El
pasado 25 de mayo, George Floyd, afroamericano, murió en una calle del barrio
de Powderhorn, Minneapolis, como consecuencia de una acción producida en el
curso de una custodia policial. Floyd había sido detenido bajo la presunta
acusación de haber intentado pagar en una tienda de comestibles con un billete
de 20 dólares falso. Uno de los cuatro agentes de policía que le detuvieron,
Derek Chauvin, aplicó sobre Floyd una técnica legal de inmovilización,
consistente en presionarle el cuello con la rodilla tras haberlo tumbado boca
abajo. Dicha acción duró 8 minutos y 46 segundos. A pesar de las quejas en voz
alta del detenido, alertando de que se estaba asfixiando (sus palabras “I can’t
breathe”, no puedo respirar, han devenido tristemente célebres), George Floyd
perdió el conocimiento y, tras ser trasladado al hospital, allí fue declarado
muerto. También se le había oído suplicar otra cosa: “Mamá… mamá…”, que, como conoce
cualquier persona que haya tenido la desgracia de presenciar una agonía, es
algo que suele salir de la boca de quienes saben que van a morir. (La
foto del mural que encabeza estas líneas es de Lorie Shauli –cita obligada– y
ha sido tomada de la web Wikipedia [1] a efectos exclusivamente
ilustrativos.)
[NOTA
BENE: CRÍTICA REVISADA ORIGINALMENTE PUBLICADA EN “DIRIGIDO POR…”, N.º
328 (NOVIEMBRE 2003), SECCIÓN “EL FILM REENCONTRADO”.] Si bien el prestigio de Matar
un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1962), probablemente la mejor película
de Robert Mulligan, no ha dejado de aumentar con el paso del tiempo, hasta el
punto de haberse convertido en uno de los clásicos más sólidos y respetados del
cine norteamericano de estos últimos sesenta años, una vez más hay que recordar
que tras la misma, y sin que ello suponga la menor disminución de sus méritos
(aumentándolos, si cabe), se encuentra la magnífica novela homónima de la
escritora Nelle Harper Lee, conocida simplemente como Harper Lee, gracias a la
cual ganó el premio Pulitzer en 1961, año de su primera edición española a
cargo de Bruguera. Nacida en Monroeville, Alabama, su autora plasmó en Matar
un ruiseñor buena parte de los recuerdos de su juventud en aquella zona
sureña, hasta el punto de que el relato –cuya lectura no dudo en recomendar con
entusiasmo– está escrito en primera persona y narrado desde la perspectiva de
la niña Jean Louise Finch, a la que todos apodan Scout. Asimismo, otros
personajes del libro tienen sus referentes reales, como por ejemplo el abogado
Atticus Finch, padre de Scout y del hermano de esta, Jem, inspirado en el
propio padre de Harper Lee, algo que también ocurre con el personaje secundario
del pequeño Dill, un amigo de los hijos de Atticus que es una especie de émulo
de Truman Capote, vecino de la escritora en Monroeville.
No
voy a extenderme en una comparación entre el argumento de la novela y el film,
dado que se parecen bastante y las diferencias que hay entre ambos no son
demasiado substanciales. Probablemente ello se deba a la actitud de profundo
respeto que los responsables de la película, el realizador Robert Mulligan, el
productor Alan J. Pakula y el guionista Horton Foote, manifestaron en todo
momento hacia un libro que veneraban y que, sobre todo en los Estados Unidos,
tiene tanto prestigio que algunos estudios han llegado a considerarlo como el
más influyente del país después de la Biblia. Según parece fue Pakula –cuya
labor como productor probablemente sea más interesante que su irregular
trayectoria posterior como director– quien intentó convencer a Harper Lee para
que adaptara ella misma su novela y, tras su negativa, tuvo que insistirle a
Horton Foote para que lo hiciera, algo a lo que este último se resistía tanto
por su devoción hacia el libro como por su poca experiencia como guionista
cinematográfico. En aquella época, el único crédito de Horton Foote como
guionista consistía en su guion para Storm Fear (1955), a falta de
mayores datos una modesta película policíaca dirigida y protagonizada por
Cornel Wilde, a quien secundaban en el reparto su esposa Jean Wallace, Dan
Duryea y Lee Grant.
