiquiátricas) en beneficio de una ambigüedad que sigue siendo su principal
atractivo.
"El exorcista" a ojos de un niño:
Una película fascinante para la que no pasa el tiempo. Tomás, ¿qué te parece la segunda parte? Evidentemente es inferior pero no busca repetir la fórmula, tira por otro lado y creo que con acierto. Boorman se decanta por el lado fantástico, algo lógico en su cine, lo cual la hace realmente una película realmente llamativa.
ResponderEliminarA pesar de algunos efectismos de brocha gorda (ej. vomitona verde), no hay película más aterradora que esta. No ha sido ni siquiera igualada esa tripleta diabólica de "La semilla del diablo", "El exorcista" y "La profecía".
ResponderEliminarHola, Tomas:
ResponderEliminar¿crees que la película hubiese ganado profundidad si se hubiera apostado por una escenificación de la posesión mucho más ambigua prescindido de las escenas de vómitos, cabezas girando, levitaciones y demás espectáculo pirotécnico? tenía un tanto infravalorada El Exorcista, pero después de leer la crítica me ha hecho reflexionar sobre la película y quiero volver a verla.
Buenos días, amigos:
ResponderEliminarDacosica: hace tiempo que no he vuelto a ver la de John Boorman, cosa que haré pronto, y aunque a priori me parece inferior al film de Friedkin (insisto: tengo que volver a verlo), lo que sí que está claro es que Boorman hizo algo completamente diferente. Estoy de acuerdo con que Boorman tiene una inclinación hacia el fantástico mayor que la de Friedkin.
Martí: puede que el film hubiese ganado por ese lado, pero la popularidad de la novela era tanta, sobre todo en esa época, que hubiese extrañado que esos elementos no se hubiesen incluido. A mí también es una película que me ha ido "ganando" con el tiempo, pues recuerdo que la primera vez que la vi en cine, con motivo de una reposición a mediados de los ochenta, me dejó bastante frío.
Saludos cordiales.