Al César lo que es del César: con
independencia de que Rashomon (ídem, 1950),
de Akira Kurosawa, sea una magnífica película y un título crucial en la
historia del cine, en cuanto fue el pistoletazo de salida del conocimiento en
Occidente del cine japonés en particular y del cine oriental en general, no es
menos cierto que una parte importante de sus méritos a nivel de contenido
temático o, si se prefiere, filosófico, es decir, su apasionante e inagotable
digresión sobre la relatividad del concepto de “verdad”, ya se encontraba
desarrollado en los relatos de Ryunosuke Akutagawa (1892-1927) en los cuales el
film se inspira. Dicho de otro modo, hay que reconocer que Rashomon, the movie, halló una espléndida base dramática en dos
cuentos de Akutagawa: uno, el homónimo que da título a su edición en castellano
(Rashomon y otros cuentos, publicado
por editorial Miraguano), del cual Kurosawa tomó el escenario del derruido
templo de Rashomon, bajo cuyo frágil techo tres personajes se refugian de una
lluvia torrencial (en realidad, el cuento gira en torno a una anciana que acude
al lugar para cortarles el cabello a unos cadáveres para luego hacer pelucas
(sic), y que luego tiene un dramático encuentro con un joven vagabundo); y el
otro, el titulado En el bosque o En el bosquecillo, dependiendo de
las traducciones al castellano, que es aquél del cual el realizador adoptó la
narración casi detectivesca en virtud de la cual cuatro distintos testimonios
ante un juez ofrecen otras tantas versiones diferentes sobre las circunstancias
que han rodeado el asesinato de un hombre.
Por más que, para el que suscribe, Rashomon no es la mejor película de su
autor, pues creo honestamente que Kurosawa tiene muchos otros films como mínimo
de tanta calidad como aquél –El ángel
borracho (1948), Duelo silencioso
(1949), El perro rabioso (1949), Los bajos fondos (1957), La fortaleza escondida (1958), Los canallas duermen en paz (1960), Mercenario/ Yojimbo (1961), Sanjuro (1961), Barbarroja (1965), Dodes’ka-den (1970), Kagemusha, la sombra del guerrero (1980), Rapsodia en agosto (1991), Madadayo
(1993)–, y desde luego, obras maestras muy superiores –Vivir (1952), Los siete
samuráis (1954), Trono de sangre
(1957), El infierno del odio (1963), Dersu Uzala (1975), Ran (1985)—, lo cierto es que Rashomon
fue, además de una formidable carta de presentación de la rica cinematografía
nipona a nivel internacional, una inmejorable introducción al estilo de su realizador.
Dicho rápidamente: Rashomon es un
brillante exponente de la manera de entender el cine de Kurosawa, quien
partiendo de una a ratos deliberada teatralidad formal, heredada de los
fundamentos del teatro tradicional japonés Nôh, era capaz de ofrecer a pesar de
ello films de planteamiento y resolución altamente vitalistas y sensuales,
dinámicos y turbulentos, intrépidos y arrojados, cuya entusiasta combinación de
furia y serenidad le diferenciaba, contrastándolo con los otros tres grandes
clásicos del cine japonés de su generación, del refinamiento estético de Kenji
Mizoguchi, la exquisita severidad formal de Yasujiro Ozu y la sobriedad
melodramática de Mikio Naruse.
Como siempre en Kurosawa, lo primero
que llama la atención de Rashomon es
la fuerza que tienen los elementos naturales y de qué magistral manera su
visualización sirve para contrastar y reforzar el perfil psicológico de los
personajes. Haciendo honor a lo que luego sería uno de los apodos más
recurrentes a la hora de referirse al realizador, “el cineasta de la lluvia”,
la película arranca con las imágenes de un fuerte temporal que obliga a
refugiarse en el porche del viejo templo de Rashomon a tres hombres, un leñador
(el gran Takashi Shimura), un sacerdote budista (Minoru Chiaki) y un lugareño
(Kichijiro Ueda); la tormenta, que aparentemente dura horas, fuerza a estas
personas a compartir el refugio, soportando juntos el frío y aislándolos de tal
forma que, casi “naturalmente” (nunca mejor dicho), se crea entre ellos un
espacio para la confidencia. El tema de su disquisición es un extraño juicio
criminal al cual el leñador ha comparecido en calidad de testigo y el sacerdote
como espectador, en virtud del cual se ha juzgado a un violento bandolero,
Tajomaru (Toshiro Mifune), por el asesinato en el bosque de otro hombre, Takehiro
(Masayuki Mori), y la violación de la esposa de este último, Masako (Machiko
Kyo).
