[NOTA: Originalmente publicado el 27 de enero de 2009 en la primera versión
de mi blog en Blogspot.es.] Tengo
la sensación de que la mayoría de opiniones que se pueden leer estos días en
nuestro país respecto a la recientemente estrenada película de Gus Van Sant Mi nombre es Harvey Milk (Milk, 2008)
están más preocupadas en ubicarla en el seno y el contexto de la filmografía de
su realizador que en entrar en sus valores como obra cinematográfica (los
cuales, adelanto ya, los tiene). No descubro nada cuando recuerdo que la obra
de Van Sant, iniciada en el seno del cine indie
estadounidense en la época en la que este último todavía era realmente
independiente, con blasones como Mala
noche (ídem, 1985), Drugstore Cowboy
(ídem, 1989), Mi Idaho privado (My
Own Private Idaho, 1991) o la increíble Ellas
también se deprimen (Even Cowgirls Get the Blues, 1993), dio de repente una
especie de giro hacia una, digamos, “producción normalizada” y de carácter cada
vez más hollywoodiense gracias a
títulos como Todo en una noche (To
Die For, 1995), El indomable Will Hunting
(Good Will Hunting, 1997), Psicosis (Psycho,
1998) y Descubriendo a Forrester (Finding
Forrester, 2000), para a continuación dar otro giro y regresar al seno del cine
más experimental y radical con obras como Gerry
(ídem, 2002), Elephant (ídem, 2003), Last Days (ídem, 2005) o la todavía
inédita en España Paranoid Park
(2007).
Han sido Gerry, Elephant y Last Days (a falta de haber visto Paranoid Park en el momento de escribir
estas líneas) las que han convertido en estos últimos años a Gus Van Sant en el
cineasta independiente norteamericano por excelencia y en uno de los paladines
de la vanguardia cinematográfica internacional. El carácter abstracto de esas
propuestas, que enlazan con la primera etapa de su filmografía, han hecho de él
un icono de los amantes del cine no convencional, pero al mismo tiempo han
generado un lógico debate en relación al evidente contraste que se produce,
aparentemente, entre sus films, digamos, experimentales y sus films, sigamos
diciendo, hollywoodienses. La
polémica, ciertamente interesante —con independencia de que Van Sant guste o
no, y lo cierto es que a mí no me gusta mucho, pero a pesar de ello me interesa—, suele girar en torno a quienes
prefieren sus experimentos a sus trabajos para Hollywood, y viceversa. Dejando
a un lado cuestiones que, de un modo u otro, pueden influir en este debate
(como por ejemplo la nula diferencia que existe hoy en día entre muchas producciones
norteamericanas con el sello de “independientes” y algunas producciones de
Hollywood), no es la primera vez que un cineasta suscita controversia en virtud
de un aparente giro radical en su obra. Han habido muchísimos ejemplos a lo
largo de la historia del cine: Terence Fisher, en un momento dado de su carrera
y con una importante cantidad de películas de todos los géneros a su espalda,
entró en Hammer Films, se especializó en cine fantástico y no abandonó este
género hasta el final de su trayectoria profesional; Federico Fellini también
tiene, en apariencia, una “primera etapa” formada por los films que rodó desde
el principio de su carrera y hasta La
dolce vita (ídem, 1960), siendo esta última una especie de película-bisagra
tras la cual arranca una “segunda etapa” más abstracta y experimental,
oficialmente inaugurada con 8 y medio
(8 ½, 1963); incluso un realizador con una obra claramente enmarcada dentro de
la maquinaria industrial de Hollywood como Steven Spielberg, con un estilo y
una manera de hacer consolidados, de pronto se plantea dar un giro temático
firmando La lista de Schindler (Schindler’s
List, 1993); ¿y qué decir de Steven Soderbergh, otro cineasta tan parecido a
Van Sant en lo que se refiere a sus “coqueteos” con Hollywood sin abandonar por
completo el espíritu indie en el cual
se formó como cineasta?
