[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] A pesar de su
título, Victor Frankenstein (ídem,
2015) –nada que ver, pese a la coincidencia en el mismo, con la curiosísima
versión homónima de 1977 de Calvin Floyd–, esta nueva vuelta de tuerca del mito
creado por Mary Shelley llevada a cabo por el realizador escocés Paul McGuigan
no gira únicamente alrededor del personaje que presta su nombre de pila y su
famoso apellido al título (y que aquí corre a cargo de James McAvoy), sino
también en torno a su ayudante, el joven inicialmente jorobado al que
acabaremos conociendo –pues no es ese su nombre verdadero– como Igor (un
excelente Daniel Radcliffe). Como bien saben los lectores de Mary Shelley, el
popular ayudante contrahecho del doctor es un personaje que no aparece en Frankenstein, o el moderno Prometeo. En
realidad, se trata de una creación del teatro, en concreto de la primera
adaptación oficial del libro en lengua inglesa hecha para los escenarios: Presumption, or the Fate of Frankenstein
(1823), de Richard Brinsley Peake, donde respondía al nombre de Fritz. También
se llamaba así el ayudante jorobado de la famosísima primera versión
cinematográfica sonora de James Whale, El
doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931), en la que le interpretaba Dwight
Frye, no siendo bautizado como Igor hasta la segunda secuela de aquélla
producida por Universal, la estupenda La
sombra de Frankenstein (Son of Frankenstein, 1939, Rowland V. Lee),
corriendo a cargo de Bela Lugosi.
Aceptando,
por tanto, que Igor (o Fritz) no es una creación de Mary Shelley, y que estamos
hablando de una convención establecida por una larga tradición teatral y
fílmica, lo que propone Victor Frankenstein
resulta, como mínimo, simpático. ¿Qué pasaría si la historia que, en principio,
todos conocemos, estuviese explicada desde el punto de vista de otro personaje
testigo de esos mismos hechos, en este caso Igor? El planteamiento no es nuevo,
ni mucho menos. Sin salirnos del ámbito de la literatura y el cine fantásticos,
tiene un precedente clarísimo: la novela de Valerie Martin Mary Reilly, donde se relataba lo que nos contó Robert Louis
Stevenson en El extraño caso del Dr.
Jekyll y Mr. Hyde desde el punto de vista de un personaje asimismo
inexistente en esta novela, la criada del Dr. Jekyll (Stephen Frears realizó en
1996 una adaptación de la novela de Martin que, como suele ocurrir con las
buenas películas que en su momento “no apetecen”, sigue durmiendo el sueño de
los justos).
El
guionista Max Landis, hijo de John Landis, plantea el asunto con tanta
habilidad como desparpajo. De este modo, el primer encuentro entre Victor
Frankenstein y Igor tiene lugar en un circo, escenario evocador que no puede
menos que recordarnos a Tod Browning, el David Lynch de El hombre elefante (The Elephant Man, 1980) e incluso, por qué no,
el mejor Joel Schumacher: el de El
fantasma de la Ópera (The Phantom of the Opera, 2004), otro magnífico film
no reconocido sencillamente porque tampoco “apetecía”. En ese decorado,
asistimos a cómo Igor, con la ayuda de Frankenstein, salva la vida de Lorelei
(Jessica Brown Findlay), la trapecista que acaba de caer violentamente a la
pista; sabemos que Igor, el joven jorobado del circo donde trabaja como payaso,
ha estudiado medicina en sus ratos libres, y Frankenstein percibe en él a
alguien con un talento natural para esta materia: Igor tiene profundos
conocimientos de anatomía precisamente porque él se encuentra, desde que nació,
atrapado en un cuerpo deforme. Está fascinado por dos cosas que, en teoría,
nunca podrá tener: un cuerpo normal (o
lo que se considera como tal) y, sobre todo, el afecto de Lorelei, a la que ama
en la distancia.
Entre
Igor y Frankenstein se produce una inesperada corriente de simpatía,
fundamentada en el hecho de que, en cierto modo, ambos son desplazados
sociales: el primero, como consecuencia de su deformidad; el segundo, a causa
de su conducta antisistema. Pese a ser muy diferentes, se complementan de una
extraña manera: Frankenstein ayuda a Igor a escapar del circo, se lo lleva a su
casa y, no sin brusquedad, le ayuda a caminar enderezado y le libra de su
joroba; a cambio de eso, y de proporcionarle una existencia mucho más cómoda
que la que soportaba en el circo, le convierte en su ayudante de cara a sus
audaces experimentos de creación de vida. Igor, agradecido y viendo en
Frankenstein no solo a un protector sino incluso algo que jamás ha tenido, un amigo,
le presta esa ayudantía.