A partir de ahí, Rashomon se construye alrededor de una compleja red de flashbacks que se corresponden con las
versiones, todas diferentes, que proporcionan los personajes implicados en el
drama: el prisionero Tajomaru, quien sabiendo que ya no tiene nada que perder,
ofrece un relato burlón de los hechos, presentándose a sí mismo como alguien
valiente y astuto que logró matar a Takehiro en justo duelo e incluso seducir a
Masako porque ella se dejó; otro testimonio es el de la mujer, la cual,
por el contrario, afirma que Tajomaru no es más que un cobarde que la violó en
contra de su voluntad y que si consiguió asesinar a su marido fue de forma
sucia y rastrera; ¡incluso el mismísimo difunto “declara” ante el tribunal!...,
haciéndolo por boca de una médium (Noriko Honma) en estado de trance, y
ofreciendo un tercer testimonio diferente, según el cual, efectivamente,
Tajomaru se comportó en realidad como un cobarde, y si al final le mató fue
porque su propia esposa Masako le instigó a ello… Todavía hay un cuarto
testimonio, el del leñador, quien ofrece una versión sucinta ante el juez (se
limita a explicar cómo encontró el cadáver de Takehiro), pero que en las
secuencias finales llegará a admitir ante sus compañeros en el templo de
Rashomon que, además de encontrar el cuerpo sin vida de Takehiro, le robó la
espada, con la idea de venderla y así poder dar de comer a sus hijos…
Rashomon
retoma, de este modo, la bella reflexión sobre la relatividad del concepto de
“verdad” ideado por Akutagawa, de tal manera que pone en cuestión la idea de
una verdad única y absoluta, en beneficio de la impresión de que esta última en
realidad no existe, sino que tan solo hay tantas “verdades” (o “realidades”) como
personas hay en el mundo, o expresado de otro modo, que todo, “verdad” y/ o
“realidad”, depende en definitiva del punto de vista. No es de extrañar, en
este sentido, que el film también sea, por eso mismo, una digresión sobre la
mirada, que Kurosawa visualiza con extremada elegancia mediante un sencillo
pero bellísimo procedimiento narrativo basado en la fuerza del contraste. Ya
hemos indicado que el cine de Kurosawa es emocional y turbulento como pocos, y
que en el mismo el empleo melodramático de las fuerzas de la naturaleza se presenta a modo de contrapunto
estético de las pasiones humanas: ello brilla con luz propia, ya está apuntado,
en las lluviosas secuencias en el templo de Rashomon, en las cuales el agua
torrencial facilita el aislamiento de los personajes y, al mismo tiempo, parece
expresar un indefinible sentimiento de tristeza, casi como si el mismísimo
cielo “llorara” ante las miserias de los hombres. No es el único, y memorable,
ejemplo: en su declaración ante el tribunal, Tajomaru afirma que: “si no hubiese sido por esa brisa, no habría
matado a ese hombre”; entonces, al inicio del flashback que visualiza el relato de Tajomaru, le vemos descansando
a la sombra de un árbol, durmiendo una siesta bajo el efecto agobiante del
calor que reina en el bosque, hasta que, efectivamente, un ligero viento le
despierta, justo en el momento en el cual Takehiro y Masako pasan por el camino
muy cerca de él; los planos del sudoriento rostro de Tajomaru y los
contraplanos del cuerpo de la mujer montada a caballo y dejando entrever sus
tobillos y su rostro por debajo de sus ropajes y el velo que cubre su cabeza
expresan muy bien el inmediato deseo que el forajido siente hacia Masako; en
este sentido, tanto en la declaración de lo ocurrido llevada a cabo por Tajomaru,
como en las posteriores realizadas por Masako o, a través de la médium, el
difunto Takehiro, se hace hincapié en la presencia del calor reinante, esto es,
de las pasiones humanas en ebullición que se encuentran en el trasfondo del
relato.
En cambio, como digo, Kurosawa
contrasta toda esa sensual y abigarrada visualización de la tragedia ocurrida
en el bosque, filmada con una planificación ágil y dinámica donde no faltan
incluso tomas en cámara móvil de una sorprendente modernidad, con las
deliberadamente estáticas secuencias del juicio. El juez siempre está fuera de
campo, y el testimonio de las personas implicadas en el crimen está visualizado
en plano fijo y casi a ras del suelo (los personajes están sentados, asimismo,
en el suelo), mientras dirigen sus miradas hacia un punto determinado del
encuadre que es donde, se supone, está el juez que lleva el caso. Esta
“rigidez” formal, que tanto contrasta con la sensualidad de las escenas del
bosque, expresa espléndidamente la frialdad (ergo, la incapacidad) de las
instituciones para entender las pasiones de los seres humanos que han
participado en esos trágicos acontecimientos. A fin de cuentas, la posición del
juez no es más que otro punto de vista a añadir a los restantes, mientras que
la verdad absoluta, suponiendo que exista, permanece esquiva, agazapada tras
una tupida cortina de conveniencias e hipocresías.