El
episodio a mi entender más interesante de la obra de Harper Lee que no se
encuentra reflejado en el film de Mulligan reside en la historia protagonizada
por la Sra. Dubose, una anciana huraña que se sienta en el porche de su casa y
está tan orgullosa de las orquídeas blancas de su jardín que siempre está
riñendo a Jem y Scout porque en ocasiones pasan por su finca sin ser cuidadosos
con ellas. Un día, Jem destroza las orquídeas en un acceso de furia y, para
compensar a la anciana por el destrozo causado, su padre le obliga a ir a la
casa de la Sra. Dubose para leerle mientras ella reposa en su lecho. Tiempo
después, la anciana muere, y es entonces cuando Atticus le explica un secreto a
Jem: que la Sra. Dubose era adicta a la morfina, como consecuencia de un largo
tratamiento médico contra el dolor, y que antes de morir había decidido
desengancharse de la droga. De este modo, mientras escuchaba o fingía escuchar
al niño que le leía junto a la cama, en realidad su cuerpo y su mente estaban
luchando contra la morfina. “Era la persona más valiente que he conocido en
mi vida”, concluye Atticus. En cambio, en la película, el personaje de la
Sra. Dubose –encarnado por la actriz Ruth White– está reducido a un rol más
secundario, por más que su presencia contribuye a la consolidación del ambiente
que se describe y a la caracterización de los personajes que se mueven en ese
entorno.
Según
parece también fue insistencia de Pakula la idea de incluir algunos pequeños
fragmentos de la narración en off de Scout adulta –con la voz, en su
versión original, de la actriz Kim Stanley–, como el que abre el film, tanto
por respeto hacia la obra de Harper Lee como por la posibilidad de introducir
mediante esa voz en off –junto con los imaginativos títulos de crédito
diseñados por Stephen Frankfurt– la peculiar atmósfera que domina toda la
película. La narración de la adulta Scout nos presenta el escenario principal
del relato: la pequeña localidad de Maycomb, Alabama, en el año 1932. La
extraordinaria fotografía en blanco y negro de Russell Harlan, en combinación
con el elegante empleo del formato panorámico por parte del realizador y la evocadora
calidez de la excelente partitura compuesta por Elmer Bernstein (que el mismo
compositor consideraba, no sin razón, la mejor de su carrera), sumerge al
espectador en un mundo sencillo y reconocible, pero, al mismo tiempo, bañado
por esa sensación de irrealidad propia de las cosas embellecidas por la
memoria.
Matar
un ruiseñor es un relato dominado por un clima que
oscila entre lo fantástico y lo realista, la nostalgia y la crónica, la
evocación infantil de unos hechos del pasado y la mirada reflexiva y desde una
perspectiva adulta sobre esos mismos acontecimientos pretéritos. Se han hecho
muchas y muy buenas películas sobre la infancia, aunque a mi entender Matar
un ruiseñor pertenece a una categoría especial dentro de estas últimas. No
tiene ni pretende tener el sentido doloroso de otras evocaciones de este estilo
como, por ejemplo, las mostradas por Roberto Rossellini en Germania, anno
zero (1947), René Clément en Juegos prohibidos (Jeux interdits,
1952), François Truffaut en Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents
coups, 1959), Jack Clayton en ¡Suspense! (The Innocents, 1960) o
Alexander Mackendrick en Viento en las velas (High Wind in Jamaica,
1965), es decir, relatos protagonizados por niños, pero siempre desde un punto
de vista lúcidamente adulto. Más bien se inscribe en otro tipo de films en los
que el contexto infantil y el adulto se fusionan en una sola cosa, hasta el
punto de que uno y otro conviven dentro de un mismo contexto gracias a una
puesta en escena que oscila entre la fantasía y el realismo, pero sin decidirse
completamente por una u otra tonalidad genérica. Pienso, sin salirnos del
ámbito del cine estadounidense, en títulos como El otro (The Other,
1972), no por casualidad del propio Mulligan, o la incomprendida obra de Steven
Spielberg E.T., el extraterrestre (E.T. The Extra-Terrestrial, 1982),
que todavía sigue estando considerada una mera fantasía infantiloide de ciencia
ficción, siendo en realidad –como muy bien sugirió alguien tan poco sospechoso
de sentimentalismo como el novelista Martin Amis– una aguda digresión sobre la
imposibilidad de recuperar la infancia.
