[NOTA: Originalmente publicado el 26 de noviembre de 2008 en la primera
versión de mi blog en Blogspot.es.] Lo he dicho (y escrito) en más de una
ocasión, pero vuelvo a repetirlo: no soy un incondicional de la serie de
películas dedicadas al agente secreto inglés con licencia para matar James Bond
007, pero tampoco de los que arrugan la nariz ante ellas. Las considero, en sus
líneas generales, producciones por encima de la media dentro del macro-género del
así llamado “cine de acción”; y a nivel más específico, hay una por cada actor
que ha interpretado al personaje creado por Ian Fleming —Sean Connery, en James Bond contra Goldfinger (Goldfinger,
1964, Guy Hamilton); George Lazenby, en 007
al servicio secreto de Su Majestad (On Her Majesty’s Secret Service, 1969, Peter
Hunt); Roger Moore, en La espía que me
amó (The Spy who Loved Me, 1977, Lewis Gilbert); Timothy Dalton, en 007: Licencia para matar (License to
Kill, 1989, John Glen); Pierce Brosnan, en Muere
otro día (Die Another Day, 2002, Lee Tamahori); Daniel Craig, en 007: Casino Royale (Casino Royale, 2006,
Martin Campbell)— que me parece muy digna de estima.
Esta introducción me ha parecido
necesaria dado que, a continuación, diré que la nueva entrega de la serie, 007: Quantum of Solace (Quantum of
Solace, 2008), me parece el inicio de la despersonalización del personaje
(además de una producción cinematográfica, en sí misma considerada, harto
discutible). Comprendo que puede parecer un purismo por mi parte, como si fuese
un admirador ciego e irreductible de lo que ha sido la saga 007 en el cine; por
eso he querido dejar claro desde el principio que, primero, no soy un fan
(tampoco un detractor); y, segundo, que tampoco me considero un inmovilista.
Precisamente una de las cosas que más me gustaron de la anterior entrega de la
serie fue la inteligente renovación de contenidos llevada a cabo por sus
responsables a raíz de la incorporación a la serie de un nuevo y excelente
actor, Daniel Craig. 007: Casino Royale
era a la vez tradicional e innovadora; conservaba todos los principales
atributos de la saga Bond, y al mismo tiempo sabía poner al día al personaje
mediante un incremento de la violencia y una caracterización más dura y sombría
del protagonista, a lo cual ayudaba, y no poco, tanto aquí como en 007: Quantum of Solace, la
interpretación de Craig.
007: Casino Royale, una de las mejores películas de la serie (en más de un sentido, la
mejor), era un modelo a seguir. Sin embargo, en 007: Quantum of Solace, la cosa va por otros derroteros. En vez de
potenciar o intentar establecer variantes de las inteligentes innovaciones
introducidas por el film de Martin Campbell, la nueva película, inesperadamente
firmada por un realizador con cierta pátina “autoral” como es Marc Forster, se
ha limitado a potenciar la “modernización” del personaje en detrimento de la
tradición instaurada por las más de veinte películas que la preceden,
incluyendo aquí hasta el famoso “Bond pirata” que fue Nunca digas nunca jamás (Never Say Never Again, 1983, Irvin
Kershner). Y eso me parece un grave error, habida cuenta que el resultado final
hace gala de una llamativa, ergo lamentable, ausencia de personalidad. Dicho de
otro modo, en 007: Casino Royale la
modernización del personaje conservaba los atributos que lo diferencian de
otros héroes del panorama del cine de acción; en cambio, en 007: Quantum of Solace, la tradición de
la saga está tan en segundo término, en beneficio de la consolidación del
personaje de Bond como, aseguran, “un héroe del siglo XXI”, que por el camino
ha perdido casi todo su sabor. Si el protagonista del film de Marc Forster se
llamase, por ejemplo, “el agente secreto Smith”, lo que explica el argumento no
cambiaría básicamente en nada. Insisto: no es una cuestión de conservadurismo o
inmovilismo, sino de estilo y coherencia.
