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sábado, 6 de junio de 2020

Problemas con La Gran Novela Americana: “LA HOGUERA DE LAS VANIDADES”, de BRIAN DE PALMA




Una de las películas más malditas de Brian De Palma, si no la que más, es La hoguera de las vanidades (The Bonfire of the Vanities, 1990), adaptación de la famosísima novela homónima de Tom Wolfe y un título rodado además en un momento un tanto delicado a nivel comercial y de reconocimiento crítico del autor de Femme Fatale (ídem, 2002): su trabajo inmediatamente anterior había sido el por lo demás nada desdeñable Corazones de hierro (Casualties of War, 1989), pero que se había saldado –como siempre– con división de opiniones, además de ser un fracaso en taquilla, y el siguiente sería uno de sus thrillers menos apreciados y asimismo de los menos exitosos (también de los menos conseguidos), En nombre de Caín (Raising Cain, 1992). Habría que esperar a la excelente Atrapado por su pasado (Carlito’s Way, 1993) para que De Palma recuperara parte de un prestigio, el suyo, ya de por sí sometido a constantes altibajos: solo hay que ver la recepción desigual de todos sus films posteriores hasta la actualidad, Misión: Imposible (Mission: Impossible, 1996), Ojos de serpiente (Snake Eyes, 1998), Misión a Marte (Mission to Mars, 2000), la citada Femme Fatale, La dalia negra (The Black Dahlia, 2006), Redacted (ídem, 2007), Passion (ídem 2012) y Domino (ídem, 2019).


Con un elenco encabezado por estrellas del calibre de Tom Hanks, Bruce Willis, Melanie Griffith y Morgan Freeman, y un para la época elevado presupuesto del orden de los 47 millones de dólares, La hoguera de las vanidades fue, si cabe, el mayor fracaso comercial de la carrera de su director (apenas 15 millones de dólares recaudados solo en cines norteamericanos), y le acarreó un notable desprestigio; en España, curiosamente, no funcionó proporcionalmente tan mal (según la web del Ministerio de Cultura, convocó a más de 850.000 espectadores y recaudó en cines el equivalente en pesetas de más de 2 millones de euros: estamos hablando de cifras de entre 1990 y 1991), por más que su recepción internacional no difirió demasiado de la estadounidense. “Yo creo que no me he repuesto del fracaso de “La hoguera de las vanidades”. Y no creo que pueda reponerme nunca –explicaba, sarcástico, el realizador a Samuel Blumenfeld y Laurent Vachaud a principios de la década de 2000–. Cada vez que un crítico escribe algo acerca de Tom Wolfe, habla de “la catástrofe de “La hoguera de las vanidades””, como si fuera una de las peores películas de la historia de la humanidad. Fue mi billete de entrada en los años noventa. [Risas.] Tom Wolfe es un icono en los Estados Unidos y yo, desde el punto de vista de los poderes establecidos, había convertido su obra maestra en una imbecilidad de película” (las declaraciones del director están sacadas del libro Brian De Palma por Brian De Palma, de los citados Blumenfeld y Vachaud. Alba editorial, 2003).


En honor a la verdad, La hoguera de las vanidades no es una de las mejores películas de De Palma, ni una gran adaptación de la novela de Wolfe, un libro excelente desde un punto de vista estrictamente literario más allá de su condición de best-seller, una de esas novelas que suelen despreciar los escritores que jamás escribirán nada de tanta repercusión, y acaso excesivamente complicada de llevar a la pantalla en un largometraje de 125 minutos. Una adaptación para televisión de varias horas acaso hubiese sido el formato más adecuado, pero en el momento de su realización la “pequeña pantalla” estadounidense no gozaba de su reputación actual. A pesar de ello, La hoguera de las vanidades: the movie tiene suficientes elementos de interés como para que se le preste siquiera un poco de atención.


