[NOTA: Originalmente publicado el 6 de diciembre de 2008 en la primera
versión de mi blog en Blogspot.es.] Este
año se han producido en nuestro país los estrenos de dos recientes producciones
norteamericanas inscritas en el género del western,
en primer lugar El tren de las 3:10 (3:10
to Yuma, 2007, James Mangold), nueva versión del clásico homónimo de Delmer
Daves de 1957, y Appaloosa (ídem,
2008), dirigida y coprotagonizada por el actor Ed Harris, en su segundo trabajo
tras las cámaras después de la correcta Pollock
(ídem, 2000). La coincidencia en cartelera de ambas películas con escasos meses
de diferencia nos permite hablar nuevamente de cuál es el estado del western en la actualidad, en un debate
que de un tiempo a esta parte se reabre esporádicamente con la llegada de algún
nuevo título inscribible en el género, bien sea producciones precedidas por la
aureola del “prestigio”, como El
asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (The Assassination of
Jesse James by the Coward Robert Ford, 2007, Andrew Dominik), o bien de otras
nada despreciables pero que pasan más desapercibidas como consecuencia de su
escasa o casi nula difusión, como es el caso de Enfrentados (Seraphim Falls, 2006, David Von Ancken).
Empezaré hablando de El tren de las 3:10, versión 2007, y
dejando constancia, de entrada, de la enorme decepción que me produjo; y no
será porque no tuviese unas buenas expectativas ante ella a la hora de verla
(tampoco niego la posibilidad de que esas mismas expectativas fueran lo que
provocaran mi decepción), y más teniendo en cuenta que el film se inscribe en
un género, el western, que siempre ha
sido uno de mis favoritos junto con el fantástico; además, la película está
protagonizada por dos muy buenos actores, Russell Crowe y Christian Bale, cuya
labor suele ser para mí un aliciente a la hora de ver cualquier film en el que intervengan;
y, en tercer lugar, es un film de James Mangold, realizador irregular que tiene
en su haber un par de buenas películas inscritas, asimismo, en los márgenes de
géneros codificados: Cop Land (ídem,
1997) e Identidad (Identity, 2003),
esta última particularmente jugosa por lo que tiene de manipulación de
determinados mecanismos narrativos “tradicionales”.
Sin embargo, a pesar de todas esas
buenas referencias, confieso que “desconecté” de El tren de las 3:10 casi desde el principio, y por las siguientes
razones. Ya en el primer tercio del relato, la secuencia en la que Ben Wade
(Crowe) y su banda asaltan el furgón blindado que protege el agente de la Pinckerton Byron
McElroy (Peter Fonda) y sus hombres me produjo un distanciamiento por culpa de
sus concesiones a una supuesta “modernidad”, o mejor dicho, “modernización” (no
es lo mismo lo moderno, en su acepción de contrapuesto a lo clásico, que lo
“modernizado”, acción mediante la cual alguien o algo para a ser moderno: lo
moderno nace, lo “modernizado” se hace: lo primero es genuino, lo segundo,
resultado de una manipulación). Volviendo a la secuencia en cuestión, me
crearon una distancia el abuso del montaje corto (peaje insalvable a estas
alturas en el cine comercial norteamericano) y de los efectos especiales (el
furgón blindado acaba volcando de una manera “explosiva”, muy a lo “cine del
siglo XXI”: numerosos planos de detalle “espectacularizan”, y perdón si estoy
abusando de barbarismos, el batacazo del vehículo). Dicho rápidamente, El tren de las 3:10, de James Mangold,
no me parece un western, sino una
imitación puesta al día mediante trucos, más bien baratos, del cine comercial
dominante.
