Una de las películas más malditas de
Brian De Palma, si no la que más, es La
hoguera de las vanidades (The Bonfire of the Vanities, 1990), adaptación de
la famosísima novela homónima de Tom Wolfe y un título rodado además en un
momento un tanto delicado a nivel comercial y de reconocimiento crítico del
autor de Femme Fatale (ídem, 2002):
su trabajo inmediatamente anterior había sido el por lo demás nada desdeñable Corazones de hierro (Casualties of War, 1989),
pero que se había saldado –como siempre– con división de opiniones, además de ser
un fracaso en taquilla, y el siguiente sería uno de sus thrillers menos apreciados y asimismo de los menos exitosos
(también de los menos conseguidos), En
nombre de Caín (Raising Cain, 1992). Habría que esperar a la excelente Atrapado por su pasado (Carlito’s Way, 1993)
para que De Palma recuperara parte de un prestigio, el suyo, ya de por sí
sometido a constantes altibajos: solo hay que ver la recepción desigual de
todos sus films posteriores hasta la actualidad, Misión: Imposible (Mission: Impossible, 1996), Ojos de serpiente (Snake Eyes, 1998), Misión a Marte (Mission to Mars, 2000), la citada Femme Fatale, La dalia negra (The Black Dahlia, 2006), Redacted (ídem, 2007), Passion
(ídem 2012) y Domino (ídem, 2019).
Con un elenco encabezado por
estrellas del calibre de Tom Hanks, Bruce Willis, Melanie Griffith y Morgan
Freeman, y un para la época elevado presupuesto del orden de los 47 millones de
dólares, La hoguera de las vanidades
fue, si cabe, el mayor fracaso comercial de la carrera de su director (apenas
15 millones de dólares recaudados solo en cines norteamericanos), y le acarreó
un notable desprestigio; en España, curiosamente, no funcionó proporcionalmente
tan mal (según la web del Ministerio de Cultura, convocó a más de 850.000
espectadores y recaudó en cines el equivalente en pesetas de más de 2 millones
de euros: estamos hablando de cifras de entre 1990 y 1991), por más que su
recepción internacional no difirió demasiado de la estadounidense. “Yo creo que no me he repuesto del fracaso de
“La hoguera de las vanidades”. Y no creo que pueda reponerme nunca –explicaba,
sarcástico, el realizador a Samuel Blumenfeld y Laurent Vachaud a principios de
la década de 2000–. Cada vez que un
crítico escribe algo acerca de Tom Wolfe, habla de “la catástrofe de “La
hoguera de las vanidades””, como si fuera una de las peores películas de la
historia de la humanidad. Fue mi billete de entrada en los años noventa.
[Risas.] Tom Wolfe es un icono en los
Estados Unidos y yo, desde el punto de vista de los poderes establecidos, había
convertido su obra maestra en una imbecilidad de película” (las
declaraciones del director están sacadas del libro Brian De Palma por Brian De
Palma, de los citados Blumenfeld y Vachaud. Alba editorial, 2003).
En honor a la verdad, La hoguera de las vanidades no es una de
las mejores películas de De Palma, ni una gran adaptación de la novela de Wolfe,
un libro excelente desde un punto de vista estrictamente literario más allá de
su condición de best-seller,
una de esas novelas que suelen despreciar los escritores que jamás escribirán
nada de tanta repercusión, y acaso excesivamente complicada de llevar a la
pantalla en un largometraje de 125 minutos. Una adaptación para televisión de
varias horas acaso hubiese sido el formato más adecuado, pero en el momento de
su realización la “pequeña pantalla” estadounidense no gozaba de su reputación
actual. A pesar de ello, La hoguera de
las vanidades: the movie tiene suficientes elementos de interés como para
que se le preste siquiera un poco de atención.
