[NOTA: Si bien ya lo he hecho en alguna ocasión, hoy doy inicio a la
publicación en este blog de una serie de textos que publiqué originalmente en
la primera versión de mi blog en Blogspot.es. Más allá de alguna que otra
corrección ortográfica, los textos se reproducen tal y como los publiqué en su
momento, y es en el mismo donde deben ubicarse temporalmente. Empiezo con este,
publicado el 13 de noviembre de 2008.]
Hasta hace muy poco no tenía en mucha
estima al realizador norteamericano Brad Anderson, a pesar de la por lo general
buena acogida dispensada a sus dos más conocidos trabajos para el cine, ambos
inscritos en el género fantástico: Session
9 (ídem, 2001), un relato de terror psicológico harto atractivo sobre el
papel que, a mi entender, fracasaba en su intento de crear una atmósfera insana
por culpa de un desenlace absolutamente convencional y muy decepcionante; y El maquinista (ídem, 2004), la cual, sencillamente,
me aburrió de principio a fin, a pesar de la como siempre excelente interpretación
de Christian Bale como su atormentado, y huesudo, protagonista, y por más que
fuera el inicio de la relación, hasta ahora fructífera, quién lo diría, de
Anderson con el cine español, y más concretamente con la productora y
distribuidora de Julio Fernández Filmax, que cuenta con él como una de las
cabezas visibles de su política de realización de films con proyección
internacional. De ahí que, con franqueza, en principio no me esperaba demasiado
del nuevo proyecto de Anderson con Filmax, Transsiberian
(ídem, 2007); y, por más que me esfuerzo en mantenerme impermeable o, como
mínimo, distante respecto a las opiniones ajenas hasta no haberme formado la
mía propia, los primeros balances negativos de esta nueva película pronunciados
por algunos buenos amigos y colegas cuyos pareceres me parecen valiosos,
coincidan o no con los míos, no me auguraban nada bueno.
Pues bien, cuál no sería mi sorpresa
al comprobar que, contra todos mis pronósticos, Transsiberian me ha acabado pareciendo un interesante film y el mejor
de los dirigidos por Anderson para el cine (hago la especificación porque este
director tiene también una notable producción para la televisión, sobre la que
no me puedo pronunciar al no haberla visto). En primer lugar, la película
atesora un notable dibujo de personajes, inicialmente descritos con trazos
sencillos y algo convencionales, cierto, pero que a medida que avanza la
proyección van creciendo en humanidad y matices, creándose así una atractiva
atmósfera de densidad. Tenemos, por un lado, a la pareja formada por Roy (Woody
Harrelson) y Jessie (Emily Mortimer), una pareja de turistas norteamericanos
que se encuentran en China y que deciden viajar desde Pekín hasta Moscú tomando
el famoso tren transiberiano. Tenemos, por otra parte, a otra pareja, la que
forman un joven español, Carlos (Eduardo Noriega), y una chica también
estadounidense, Abby (Kate Mara), que aparentemente también viajan haciendo
turismo y acaban compartiendo con los dos primeros el mismo compartimento con
literas. Hay, asimismo, unos terceros personajes: el inspector de policía ruso
Grinko (Ben Kingsley) y su ayudante, el impávido Kolzak (Thomas Kretschmann).
Pues bien, ni las relaciones entre todos estos personajes se desarrollan según
los cauces habituales en los que parecen inscritos, ni ninguno de ellos es
exactamente aquello que aparenta a simple vista.