Una cuestión que puede ser polémica —y
aquí mi amigo de Los Ángeles Josep Parera, que ya me lo había advertido hace
unos días, se va a reír— es la adopción que en 007: Quantum of Solace se lleva a cabo del estilo de secuencias de
acción puesto de moda, exitosamente, por las tres películas dedicadas al agente
secreto norteamericano Jason Bourne, protagonizadas por Matt Damon y basadas en
sendas novelas del malogrado Robert Ludlum: El
caso Bourne (The Bourne Identity, 2002, Doug Liman), El mito de Bourne (The Bourne Supremacy, 2004) y El ultimátum de Bourne (The Bourne
Ultimatum, 2007), estas dos últimas firmadas por el británico Paul Greengrass, principal
responsable del estilo al que me refiero, caracterizado por una estética
“sucia”, casi documental, con abundante cámara en mano, planificación muy corta
y montaje muy rápido. Cierto: ya he dicho en alguna ocasión que esta manera de
resolver las secuencias de acción no me gusta porque me parece confusa,
atropellada y más bien aburrida, por ininteligible (con independencia de que
haya realizadores que también lo hagan de esta manera, y además muy bien, como
es el caso de Michael Mann o el Christopher Nolan de El caballero oscuro / The Dark Knight, 2008). Pero la cuestión no
es esa: la cuestión es porqué ahora las películas de James Bond tienen que
parecerse a las de Jason Bourne, cuando pienso que el “estilo Bourne” ya está
bien para las películas de Bourne; que Bond tenía (tiene) su propio estilo, y
no necesita adoptar otros, al igual, pongamos por caso, que los films de
Indiana Jones, los de la serie Jungla de
cristal o incluso los de Arma letal
tienen su propio estilo. A cada cual lo suyo. Que “una película Bond” parezca ahora
“una película Bourne” es tan ridículo como si la cuarta aventura
cinematográfica de Bourne, que ya está en preparación, pareciese “un Indiana
Jones”. Debe ser una ingenuidad por mi parte, pero creo que lo bonito es la
variedad de estilos, y no que todos tiendan a unificarse en uno.
Dejando aparte la “cuestión Bourne”,
creo que, por otro lado, 007: Quantum of
Solace no termina de funcionar en sí misma considerada. De entrada, la
trama es una de las menos elaboradas e interesantes de las últimas aventuras
para el cine del agente secreto con licencia para matar, además de un mero
refrito de situaciones planteadas en anteriores títulos de la serie. Que Bond
actúe motivado por la venganza ya estaba planteado, y mejor explicado, en 007: Licencia para matar; hasta el guiño
directo a James Bond contra Goldfinger,
el cadáver de la pobre agente Fields (Gemma Arterton) ahogada en petróleo, que
hace referencia a la famosa imagen de la chica asesinada por asfixia cutánea
cubriendo su cuerpo desnudo con pintura de oro, tiene aquí tan poca gracia que
casi podrían habérselo ahorrado. Dominic Greene, el villano de la función,
carece de relieve, e incluso un buen actor como su intérprete, Mathieu Amalric,
está aquí francamente mal: Amalric no se cree el papel, engrosando así la nada
ilustre relación de los peores villanos de la saga, encabezada por el nefasto
Christopher Walken de Panorama para matar
(A View To a Kill, 1985, John Glen) o el ridículo Jonathan Pryce de El mañana nunca muere (Tomorrow Never
Dies, 1997, Roger Spottiswoode). Hasta las “chicas Bond”, la vengativa Camille
(Olga Kurylenko) y la ya mencionada agente Fields, son aquí más prescindibles
que nunca: sin ellas, la trama quedaría exactamente igual (por otro lado, es
bastante absurdo que los jefes de 007 le envíen, para convencerle de que
regrese a su cuartel general, a una agente tan inexperta y de la cual, se dice,
“trabajaba en los archivos”, como
Fields, lo cual además choca de frente con el pretendido afán de “realismo” que
sus responsables pretenden inyectar a este nuevo Bond; dicho sea de paso,
también me pregunto qué necesidad hay
de que un personaje tan fantástico como el del agente 007 sea “realista”: por
qué se considera que la mejoría de la serie, como si esta estuviese enferma,
aquejada de un “exceso de fantasía”, pasa por su curación mediante la inyección
de una sobredosis de “realismo”: por qué se cree a pies juntillas que, en cine,
cualquier cosa es mejor si es, o parece, “realista”: por qué el sello
“realista” siempre equivale en cualquier película a “bueno”, “mejor” o “de
calidad”).