Desde este punto de vista, ya hay
quien considera, a la luz de experimentos como Gerry, Elephant y Last Days, que Mi nombre es Harvey Milk es un (otro) acomodaticio giro hacia lo
convencional por parte de su realizador, mientras que, por el contrario,
quienes no sean amigos de esos u otros experimentos similares del realizador
pueden considerar que Mi nombre es Harvey
Milk es una agradable incursión de Van Sant en el terreno de un cine,
digamos, “clásico”. Por mi parte he de decir, sin ánimo de adoptar posturas
salomónicas o conciliadoras, que Mi
nombre es Harvey Milk me parece un cruce entre los dos estilos dominantes
en la obra de Van Sant, hasta el punto de que, como película “normal”, resulta
bastante “anormal” (hay en ella numerosas interferencias vanguardistas que la
hacen menos convencional de lo que pueda parecer a simple vista), y como
película hasta cierto punto experimental resulta más audaz de lo que su factura
made in Hollywood pueda dar a
entender. Quizá eso se deba a que, al igual que los ejemplos que he mencionado
en el párrafo anterior, no creo que en el cine de Van Sant haya una diferencia
tan abismal, o por lo menos no tan evidente como suele decirse, entre sus
títulos “normales” y “anormales”; es más, casi me atrevería a decir que, según
cómo se miren, El indomable Will Hunting,
Psicosis, Descubriendo a Forrester y Mi
nombre es Harvey Milk pueden llegar a verse como experimentos más audaces
que Gerry, Elephant o Last Days, en
cuanto estos últimos son títulos hechos sin nada que perder, propuestas
radicales, cerradas en sí mismas y sin solución de continuidad, mientras que las
otras son encargos de los grandes estudios de Hollywood, por tanto proyectos en
mayor o menor medida “controlados” por ojos ajenos, que Van Sant llena,
pasándolos “de contrabando” (en afortunada expresión de Martin Scorsese), con
anómalos recursos de puesta en escena que nada tienen que ver con el estilo hollywoodiense más adocenado. No sé
hasta qué punto no es más arriesgado hacer en Hollywood un film como Mi nombre es Harvey Milk que hacer Elephant, sabiendo de entrada que esta
última que irá a parar a circuitos selectos y a un público minoritario pero
predispuesto. Con ello pretendo decir dos cosas: que Van Sant sigue siendo, en el fondo, el mismo cuando hace un
tipo u otro de film: lo que de un caso a otro cambian son las formas (del mismo modo que, cuando Fisher, Fellini, Spielberg,
Soderbergh y tantos otros dieron esos aparentes “giros”, siguieron siendo a pesar de todo iguales a sí mismos); y
que Mi nombre es Harvey Milk es hasta
la fecha su más conseguido intento de experimentación con las formas
convencionales del cine de Hollywood, o dicho de otro modo, la más clara
demostración de su capacidad para llevar a término un proyecto convencional sin
traicionarse en lo esencial a sí
mismo.
Desde luego que, en gran medida, Mi nombre es Harvey Milk es un film que
sigue con fidelidad muchos de los tópicos del género biopic. La trama está construida alrededor de una larga confesión
del protagonista (un magnífico Sean Penn), que va grabando sus impresiones y
recuerdos en una cinta magnetofónica en la soledad de su apartamento en el
barrio de Castro en San Francisco; de esta manera, las evocaciones de Milk dan
paso a una larga serie de flashbacks
que nos van ilustrando en torno a los orígenes del personaje, sus primeros
pasos dentro del incipiente movimiento de reivindicación de los derechos
civiles de los homosexuales, sus amantes, sus amigos, sus colaboradores, etc.,
etc. Ni siquiera hay sorpresas en lo que se refiere a la resolución del relato,
pues incluso si algún espectador ignoraba que Harvey Milk fue asesinado por el
rencoroso exconcejal del ayuntamiento de San Francisco Dan White (un no menos
excelente Josh Brolin), la película nos lo desvela en flash-forward, dentro de los primeros minutos de metraje, por
mediación de imágenes de reportajes de televisión. Como todo está narrado como
si fuera una evocación, y tratándose de los recuerdos subjetivos de una persona
que ya no está en el mundo de los vivos, el relato admite así alguna que otra
licencia dramática en relación a los hechos históricos, que es la justificación
habitual de este tipo de films biográficos cuando tienen que reconocer que
guionistas y directores se han visto obligados a transformar auténticas experiencias
humanas en una ficción coherente con planteamiento, nudo y desenlace.
Sin embargo, aceptadas estas “reglas
de juego” del género, subgénero o variante genérica del biopic, Van Sant demuestra tener la suficiente habilidad como para
ir insertando en medio de la narración su propio sello, y haciéndolo además con
armonía; el realizador no intenta hacerse notar, pero a pesar de ello se nota, positivamente, su impronta; y
hay que creer que se debe a que la historia de Harvey Milk le interesa de
manera personal, pues lo cierto es que el resultado resulta apasionado, atractivo
y convincente. Lo que menos me interesa a mí de Mi nombre es Harvey Milk, en este sentido, es lo que pueda tener de
juego con las convenciones del biopic;
lo mejor reside en la forma como Van Sant se apodera de este material mediante
sutiles apuntes de puesta en escena. Pienso, por ejemplo, en la secuencia que
visualiza uno de los primeros recuerdos de Milk, el flashback que rememora su encuentro en el metro de Nueva York con
Scott (James Franco), su primer compañero sentimental estable: Van Sant utiliza
un extraño plano medio muy cerrado, casi primer plano, que relaciona a Milk, a
la izquierda del encuadre, con Scott, situado a la derecha; pero el plano está
tomado de tal manera que, al principio del mismo, solo vemos bien a Milk, pues
la cabeza de Scott está casi fuera de cuadro: tan solo cuando el diálogo de
mutua seducción entre ambos va aumentando en intensidad, Van Sant va abriendo
el encuadre y dejando que la cabeza de Scott se vea totalmente, expresando así que Scott acaba de entrar por
completo en la vida de Milk (el cual, a fin de cuentas, es quien está recordando
este episodio): un plano de este tipo encajaría perfectamente en los trabajos
más vanguardistas de su autor.