Por
más que la idea de que Frankenstein no solo tuviera un ayudante, sino que
incluso se aprovechara de las enseñanzas o los consejos de otros personajes, no
tiene absolutamente nada de original –ya se encontraba apuntada, sin salirnos
del ámbito del audiovisual, en la miniserie de Jack Smight La verdadera historia de Frankenstein (Frankenstein: The True
Story, 1973) y en la versión de Kenneth Branagh, Frankenstein de Mary Shelley (Mary Shelley’s Frankenstein, 1994),
film que es un notable referente visual de Victor
Frankenstein–, el planteamiento que se hace en la película de McGuigan
apunta, a su vez, otras sugerencias. Por ejemplo, la relativa a la naturaleza
de la relación entre los protagonistas: no solo, por descontado, por la escena
en la que Frankenstein endereza contundentemente la espalda de Igor tras
colocarle un arnés apretando su cuerpo contra el de él, sino ante el hecho de
que a Frankenstein le molesta –y mucho– el amor que Igor profesa hacia Lorelei:
su reacción tiene mucho de celosa
(por más que esa love story sea,
precisamente, lo menos creíble y más prescindible del relato: su supresión no
hubiese afectado a la trama).
Hay
otro aspecto íntimo que les une: su carácter de hijos desamparados. Ya hemos
visto que Igor es hallado por Frankenstein, trabajando como jorobado cómico en
un circo; antes hemos visto cómo, desde su más tierna infancia, Igor ha sido
humillado y maltratado como un animal. Por su parte, Frankenstein es presentado
aquí como alguien afectado por una infancia traumática: si, en la ya mencionada
Frankenstein de Mary Shelley, se
introducía con respecto al original literario la sugerencia de que el
protagonista queda traumatizado por la prematura muerte de su madre mientras da
a luz a su hermano pequeño Henry, en Victor
Frankenstein el protagonista está obsesionado por la muerte de Henry, de la
que se siente responsable, sugiriéndose de este modo que el propósito último de
su experimento no es sino devolver a su hermano a la vida: Frankenstein mira
con frecuencia un reloj de bolsillo que no lleva grabado su nombre, sino el de
“Henry Frankenstein”; en una secuencia clave, recibe la visita de su padre, el
barón Frankenstein (extraordinario, como siempre, Charles Dance), y es la única
vez en la que le vemos asustado e indeciso, como un niño, ante la autoritaria
figura paterna, quien le reprocha que esté desperdiciando su vida en unos
estudios de medicina que no le llevarán a ninguna parte; precisamente en la
secuencia final, y consciente del fracaso de su experimento, Victor no podrá
evitar exclamar: “¡Lo siento, Henry!”.
En
cierto sentido, Frankenstein e Igor, tan distintos por separado, juntos forman
una unidad. El objetivo del primero
que el segundo acaba asumiendo como suyo, la creación de un hombre, viene a ser
un reflejo del resultado de la suma de sus caracteres: los dos “son” como un
solo hombre perfecto, dado que, cuando trabajan en equipo, la locura, el
temperamento, la vanidad y la arrogancia de Frankenstein se equilibran gracias
a la cordura, la sensibilidad, la modestia y la falta de pretensiones de Igor.
Asimismo, este es consciente del lado oscuro de Frankenstein, pero a pesar de
eso no puede resistirse a la tentación de participar en su increíble aventura
científica, del mismo modo que Frankenstein conoce la ingenuidad de Igor y se
aprovecha de ella, aunque también le suscita fascinación y curiosidad. No es
casual, en este mismo sentido, que el experimento final de creación de vida
humana sea exitoso, precisamente, porque la Criatura no es sino un hombre con
un tamaño que es el doble del normal, y que, además, necesita por eso mismo dos
corazones y dos pares de pulmones; dicho de otro modo, el Monstruo es la suma de dos hombres: de sus creadores.
Del
dibujo de esa relación se deriva otro aspecto interesante que en la novela de
Mary Shelley también se encontraba anotado: la diferencia de clases sociales.
Frankenstein “educa” a Igor, sobre todo al principio de su relación –cf. la
escena en la que se le enseña a utilizar los cubiertos para comer–, poniendo de
relieve que el primero es un caballero de alta alcurnia y el segundo, un
desgraciado que trabajaba como esclavo en un circo al cual Frankenstein le ha
dado su oportunidad para “ascender” en la escala social. La ruptura entre ambos
se produce a partir del momento en que un tercer personaje de la misma clase
social que Frankenstein, el petimetre pero adinerado Finnegan (Freddie Fox), se
interpone entre ambos porque está dispuesto a financiar el gran experimento de creación
de vida humana de Frankenstein; y porque, además, este ya está harto de oír una
y otra vez las advertencias de un Igor consciente de los peligros de dicho
experimento, las cuales le parecen la opinión moralista de alguien que para él
no deja de ser un “pobre” al que sacó del arroyo.
