[NOTA: Originalmente publicado el 15 de diciembre de 2008 en la primera
versión de mi blog en Blogspot.es.] Hace
unos meses se montó una buena entre mi amigo y colega Antonio José Navarro y el
portal de Internet Miradas de Cine como consecuencia de una airada opinión del
primero en torno al film de Olivier Assayas Boarding
Gate (2007), por cierto y si no me equivoco todavía no estrenado en España,
publicada en el número 380 de Dirigido
por… (julio-agosto 2008), y que fue objeto de una réplica firmada por
Alejandro Díaz en el número 78 (septiembre 2008) del mencionado portal. Pero no
trato aquí de reabrir polémica alguna ni de darle o quitarle la razón a nadie, principalmente
porque como no he visto Boarding Gate
no puedo pronunciarme; lo menciono solo como ejemplo de cómo en ocasiones hasta
qué punto se soliviantan los ánimos a la hora de hablar de cine y, de un tiempo
a esta parte, cuando el nombre de Olivier Assayas sale a colación.
Conozco poco del cine de este
realizador y excrítico de cine francés, con la excepción de Demonlover (ídem, 2002), que me pareció
interesante, y de Quartier des Enfants
Rouges, su correcto episodio para el muy flojo film colectivo París, je t’aime (Paris, je t’aime,
2006). Sé que tiene un puñado de títulos de prestigio —Irma Vep (1996), Finales de
agosto, principios de septiembre (Fin août, début septembre, 1998), Les destinées sentimentales (2000), Clean (ídem, 2004)—, que iré recuperando
cuando lo considere conveniente. He visto Las
horas del verano (L’heure d’été,
2008), su más reciente trabajo estrenado entre nosotros, y si bien adelanto que
me ha parecido una magnífica película, una de las mejores que se han estrenado
en España a lo largo de este año, no termino de comprender que se hable de
Assayas como si fuera uno de los grandes renovadores del lenguaje del cine,
siendo así que Las horas del verano
hace gala precisamente de una gran sencillez formal (por más que la misma
encubra, en el fondo, una gran elaboración); quizá se trate de la aparente
heterodoxia estilística de la cual parece hacer gala su filmografía, pues ciñéndome
a lo que he visto de él Las horas del
verano se encuentra, como suele decirse, en las antípodas de la fría
sofisticación tecnológica de Demonlover
o de la “estética de reportaje” de su sketch
para París, je t’aime, por más que el
último tercio de Las horas del verano
se acerca un poco a aquélla. Por tanto, a falta de haber visto más títulos de
Assayas y como doctores tiene la iglesia, prefiero dejar la cuestión sobre la
relevancia de este realizador en el contexto del cine mundial para cuando tenga
mayor elemento de juicio.
Lo que sí puedo afirmar es que Las horas del verano me parece un
excelente film que, de entrada, tiene la nada despreciable virtud de sugerir
muchas cosas de forma sencilla y clara, que no simple, en un relato que avanza
impecablemente en virtud de la fuerza y consistencia de secuencias bien
construidas y bien filmadas. La del principio, sin ir más lejos, es muy bella:
un grupo de niños de diversas edades juegan por los bosques y jardines que
rodean la casa de campo de su abuela Hélène (Edith Scob); el juego infantil
sirve para introducir al espectador en el escenario principal en torno al cual
girará la acción principal del relato y al mismo tiempo crea una determinada
atmósfera que se verá corroborada por lo que vendrá a continuación: la casa de
campo de Hélène será el objeto de “juego” de otros antiguos niños que en el
pasado también corretearon por sus alrededores y que ahora son adultos, o juegan
a serlo: los hijos de Hélène, Frédéric (Charles Berling), Adrienne (Juliette
Binoche) y Jérémie (Jérémie Renier). Pero eso será más tarde: en el primer
tercio del relato, hijos y nietos de Hélène se congregan a su alrededor para
celebrar con ella su 75º aniversario. Entre entregas de regalos, comida y
bebida al aire libre, se van perfilando los principales rasgos de los
personajes: Frédéric vive con su esposa y su hija en París, mientras que
Adrienne es una diseñadora de éxito que reside en Nueva York y Jérémie trabaja
para una empresa en China. Por una cuestión de proximidad, no solo geográfica
sino también sentimental, Hélène escoge a Frédéric para, aprovechando una pausa
en la celebración de su cumpleaños, ponerle al corriente de sus planes para
cuando muera: la casa pertenecía a Paul Gauthier, reputado pintor de la época
indirectamente emparentado con ella, y contiene diversos tesoros artísticos en
forma de dibujos de Gauthier, dos cuadros de Corot, grabados de Redon y piezas de
mobiliario de otros relevantes artistas; Hélène quiere que, a su muerte, esas
obras de arte vayan a parar al Museo de Orsay (anotemos que Las horas del verano forma parte de una
serie de films destinados a conmemorar el vigésimo aniversario de esta institución),
mientras que los hermanos heredarán la casa de campo para hacer con ella lo que
les plazca.