No cabe la menor duda de que el
arranque del film es indiscutiblemente marca De Palma: un plano-secuencia en
cámara móvil de casi 5 minutos de duración que recoge la entrada en un inmenso
auditorio de Nueva York de quien, según la definición popularmente aceptada
(ergo, vulgarizada), se reconoce como un “triunfador”: el alcoholizado
periodista Peter Fallow (Bruce Willis), el cual, como también suele decirse, ha
“alcanzado la cima” gracias a la publicación de un libro que relata
prolijamente el “sensacional” caso que la película relata, tras este arranque,
por mediación de un largo flashback puntuado
por las apreciaciones en voz over del
propio Fallow y que abarca la práctica totalidad del metraje: la historia de
Sherman McCoy (Tom Hanks), un broker
de Wall Street, un “Amo del Universo” como le define Fallow –un “Madelman” (sic),
según la inefable traducción del subtitulado en castellano de las copias del
film en DVD a cargo de Warner Bros.–, que fue el inesperado protagonista de un
sensacional caso criminal tras ser acusado como responsable de haber
atropellado con su automóvil a un joven negro del Bronx, Henry Lamb (Patrick
Malone), dejándolo en estado de coma. Más adelante hablaremos de McCoy y su
“caso”. Lo que interesa destacar ahora es que ese plano-secuencia,
excelentemente resuelto como suele ser lo habitual en De Palma, es, además de
técnicamente virtuoso, sugerente: como hemos explicado, Fallow llega al
auditorio por la parte trasera del mismo, entra por el parking en limusina,
donde le espera una comitiva de aduladores encargados de organizar el acto del
cual Fallow va a ser el principal protagonista; Fallow, completamente borracho,
cambiándose de ropa y flirteando con las azafatas por el camino, atraviesa el
edificio hasta llegar al escenario principal del mismo, donde le espera un alud
de fotógrafos locos por retratarle. La secuencia viene a ser, por tanto, una
advertencia de –haciendo honor al título– esa “hoguera de las vanidades” que
representa el fenómeno social de la popularidad: la presentación de un
oportunista que, literalmente, entra por la puerta trasera de la sociedad hasta
alcanzar el podio de la fama: un monumento al vacío tan grande y ostentoso como
ese mismo travelling de apertura: la
nada puesta al servicio de la nada.
El arranque es brillante, pero
curiosamente De Palma hace gala aquí de una puesta en escena bastante sobria en
él (demasiado, incluso), echándose en falta sus habituales recursos de puesta
en escena, bien sea porque creyera que la historia que cuenta no se prestaba a
ello, o que un exceso de virtuosismo podría distraer la atención del espectador
hacia la trama (tampoco excesivamente complicada), o sencillamente porque no lo
estimó necesario. Ello no obsta para que hagan acto de presencia algunos buenos
apuntes al respecto, tal es el caso del ostentoso plano picado sobre McCoy y un
colega suyo en la bolsa mientras están hablando con su jefe (una imagen
malévola, dado que el superior de McCoy parece así una especie de “Dios” que
contempla a los mortales desde las alturas de su elevada posición de poder
económico sin ni tan siquiera dignarse a aparecer en persona ante sus siervos);
a renglón seguido, y ante la perspectiva de cerrar un trato de nada menos que
600 millones de dólares del cual va a sacar una buena tajada –más de un millón
por un solo día de trabajo–, el momento en que McCoy regresa, “triunfante”, a
su mesa de trabajo, precedido por un travelling
en retroceso que nos lo muestra casi como flotando en medio del resto de
vendedores de obligaciones que le rodean; la escena de “suspense” en la cual
McCoy y su amante Maria Ruskin (Melanie Griffith) se enfrentan con los dos
chicos negros del Bronx, y que concluye con el accidental atropello del
mencionado Henry Lamb por parte de Maria, resuelto con la proverbial habilidad del
cineasta en estos casos; o cuando el reverendo Bacon (John Hancock), líder
espiritual de la comunidad afroamericana de Nueva York, pronuncia una arenga
ante las cámaras de televisión: De Palma recurre aquí a su característica
“pantalla partida” para mostrar, en un mismo plano, las dos caras/ facetas del
personaje, esto es, su imagen pública como defensor de la verdad, la justicia y
la fe, y su imagen privada, la de alguien hipócrita e interesado que quiere
usar el “caso McCoy” en su propio beneficio.
