[NOTA: Originalmente publicado el 14 de febrero de 2009 en la primera versión
de mi blog en Blogspot.es.]
Revolutionary Road (ídem, 2008), de Sam Mendes.- El último trabajo del director de American Beauty, Camino a la
perdición y Jarhead, el infierno
espera me ha decepcionado considerablemente. Basada en una prestigiosa
novela de Richard Yates, Vía
revolucionaria es el título de su edición en castellano, que no he tenido
el gusto de leer, la película del británico, formalmente tan pulcra como tiene
por costumbre, lleva a cabo un esforzado pero insuficiente dibujo de personajes
en el cual falla, para mi gusto, la pobre descripción de su entorno, la América de mediados de la
década de los cincuenta, el cual determina mucho las circunstancias de la
pareja protagonista, de ahí que la crisis matrimonial entre Frank (Leonardo
DiCaprio) y April Wheeler (Kate Winslet) devenga, a grandes rasgos, una simple
discrepancia entre el primero, un hombre pragmático y sin complicaciones, y la
segunda, una mujer soñadora e idealista convencida de que irse a vivir a París
solucionará sus inquietudes personales. La descripción de la rutina laboral de
Frank y del quehacer cotidiano como ama de casa de April no tienen la suficiente
fuerza como para justificar por sí solos un melodrama existencial de trágica
resolución en el que constantemente se tiene la sensación de que falta algo, a
pesar de los apuntes diseminados aquí y allá, la entregada labor de los actores
o la presencia de un personaje secundario, el demente John Givings (Michael
Shannon), que pretende erigirse en la voz de la lucidez y la mala conciencia de
los personajes. Revolutionary Road
es, como le comentaba hace poco a un buen amigo, como un Bergman sin Bergman, o
peor aún, una mala imitación del maestro sueco.
Mamá sangrienta (Bloody Mama, 1970), de Roger Corman.- Hacía tiempo que no había vuelto a ver esta
pintoresca película, uno de los últimos trabajos de Corman como realizador poco
antes de firmar El barón rojo (Von
Richtofen and Brown, 1971) y llevar a cabo un largo paréntesis como director
hasta Frankenstein Unbound (1990), su
insuficiente lectura del excelente Frankenstein
desencadenado de Brian Aldiss. Si no me equivoco, Mamá sangrienta acaba de ser editada en DVD aunque yo la he
revisado en una copia —bastante deficiente, por cierto— que emitió hace algunas
semanas Barcelona TV. No es uno de los mejores trabajos de Corman —está lejos
de los aciertos de su famosa serie Edgar Allan Poe/Vincent Price o del que
probablemente es su mejor film, La
matanza del día de San Valentín (The St. Valentine’s Day Massacre, 1967)—,
pero resulta francamente curioso de ver hoy en día, sobre todo por su
estimulante “incorrección política”: el retrato que ofrece de Kate “Ma” Baker
(Shelley Winters) y la banda de atracadores de la América de la Depresión que formaba
junto con sus cuatro hijos varones no puede ser más feroz y subversivo. Al
principio del relato, la pequeña Baker es violada por su propio padre con la
ayuda de sus hermanos (sic); una vez adulta, “Ma” se lanza a una carrera
criminal marcada por una insaciable sed de riqueza y poder, y sobre todo por
una enfermiza voracidad sexual que la lleva a practicar de manera regular el
incesto con sus propios hijos. Los cuatro son auténtica “piezas”, pero destacan
en particular tres: Herman, el mayor (Don Stroud), un psicópata violento que
asesina impulsivamente; Fred (Robert Walden), un homosexual que descubre las
delicias del masoquismo en una estancia en prisión gracias a la persona que, a
partir de ese momento, será su compañero sentimental y de andanzas criminales,
Kevin Dirkman (Bruce Dern); y Lloyd (un juvenil Robert De Niro), un drogadicto
que acabará falleciendo de sobredosis. Este cuadro humano, unido al estilo abrupto
y un tanto agresivo de Corman, convierte Mamá
sangrienta en un film coherentemente feo, dislocado, amoral y compulsivo, a
ratos hasta incómodo de ver. Es una pena, empero, que Corman —quien pocas veces
se distinguió por ser un refinado estilista— desaproveche el material que se
trae entre manos a causa de su efectismo, ya que la película podría haber sido
más, mucho más de lo que es (sobre todo contando con la entusiasta labor,
espléndida y sin prejuicios, de dos intérpretes tan excelentes como Shelley Winters
y Don Stroud).