También
cabe destacar el hecho de que, a diferencia de otras versiones para cine y
televisión (o de algunas lecturas conservadoras de la novela de Mary Shelley),
el Victor Frankenstein de McGuigan
diferencia claramente entre la, digamos, tesis “blasfema” del mito
frankensteiniano, según la cual tanto el libro de Shelley como buena parte de
sus adaptaciones al cine –sobre todo, las de la Universal– vendrían a ser
advertencias sobre las consecuencias de intentar arrobarse el papel de Dios; y,
por otro lado la, sigamos diciendo, tesis “prometeica”, según la cual –tal y
como mostraron, por ejemplo, las adaptaciones de Hammer Films– Frankenstein es
un incomprendido adalid de la ciencia y un portavoz del progreso tan adelantado
a su tiempo que no cosecha sino oposición y rechazo a su paso. Ambas tesis
están representadas, respectivamente, en dos personajes secundarios pero
decisivos, el inspector de Scotland Yard Turpin (Andrew Scott), y el ya
mencionado Finnegan. Este último, como hemos explicado, es el personaje gracias
al cual Frankenstein consigue financiación para su proyecto: un representante
de una clase social privilegiada que invierte dinero en el experimento de
Frankenstein tan solo porque ve en él un gran potencial económico; un
personaje, por tanto, que vendría a ser la antítesis de Frankenstein, para
quien el crear vida a partir de la muerte le motiva por lo que tiene de avance
científico: de progreso para la humanidad. Por el contrario, el inspector
Turpin es un retrógrado que, como consecuencia de su fanático catolicismo, tan
solo ve en Frankenstein y su experimento una blasfemia contra la divinidad:
nadie más que Dios puede crear vida. Lo interesante en este caso reside en que
ambas tesis, la moral-ético-religiosa y la social-sociológica, están
disociadas: el inspector Turpin intenta evitar el blasfemo experimento de
creación de vida de Frankenstein pagado por Finnegan, representante de esa
sociedad “bienpensante” que Turpin defiende pero que, a la hora de la verdad, es
tan hipócrita que no le hace ascos a cualquier cosa que pueda ser un negocio
lucrativo, tanto da las connotaciones y las consecuencias que tenga.
Todo
esto lo narra Paul McGuigan con notable solidez, pese a algunas irregularidades
tanto de guión –la ya mencionada historia romántica de Igor y Lorelei– como de
puesta en escena; pero, con todos sus defectos, Victor Frankenstein es una interesante película y una más que digna
revisión del mito desde una perspectiva modernizada y, si se quiere, posmoderna,
a pesar de que, en esta ocasión, los guiños están bien dosificados y no
resultan cargantes: cf. la escena en la que Frankenstein le enseña a Igor cómo
se mueven unos ojos sumergidos en un líquido siguiendo la luz de una vela, tal
y como ocurría en La maldición de
Frankenstein (The Curse of Frankenstein, 1957) y, en parte, en Frankenstein and the Monster from Hell
(1973), ambas de Terence Fisher. Las set
pieces funcionan con brillantez a nivel de planificación y ritmo, tal es el
caso de la ya mencionada primera secuencia en el circo, la de la reanimación de
Lorelei tras su accidente en el trapecio y la huida de Igor con la ayuda de
Frankenstein. También está bien resuelta una secuencia de “suspense” destinada,
por un lado, a conferirle espectacularidad al relato: la de la resurrección del
primer “prototipo” creado por Frankenstein, un deforme chimpancé llamado
Gordon, que culmina con la huida del simio y la persecución que emprenden tras
él los protagonistas por las dependencias de la universidad (en una secuencia
que, por otra parte, no carece de funcionalidad narrativa: el experimento
suscita el interés de Finnegan de invertir en el trabajo de Frankenstein).
Está, asimismo, bien resuelta la secuencia final, la del experimento de
creación del Monstruo, a pesar de su consabido carácter de grand finale destinado, nuevamente, a insuflar espectáculo a un
relato que, en sus líneas generales, se mueve más, y mejor, en el terreno del
intimismo.
McGuigan,
en el que posiblemente sea su mejor trabajo para el cine junto con la
interesante Gangster No. 1 (2000),
retoma aquí una idea visual explotada en los episodios que dirigió para la
estupenda serie de televisión Sherlock
(ídem, 2010- ), tanto da que fuera suya o de los showrunners de la misma. Me refiero a esos planos en los que, desde
el punto de vista subjetivo de Frankenstein y Igor, se superponen sobre las
imágenes reales una serie de gráficos y rótulos con explicaciones de anatomía
que, sobre todo en las primeras escenas en el circo, sirven para crear un
vínculo invisible, mental, entre
ambos protagonistas: Igor estudia anatomía en sus pocos ratos libres, como
hemos explicado, y, en su imaginación, los croquis anatómicos que estudia y el
movimiento del cuerpo humano se superponen sobre el cuerpo y los movimientos de
Lorelei, la mujer que ama; del mismo modo, la primera vez que vemos a
Frankenstein en el circo, está mirando un león encerrado en una jaula –en lo
que también puede verse, por descontado, una representación simbólica de su
propio, y fiero, temperamento–, y en ese momento, McGuigan inserta un plano
desde el punto de vista subjetivo del personaje, en virtud del cual la anatomía
del felino se superpone sobre la imagen real del mismo. Tampoco resulta de
extrañar, en este sentido, que, tras una primera ruptura, la reconciliación
entre Frankenstein e Igor se produzca trabajando juntos en un dibujo hecho a
tiza en el suelo del laboratorio del primero, donde ambos hombres vuelven a
soldar los lazos de amistad que, pese a sus diferencias, les unen.
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