En los principios de su carrera, John
Sayles desempeñó varios empleos antes de su popular etapa como guionista para
diversas producciones de terror de Roger Corman de entre finales de los setenta
y principios de los ochenta, tales como Piraña,
Aullidos (ambas de Joe Dante), La bestia bajo el asfalto (del hoy
olvidado Lewis Teague) o la delirante Los
siete magníficos del espacio (un film de Jimmy T. Murakami donde trabajó
como decorador un primerizo James Cameron). Uno de esos trabajos en la época en
la que residía en el East Boston consistió en la redacción de relatos cortos,
uno de los cuales acabaría dando pie a su novela Pride of the Bimbos,
publicada en 1975 gracias al soporte editorial del Atlantic Monthly. No
puedo –ni pretendo– afirmarlo con rotundidad, pero no sería de extrañar que ese
aprendizaje literario en el terreno de la narración de poca extensión fuese el
germen del característico gusto de Sayles por las pequeñas anécdotas y la multitud
de personajes agrupados en relatos corales que ha marcado el grueso de su
filmografía como realizador, tendencia de la cual probablemente siga siendo Lone Star (1996) su mejor y más lograda
expresión.
Revisando esta película de cara a la
confección de estas líneas, una cosa que resulta sorprendente de hacer sobre
todo si, como en mi caso, hace tiempo que no se ha vuelto a ver este film de
John Sayles, es su asombroso parecido a nivel visual e incluso temático con
la película de Joel y Ethan Coen No es país
para viejos (2007), basada en la novela homónima del prestigioso Cormac
McCarthy. Coinciden en el paisaje, un rincón de Texas situado muy cerca de la
frontera mejicana, en el caso de Lone
Star la localidad de Río. El arranque de ambos relatos es relativamente
similar: en Lone Star, se trata del
descubrimiento del esqueleto de un antiguo sheriff de Río
misteriosamente desaparecido muchos años atrás, Charlie Wade (Kris
Kristofferson); en No es país para viejos
(tanto el libro de McCarthy como el film de los hermanos Coen), consiste en el
hallazgo de los cuerpos sin vida de varios traficantes de droga que se han
tiroteado entre ellos. Asimismo, en Lone
Star y en No es país para viejos
es el personaje de un sheriff local quien asume la voz principal de
ambas narraciones: Sam Deeds (Chris Cooper) en la primera, Ed Tom Bell (Tommy
Lee Jones) en la segunda; dos hombres al servicio de la ley y el orden que
asisten, desde su posición oficial en el entramado del sistema social que rige
el lugar donde viven, al desmoronamiento del mundo que conocían: en Lone Star, Sam sabe que ese va a ser su
último año como sheriff, pues hay un nuevo candidato a su puesto pisando
fuerte detrás suyo y él ya no se siente con ánimos de presentarse a la
reelección; en No es país para viejos,
Ed Tom se encuentra a un paso del retiro. Por si fuera poco, sobre ambos
personajes pesa el recuerdo de un pasado traumático que condicionó para siempre
el devenir de sus respectivas existencias. En No es país para viejos, Ed Tom lleva a cabo una nostálgica
remembranza de la figura de su padre, fallecido muchos años atrás (por más que
el film de los Coen omite, respecto a la novela de McCarthy, un duro recuerdo
de sus memorias como soldado durante la Segunda Guerra Mundial).
Curiosamente, en Lone Star Sam
también recuerda a su padre muerto, pero su remembranza no es elegíaca, como la
de Ed Tom, sino amarga: durante todos los años que ha ocupado el cargo de sheriff,
ha tenido que oír constantemente que su padre, Buddy Deeds (Matthew
McConaughey), quien le precedió en ese puesto, fue el mejor hombre que ocupó
nunca el cargo (dicho de otro modo: fue
mejor que él); además, sobre el recuerdo de Buddy pende la sospecha de que
probablemente fue él quien asesinó a Charlie Wade, cuyo esqueleto ha sido
hallado en el desierto nada más empezar el relato.
Mas, a diferencia de No es país para viejos, el sheriff
Sam Deeds de Lone Star no es, como Ed
Tom, un testigo impotente de los hechos, sino alguien que está directamente
implicado en ellos. Y, a partir de la figura de Sam y del ya mencionado
descubrimiento del esqueleto de Charlie Wade (los cuales funcionan muy bien por
sí solos, pero también como pretextos narrativos), el argumento de Lone Star se bifurca en distintas direcciones.