Esa mala impresión se me hizo más
patente a la hora de dibujar a determinados personajes. Por ejemplo, en las
primeras secuencias que describen la vida cotidiana del granjero Dan Evans
(Bale), hay un momento para mi gusto muy chirriante: en un arranque de
sinceridad, Evans le confiesa a su esposa Alice (Gretchen Mol) que no ha
terminado de enjugar la deuda que sigue pesando sobre su granja porque destinó
una parte del dinero destinado a hacerlo a comprar comida para el ganado; Alice
le replica algo así —cito de memoria, pues tan solo he visto la película una
vez— como que debería haberlo consultado con ella antes de haber tomado esa
decisión respecto al dinero. Pues bien, con franqueza, esa escena es
completamente inverosímil: ninguna mujer de finales del siglo XIX, y además una
granjera, se atrevería a discutirle a su esposo, otro granjero de esa misma
época, cómo debe administrar la economía hogareña, y probablemente ese mismo
granjero, por comprensible que fuera, acabaría abofeteándola ante semejante
intromisión. Naturalmente que habrá quien diga que los personajes de un relato
de ficción no tienen por qué hablar y comportarse exactamente igual que las
personas de la época retratada, que existen determinadas licencias artísticas
de cara a la elaboración de una determinada dramaturgia comprensible para el
espectador actual; estoy de acuerdo, pero no hasta el punto de que los
personajes hablen y se comporten como si
fueran personas de la actualidad; desde este punto de vista, El tren de las 3:10 chirría, y mucho,
porque ver y oír a personajes de la época en la cual transcurre el relato
moverse y hablar como personas de principios del siglo XXI me parece un
mecanismo de identificación con el espectador actual excesivamente forzado,
demasiado “familiar”, y en consecuencia el resultado es artificial e impostado.
Por desgracia, no es el único apunte
“actualizado”, o “puesto al día”, que da al traste con la consistencia
dramática de El tren de las 3:10. Pienso
también en el penoso personaje de Charlie Prince (Ben Foster), la mano derecha
de Ben Wade, descrito como un sádico insensible cuya homosexualidad y su
inclinación amorosa hacia Wade están demasiado puestas en primer término del
relato (asimismo, la afectada interpretación de Ben Foster tampoco ayuda
demasiado a humanizar el personaje). No es la primera vez que en el contexto de
un western se introducen
connotaciones homosexuales o referencias a la condición de tal de algún
personaje; pienso, sobre todo, en la magnífica El hombre de las pistolas de oro (Warlock, 1959, Edward Dmytryk),
en la cual el cojo Tom Morgan (Anthony Quinn) seguía fielmente al pistolero
Clay Blaisedell (Henry Fonda) porque este último era, en opinión del anterior,
“el único hombre que nunca me ha llamado
cojo”. Pero, definitivamente, el tiempo de las sutilezas parece haber
pasado a mejor vida. Aquí, el dibujo de la atracción homosexual que Charlie
siente hacia su jefe está visualizado en una secuencia que roza el ridículo:
Ben Wade se detiene en el saloon del
pueblo, cerca del lugar donde han asaltado el furgón blindado, y se toma un
whisky mientras mira con avidez las carnes apetitosas, hay que reconocerlo, de
la cantinera, Emma Nelson (Vinessa Shaw, con lo cual lo de las carnes está
plenamente justificado); en un primer plano risible, vemos a Wade desnudando con la mirada a la chica,
mientras que a su lado el sibilino Charlie le dice que “puede esperarle él allí todo el tiempo que haga falta…”. El
personaje de Ben Wade —por lo demás interpretado tan bien como siempre por
Russell Crowe (sus apariciones en pantalla son lo único salvable de la muy
convencional última película de Ridley Scott Red de mentiras / Body of Lies, 2008)— todavía aglutina otro apunte
de “modernización” particularmente detestable: ese momento en que, tras haber
matado a Byron McElroy por haberle recordado su condición de bastardo, exclama:
“Hasta los malos queremos a nuestras
madres”, execrable apunte de diálogo que parece herencia (una más) de los
latiguillos meta-fílmicos a lo Quentin Tarantino. Otro elemento distanciador.
Por otro lado, y dejando ya el tema
de esa supuesta “modernización”, o mejor dicho, de esa modernidad mal
entendida, creo que El tren de las 3:10
tampoco acaba de funcionar en sí misma considerada. El guión da muchas,
muchísimas vueltas, algunas de ellas bastante absurdas: no se entiende, por
ejemplo, que Wade y su banda lleven a cabo un ardid para que el sheriff del pueblo y sus ayudantes se
larguen pitando hacia el lugar donde los primeros han atracado el furgón
únicamente para que el protagonista y sus bandidos puedan entrar tranquilamente
en el pueblo… para repartirse el dinero en el saloon, cuando podrían haberlo hecho, con más seguridad, en
cualquier otro sitio (parece, por tanto, un mero ardid de guión destinado a
facilitar que Wade vaya al pueblo, donde con la ayuda de Dan Evans será
detenido); y qué decir del más bien absurdo episodio en el campamento de
montaña donde un grupo de ingenieros supervisan la construcción de la vía del
tren llevada a cabo, en condiciones denigrantes, por obreros chinos: dejando
aparte que hay en esta secuencia otro ridículo apunte “modernizado” (el hijo
mayor de Evans, William / Logan Lerman, mira con compasión a un chico oriental
de su misma edad que trabaja como un esclavo; esa piedad en el contexto,
insisto, de finales del siglo XIX y por parte de personajes de escasa cultura,
vuelve a ser inverosímil), la secuencia se distingue por su mediocre
construcción dramática (casualmente,
los ingenieros también tienen cuentas pendientes con Wade y aprovechan que cae
en sus manos… para torturarle con descargas eléctricas) y su mera condición de
excusa para introducir más espectacularidad en el relato: en dicho escenario se
producirá un par más de tiroteos, acompañados de explosiones de dinamita.