No cabe la menor duda de que el arranque del film es indiscutiblemente marca De Palma: un plano-secuencia en cámara móvil de casi 5 minutos de duración que recoge la entrada en un inmenso auditorio de Nueva York de quien, según la definición popularmente aceptada (ergo, vulgarizada), se reconoce como un “triunfador”: el alcoholizado periodista Peter Fallow (Bruce Willis), el cual, como también suele decirse, ha “alcanzado la cima” gracias a la publicación de un libro que relata prolijamente el “sensacional” caso que la película relata, tras este arranque, por mediación de un largo flashback puntuado por las apreciaciones en voz over del propio Fallow y que abarca la práctica totalidad del metraje: la historia de Sherman McCoy (Tom Hanks), un broker de Wall Street, un “Amo del Universo” como le define Fallow –un “Madelman” (sic), según la inefable traducción del subtitulado en castellano de las copias del film en DVD a cargo de Warner Bros.–, que fue el inesperado protagonista de un sensacional caso criminal tras ser acusado como responsable de haber atropellado con su automóvil a un joven negro del Bronx, Henry Lamb (Patrick Malone), dejándolo en estado de coma. Más adelante hablaremos de McCoy y su “caso”. Lo que interesa destacar ahora es que ese plano-secuencia, excelentemente resuelto como suele ser lo habitual en De Palma, es, además de técnicamente virtuoso, sugerente: como hemos explicado, Fallow llega al auditorio por la parte trasera del mismo, entra por el parking en limusina, donde le espera una comitiva de aduladores encargados de organizar el acto del cual Fallow va a ser el principal protagonista; Fallow, completamente borracho, cambiándose de ropa y flirteando con las azafatas por el camino, atraviesa el edificio hasta llegar al escenario principal del mismo, donde le espera un alud de fotógrafos locos por retratarle. La secuencia viene a ser, por tanto, una advertencia de –haciendo honor al título– esa “hoguera de las vanidades” que representa el fenómeno social de la popularidad: la presentación de un oportunista que, literalmente, entra por la puerta trasera de la sociedad hasta alcanzar el podio de la fama: un monumento al vacío tan grande y ostentoso como ese mismo travelling de apertura: la nada puesta al servicio de la nada.


El arranque es brillante, pero curiosamente De Palma hace gala aquí de una puesta en escena bastante sobria en él (demasiado, incluso), echándose en falta sus habituales recursos de puesta en escena, bien sea porque creyera que la historia que cuenta no se prestaba a ello, o que un exceso de virtuosismo podría distraer la atención del espectador hacia la trama (tampoco excesivamente complicada), o sencillamente porque no lo estimó necesario. Ello no obsta para que hagan acto de presencia algunos buenos apuntes al respecto, tal es el caso del ostentoso plano picado sobre McCoy y un colega suyo en la bolsa mientras están hablando con su jefe (una imagen malévola, dado que el superior de McCoy parece así una especie de “Dios” que contempla a los mortales desde las alturas de su elevada posición de poder económico sin ni tan siquiera dignarse a aparecer en persona ante sus siervos); a renglón seguido, y ante la perspectiva de cerrar un trato de nada menos que 600 millones de dólares del cual va a sacar una buena tajada –más de un millón por un solo día de trabajo–, el momento en que McCoy regresa, “triunfante”, a su mesa de trabajo, precedido por un travelling en retroceso que nos lo muestra casi como flotando en medio del resto de vendedores de obligaciones que le rodean; la escena de “suspense” en la cual McCoy y su amante Maria Ruskin (Melanie Griffith) se enfrentan con los dos chicos negros del Bronx, y que concluye con el accidental atropello del mencionado Henry Lamb por parte de Maria, resuelto con la proverbial habilidad del cineasta en estos casos; o cuando el reverendo Bacon (John Hancock), líder espiritual de la comunidad afroamericana de Nueva York, pronuncia una arenga ante las cámaras de televisión: De Palma recurre aquí a su característica “pantalla partida” para mostrar, en un mismo plano, las dos caras/ facetas del personaje, esto es, su imagen pública como defensor de la verdad, la justicia y la fe, y su imagen privada, la de alguien hipócrita e interesado que quiere usar el “caso McCoy” en su propio beneficio.