Para empezar, en las dos primeras
parejas de turistas, hay un personaje “fuerte” que va acompañado de otro “menos
fuerte”. En el caso de Roy y Jessie, es esta última la que hace gala de una
personalidad más poderosa; Roy es un hombre afable y sencillo, cuyo empeño en
tomar el transiberiano se debe a su afición a los trenes; Jessie, en cambio,
oculta un pasado sórdido, en el cual era adicta a las drogas y vivía al borde
de la legalidad; peso del pasado que está mucho mejor planteado y expresado que
el de Kym (Anne Hathaway), la protagonista de la última y muy mediocre película
de Jonathan Demme La boda de Rachel (Rachel
Getting Married, 2008). En lo que se refiere a la pareja formada por Carlos y
Abby, es el primero el que lleva la voz cantante: simpático, extravertido,
parlanchín, en su actitud se sugiere, tal y como se descubre más adelante, la
presencia de una máscara de fingimiento tras la cual hay algunos peligrosos
secretos; Abby, silenciosa y en apariencia introvertida, está en cambio cerca
de Jessie, y esta última siente hacia ella una callada pero perceptible
corriente de simpatía, que se hace notable a partir del momento en que Jessie
descubre que el cargamento de matrioshkas,
las clásicas madres rusas de madera que Carlos lleva consigo, es en realidad un
cargamento disimulado de droga, lo cual le hace ver entre otras cosas que Abby,
más joven, es un poco como ella misma a su edad, y por tanto comprende mejor
que nadie su situación. Para completar el círculo, y reforzar el suspense que
se produce a partir del momento en que Jessie descubre el letal contenido de la
mochila de Carlos, haciendo partícipe a Roy del mismo, y tras la dramática
resolución del conflicto que se desata entre Jessie y Carlos (que no
destriparemos aquí, en atención a quien todavía no haya visto el film), al
final acabaremos descubriendo que tampoco Grinko es lo que aparenta ser; de
hecho, tan solo ver a Kolzak, y la amenaza que transmite su sola presencia,
basta para intuir por dónde irán los tiros.
Transsiberian
es una película sólidamente construida y que avanza de manera pausada pero muy
precisa (acostumbrados a los actuales ritmos de montaje del 90% del cine
comercial, muchos espectadores pueden considerarla, injustamente, “lenta”). La
primera secuencia, en la que Grinko examina el cadáver de un hombre asesinado
que sus subalternos han descubierto en la bodega de un barco de carga,
introduce el componente policíaco que dominará la segunda mitad del relato.
Pero, hasta que el intríngulis detectivesco no se apodera de la misma, la
narración se sostiene excelentemente en una puesta en escena sencilla pero
eficaz, en la que Brad Anderson demuestra que sabe planificar con soltura y
sacar un notable provecho de la dirección de actores, convirtiendo buena parte
del recorrido en este tren transiberiano cargado de sospechas y mentiras en un
bonito discurso sobre las falsas apariencias muy bien sostenido sobre las
miradas y los silencios de los personajes, todos muy bien interpretados: Woody
Harrelson vuelve a demostrar lo buen actor que es; Kate Mara también está muy
bien; Thomas Kretschmann transmite fuerza a su, todo hay que decirlo,
estereotipado personaje de matón ruso frío e insensible; Eduardo Noriega demuestra
que ha aprendido mucho desde sus primeros trabajos con Alejandro Amenábar; Ben
Kingsley, huelga decirlo, está tan admirable como siempre; pero sin duda quien
se merece una mención especial es Emily Mortimer, excelente actriz que
demuestra ser capaz de cargar con el peso del relato de manera absolutamente
convincente.
Si bien el último tercio acaso
resulta un tanto precipitado, creo que se trata más bien de un defecto de guión
que no de realización, muy controlada en todo momento por Brad Anderson. El clímax,
que tampoco destriparé aquí ya que la película se ha estrenado recientemente y
no soy amigo de, como suele decirse, “chafar los finales” (espero no haber
explicado demasiado de la trama; si es así, mis disculpas), hace gala tanto de
una bella resolución visual —me recordó mucho, y en el sentido más positivo de
la expresión, al de El tren del infierno
(Runaway Train, 1985), una estupenda y me temo que hoy muy olvidada película
del no menos interesante y nada recordado Andrei Konchalovsky—, como sobre todo
de un notable espesor dramático. Lo mejor de Transsiberian consiste en ver cómo los personajes van evolucionando
a lo largo del metraje, descubriéndonos así la entereza y comprensión de Roy
(quien sabe más y conoce mejor a su esposa de lo que esta última se piensa) o
los matices de la personalidad de Grinko. Una buena película, mejor de lo que
se ha dicho de ella.
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