No es de extrañar, en este sentido,
que ante tal cúmulo de inconsistencias y despropósitos, el espectador llegue
cansado al clímax del relato: la larga situación de suspense en virtud de la
cual Evans tiene que trasladar él solo a Wade hasta el tren que conducirá a
este último a la prisión de Yuma bajo la lluvia de balas disparadas por Charlie
y el resto de los bandidos de Wade. Hay que reconocer, empero, que tanto aquí
como, en sus líneas generales, en el resto del film, James Mangold demuestra
que sabe rodar y construir una planificación coherente y con sentido. Pero
llegados a este punto, el interés de El
tren de las 3:10 ya se ha desvanecido casi por completo: frente a algún
buen apunte, como el retrato de Evans que Wade garabatea en su cuaderno (donde,
se nos dice, el forajido dibuja con gran pericia todo aquello que le gusta), el
tópico más siniestro vuelve a hacer aquí su aparición: antes de morir, Evans le
confiesa atropelladamente a su hijo que durante la guerra civil se comportó como
un cobarde; pero uno tiene legítimo derecho a preguntarse: ¿y qué?
Appaloosa ya
es otra cosa. De entrada, carece de ese sonsonete moderno, o posmoderno, que
destroza las buenas intenciones de El
tren de las 3:10. Aquí vemos a seres humanos que, como mínimo, parece que
hablan y se comportan como personas de la América de finales del siglo XIX; insisto en la
cuestión de que las películas no tienen porqué ser lecciones de Historia, o
“históricamente correctas”, pero sí en el hecho de que tiene que haber cuanto
menos cierta coherencia entre el dibujo de personajes y el contexto en el que
desarrollan. Un primer aspecto de Appaloosa
que llama la atención (puntualización para posibles quisquillosos: a mí me
llamó la atención) es la singularidad de su construcción narrativa. En su
primera secuencia, el sheriff de la
localidad de Appaloosa y sus ayudantes llegan al rancho propiedad del
terrateniente Randall Bragg (Jeremy Irons) para detener a dos de sus hombres,
acusándoles de un homicidio; Bragg advierte a los hombres de la ley que su
rancho queda fuera de su jurisdicción, y ante la insistencia del sheriff acaba asesinándoles, a él y a
los ayudantes, a tiros. Poco después llegan a Appaloosa Virgil Cole (Ed Harris)
y su socio Everett Hitch (Viggo Mortensen), pistoleros a sueldo que trabajan
dentro de la legalidad (curioso, y paradójico, concepto del oficio de matón), quienes alcanzan un
rápido acuerdo económico con las fuerzas vivas del pueblo para que Cole sea
nombrado nuevo sheriff y Hitch su
ayudante, a cambio de la promesa de librar a Appaloosa de la tiranía de Bragg y
sus hombres; dicho y hecho, inmediatamente después de haber acordado las
condiciones de su trabajo, Cole y Hitch hacen frente a cuatro hombres de Bragg
que están armando bronca en el saloon
y les liquidan expeditivamente. A pesar de lo contundente de esta presentación
de personajes, por lo demás excelente, la trama de Appaloosa no va a girar en torno al enfrentamiento de los dos
bandos presentados, sino que, curiosamente, la lucha contra el terrateniente
acaba pareciendo una mera excusa para mostrarnos otras cosas, en particular el
dibujo de la relación de amistad y camaradería que vincula desde hace más de
diez años a Cole y Hitch. A la confianza total y respeto mutuo que se profesan
hay que añadir una singular complementariedad: Cole es más activo y emprendedor
(toma la palabra a la hora de negociar y adopta la estrategia a seguir); Hitch,
aparentemente más pasivo, es también más reflexivo e incluso más culto que su
colega (no por casualidad, su narración en off
focaliza en gran medida el punto de vista bajo el cual se narra el film); por
ejemplo, cuando Cole necesita completar una frase con la palabra adecuada, es
Hitch quien se la proporciona; cuando Cole tiene que hacer frente a cualquier
situación violenta de las varias que se producen a lo largo del relato, Hitch
siempre está detrás suyo respaldándole.