Tampoco
hay que echar en saco roto la adscripción de Matar un ruiseñor dentro de
ese género tan poco estudiado entre la crítica española como es el conocido
bajo la denominación Americana, dentro del cual se engloban una serie de
películas, naturalmente de nacionalidad estadounidense, cuyo denominador común
consiste en tener como tema de fondo a los Estados Unidos de América,
entendidos no tanto en sentido político o patriótico (aun sin excluir ambos)
como, sobre todo, en sentido emocional y espiritual. El Americana trata, en
última instancia, de América y de los sentimientos más íntimos de los
norteamericanos, y cuenta con antecedente tan ilustres como Las uvas de la ira
(The Grapes of Wrath, 1940) y, en particular, The Sun Shines Bright
(1953), ambas de John Ford, o ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful
Life!, 1946), de Frank Capra, siendo un género ampliamente cultivado por el
cine norteamericano de estas últimas décadas, como demuestran El cazador
(The Deer Hunter, 1978), de Michael Cimino, Nacido el 4 de Julio (Born
on the Fourth of July, 1989), de Oliver Stone –en acertadas palabras del amigo
Antonio José Navarro, “un film no narrativo sobre la tragedia de ser americano”
(en su estudio Oliver Stone. El compromiso inexistente, publicado en el
n.º 221 de DIRIGIDO POR…, febrero 1994)–, La tormenta de hielo (The Ice
Storm, 1997), de Ang Lee, o La última noche (The 25th Hour, 2003), para
el que suscribe todavía hoy la mejor película de Spike Lee. En este sentido, la
América que aparece retratada en Matar un ruiseñor es, por encima de
todo, un espacio de base realista pero marcado por emociones que surgen de una
conciencia nacional inspirada, a su vez, en una especie de modelo espiritual:
un retrato trazado con gruesos rasgos de realidad, pero coloreado por la paleta
del idealismo.
Como
ya hemos mencionado líneas atrás, el film de Mulligan se distingue por su
elaborada creación de una atmósfera a medio entre lo realista y lo fantasioso,
a tono con la concordancia de miradas adultas e infantiles sobre las que se
construye el relato. La película aparece en todo momento narrada,
aparentemente, desde la perspectiva de la pequeña Scout (Mary Badham, hermana
del realizador John Badham), pero en la práctica Matar un ruiseñor
arroja –como en el libro de Harper Lee– un amplio abanico de miradas: el
retrato del abogado Atticus Finch (un excelente Gregory Peck) resulta
convincente tanto por las sensaciones que de él transmiten sus hijos Scout y
Jem (Philip Alford) como por su actitud a la hora de llevar la defensa de un
hombre negro (Tom Robinson: Brock Peters), acusado de haber golpeado y violado
a una chica blanca (Mayela Ewell: Collin Wilcox), o por la admiración que
despierta sobre todo en Jem cuando, de un certero disparo, es capaz de liquidar
un perro rabioso (descubriéndose así que Atticus fue el mejor tirador de su
pelotón en el ejército: descubriéndose, por tanto, a un ser humano lleno de
inesperados matices), o por su firmeza a la hora de rehuir la violencia cuando
el irascible padre de Mayela (Bob Ewell: James Anderson) le escupe a la cara
intentando provocarle.
En
este último sentido hay que reconocer que, independientemente de que contara
con el apoyo de una excelente novela, un notable equipo técnico y un espléndido
elenco de intérpretes, Robert Mulligan supo desarrollar aquí una puesta en
escena que se encuentra en perfecta consonancia con el espíritu de la
propuesta. Por más que hoy en día este es un concepto que parece haber caído en
desuso, el sentido de un film no se deriva tanto de su guion como, en
particular, de la labor del director a la hora de planificarlo. Solo hay que
ver el peso que tienen dentro de los encuadres diversos elementos del decorado
que no se limitan a “llenar” el plano sino que, además, contribuyen con su
presencia a describirnos el ambiente del relato: las vallas de madera que
rodean las viviendas de Maycomb (y que tanta importancia tienen en las
excursiones de los niños a la casa de ese temido personaje sin rostro llamado
Boo Radley); el neumático que usa Scout para columpiarse; los balancines de
madera en los porches, que según las ocasiones sirven para conversar, para
meditar en solitario (Scout y Jem hablan en su dormitorio sobre su madre muerta
mientras, sentado fuera, Atticus les escucha: formidable escena y gran
actuación de Gregory Peck), o incluso para sugerir extrañas amenazas (el
asiento que golpea la pared de la casa de Boo Radley, imagen retomada por Sam
Raimi en Posesión infernal [Evil Dead, 1982]); la aparición, casi
anacrónica, de los coches en calles muchas de ellas sin asfaltar (secuencia del
perro rabioso); la salida de la escuela, en la que los niños reflejan con su
conducta las inquietudes de sus padres (Scout se pelea con otro chico porque ha
llamado a Atticus “defensor de los negros”); el piso superior de la sala
del tribunal donde se arremolinan los negros, separados de los blancos, durante
el juicio a Tom Robinson…
Matar
un ruiseñor está llena de pequeños detalles que, en
un sentido similar al expuesto en cuanto a la utilización del decorado,
contribuyen a la descripción de los personajes y ambientes: el reloj de
bolsillo que Scout acaricia con delectación y que está destinado a ser heredado
por Jem; Scout estrenando un vestido “de niña” para ir a la escuela; el gesto
de Atticus, tirando sus gafas para poder afinar la puntería cuando dispara
contra el perro; su manera de cerrar el libro que está leyendo cuando, en la
puerta de la cárcel, presiente la llegada del grupo de ciudadanos que quiere
linchar a Tom Robinson; el peso dramático del crucial detalle del brazo inútil
de Tom Robinson durante el juicio… Muchas secuencias de la película están
revestidas de una aureola casi sobrenatural que las aproximan al género
fantástico y suponen en cierto sentido, como ya he apuntado, un anticipado de
lo ensayado por el propio Mulligan en su posterior El otro. Son
inolvidables al respecto los momentos, ya mencionados, en los que los niños
Jem, Scout y Dill (John Megna) –este último convertido, por cierto, en “Tití”
(sic) por obra y gracia del doblaje español– se aproximan a la vivienda de Boo
Radley, personaje misterioso rodeado de una aureola de terror y sobre el cual
corren todo tipo de leyendas urbanas; particularmente notable es la secuencia
nocturna en la que los chiquillos llegan hasta el porche mismo de la casa de
Boo y la sombra de este último,
convertido así en una especie de monstruo fabuloso, se proyecta, aparentemente
amenazadora, muy cerca de Jem.