Otro aspecto relevante de la puesta
en escena del film es que, tal y como se reconoce abiertamente en sus títulos
de crédito finales, el mismo es en gran medida deudor del prestigioso
documental de Rob Epstein The Times of
Harvey Milk (1984), del cual incluye algunas imágenes (en concreto: los
planos generales de las masas que, en la oscuridad de la noche y portando
velas, rindieron homenaje a Milk después de su asesinato, llenando de luz las
calles de San Francisco). En cierto sentido, puede pensarse incluso que Mi nombre es Harvey Milk es respecto a The Times of Harvey Milk lo que su
versión de Psicosis era en relación
con el clásico original de Alfred Hitchcock de 1960, es decir, una especie de
vampirización, una película elaborada a partir de otra película, con la
importante diferencia, respecto al “experimento Psicosis” (afortunado o no, esa es otra cuestión, pero experimento
a fin de cuentas), de que en esta ocasión Van Sant bebe de un documental para
llevar a cabo a partir del mismo una ficción, basada en hechos reales pero, en
definitiva, una reconstrucción
imaginaria.
Ello explica que, a ratos, Mi nombre es Harvey Milk adopte
subrepticiamente la estética de un documental; sobre todo, y coherentemente, en
los momentos en que visualiza algunas actividades públicas de Milk; en cambio,
las escenas “privadas” del personaje y su entorno tienen una planificación más
“clásica” o, si se prefiere, funcional. Lo cual sirve para dibujar, por un
lado, el alcance popular (y populista) de la política de Harvey Milk; y, por
otra parte, para señalar que el personaje también tenía su lado oscuro, o como
mínimo “turbio”: oscuridad, o turbiedad, que no se identifica con su
homosexualidad (ello iría en contra de las intenciones reivindicativas de la
película), sino más bien con el hecho de que, una vez que estuvo en el poder,
Milk también lo ejerció en ocasiones de manera interesada: véase al respecto
cómo se describe en el film su relación con Dan White, su rival en el
ayuntamiento con el cual trata, a pesar de todo, de congeniar: Milk respeta las
ideas conservadoras de White, aunque naturalmente no las comparte y aún
sabiendo que este último, en el fondo, le desprecia por ser “un marica” (en
otro ejemplo de planificación, digamos, extraña, Van Sant muestra la tensa
conversación que ambos personajes tienen en una lujosa estancia, al lado del
salón donde Milk está celebrando su cumpleaños, empleando planos generales en
los cuales los dos actores aparecen en el extremo izquierdo del encuadre como
empequeñecidos, simbólicamente aplastados por el “peso” del entorno
institucional donde se mueven). Incluso hay un momento en el que Milk se jacta
ante el alcalde de San Francisco George Moscone (Victor Garber) de haberse
convertido en “un homosexual con poder”
(sic).
El dibujo de la homosexualidad que se
hace en el film también resulta curioso, por contradictorio. Por un lado, hay
una cierta “suavidad” a la hora de mostrar la promiscua actividad “homo” de
Milk y sus amigos, teniendo en cuenta, claro está, que la misma se enmarca —y
volvemos al principio— en el seno de una producción de Hollywood destinada a un
público mayoritario. Pero, por otra parte, Van Sant incluye alguna que otra
pincelada provocativa, destinada a que el público, sea homo u heterosexual,
“entre” en el mundo de Milk: ahí está esa secuencia amorosa entre Milk y Scott,
en la cual el abrazo del uno al otro en plano/contraplano está filmado con
grandes primeros planos, como si la cámara también participase en esos abrazos.
Una de cal y otra de arena: el dibujo de la homosexualidad del protagonista es,
a ratos, algo convencional, no nos engañemos. Está, sin ir más lejos, la
afición de Milk a la ópera; puede que en la vida real —dato que ignoro por
completo— el auténtico Milk tuviese esa afición, pero no puede evitarse la
sensación de que la asociación entre ópera y sensibilidad gay es algo, a estas
alturas, demasiado explotado (tal y como se hacía, sin ir más lejos, en Philadelphia/ídem, 1993, Jonathan
Demme). Sin embargo, por otra parte, las referencias operísticas sirven para
establecer un contrapunto poético al asesinato de un personaje que, a fin de
cuentas, reúne en su persona las características de los héroes trágicos: Milk
asiste a una representación de la ópera de Puccini Tosca, uno de cuyos temas musicales más emblemáticos es el titulado
Adiós a la vida; cuando Dan White se
presenta en el despacho de Milk —cuyo tenso recorrido por los pasillos está
seguido por una cámara móvil que recuerda los largos travellings de Elephant—
y le asesina a tiros, la escena se cierra con un primer plano del rostro del
moribundo protagonista, sobre el cual se proyecta, por mediación del cristal de
la ventana, el teatro de la ópera donde se representa Tosca; ignoro, asimismo, si el auténtico teatro de la ópera de San
Francisco está realmente en frente del ayuntamiento de la ciudad, o se trata de
una manipulación parecida a la llevada a cabo por Spielberg en un plano onírico
de La terminal (The Terminal, 2004),
pero que en cualquier caso resulta tremendamente eficaz. Mi nombre es Harvey Milk se mueve hábilmente entre contradicciones de
todo tipo.
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