La segunda singularidad que otorga
una personalidad propia a la película es la presencia de un inesperado
personaje femenino que no sigue los cauces habituales, por más que al principio
esté presentado, engañosamente, como una figura estereotipada. Me refiero a
Allison French (Renée Zellweger), la cual se instala en Appaloosa poco después
de que lo hayan hecho Cole y Hitch, contratándose como pianista del saloon. Los modales refinados y un tanto
remilgados de Allison, que en un primer momento parecen contrastar con los de
los duros Cole y Hitch (en particular del primero: la primera vez que conversan
los tres, mientras desayunan, Cole se pregunta en voz alta si Allison no habrá
sido en el pasado… prostituta), son en realidad una frágil apariencia bajo la
cual se esconde una mujer procaz y sexualmente muy activa, una suerte de
depredadora que se va arrimando a todos los hombres con una cierta posición de
poder que encuentra en su camino: primero a Cole, que es el sheriff de Appaloosa; luego, se insinúa
abiertamente a Hitch porque, tal y como dice este último más adelante, necesita
un “recambio” para el caso de que Cole muera durante el desempeño de su peligrosa
profesión; a continuación, tras ser secuestrada por el pistolero a sueldo Ring
Shelton (Lance Henriksen) que ha sido contratado por Bragg, también se acuesta
con él, por si las moscas…; y, finalmente, tontea con el mismísimo Bragg
después de que este último se haya librado de la prisión y regrese a Appaloosa
para instalarse allí. Allison es una superviviente nata, una mujer que usa
“armas de mujer” con tal de sobrevivir en un contexto violento donde los
hombres usan “armas de hombre”. La personalidad de Allison contrasta con la de
Katie (una fugaz Ariadna Gil), la prostituta “oficial” de Appaloosa que se
acuesta esporádicamente con Hitch, por más que este aspecto esté poco
trabajado: el contraste entre la puta profesional, que ofrece su sexo a cambiose
dinero, y la puta, digamos, “vocacional”, que en el fondo hace lo mismo pero
buscando a la vez la apariencia de respetabilidad social que proporciona una
relación de pareja estable. Contra todo pronóstico, resulta un acierto la
elección de una actriz tan extraña como Renée Zellweger para interpretarla: el
físico poco convencional e incluso un tanto desagradable de la intérprete casa
a la perfección con la heterodoxia de su personaje.
Antes he mencionado la palabra
supervivencia. En gran medida, esta es la que mueve a todos los personajes: a
Cole y a Hitch, yendo de pueblo en pueblo para que les contraten como como
“pacificadores” profesionales; a Allison, como ya hemos visto; a Bragg, que se
va adaptando a las circunstancias, primero como poderoso granjero y,
aprovechando sus contactos nada menos que con el presidente de la nación, como
no menos poderoso ciudadano de Appaloosa; al pistolero Ring Shelton,
evidentemente; incluso al muchacho que trabaja para Bragg y que, temeroso de
que todo acabe al final en una gran matanza, decide denunciar a su jefe a la
justicia por el asesinato del primer sheriff
de Appaloosa y sus ayudantes, para luego poner pies en polvorosa después del
juicio que condena a Bragg…
Appaloosa es
una muy agradable “película de resistencia”, absolutamente a contracorriente de
las modas que imperan actualmente en el cine comercial norteamericano, a la que
si se le tuviera que reprochar algo sería, únicamente, que la apuesta que hace
en materia de puesta en escena sea, a pesar de su excelente solidez, demasiado
deudora de patrones narrativos tradicionales. Dicho de otro modo: no trato de
decir que Appaloosa me parezca
demasiado “clásica” ni nada por el estilo, sino que creo que la radicalidad de
su propuesta, entendida siempre dentro del contexto actual del cine
contemporáneo, hubiese resultado más expeditiva en el supuesto de que Ed
Harris, director, se hubiese planteado la posibilidad de enriquecer el lenguaje
cinematográfico del western y
llevarlo un poco más allá, como sí logró hacerlo, a mi entender, Clint
Eastwood. Ello no desluce ni desmerece la calidad del resultado: basta con ver
el magnífico provecho sacado de la dirección de actores (todos magníficos,
incluido claro está el propio Harris) o el planteamiento y resolución de los
momentos de violencia, secos y cortantes, que por sí solos acreditan el estimulante
carácter singular que atesora el film.
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