Pero
no es este el único ejemplo de cómo Mulligan consigue imprimir un sentido
concreto y una determinada atmósfera en virtud de la planificación. Véase la
terrorífica aparición de Nathan Radley (Richard Hale), el padre de Boo y con
fama de ser “el hombre más malvado del mundo”, taponando con cemento el hueco
del árbol que su hijo usa para dejarle pequeños regalos a Jem. Resulta asimismo
extraordinario ese instante en que Bob Ewell, completamente borracho, acecha a
Jem, que está esperando a su padre en el interior del coche: el plano desde el
punto de vista subjetivo del niño en el que Ewell pone su sucia mano sobre el
cristal de la ventanilla, como si quisiera agarrarle; el segundo plano
subjetivo desde la perspectiva de Jem que cierra la secuencia, con la cámara
situada detrás de la ventanilla trasera del vehículo en marcha mientras, a lo
lejos, vemos cómo la tambaleante figura del borracho se va haciendo más y más
pequeña. Asimismo, Mulligan recurre a ciertas convenciones del cine fantástico
para resolver la crucial secuencia nocturna en la que Jem y Scout son agredidos
por el vengativo Bob Ewell y salvados in extremis por el temido Boo
Radley: Jem y Scout, esta última metida en un disfraz de jamón que le impide
moverse con rapidez (tan solo vemos sus ojos mirando por una rendija),
atraviesan el campo; Mulligan combina planos siempre a la altura de la visión
de los niños con amenazadores planos subjetivos de alguien invisible a los ojos
del espectador que está oculto entre el follaje; el ataque de Ewell, acompañado
de un efecto sonoro que parece el rugido de un monstruo (¡), y la pelea de Boo
contra el primero están rodados con planos cerrados que impiden ver el rostro
de los contendientes; Boo Radley recoge al herido Jem y lo lleva a casa en
brazos, en una imagen que parece sacada de la iconografía del cine fantástico
clásico… Víctor Erice y Ángel Fernández Santos no se inventaron nada cuando
equipararon imaginación infantil y terrores adultos en la sobrevalorada El
espíritu de la colmena (1973) por mediación del recurso onírico al Monstruo
de Frankenstein.
El
título de la novela y del film es Matar un ruiseñor, y no Matar a
un ruiseñor, como aparece erróneamente en ocasiones, sobre todo en las
ediciones físicas españolas de la película. Aunque puedan parecer iguales,
ambos títulos no significan lo mismo. Matar a un ruiseñor se refiere a
la acción específica de matar dirigida contra un pajarillo en concreto, sin
más. Sin embargo, tal y como explica Harper Lee en el libro y como Foote y
Mulligan recogen fielmente en la película, el título Matar un ruiseñor
tiene un sentido más amplio y se refiere simbólicamente a la comisión de un
acto atroz e imperdonable que está más allá de toda moral y ética. Un ruiseñor,
se dice, es un ave inofensiva que no devora las cosechas y cuya función
consiste en alegrar el mundo con sus trinos; por tanto, matarlo es algo mucho
más que reprobable: es un auténtico pecado. En las escenas finales,
Atticus y el sheriff Tate (Frank Overton) deciden no denunciar a la
justicia al discapacitado mental Boo Radley (Robert Duvall, en su primer papel
para el cine), de quien vemos por primera vez el rostro y que ha matado a Bob
Ewell para salvar a Jem y Scout, porque hacerlo sería como matar un ruiseñor.
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