Los cronocrímenes (2007), de Nacho Vigalondo.- Recientemente he “repescado” en DVD esta celebrada ópera
prima del hasta hace poco cortometrajista Nacho Vigalondo, y la decepción no ha
podido ser mayor. Una buena premisa de guión no es suficiente para sostener el
interés de un relato en el cual, más allá de la ingeniosa mecánica de la trama
(que, por lo demás, también se agota antes de finalizar el metraje), una
planificación más o menos correcta (aunque muy convencional) y un montaje
habilidoso (pero que no termina de jugar con el punto de vista con toda la
fuerza que sería de desear), no tiene absolutamente nada. De acuerdo que, como
debut, se sitúa por encima de la media del actual cine español (media nacional
que, ahora mismo, está casi a ras del suelo); que Vigalondo demuestra que tiene
ganas de hacer cosas diferentes a lo que se hace aquí, lo cual es de agradecer;
y que, como siempre, Karra Elejalde le echa grandes dosis de profesionalidad a
un personaje que, si no fuera por él, sería, tal y como se lo presenta en el
guión, literalmente inexistente. Pero eso no es suficiente para compensar un
film que se mira como lo que es, un juego chocante e incluso divertido en sus
mejores momentos; funciona bien el arranque (algo lógico, habida cuenta que el
espectador todavía está desinformado por el meollo del asunto); y la resolución,
con esa espectacular aunque hueca panorámica final con grúa, es efectiva. En
cambio, todo lo relacionado con el personaje que interpreta Bárbara Goenaga es lo
más ridículo que he visto en mucho tiempo en una pantalla de cine, de tan
cogido por los pelos que está (en particular, el penoso juego con la camiseta,
dicho sea con el debido respeto a las tetas de la actriz). Habrá que esperar al
siguiente trabajo de Vigalondo para conocer la medida de su talento, a no ser
que volvamos a caer en el “síndrome Orson Welles” y vayamos viendo supuestas
genialidades en primeras películas hechas con ahínco.
La duda (Doubt, 2008), de John Patrick Shanley.- Contra todo pronóstico, la segunda
película del dramaturgo y guionista John Patrick Shanley, después de su debut
con esa ya algo lejana (y simpática, de puro estrafalaria) comedia titulada Joe contra el volcán (Joe Versus the
Volcano, 1990), es una obra harto interesante, mucho mejor de lo que se ha
dicho de ella. La duda es uno de esos
films que, por regla general y salvo honrosas excepciones, la crítica suele
despachar en función de sus elementos más aparentes, aquellos que saltan a
simple vista: la solidez del guión de Shanley, basado a su vez en su propia y
muy exitosa obra de teatro, y la superlativa labor de sus cuatro principales
intérpretes —Meryl Streep, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams y Viola Davis—, en
el momento de escribir estas líneas (a mediados de febrero de 2009) todos ellos
finalistas al premio Oscar. Cierto: el texto, en sí mismo considerado, es muy
bueno. Verdad: los actores están extraordinarios. Pero, sin menospreciar esos
elementos, lo que a mí particularmente me interesa de La duda es la labor de puesta en escena de John Patrick Shanley,
quien aquí demuestra ser un inteligente profesional, que a pesar de su larga
trayectoria como dramaturgo parece tener claras las diferencias entre teatro y
cine, y que sin renunciar a los orígenes teatrales de su texto sabe hacer, a
partir del mismo, cine. Dicho de otro modo, La
duda no es teatro filmado, sino una película que maneja elementos teatrales
con resultados cinematográficos. Llaman la atención, en este sentido,
determinados detalles de puesta en escena que expresan visualmente el conflicto
de intereses y maneras de entender no ya la religión sino incluso la vida misma
que se entabla entre el padre Flynn (Philip Seymour Hoffman), un sacerdote
considerado “progresista” dentro del contexto histórico en el cual se desarrolla
el relato (la América
de principios de los sesenta, mucho mejor presentada aquí que la de los
cincuenta en Revolutionary Road), y
la hermana Aloysius (Meryl Streep), que lleva a cabo feas insinuaciones
respecto a la supuesta relación turbulenta que puede haberse dado entre el
padre Flynn y un alumno negro, el primero de esta raza en el seno de un colegio
religioso como resultado de la política de integración racial del gobierno
norteamericano de la época. Lo que se dirime en el fondo de La duda, revestido de disquisiciones
sobre la religión y la moralidad, lo correcto y lo incorrecto, la verdad y la
mentira, es en realidad una lucha de poder que sacude el interior del colegio
donde transcurre el grueso del relato: de ahí esos apuntes visuales a lo que me
refería, como el contraste entre el plano en contrapicado que muestra a la
hermana Aloysius mirando al padre Flynn desde una perspectiva de supuesta
“superioridad” moral, y el contraplano en semipicado de este último, convertido
así a los ojos de su inquisidora en un ser pequeño y despreciable; el
subrepticio empleo de planos torcidos, expresando así la desquiciada atmósfera
persecutoria que va impregnando el lugar por culpa de la perversa certeza de la
hermana Aloysius; el gran plano picado que cierra la secuencia del diálogo de
la hermana Aloysius con la Sra. Miller
(Viola Davis), la madre del chico negro: ¿expresión de la mala conciencia que
acabará apoderándose de la hermana Aloysius, visualización de ese “ojo de Dios”
que todo lo ve…? Una planificación, por descontado, al servicio del texto y de
los actores, pero que también funciona en sí misma considerada.
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