Sam, quien tiempo atrás vivió la experiencia de un matrimonio fracasado con una
mujer psíquicamente inestable (Bunny: Frances McDormand), sigue enamorado de
Pilar Cruz (Elizabeth Peña), la maestra mejicana del pueblo, que fue su amor de
juventud veintitrés años atrás. Por su parte Pilar, viuda y madre de un par de
hijos adolescentes, es a su vez hija de Mercedes Cruz (Miriam Colón), también
viuda y dueña de un restaurante de la cual descubriremos que, en el pasado, fue
amante de Buddy, el padre de Sam y verdadero padre de Pilar, lo cual convierte
a esta última y a Sam en hermanastros (sic). Otros personajes vienen a añadirse
a la trama: el coronel Delmore Payne (Joe Morton), cuyo padre es Otis Payne
(Ron Canada), a quien todos apodan “O”; Otis es, a su vez, dueño de un club: el
mismo local donde, se rumorea, Buddy mató a Charlie Wade; en ese mismo lugar,
se afirma, estaba presente Hollis Pogue (Clifton James), antiguo oficial de la
oficina del sheriff que, en su juventud (interpretado entonces por Jeff
Mohanan), fue junto con Buddy uno de los ayudantes de Charlie Wade. De este
modo, la investigación llevada a cabo por Sam en torno al pasado de su padre va
descubriendo lo ocurrido en Río años atrás. Diversos flashbacks nos sitúan en ese pasado, lo cual nos permite asistir a
la descripción de la mala fama que se ganó Charlie Wade como sheriff
corrupto y violento, amigo de extorsionar a los más desvalidos
(preferentemente, negros y mejicanos), y cómo Buddy se atrevió a plantarle cara
negándose a aceptar esos cobros ilegales y amenazando con denunciarle a las
autoridades. Sobre el recuerdo de Charlie Wade pesa, además, la sospecha (luego
corroborada) de que asesinó a sangre fría a Eladio Cruz (Gilbert R. Cuellar
Jr.), el primer marido de Mercedes Cruz, porque se negaba a darle una parte del
dinero que aquél se sacaba ayudando a “espaldas mojadas” a entrar en los
Estados Unidos escondidos en su camión.
Todo esto lo cuenta Sayles partiendo,
en primer lugar, de un minucioso guion propio, en el que como apuntaba al
principio de estas líneas se advierte el gusto (y el buen hacer) de alguien
que, en la mayoría de las ocasiones, ha demostrado mayor talento como guionista
que como realizador. Todas esas pequeñas historias y personajes que acaban
teniendo una sutil relación entre sí permitirían por sí solas situar Lone Star entre las más interesantes
aportaciones del cine norteamericano de los años noventa a una especie de
género, subgénero o variante genérica formada por un abultado grupo de
películas corales bastante frecuentes en aquella época: recordemos al respecto
celebradas aportaciones de Robert Altman (Vidas
cruzadas) o Paul Thomas Anderson (Magnolia),
pero también de otros cineastas menos renombrados como Rodrigo García (Cosas
que diría con solo mirarla, Nueve
vidas) o Jill Sprecher (Vidas
contadas). Pero, al margen de sus cualidades estrictamente dramáticas, o si
se prefiere “literarias”, que a ratos hacen pensar en la literatura que
practica, por ejemplo, Paul Auster, también brilla el talento visual de Sayles para
darle coherencia e incluso belleza a este alambicado relato por medio de una
puesta en escena concisa y elegante que se encuentra, con razón, entre lo más
logrado de su carrera. El uso del formato panorámico se revela a la vez tan
vistoso, visualmente hablando, como coherente desde un punto de vista dramático:
la amplitud de los encuadres se combina armoniosamente con la intimidad de los
sentimientos de los personajes, y al mismo tiempo sugiere que hay “algo más”
que lo que se muestra en ellos, “escondido” en esos espacios vacíos de esos
encuadres tomados en horizontal: o, dicho de otro modo, que aquí es tan
importante lo que se ve como lo que no se ve, el presente y el pasado,
los secretos y las mentiras. No es de extrañar, en este sentido, que
prácticamente cada vez que un personaje evoca ese pasado turbulento, cada flashback empiece o termine poniéndole
en relación con la época de la que está hablando; cada vez que se abre o se
cierra una evocación de ese tiempo pretérito, la cámara de Sayles empieza o
termina la secuencia poniendo en directa relación visual a personaje y pasado
por medio de cortas panorámicas. Además de darle, como ya hemos apuntado,
cierta coherencia visual que dota a Lone
Star de su carácter general de fresco panorámico sobre personajes y hechos,
este juego narrativo y visual entre pasado y presente acaba proporcionando otra
de las claves de la película: que ambos tiempos son, en el fondo, lo mismo. Que
el pasado no existe sin su evocación desde el presente, y que este tampoco
tendría sentido sin su observación desde una perspectiva pretérita. De ahí que
el film dé tanta importancia a los lazos de sangre: Sam investiga el pasado de
su padre; también Pilar intenta que su madre, Mercedes, le hable del suyo (la
hija nunca ha conseguido que su madre le explique cómo fue su llegada a los
Estados Unidos desde Méjico); a su vez, Delmore Payne ha dado la espalda a su
padre, Otis/ “O”, porque en el pasado les abandonó a él y a su madre; mas, a
pesar de ello, el propio hijo de Delmore no puede resistir la imperiosa
necesidad de conocer a su abuelo Otis. Lone
Star acaba siendo un melodrama familiar construido a la sombra de un crimen:
el misterio que envuelve el asesinato de Charlie Wade es únicamente la punta
del iceberg de una compleja red humana tras la cual se oculta el origen mismo
de la comunidad multicultural y multirracial que habita la localidad de Río.
Chris Cooper y John Sayles.
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