Ya en ese primer tercio del relato
queda perfectamente claro que de los tres hermanos es Frédéric el que siente
una mayor vinculación de afecto hacia la casa donde transcurrieron los felices
veranos de su niñez, de ahí que, a la muerte de Hélène al año siguiente, sea el
único que desearía que la vivienda no se vendiera y siguiera formando parte del
patrimonio familiar. Pero su deseo choca de frente con el de sus hermanos,
cuyas vidas están lejos de Francia y a los que la distancia geográfica se les
hace enorme: Adrienne sigue trabajando en los Estados Unidos y a Jérémie acaban
de renovarle su contrato por cinco años, durante los cuales él y los suyos
deberán vivir en China. Pero lo que más le duele a Frédéric no es tanto que
Adrienne y Jérémie aleguen tantas dificultades para poder seguir haciéndose
cargo de la casa de campo como, sobre todo, que demuestren tanto desapego hacia
la casa en sí misma considerada: que, para ellos, la vivienda de su madre, de
sus abuelos, de Paul Gauthier, carezca de lo que suele denominarse como “valor
sentimental”. Es significativo el momento, ya apuntado entre otros por Quim
Casas en su reseña publicada en Dirigido
por…, en el que Frédéric se aparta de los demás y se pone a llorar en la
oscuridad de un dormitorio. También lo es, añado por mi parte, que Frédéric
manifieste en voz alta cierto embarazo ante las sugerencias “escandalosas” de
que su madre pudo haber sido la última amante en la vida de Paul Gauthier, algo
que sus hermanos, en cambio, se toman más bien a risa.
Lo que Las horas del verano propone sotto
vocce, sin estridencias, es un agudo dibujo de ese desprecio hacia el
pasado tan característico del mundo moderno, y de qué manera las diferencias
culturales y en particular económicas del mundo contribuyen a que cualquier
objeto, incluso cualquier persona, pronto sea considerados viejos, ergo
inútiles y prescindibles. Es significativo que Adrienne trabaje en los Estados Unidos,
la superpotencia económica por excelencia, y Jérémie lo haga en China, la
superpotencia económica en auge por excelencia; se trata, además, de países con
una cultura joven (el primero) o que acaban de nacer al modo de vida
contemporáneo (el segundo). En cualquier caso, naciones para las cuales los
tesoros artísticos que contiene la antigua casa de campo de Paul Gauthier son
tan solo vestigios de un pasado que ya casi nadie parece tener interés en
recuperar. La digresión que propone Assayas podría extenderse, si se quiere, al
triste papel que parece jugar Europa en la actualidad como referente de una
cultura que, a los ojos de los florecientes Estados Unidos y de los pujantes
países de Oriente, es algo viejo y, horror, “pasado de moda” (en un discurso que
podría extrapolarse a la situación actual del cine, dominado por un lado por la
hegemonía estadounidense y por otro por el notable mercado asiático, coyuntura
dentro de la cual Europa también ha perdido hace tiempo su papel de
cinematografía de referencia).
