Realizado entre su primer y más bien
modesto trabajo para un gran estudio de Hollywood, Ya eres un gran chico (1966), y la que sin duda es su primera
película enteramente personal, la excelente Llueve
sobre mi corazón (1969), El valle del
arco iris (1968) fue el primer film de Francis Ford Coppola en formato de
superproducción (3 millones de dólares de la época) y su primera incursión en
el género musical. El material de partida era la obra Finian’s Rainbow, de Barton Lane (música), E.Y. Harburg (letras y
libreto) y Fred Saidy (libreto), estrenada con gran éxito en Broadway en 1947 y
considerada durante mucho tiempo una pieza difícilmente adaptable al cine como
consecuencia de su sátira del racismo sureño, personificado en el film por el
personaje secundario del senador Billboard Rawkins (Keenan Wynn), un hacendado
que halla la horma de su zapato el día que, como consecuencia del encantamiento
de un duende irlandés, Og (Tommy Steele), Rawkins se transforma en… ¡negro!
El valle del arco iris ha pasado asimismo a la historia del género musical por tratarse de la despedida oficial del mismo de una de sus más grandes estrellas, Fred Astaire, quien encarna aquí a Finian McLonergan, un irlandés que viaja a los Estados Unidos en compañía de su hija Sharon (Petula Clark), yendo a parar a una pequeña localidad rural situada en el Valle del Arco Iris, en pleno corazón de la (imaginaria) región sureña de Missitucky (sic). El objetivo de Finian no es otro que enterrar allí un caldero de oro mágico que, afirma, ha robado a los duendes de su país, dado que es en el Valle del Arco Iris donde el fenómeno meteorológico del mismo nombre sitúa uno de sus extremos, y según la leyenda quien entierre el caldero de los duendes allí donde toca el arco iris recibirá a cambio la consecución de tres deseos mágicos, entre ellos, por ejemplo, el de volverse inmensamente rico, que es justo lo que quiere el holgazán Finian. No obstante, y si bien el asunto del caldero mágico, el cual involucra la presencia del ya mencionado duende Og (quien viene persiguiendo a Finian desde Irlanda con la intención de recuperarlo), ocupa una parte importante de la trama, El valle del arco iris es un relato coral donde también se dan cita otros pintorescos personajes, tal es el caso de Woody Mahoney (Don Francks), dueño de las tierras donde está situado el Valle, y que junto con su socio Howard (Al Freeman Jr.) está intentando perfeccionar una fórmula para fabricar tabaco mentolado (¡); o Susan
El film, de una descorazonadora ingenuidad, es sin duda alguna la obra más deliberadamente naïf de Francis Ford Coppola, erigiéndose en este sentido en una rareza en el conjunto de su filmografía: no volveremos a encontrarnos en la misma una pieza más candorosa hasta la, en este mismo sentido, desconcertante Jack (1996). La película, dicho sin intención peyorativa, tiene todas las trazas de ser un encargo que el todavía joven cineasta (menos de 30 años cuando la realizó) asumió como un proyecto honesto de cara a ascender peldaños dentro de Hollywood. Eso no quiere decir, ni mucho menos, que el resultado sea despreciable, o que no guarde una íntima conexión con posteriores trabajos de su autor: aparte de ser, obviamente, una primera incursión en el musical que anticipa Corazonada (1982) y Cotton Club (1984), El valle del arco iris no deja de ser una nueva demostración del amor de Coppola por el cine de género y de ese interés, perpetuo a lo largo de su carrera, de explorar los márgenes del lenguaje cinematográfico a partir de sus convenciones más codificadas. Desde este punto de vista, puede verse buena parte de su filmografía como una exploración de los códigos genéricos del musical, por descontado, pero también del cine de gánsteres (la trilogía de El Padrino), el bélico (Apocalypse Now), el cine juvenil “para chicos” (Rebeldes) y “para chicas” (Peggy Sue se casó), el terror (Drácula de Bram Stoker, Twixt) o el melodrama “judicial” (Legítima defensa).
Lo más interesante de El valle del arco iris es el juego estético con el decorado, muy propio del Coppola de, sin ir más lejos, Corazonada, pero también muy presente en su versión para televisión de Rip Van Winkle (1987) incluida en la serie Cuentos de hadas (1982-1987), así como en sus rarísimos trabajos incursos en el fantastique, Drácula de Bram Stoker y sobre todo esa magnífica e incomprendida película que es Twixt, cuya ausencia de nuestras carteleras o en formatos domésticos es uno de tanto atentados culturales que se vienen perpetrando de un tiempo a esta parte en nuestro país con la excusa de, ay, la interminable crisis (1). Volviendo a El valle del arco iris, llama la atención, por ejemplo, que casi todas las escenas diurnas están rodadas en lo que parecen auténticos escenarios naturales californianos, mientras que todas las escenas nocturnas –tal es el caso de la que acontece alrededor de la casa de Finian y Sharon en el Valle la primera noche que pasan allí, o principalmente en las que tienen lugar en el bosque, rodadas en los estudios de Warner Bros.– hacen gala de un a mi entender deliberado artificio. Coppola establece así una asociación entre el día y la luz solar con la vigilia, ergo, la realidad, mientras que la noche y la luz de la luna con el decorado y la iluminación del mundo del (en)sueño, esto es, el de la fantasía: el marco propicio para, por ejemplo, las burlescas apariciones del duende Og (a pesar, por otro lado, de la un tanto cargante interpretación del simpático e histriónico actor y cantante inglés Tommy Steele). Esa utilización del decorado, lejos de ser rígida, se modula según las necesidades dramáticas del relato; por ejemplo, la secuencia en la que Sharon y Woody se enamoran en el bosque tiene lugar durante el día, pero el decorado artificial del mismo subraya de este modo el carácter ensoñador y “fantasioso” de su historia de amor; lo mismo ocurre en el clímax del relato: la secuencia en la que Finian y Susan
Por lo demás, El valle del arco iris es una típica (y tópica) traslación de un-éxito-de-Broadway al cine que, a pesar de su solidez visual, se resiente de una duración a todas luces excesiva para lo poco que cuenta (141 minutos). Lo más llamativo resulta, como digo, esa utilización del decorado antes mencionada, y en sus líneas generales, la elegancia de los encuadres y los movimientos de cámara, que se ajustan a las necesidades derivadas de la filmación de los abundantes números musicales, de manera que los planos recogen con funcionalidad y precisión las interpretaciones de los actores cuando cantan y bailan siguiendo unas determinadas pautas preestablecidas por la larga tradición del género. El resultado resulta por ello mismo agradable de ver, por más que insustancial, y a pesar de que en algún momento Coppola se permita algún apunte formal con el montaje y el movimiento de cámara destinado, probablemente, a imprimir al relato el mayor dinamismo posible: pienso, por ejemplo, en ese rara escena en la que, combinando un travelling frontal y rápidos cortes de montaje, la cámara parece “atravesar” desde la locomotora y hasta el vagón de cola el tren en el cual Woody viaja de regreso hacia su amado Valle del Arco Iris.
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