Catorce años después de su estreno, Rashomon fue objeto de una nueva versión
de nacionalidad estadounidense, prueba palpable de que la costumbre de la
cinematografía norteamericana de rehacer éxitos del cine foráneo viene de
lejos, y que se estrenó entre nosotros con el título de Cuatro confesiones (The Outrage, 1964). A partir de un guion
escrito por Michael Kanin (hermano mayor de Garson Kanin), y basado a su vez en
una adaptación para el teatro de Rashomon
firmada por el propio Kanin en colaboración con su esposa Fay, Cuatro confesiones es una obra no exenta
de interés. Tiene puntos a su favor: fotografía en blanco y negro del gran
James Wong Howe, una como siempre estupenda partitura de Alex North, y un buen
reparto de intérpretes. La dirigió, además, el interesante aunque irregular
Martin Ritt, de quien personalmente destacaría, sobre todo, Hud, el más salvaje entre mil (1963), El espía que surgió del frío (1965),
según el libro homónimo de John le Carré, y Odio
en las entrañas (1970). Nacida acaso como consecuencia indirecta del éxito
cosechado por John Sturges cuatro años antes al haber trasladado otra película
de Kurosawa al género de western, Los siete samuráis, dando por resultado
la popularísima Los siete magníficos
(1960), y coincidiendo ese mismo año con la operación de trasplante a similares
terrenos llevada a cabo por Sergio Leone, en Por un puñado de dólares (1964), a partir de Mercenario/ Yojimbo, lo
cierto es que Cuatro confesiones
suele salir bastante mal parada cada vez que se la intenta comparar con Rashomon.
Quizá no haya para tanto, habida
cuenta de que, insisto, a Cuatro
confesiones no le falta interés en sí misma considerada y sin tener en
cuenta su ilustre predecesora, por más que también hay que reconocer que, en
momentos muy concretos, el trabajo de Ritt remite directamente al de Kurosawa,
potenciando de este modo el contraste y las (odiosas) comparaciones. Así, por
ejemplo, la escena en la cual se descubre el cuerpo sin vida del marido
asesinado (Laurence Harvey) es prácticamente idéntica a la escena homóloga de Rashomon: Ritt inserta aquí un plano de
la mano crispada del difunto, colocada en primer término del encuadre, muy
parecido al plano de las manos del cadáver de Takehiro, ocupando el lugar
preferente del encuadre, justo en el momento en que es descubierto por el
leñador. Se conserva, asimismo, la misma construcción narrativa: el relato
también arranca en un lugar aislado por la lluvia, en este caso una vieja
estación de tren, donde esperan, de nuevo, tres hombres: un joven sacerdote
(William Shatner), un lugareño (Howard Da Silva) y un charlatán de feria
(Edward G. Robinson), y a partir de ahí se suceden los flashbacks que nos describen el asesinato de aquél hombre hallado
muerto en el desierto, y la violación de su esposa (Claire Bloom), a manos de
un bandolero mexicano, Juan Carrasco (Paul Newman), quien ha sido capturado
casi accidentalmente por el sheriff
(Albert Salmi). Se repite, también, el sentido de dichos flashbacks, de tal manera que, por ejemplo, Carrasco se presenta en
su relato como un forajido valiente, astuto y seductor, mientras que la versión
que proporciona la mujer afirma que en realidad se comportó como un cobarde y
un rastrero, y la del difunto, verbalizada a través del relato de un chamán
piel roja (Paul Dix), apunta nuevamente a la esposa como instigadora de lo
ocurrido y como auténtica responsable de su muerte.
Cuatro confesiones acaba siendo así un relato atípico, dado que a pesar de sus paisajes y
personajes extraídos de la imaginería del western,
adopta una forma más parecida a la del policíaco clásico. El tono discursivo es
el que domina la mayor parte de la función, de tal manera que, a diferencia que
en Rashomon, sobre la cual flota en
todo momento una atmósfera pegajosa y ambigua, Cuatro confesiones se decanta más bien por la parodia del comportamiento
humano. De esta manera, el discurso sobre la relatividad de la verdad se diluye
y cede el paso a un amargo y más bien irónico discurso sobre la estupidez del
ser humano, empeñado en retratarse a sí mismo de la forma más favorecedora en
detrimento de la veracidad de los hechos. Si bien los actores sostienen la
función con solidez, y no faltan en la labor de Ritt algunos instantes
inspirados (por ejemplo: el hábil uso del formato panorámico en determinados
instantes en los cuales vemos a Carrasco jugando a placer con la esposa y el
marido atado al árbol), la impresión general que proporciona Cuatro confesiones es un tanto mecánica
y apagada, hasta el punto de que casi carece de auténtica importancia quién
dice la verdad y quién no: todos los personajes mienten en su propio beneficio,
como hacían también en Rashomon,
cierto es, pero aquí la sensación general que se tiene es como de artificio, de
grotesca farsa teatral que, a pesar de que lo intenta, tampoco termina de
funcionar en este sentido (véase ese extraño momento en el cual la mujer
explica que intentó suicidarse arrojándose al río: Ritt lo visualiza por medio
de una serie de extravagantes transparencias que subrayan, de nuevo, el
trasfondo de falsedad que se
encuentra en las declaraciones de los implicados en el crimen).
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