Pero incluso esos buenos apuntes no
consiguen despejar la impresión general de que nos hallamos ante un relato bien
planteado del cual no terminan de extraerse todas sus posibilidades. Y es una
pena, porque si bien es verdad que, en sus líneas generales, la película no
traiciona lo esencial de la trama de la novela de Wolfe, tampoco extrae de la
misma un mayor provecho. Esta crónica de la estupidez humana, en la cual se ven
implicados un vendedor de bonos adúltero y convencido de su superioridad sobre
los demás, un periodista alcohólico que ve en el “caso McCoy” la oportunidad de
hacerse de oro, una mujer adúltera que es capaz de engañar a su marido,
atropellar a un chico negro sin que le importe si vive o muere, y permitir que
su amante sea imputado criminalmente por el delito que ella cometió sin mover
un dedo por ayudarle (por el contrario: llega al extremo de declarar contra él
en juicio), un líder de la comunidad afroamericana de Nueva York que pretende
convertir a Henry Lamb en un mártir de “la causa”, un alcalde de la misma urbe –Abe
Weiss (F. Murray Abraham, no acreditado)– obsesionado con el mismo “caso” a fin
de hacer una demostración pública de tolerancia y antirracismo imputando
judicialmente a “un blanco”, y un
fiscal del distrito –Jed Kramer (Saul Rubinek)– con ganas de ascender en la
escala social aprovechando asimismo el “caso McCoy”, atesora todo tipo de
posibilidades críticas e irónicas. Pero son posibilidades que De Palma malogra
en su empeño de convertir a toda costa el libro de Wolfe en una comedia; y, si
bien es verdad que el original de Wolfe rebosa ironía en todas y cada una de
sus páginas, la misma está acompañada en todo momento de una visión ácida y
sombría de la condición humana que provoca que su humor resulte en ocasiones muy
doloroso.
En cambio, De Palma concibió La hoguera de las vanidades como una
película grotesca sobre personajes grotescos: una farsa casi brechtiana que se vehicula sobre una
puesta en escena que en determinados momentos opta por una deliberada exageración
que, a la postre, acaba resultando excesivamente obvia: la sutileza se ve aquí
desterrada en aras de la contundencia, y el resultado acaba siendo menos
atractivo de lo esperado. Tal es el caso, por ejemplo, del ostentoso plano en
contrapicado que nos muestra por primera vez al reverendo Bacon en lo alto de
su púlpito en su iglesia, convertido (como, antes, el jefe de McCoy) en una
furiosa versión afroamericana de “Dios”; o, por descontado, la idea de puesta
en escena más discutida (y discutible) de la función, esos primeros planos con
ojo de pez de los mezquinos personajes implicados en el “caso McCoy” presentes en
la sala del tribunal presidido por el juez Leonard White (Morgan Freeman),
reforzando, con intención burlesca, el discurso del magistrado dirigido hacia
esos mismos “monstruos humanos” sobre la necesidad de ser personas decentes.
El propio De Palma llegó a
arrepentirse de este final, algo que reconocía con una humildad poco frecuente
entre los cineastas de su categoría: “El
juez, encarnado por Morgan Freeman, devolvía su dignidad a todos los demás
personajes negros de la película. Hoy pienso que nunca habría debido hacer eso.
Pero mi mayor error en esta película fue haber edulcorado la perversidad de las
intenciones de Tom Wolfe. Debería haber sido más fiel al libro y no haberme
preocupado por las reacciones que provocasen mis decisiones. Había que jugar la
misma carta que en “Chantaje en Broadway” [Sweet Small of Success, 1957, Alexander
Mackendrick] y hacer que todo el mundo
fuese aún más cínico y más duro. Pero no podía explicarles eso a los de la Warner. Y había tanto
dinero en juego… Se habían gastado ya veinte millones de dólares antes de dar
la primera vuelta de manivela. Creo que me tenía quebrantado el fracaso de
“Corazones de hierro” y si la película hubiese sido un éxito quizá no habría
transigido tanto. A lo mejor tampoco habría funcionado “La hoguera de las
vanidades”. ¡Pero habría salido más barata! (…) Yo creía en ese discurso. Ya
les digo que lo único que lamento es no haber sido más duro. (…) Corté otra
escena que debería haber sido el final de verdad. El muchacho negro, Henry
Lamb, se despierta por fin del coma y sale del hospital como si tal cosa, sin
sospechar todo lo que ha sucedido mientras estaba inconsciente”.
Una película (y un libro) de plena actualidad. Recuerdo una crítica televisiva en la que se le criticaba a De Palma no haber "entendido" la excelente novela de Wolfe. Con esas declaraciones se aclara todo.
ResponderEliminarCreo que si hay alguna película de Brian de Palma que no tengo ganas de revisar es esta... la recuerdo bastante plomiza, y el discurso final de Morgan Freeman una puñalada trapera en una película tan cínica. A olvidar.
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