Buena prueba de que la trama del film
no da para mucho reside en un par de datos. El primero, que 007: Quantum of Solace es la película
más corta del agente 007 en años, 108 minutos créditos incluidos, dando la sensación
de que en el suelo de la sala de montaje pueden haberse quedado bastantes
metros de celuloide; no por casualidad, es la más corta desde la que, a mi
entender, era la peor película Bond de estos últimos años, la ya mencionada El mañana nunca muere, que duraba 119
minutos; y, aún así, a ratos 007: Quantum
of Solace se hace larga, mucho más que 007:
Casino Royale… con sus 144 estupendos minutos. En segundo lugar, esa
reducción de metraje redunda en beneficio de las secuencias de acción, cierto,
pero aún así creo que hay demasiadas:
nada más empezar, el film arranca con una persecución automovilística que
empieza casi por su apogeo, sin prolegómenos; pero con ello se tiene la
sensación, aquí más que nunca, de que los momentos, digamos, “de reposo” son meros
paréntesis entre secuencias de acción, y que lo que se nos explica entre “acción”
y “acción” carece del menor interés. Aquí es donde, creo, se nota, o mejor
dicho, no se nota la mano del director, un despistado Marc Forster que ha acabado
siendo una mala elección. Autor de películas de pequeño formato –algunas tan
interesantes como Monster’s Ball
(ídem, 2001), Descubriendo Nunca Jamás
(Finding Neverland, 2004) o Tránsito
(Stay, 2005)—, sospecho que Forster se ha visto desbordado por la gigantesca
producción que requiere cada film del agente 007, y eso se nota en el resultado
final, que parece depender más que nunca de las segundas y terceras unidades.
Hay momentos en que se tiene la impresión de que el realizador titular del
producto no se aclara con el mismo: por ejemplo, durante la conversación en el
puerto del villano Greene con su secuaz boliviano, el general Medrano (Joaquín
Cosio), Forster inserta un gratuito plano con la cámara colocada detrás de un
enrejado, cuya única finalidad parece ser la de “animar” su aburrida
planificación; o el no menos gratuito plano general en semipicado que inserta
en la charla en la terraza de Bond con su colega Mathis (Giancarlo Giannini), una
imagen puramente decorativa; o la sensación de que no acaba de sacar todo el
partido posible a secuencias teóricamente atractivas, pero mecánicamente
resueltas: es el caso del momento de suspense en el teatro de la ópera, una
bonita idea que Forster resuelve echando mano de un pesado montaje en paralelo;
o la pelea final en el futurista hotel situado en medio del desierto boliviano,
un formidable decorado del cual tampoco extrae el menor provecho. Por no hablar
del recurso a tópicos visuales tan manidos, como los consabidos insertos del
público que mira un espectáculo ecuestre tradicional en Siena mientras, en
paralelo, Bond persigue a un asesino por calles y tejados.
No es de extrañar, en este sentido,
que lo que al final acaba funcionando mejor de 007: Quantum of Solace sean, precisamente, sus pocas escenas de
“pequeño formato”. Señalo la escena de la pelea en la habitación de un hotel
haitiano de Bond contra un sicario con cuchillo, esta sí muy bien planificada y
montada, y con un final magnífico: 007 apuñala al sicario en el cuello y lo
sujeta por el brazo, esperando fría y pacientemente
a que se muera para soltarlo: la escena vale lo que la mirada y gestualidad de
Daniel Craig, quien sí tiene claro a su personaje. En particular, el momento de
la muerte de Mathis en brazos de Bond y cómo a continuación este último se
deshace del cadáver… arrojándolo a un contenedor de basura; “¿Así tratas a tus amigos?”, apostilla
Camille, presente en la escena; “No le
habría importado”, replica Bond: una buena manera de dibujar el duro estilo
de vida del protagonista y de los demás personajes de su entorno profesional.
Pero, a pesar de todo esto, el film sabe a poco, y más teniendo en cuenta la
excelente impresión dejada por 007:
Casino Royale; impresión que, sospecho, habrá sido determinante para mucha
gente a la hora de acudir en masa a ver esta nueva entrega.
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