Pero incluso esos buenos apuntes no consiguen despejar la impresión general de que nos hallamos ante un relato bien planteado del cual no terminan de extraerse todas sus posibilidades. Y es una pena, porque si bien es verdad que, en sus líneas generales, la película no traiciona lo esencial de la trama de la novela de Wolfe, tampoco extrae de la misma un mayor provecho. Esta crónica de la estupidez humana, en la cual se ven implicados un vendedor de bonos adúltero y convencido de su superioridad sobre los demás, un periodista alcohólico que ve en el “caso McCoy” la oportunidad de hacerse de oro, una mujer adúltera que es capaz de engañar a su marido, atropellar a un chico negro sin que le importe si vive o muere, y permitir que su amante sea imputado criminalmente por el delito que ella cometió sin mover un dedo por ayudarle (por el contrario: llega al extremo de declarar contra él en juicio), un líder de la comunidad afroamericana de Nueva York que pretende convertir a Henry Lamb en un mártir de “la causa”, un alcalde de la misma urbe –Abe Weiss (F. Murray Abraham, no acreditado)– obsesionado con el mismo “caso” a fin de hacer una demostración pública de tolerancia y antirracismo imputando judicialmente a “un blanco”, y un fiscal del distrito –Jed Kramer (Saul Rubinek)– con ganas de ascender en la escala social aprovechando asimismo el “caso McCoy”, atesora todo tipo de posibilidades críticas e irónicas. Pero son posibilidades que De Palma malogra en su empeño de convertir a toda costa el libro de Wolfe en una comedia; y, si bien es verdad que el original de Wolfe rebosa ironía en todas y cada una de sus páginas, la misma está acompañada en todo momento de una visión ácida y sombría de la condición humana que provoca que su humor resulte en ocasiones muy doloroso.


En cambio, De Palma concibió La hoguera de las vanidades como una película grotesca sobre personajes grotescos: una farsa casi brechtiana que se vehicula sobre una puesta en escena que en determinados momentos opta por una deliberada exageración que, a la postre, acaba resultando excesivamente obvia: la sutileza se ve aquí desterrada en aras de la contundencia, y el resultado acaba siendo menos atractivo de lo esperado. Tal es el caso, por ejemplo, del ostentoso plano en contrapicado que nos muestra por primera vez al reverendo Bacon en lo alto de su púlpito en su iglesia, convertido (como, antes, el jefe de McCoy) en una furiosa versión afroamericana de “Dios”; o, por descontado, la idea de puesta en escena más discutida (y discutible) de la función, esos primeros planos con ojo de pez de los mezquinos personajes implicados en el “caso McCoy” presentes en la sala del tribunal presidido por el juez Leonard White (Morgan Freeman), reforzando, con intención burlesca, el discurso del magistrado dirigido hacia esos mismos “monstruos humanos” sobre la necesidad de ser personas decentes.


El propio De Palma llegó a arrepentirse de este final, algo que reconocía con una humildad poco frecuente entre los cineastas de su categoría: “El juez, encarnado por Morgan Freeman, devolvía su dignidad a todos los demás personajes negros de la película. Hoy pienso que nunca habría debido hacer eso. Pero mi mayor error en esta película fue haber edulcorado la perversidad de las intenciones de Tom Wolfe. Debería haber sido más fiel al libro y no haberme preocupado por las reacciones que provocasen mis decisiones. Había que jugar la misma carta que en “Chantaje en Broadway” [Sweet Small of Success, 1957, Alexander Mackendrick] y hacer que todo el mundo fuese aún más cínico y más duro. Pero no podía explicarles eso a los de la Warner. Y había tanto dinero en juego… Se habían gastado ya veinte millones de dólares antes de dar la primera vuelta de manivela. Creo que me tenía quebrantado el fracaso de “Corazones de hierro” y si la película hubiese sido un éxito quizá no habría transigido tanto. A lo mejor tampoco habría funcionado “La hoguera de las vanidades”. ¡Pero habría salido más barata! (…) Yo creía en ese discurso. Ya les digo que lo único que lamento es no haber sido más duro. (…) Corté otra escena que debería haber sido el final de verdad. El muchacho negro, Henry Lamb, se despierta por fin del coma y sale del hospital como si tal cosa, sin sospechar todo lo que ha sucedido mientras estaba inconsciente”.        

2 comentarios:

  1. Una película (y un libro) de plena actualidad. Recuerdo una crítica televisiva en la que se le criticaba a De Palma no haber "entendido" la excelente novela de Wolfe. Con esas declaraciones se aclara todo.

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  2. Creo que si hay alguna película de Brian de Palma que no tengo ganas de revisar es esta... la recuerdo bastante plomiza, y el discurso final de Morgan Freeman una puñalada trapera en una película tan cínica. A olvidar.

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