No obstante, lo mejor de Las horas del verano es que ese discurso
abstracto está ahí, insinuado entre líneas, entre planos, pero a pesar de eso
la película resulta profundamente humana, en absoluto sermoneadora, y además
aguda e inteligente. Hay que anotar, de nuevo en el saldo de lo positivo, otros
grandes momentos, como el de la visita de los expertos del Museo de Orsay a la
casa de campo acompañados por Frédéric y Adrienne: mientras los primeros se
limitan a mirar y tasar los objetos de arte de la vivienda con la formalidad
fría y técnica de los funcionarios, Frédéric mira con nostalgia un lugar que
sabe que está viendo en su integridad original por última vez, a la vez que
Adrienne, por su parte, se dedica a revolver la casa y llevarse aquellos recuerdos
que quiere/le interesa conservar, haciendo gala de una gran rapacidad. El
colofón de la secuencia es extraordinario: Frédéric le regala a la vieja criada
de la familia, Eloise (Isabelle Sadoyan), un jarrón de cristal donde la primera
tenía por costumbre poner los ramos de flores frescas para Hélène cuando esta
aún vivía; resulta que ese jarrón tiene un extraordinario valor artístico
(ergo, para los especialistas del Museo de Orsay, comercial), ya que forma
parte de una serie diseñada por un prestigioso diseñador (otra pieza de la
misma serie permanece en la casa), pero para Frédéric y Eloise, ignorantes de
ese “valor de mercado”, lo único que realmente les importa es su “valor
sentimental”: que ese era el jarrón preferido de Hélène, el jarrón para sus
flores. Y basta.
La conclusión del relato es,
asimismo, devastadora. Por un lado, Frédéric y su esposa van a visitar el Museo
de Orsay, donde se exhiben algunos de los viejos muebles de la casa de campo,
ya vendida; un grupo de adolescentes, que forman parte de una visita guiada al
museo, pasan por su lado sin siquiera mirárselos: para ellos no tienen valor ni
interés alguno. En la secuencia final, la casa de campo, como ya hemos dicho
vendida pero todavía no ocupada, se convierte en el escenario de una concurrida
fiesta para adolescentes organizada por la hija de Frédéric (la misma chica
que, secuencias atrás, hemos visto detenida por la policía y recogida por su
padre en comisaría por haberla pillado fumando porros). Dicha secuencia final
contrasta visualmente con la del principio, por más que ambas sean
conceptualmente muy parecidas: si antes hemos visto niños correteando por la
casa, ahora son adolescentes que fuman, beben y escuchan algo parecido a música
a todo volumen; la planificación “clásica”, casi mágica, de la primera
secuencia, contrasta con la planificación abrupta, “moderna”, cámara en mano,
casi documental, con que se recoge la diversión de los muchachos. Pero todavía
queda un apunte final. La hija de Frédéric y su novio se alejan de la casa,
salen al campo, saltan un muro y se detienen en un prado: allí, en plena
naturaleza, alejados de todo referente civilizado, brota espontáneamente un
hermoso recuerdo de infancia de la muchacha, en el cual evoca un día que pasó
en el campo con su abuela Hélène. Puede que todavía haya, a fin de cuentas, una
esperanza para unos jóvenes, una Europa desnortada, en un simbólico retorno a
la esencia de las cosas. Las horas del
verano lo sugiere excelentemente, sin retórica ni disquisiciones inútiles,
con un sentimiento a la vez hondo y pausado, profundo pero sin estridencias.
Otra cosa más que hay que agradecerle: Juliette Binoche no sale demasiado, por
más que su presentación inicial dentro del relato (ese corte de montaje que
parece hecho ex profeso para introducirla en pantalla) acaso sea la única
concesión al divismo de la actriz en la que incurre Olivier Assayas.
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